Antes de bajar del avión en Erbil, Leticia complementó su vestido negro con un hiyab del mismo color. El sufrimiento vivido durante los últimos dos años y los avatares de los últimos meses habían envejecido prematuramente su rostro. Coqueta, tapaba su semblante con unas grandes gafas de sol, lo que daba un aire un tanto exótico a su aspecto árabe. Aunque los kurdos viven en esa ciudad en un ambiente más liberal y permisivo que en el resto del país, convenía mantener las formas. La presencia y el despliegue militar con todo tipo de medios daban un aire belicoso al ambiente. Rigurosos y variados controles en los accesos al aeropuerto y a la ciudad, más la presencia constante de unidades del ejército por las calles, contrastaban con la normalidad de la población, que vivía tranquilamente el ya caluroso y avanzado verano.
Mientras cenábamos en el jardín del hotel Erbil Internacional, recibí una llamada del doctor Khaled.
«No hay una sola plaza de hotel en Basora. Hay un congreso islámico en la ciudad y no hay una sola habitación libre. El problema es que no hay demasiados hoteles», me dijo con su tranquilidad habitual.
La noticia hacía saltar todas las alarmas porque teníamos la intención de llegar allí doce horas más tarde. El doctor quedó en buscarme una solución de emergencia, pero la situación se ponía tensa.
Después de dormir apenas tres horas, pendiente de las noticias de Basora, a las seis de la mañana estábamos en el aeropuerto de Erbil para comprar los billetes y volar a las nueve, rumbo a Bagdad. La policía del Kurdistán le dijo a Pope, el cámara, que podía volar sin problemas por todo Iraq con la documentación que portaba. Pero al aterrizar en la capital iraquí nos llevamos la primera de una larga serie de graves sorpresas que iban a empezar a salpicar de incidencias nuestro viaje. Según cruzábamos el control de pasaportes, Pope fue retenido por la policía iraquí al ver que no llevaba el visado correspondiente. No consideraban que la documentación que le había dado el consulado iraquí en España le autorizara a entrar al país. Al ver la situación, llamé al teléfono móvil de Tania y tuve la suerte de poder contactar con ella inmediatamente y contarle lo que estaba ocurriendo. Me pidió que le pasara con el policía responsable del aeropuerto. Nuestra situación no nos permitía preguntar por el responsable y solo podíamos dirigirnos al mando policial intermedio, que nos vociferaba con malos modales y obligaba a Pope a acompañarle al mismo avión del que se había bajado, para devolverle a Erbil. El ambiente en la sala de llegadas internacionales del aeropuerto de Bagdad en ese momento era caótico. Un grupo de doscientos hombres provenientes de Sri Lanka se encontraban sentados en el suelo, perfectamente alineados, atemorizados por los modales del policía, que ordenaba indiscriminadamente a todos los que había a su alrededor. Con el teléfono en la mano, le gritaba para hacerme entender, diciéndole que estaba en un error y que hablase por teléfono con la cónsul en España.
«No consul…! Nobody…! I don’t speak with anybody!» (¡Ni cónsul! ¡Ni nada! ¡Yo no hablo con nadie!).
El policía fue tajante. Sin dar oportunidad a más preámbulos, vi que empezaba a peligrar nuestra entrada también y podíamos seguir el mismo camino de deportación que Pope, así que le despedimos y recogimos nuestro equipaje para seguir viaje a Basora. En Erbil nos habían dicho que el vuelo hacia el sur salía a las doce de la mañana. Teníamos casi una hora y media para conseguir el billete. Leticia y yo nos desplazamos hasta las oficinas de la compañía aérea iraquí. Solicitamos dos billetes para Basora. El responsable de la oficina de venta de billetes, sin apenas mirarnos a la cara, respondió en inglés:
—No hay.
—¿No hay billetes…?
—No. No hay vuelo.
