XXXII

Volví a llamar nuevamente a Franco Blay, el mercenario español destacado en Bagdad. Me había ofrecido la posibilidad de contactar con dos compañeros suyos para que nos llevaran hasta el sur, por un buen puñado de dólares. Jugarse la vida cruzando Iraq por tierra tiene un precio, a veces puede ser excesivamente caro si no se consigue llegar al destino. Franco me aconsejó hablar con Neil, el británico desplazado a Basora, del que no había vuelto a tener noticia, y eso que sabía que íbamos a ir hacia la zona. Neil me llamó y me dijo que me iba a llamar el capitán Saad, su amigo del ejército iraquí, el mismo con el que hacía unos meses «iba a recuperar a Sara». Me avisó que iba a mandar una patrulla militar a buscarnos hasta el hotel, para que nos escoltara hasta Basora. Leticia estaba asustada. Sentía miedo en su habitación y pasó toda la tarde en la mía, mientras escuchábamos explosiones a larga distancia, así como disparos en el silencio de la noche, durante el rato que dejaba de sonar el ruidoso aparato de aire acondicionado. Las conversaciones con Basora se interrumpían constantemente. No me pudieron concretar si venía o no a buscamos la patrulla militar. Tampoco sabía dónde dormiríamos porque continuábamos sin tener hotel. A las cuatro y media de la mañana recibí un mensaje telefónico en el que Neil me decía que a las ocho tendría nuevas noticias del capitán Saad. Efectivamente, a las ocho de la mañana recibí otro mensaje en el que me especificaban que en un par de horas estuviéramos preparados en la puerta del hotel. Allí recibiríamos otro mensaje, como medida de seguridad, con el modelo, el color del coche y el nombre del conductor.

Bajamos a desayunar al comedor, lleno a esa hora de comerciantes y hombres de negocios, dialogando junto a un té. A pesar de su precariedad, el Palestine era uno de los centros neurálgicos de la ciudad, punto de encuentro para todo tipo de negocios, incluidos los legales. Las principales televisiones del país también tenían allí sus centros emisores y de producción. La actividad apenas cesaba unas horas de madrugada. Desayunamos y subimos en seguida a recoger la maleta. Nada más salir del montacargas, con más basura aún que el día anterior, se apreciaba un fuerte olor a quemado. Le dije a Leticia que se diera prisa en recoger, que el olor auguraba que no era bueno estar allí mucho tiempo. El ambiente era de absoluta normalidad, pero el olor se hacía cada vez más intenso.

Poco antes de la diez de la mañana recibimos el mensaje de que el coche nos esperaba en un parquin descubierto, a doscientos metros del hotel. El color del coche y la mirada de Hisham, cuando pronuncié su nombre, sirvieron para identificar a la persona en cuyas manos nos poníamos. Íbamos a iniciar una de las travesías más peligrosas del mundo con un desconocido.

«Captain Saad team» (equipo del capitán Saad) fue toda su tarjeta de presentación, en las únicas palabras de inglés que conocía.

El coche, un viejo ford americano grande y confortable, que siendo optimista superaría los veinte años, no ofrecía aparentemente ninguna garantía de poder hacer un largo recorrido, pero era lo que había. En este caso, tener confianza en la persona desconocida que nos iba a sacar de Bagdad era más preciado que el hecho de que el vehículo fuera un último modelo. Hisham no hablaba ni una palabra de inglés. Nosotros, ni una palabra de árabe. Menos mal que su sonrisa constante inspiraba confianza, especialmente cuando el coche se detenía ante zonas aglomeradas de gente y notaba nuestro nerviosismo. Era viernes, día festivo y habitual para atentar contra grandes multitudes. Llevábamos más de una hora en el coche y apenas habíamos salido de Bagdad, cuando sonó mi teléfono móvil. Era el doctor Khaled desde España.

—¿Estáis bien, Javier?

—Pues hombre, doctor, todo lo bien que se puede estar en Bagdad. Intentando recorrer seiscientos kilómetros sin ser atacados, hasta llegar a nuestro destino, sin saber si vamos a tener un sitio seguro para dormir —le contesté. Mi sarcasmo me sirvió para no mencionar a su primo el ministro.

—Es que estoy viendo la CNN y acaban de decir que hay un aparatoso incendio en el hotel Palestine. ¿No estabais alojados ahí?

—¿Cómo dices? —le pregunté alarmado cambiando el tono—. Sí, hace una hora y media que hemos abandonado el hotel, ¿qué ha pasado?

