Al otro lado del río, en el Cuartel Central de Operaciones de Basora, fuimos recibidos por los mandos que pernoctaban en el centro. Nos invitaron formalmente a pasar en el cuartel el tiempo que fuera necesario hasta que Leticia pudiera ver a Sara. A todos los efectos, éramos sus invitados oficiales, aunque nunca supimos por qué o a instancias de quién se producía la invitación. O quizá, simplemente era la sensibilidad del joven capitán Saad. Después de una improvisada cena, el coronel de la unidad nos ofreció gentilmente su habitación —era el único que dormía solo— para que Leticia y yo pudiéramos dormir encima de los dos camastros que allí había. El hecho de que creyeran que Leticia y yo éramos primos nos daba licencia para dormir en la misma habitación. La estancia era espaciosa y luminosa. La luz entraba las veinticuatro horas del día por los amplios ventanales. De día la natural, de noche la artificial. Tenía dos desvencijadas camas y dos mantas, un televisor y una pequeña mesa, en la que el personal de tropa nos dejaba té con frecuencia. El cuarto de baño estaba fuera de la habitación y era compartido con la oficialidad y con algunos suboficiales, lo que no garantizaba la limpieza del mismo pero sí la intimidad.
El largo e incómodo viaje, la tensión del camino, el tiroteo, el cansancio acumulado y la incomodidad de las camas prolongaron la velada y casi nos dormimos cuando empezaba a amanecer. Leticia y yo pensábamos que aunque un cuartel era un objetivo militar y podía ser atacado en cualquier momento, estábamos en un lugar seguro, protegidos y a media hora del lugar donde se iba a producir el encuentro con su hija. El sol que entraba por las ventanas sin cortinas y el ruido del generador que surtía de luz a buena parte del cuartel, situado a escasos metros de la ventana de la habitación, hicieron el resto para que pasásemos la noche en blanco.
A primera hora de la mañana fuimos llevados ante el general Mohamed Yawad, máximo responsable militar y de las fuerzas de Seguridad de la provincia de Basora. El militar, con inmaculado traje de campaña, extremadamente serio, nos dio la bienvenida, corroboró la invitación al cuartel, nos invitó a un té y le deseó a Leticia que se pudiera llegar a un acuerdo con el problema de la niña. Sus palabras sonaban vacías, a diplomática declaración de intenciones protocolaria sin llegar a más compromiso. El general sabía que con una simple llamada de teléfono suya podía conseguir que Sara volviera con Leticia a España, por mandamiento legal ejecutando la orden de Interpol.
Le pregunté al general, a través del capitán Saad, que hacía de intérprete, si una llamada del gobierno español al gobierno iraquí podía acelerar la entrega de la niña, y si su captura podía poner en peligro la seguridad de Sara.
«En absoluto señor. Si tuviera la llamada de mi gobierno pidiendo y autorizando la operación, podríamos capturar a la niña en apenas unas horas, sin el más mínimo riesgo para ella».
El general, portador de más silencios que palabras, se puso en pie, dando por finalizada la audiencia y pidiendo al capitán que hiciera una foto del encuentro para que quedara constancia del mismo.
El resto del día en el cuartel lo alternamos dando paseos por la orilla del río, fuertemente custodiado; durmiendo pequeñas siestas delante del televisor y charlando con el coronel que nos había cedido su habitación, que nos contaba desesperado que llevaba treinta años de militar, treinta años en guerra y treinta años sin poder disfrutar unas vacaciones con su familia.
Leticia, junto a Mary, la oficial británica que hacía las veces de asistente del capitán Saad, eran las dos únicas mujeres que había en el cuartel. La inglesa, de rasgos muy femeninos dentro de su uniforme militar, se había mimetizado en el ambiente militar y parecía ausente de todo lo que ocurriera a su alrededor que no fuera estrictamente su trabajo. Leticia se sentía excesivamente observada por el personal masculino.
«Me resulta curioso. Nunca había estado en un cuartel militar, sola y con tantísimos hombres. Me siento cohibida con tantas miradas, algunas muy indiscretas, desde luego», bromeaba coqueta Leticia, que no dejó de ponerse el hiyab y las gafas de sol, cuando salíamos a pasear por los jardines, aunque el calor arreciara.
Esperábamos la visita de Neil, el mercenario británico amigo del capitán Saad, para confrontar todos juntos los intentos frustrados de rescatar a Sara cuatro meses antes. Neil no apareció. El capitán regresó de la ciudad a última hora de la tarde. Leticia estaba nerviosa. Faltaban menos de veinticuatro horas para abrazar a su hija, un sueño que a veces le parecía imposible que se pudiera cumplir. Se le planteaban muchísimas dudas: «Estoy hecha polvo. Me pregunto si mi hija me seguirá queriendo aún. Ha pasado mucho tiempo sin verme y sin hablar conmigo y me da miedo su reacción. ¿Qué le habrá dicho este mamón de Alí para que la niña se olvide de mí?».
La duda inicial de Leticia se convertía por momentos en rotundas afirmaciones, dando por hecho que Sara ya no la recordaría como madre.
«En cuanto te huela y sienta tu abrazo, volverá a ser la Sara que no ves hace dos años. Estate tranquila, Leticia», le decía con ánimo de consolarla. Siempre he tenido la convicción de que el olfato revive sentimientos anclados en el tiempo.