—Si nos han dicho en Erbil esta mañana, en la propia compañía, que el vuelo sale a las doce de la mañana —le dije, sin creer lo que estaba escuchando.
—Sí. Cuando hay vuelo sale a esa hora. Pero hoy no hay. No se ha vendido ningún billete.
—¿Si compro veinte plazas podemos salir? —le sugerí con más ironía que convencimiento al vendedor. Me contestó con una sonrisa, lo entendió como una broma. No sé si en mi desesperación lo hubiera hecho si hubiera sido posible. Quedarse en Bagdad podía resultar infinitamente más caro.
—¿Y para mañana habrá vuelo?
—No. Es que es un vuelo que sale pocas veces, porque las tormentas de arena impiden muchas veces el aterrizaje de los aviones. Solo salen cuando está todo el pasaje vendido y hay seguridad de que van a poder aterrizar en Basora.
—¿Qué forma hay para ir de Bagdad a Basora? —añadí con auténtica impotencia.
—¿En los próximos días? Por tierra, en coche.
Leticia y yo no salíamos de nuestro asombro. Estábamos absolutamente tirados en el aeropuerto de Bagdad. Sin hotel, sin vuelo, sin cámara, a seiscientos kilómetros de nuestro destino y en una ciudad en guerra. Todavía teníamos que cruzar medio país para llegar a Basora. La puerta del infierno se franqueaba nada más salir del aeropuerto. El primer y más grave problema era tomar un taxi por el riesgo que suponía. Llamé a Franco, el mercenario catalán, que en ese momento se encontraba destinado en Bagdad, y le puse al corriente de nuestra situación. Me dijo que no se podía mover de su base, pero que el hotel Palestine era el mejor lugar y más seguro de la ciudad. Llamé al hotel, con intención de hacer una reserva y preguntar si tenían servicio de aeropuerto, con el fin de que mandasen un coche a recogernos. De entrada, la comunicación telefónica con el hotel era imposible. Si no tenían teléfono, difícilmente iban a tener servicio de recogida en el aeropuerto. La situación era grave. Bagdad no era el lugar más indicado para improvisar un cambio de itinerario. Decidimos irnos a la cafetería del aeropuerto a tomar algo y a pensar una solución. Un lugar solo frecuentado por hombres, donde Leticia era la única mujer y blanco de todas las miradas. Desde allí llamé al doctor nuevamente, para saber si conocía a alguien en la ciudad que nos pudiera echar una mano. Me dijo que me llamaría en breve y que esperase en el aeropuerto.
«No se os ocurra tomar el primer taxi que os ofrezcan, ni salgáis a la calle a buscarlo porque es muy fácil que os secuestren. Esperad a que yo os llame».
Transmití las palabras del doctor a Leticia, obviando algunos detalles y decidimos salir de la cafetería, que se había quedado vacía. Cuando salimos al hall principal no había absolutamente nadie. El caos y el ruido infernal de hacía algo más de una hora se había tornado silencio total. El aeropuerto acababa sus operaciones a mediodía y cerraba todas las instalaciones hasta el día siguiente. La sensación de soledad en una ciudad extraña y hostil era del todo deprimente. Por los grandes ventanales se adivinaba un día gris oscuro. De repente se había nublado el cielo. El silencio impresionante de tan amplias instalaciones daba una sensación sobrenatural. El teléfono rompió la histérica magia del momento. Era el doctor.
«Javier, busca a alguien de seguridad del aeropuerto y dile que se ponga al teléfono, que yo hablaré con él».