—Las noticias ahora son confusas, pero dicen que hay heridos y se está quemando una parte importante del hotel.

Al repetir las palabras del doctor para informarla, Leticia se echaba las manos a la cabeza horrorizada. Habíamos salido del hotel justamente cuando estaba empezando la tragedia. A pesar de todos los sinsabores, la suerte se decantaba de nuestro lado.

El viaje transcurrió con el corazón encogido, esperando qué nuevas sorpresas nos podían esperar a lo largo de esta aventura, que se iba complicando según pasaban los minutos. Por señas, pudimos entender al conductor que haríamos un recorrido inicial de doscientos cincuenta kilómetros hasta Al Kut, donde nos encontraríamos con el capitán Saad en su pueblo natal. Después de franquear casi una docena de checkpoint, llegamos al que daba acceso justamente a la ciudad de Al Kut. En este control se quedaron con nuestros pasaportes y nos hicieron esperar un largo rato mientras nos observaban con detenimiento. El oficial que parecía de mayor graduación se acercó hasta el coche, me observó detenidamente y miró el pasaporte seriamente. Le hice un gesto a modo de saludo y me respondió con otro. Siguió observándome descaradamente hasta que repentinamente dijo:

Spanish? (¿Español?).

Yes —y acentué la respuesta con un gesto afirmativo.

El policía se me quedó mirando fijamente de nuevo, con aspecto serio, y se volvió a dirigir a mí:

—¿Real Madrid o Barcelona? —dijo chapurreando como podía. No pude por menos que resistir la carcajada, sin analizar cómo podía caer mi respuesta. Al ver que él también comenzaba a reír, contesté espontáneamente.

—Real Madrid, of course (desde luego) —afirmé rotundo. Me jugué a cara o cruz su complicidad.

—Real Madrid… is good (es bueno) —contestó mostrándome su puño cerrado, con el pulgar estirado.

Respiré profundamente, pensando que la respuesta había sido válida para pasar el control, pero ¿qué habría pasado si el policía hubiera sido seguidor del Barcelona? Tiempo después supe que existe más rivalidad entre los seguidores de ambos equipos en Iraq que en España, que en jornadas de enfrentamiento entre ambos clubes, llega a haber muertos entre seguidores. El ambiente se destensó un poco. Continuamos retenidos hasta que apareció el capitán Saad. Sin bajarse del coche en el que venía, le dijo a nuestro conductor que le siguiéramos. No le pudimos saludar hasta que no llegamos a la casa de su familia. Nos estaban esperando para comer.

Leticia se bajó del coche. Inmediatamente fue conducida por la madre, la esposa y las hermanas del capitán hasta la zona femenina de la casa. Yo, después de pagar al conductor, fui llevado hasta un comedor por Saad, que se mostró encantador y simpático con ganas de agradar. Me acompañó al área masculina, donde estaban su padre, sus hermanos y un sobrino pequeño. Me descalcé y me senté en el suelo, entre otras cosas porque no había ni una silla ni nada que se le pareciera. Me ofrecieron un aguamanil para que me lavara y me refrescara. Acepté gustosamente porque el calor era sofocante. Durante la ejecución del ritual era fijamente observado por todos. El problema fue cuando llegó la comida, una inmensa bandeja de barro, con carnes y pescados de un aspecto exquisito, sobre una cama de arroz y verduras más apetitosa todavía. El pan árabe o pan de pita recién hecho tomaba en esa casa tintes de auténtica obra de arte. El pueblo iraquí come en casa con las manos. Algunos no saben comer de otra manera. La casa del capitán no iba a ser una excepción. Y todos alrededor de la bandeja comimos con las manos la suculenta comida, con las limitaciones propias del invitado, que no estaba acostumbrado a comer sin cubiertos más allá de unas gambas, unas patatas fritas o unos espárragos. Aunque he de reconocer que el almuerzo me supo a gloria.

Leticia, por su parte, también fue homenajeada por las mujeres de la casa, que conocían la historia que la llevaba a Iraq. La joven mujer del capitán Saad, de increíble belleza, a rostro descubierto chapurreaba un poquito de inglés y pudo transmitirle su solidaridad con el sufrimiento que Leticia sufría desde la separación de Sara.

No me volví a encontrar con Leticia hasta que no salimos de la casa para continuar nuestro camino a Basora. Toda la familia salió a despedirnos. Las mujeres con la cara rigurosamente tapada ante el extraño, pero llenas de sentimiento al haber conocido de boca de Leticia los auténticos motivos de su viaje.