Cuando llegó el capitán Saad me acerqué hasta su despacho. Su ayudante británica no estaba. Deseaba hablar con él en privado. Me invitó a pasar, me hizo tomar asiento delante del ordenador y empezó a enseñarme el material más íntimo y secreto de su moderno portátil. Según tecleaba claves y archivos, me miraba de reojo con sonrisa pícara y expectante. A los pocos minutos por la pantalla del ordenador desfilaba una colección de vídeos caseros de altísimo contenido sexual y pornográfico. Sorprendido, porque la privacidad que yo pretendía era para otros asuntos muy distintos, le pregunté ingenuamente:
—¿De dónde sacas estos vídeos, Saad?
—Son míos… algunos los he grabado yo… —presumía orgullosamente, mostrando ese enfant terrible que se escondía bajo las estrellas de capitán de su uniforme de campaña—. Es mi novia…
—¿Tu novia? ¿Pero no era tu esposa la que estaba ayer en Al Kut?
—Sí. Esa es mi esposa, pero esta es mi novia. Si trabajo aquí y vivo allí, hay que estar siempre surtido, ¿no crees? —me dijo rotundamente convencido.
—Ya, ya… —le contesté sin narrar lo que realmente pensé por respeto a mi esposa. No sé si estaba más sorprendido por el hecho de que grabara sus actos íntimos y los enseñara después a desconocidos, o porque la protagonista de las grabaciones fuera su novia, que algún día además se podría convertir en su segunda esposa. Eso sin llegar a pensar qué darían los milicianos, tan duramente reprimidos por el joven capitán del ejército, por obtener tan delicado material de chantaje del valeroso militar, en tan vergonzante situación.
Reíamos y comentábamos frívolamente los vídeos, ¿qué otra cosa podía hacer?, cuando un sargento llamó a la puerta. El capitán le invitó a pasar, mientras hizo desaparecer ipso facto los vídeos de la pantalla. El sargento, al observar mi presencia, hizo amago de irse y se dio la vuelta. Saad le insistió en qué era lo que quería. El sargento le dijo algo con mucho recato, sin saber si yo le entendía. Ante la respuesta afirmativa del capitán, el sargento sacó un disquete del bolsillo y se lo entregó. Este, sonriendo, lo introdujo en una ranura, manipuló sobre el teclado, esperó unos segundos y se lo devolvió. El sargento recogió el disquete, se puso firme, saludó marcialmente a su superior, se dio la vuelta y salió del despacho.
—Le prometí hace unos días dejarle unas fotos buenas, y ha venido a que se las grabara… ¡porque tenía guardia y, claro, tiene que pasar muchas horas solo! —añadió carcajeándose, una vez que el sargento hubo salido del despacho, suponiendo el uso lúdico que le iba a dar a las fotos.
Aprovechando un momento de tranquilidad, intenté llevar la conversación por otros derroteros, para decirle lo que realmente quería, el motivo que me había llevado hasta la intimidad de su despacho y comencé a hablarle de Leticia y de lo mal que lo estaba pasando. Intenté captar su atención en un tema más serio y comprometido. Hablar de Neil y del rescate de la niña. El capitán Saad me interrumpió muy amablemente y con gesto serio me explicó muy convincentemente su posición:
—Neil es un buen amigo y colaborador nuestro, con el que no tenemos más trato que el puramente profesional. En cuanto a Sara, yo estaría encantado de detener al padre y entregar su hija personalmente a Leticia, pero siempre y cuando me lo pida mi superior, el general Mohamed, un juez iraquí o una orden desde Bagdad. No puedo hacer nada más que lo estrictamente legal. Sé que Leticia tiene razón y que el cabrón ese ha secuestrado a la niña, pero posiblemente ahora la niña sea ya iraquí de pleno derecho.
Había pactado con Leticia que cuando estuviera con el capitán a solas la llamaría para que ella mostrase su desolación y hablase de lo generosa que podía ser, si alguien colaboraba decisivamente en la liberación de su hija. En definitiva, pretendíamos hacer una oferta económica al capitán si era capaz de liberar a Sara. Su desesperación la autorizaba moralmente a intentar comprar la libertad de Sara fuera como fuera, y nadie se tenía que dar por ofendido. Por otros sesenta mil dólares como los que se llevó David, el «mercenario de pastel», un iraquí puede construirse dos buenas casas y vivir unos años muy tranquilamente. Pero Leticia volvió a escuchar la declaración de principios morales del capitán y no se atrevió a decirle nada de lo pactado.
Nunca sabré qué pasó durante aquellos días de marzo en los que Neil me prometía día a día que se iba a llevar a cabo el rescate de Sara, con la colaboración del capitán Saad. El principal problema que presentaban en aquellos momentos era qué hacer con la niña. Ahora todo era más sencillo. Con entregar la niña a su madre para salir inmediatamente rumbo a Kuwait era suficiente. Quizá ahora el capitán veía por delante una brillante carrera militar por los éxitos obtenidos y prefería no poner su futuro en juego. Prefiero pensar que el capitán Saad no lo hizo, simplemente, porque era un hombre recto, de firmes principios morales en cuanto a su ética militar. Aunque quizá, un poco falto de escrúpulos, o algo más, con sus novias.