El joven capitán, que no superaría los treinta años, tenía un especial magnetismo. De mirada viva, hablaba amablemente en un inglés fluido con acento británico y parecía un tipo inteligente. Su destacada intervención en la operación militar Carga de Caballeros, realizada pocos meses antes para combatir y desmantelar la milicia terrorista del ejército de Al Mahdi, le había hecho ganarse el ascenso, el reconocimiento y la confianza de sus superiores. Durante el viaje nos fue contando lo duros y sangrientos que fueron algunos combates con los milicianos y nos enseñó en su ordenador algunas grabaciones realizadas durante las ofensivas.

—¿Así nos vamos a encontrar Basora? —le preguntó Leticia con cierta preocupación.

—Basora está un poco mejor, aunque sigue siendo peligroso para un extranjero. No se preocupe, ustedes van a estar muy bien custodiados —aseguró el capitán con una media sonrisa de complicidad.

Durante el largo camino hacia el sur nos cruzábamos a menudo con grandes convoyes de transporte militar americanos o británicos. Su paso era espectacular. Parecían desfiles de presentación de la más avanzada tecnología militar. Los vehículos, relucientes e inmaculados, se desplazaban lentamente, agrupados, en estado de máxima alerta. En uno de estos encuentros con un convoy americano observé cómo una pequeña bola de fuego, que parecía cruzar votando y a toda velocidad la autopista, llegaba hasta el frontal del coche y seguía levantando polvo. No podía creer lo que estaba viendo. La sangre se me heló.

—¡Nos están disparando desde el convoy americano! —grité asustado.

Los integrantes del convoy americano comenzaron a tirar ráfagas de metralleta a un metro del coche en el que viajábamos. El conductor frenó secamente a esperar a que el convoy terminara de pasar. Leticia y yo nos quedamos mudos del pánico. Ella no había visto la ráfaga, pero se asustó al oírme gritar. Temía que volvieran a disparar cuando pasaban a nuestra altura. Pero el incidente, por esta vez, se quedó ahí. El conductor reanudó la marcha maldiciendo. Saad, con toda naturalidad y sin inmutarse, asombrado por nuestra congoja, nos explicó la situación:

—Hay un acuerdo tácito entre los conductores de parar al borde de la carretera cuando uno se cruza con una caravana de vehículos militares. O al menos así lo han impuesto los americanos. Nosotros no hemos reducido la velocidad lo suficiente y ellos nos lo han recordado con la ráfaga de ametralladora.

—¿Y los que no conocen este acuerdo? —le pregunté.

—Puede ser muy peligroso. La semana pasada, un coche con una familia, un matrimonio y dos hijos pequeños no pararon al cruzarse con un convoy americano y recibieron una ráfaga de advertencia. Como ni aun así pararon, porque lo que hizo el disparo fue asustarlos, fueron atacados con armas superiores y murieron los cuatro.

—¿Se dieron cuenta los americanos de que habían equivocado el objetivo y de que eran víctimas inocentes?

—Para enterarse de eso deberían haberse detenido, pero ellos disparan y no se paran a ver las consecuencias. La guerra es así. Todo está justificado cuando se argumenta la defensa propia.

Todo esto era una nueva confirmación de que la vida no vale nada en Iraq, que los tremendos abusos de la guerra estaban a la orden del día. Un sentimiento de rabia me corrió por todo el cuerpo, recordando la ráfaga de aviso que nos dispararon los militares americanos, los mismos que mataron a José Couso. Pero a él no le avisaron.

Cuando se hizo de noche, el tráfico era más intenso. Entonces pudimos asistir a la espectacularidad casi circense de algunas caravanas de transportes militares. Gigantescos vehículos de todo tipo lanzaban enormes destellos con luces de colores, que recordaban las luces de una macrodiscoteca. Carros de combate lanzaban ráfagas de luz absolutamente cegadoras. Repentinamente se cubría el cielo del horizonte de figuras geométricas compuestas por rayos láser, instalados en los propios vehículos, como si quisieran demostrar que su poderío militar era de otra galaxia.

A las once de la noche, y accediendo por caminos rurales desde la autopista, conseguimos llegar al Cuartel Central de Operaciones de Basora. El lugar, un viejo hotel a orillas del río Tigris, había sido requisado y remodelado para albergar la principal unidad del ejército iraquí de la zona, que ejercía el mando supremo de la ciudad. El lugar lo habían convertido en un fortín estratégicamente situado, desde el que se controlaba, o al menos se pretendía, toda la seguridad de la ciudad.