Empezamos a andar por el inmenso aeropuerto de Bagdad, tal vez el único signo de occidentalidad de todo el país, empujando el carrito con el equipaje, sin un rumbo claro. No había nadie por ningún sitio. En menos de una hora se había vaciado completamente y había desaparecido la vida y el bullicio típico de un aeropuerto internacional. Ni la oficina de información estaba abierta. Escuchamos unas voces al final de un pasillo y nos dirigimos hacia el lugar. Apareció un hombre joven, con una pistola y un walkie-talkie en la cintura, que nos confirmó, es un decir, que era de seguridad. Mientras le explicaba la situación marqué el teléfono del doctor y se lo pasé al agente, que no acababa de entender la maniobra. Ni mi inglés ni el suyo eran compatibles en ese momento. El doctor, después de identificarse ante su desconocido interlocutor, le dijo lo siguiente:
«Mire, esa señora y ese señor que están con usted son invitados personales de mi primo, Osama al Namafi, el ministro de Industria del gobierno de Iraq. Me gustaría que fuera usted tan amable de localizarles un taxi seguro, al que yo llamaré más tarde y le daré la dirección exacta de dónde tienen que ir».
Acabada la conversación con el doctor, el policía se mostró solicitó y atento y nos indicó que le acompañáramos. No dejaba de hablar por teléfono. Nos hizo esperar unos minutos antes de salir del aeropuerto. Al salir nos estaba esperando un taxista que nos pidió que le acompañásemos hasta el interior de un aparcamiento. El policía se despidió amablemente de nosotros.
Comenzaba la aventura en tierras iraquíes. Para mí, comenzaba a cumplirse un sueño antaño anhelado de conocer Iraq. Era un deseo insatisfecho desde hacía diecisiete años, cuando cubrí como free lance la guerra del Golfo en el año 91. Lo que no podía siquiera imaginar es que mi entrada en el país iba a ser con ese espíritu de viajero furtivo que sentía a mis espaldas.
Nada más sentarme en el asiento delantero del taxi, saqué la cámara para grabar el recorrido de la carretera considerada más peligrosa del mundo, que es la que une el aeropuerto y la ciudad de Bagdad. El taxista me rogó que guardase la cámara y me señaló —a modo de advertencia— los impactos de tres disparos que «ilustraban» el parabrisas del coche. Uno de ellos, me contó señalándose el rostro, le alcanzó la cara y había estado un año y medio sin poder trabajar. La aparente tranquilidad vivida en el interior del aeropuerto contrastaba cuando se cruzó en nuestro camino, mientras estábamos parados en el primer control militar, un convoy de los Blackwater, principal compañía americana de seguridad privada, con un desfile espectacular de vehículos. La imagen era más propia de una ficción cinematográfica. Una caravana de más de quince vehículos todoterreno, dotados de una sofisticada parafernalia armamentística, de unas dimensiones extraordinarias, de color blanco y pulcramente limpios, con docenas de antenas, daban un aire futurista a la escena, en duro contraste con el devastado escenario.
Según las explicaciones dadas por el doctor al taxista, este nos llevaba a casa de un ministro iraquí primo suyo, que sabía de nuestra presencia y nos esperaba. Después de casi una hora de callejear Bagdad, con controles severísimos tanto americanos como iraquíes, llegamos a una zona que adivinamos de un estatus económico superior, aunque todo lo que nos había rodeado en nuestro camino fuera desolador. Edificios destruidos por los bombardeos, restos de vehículos explosionados y mucha basura y suciedad por todos los rincones. Cuando llegamos a la casa, o mejor dicho, a las inmediaciones de la casa, un complejo y rudimentario sistema de seguridad nos impidió llegar a menos de cien metros de la residencia del hipotético primo del doctor. El jefe de seguridad nos hizo despertar súbitamente de nuestro sueño.
—El ministro no está. Llegará dentro de seis horas. Me ha dicho que les diga que se vayan al hotel y que después se pondrá en contacto con ustedes.
—¿A qué hotel? —pregunté, pensando que el ministro nos había reservado alguno.
—Eso no lo sé. Al que ustedes decidan ir —respondió taxativamente, queriendo dar por acabada la conversación.
Aquello sonaba muy raro. Le dije al taxista que nos llevara al hotel Palestine. Me dio la impresión de que nuevamente estábamos pagando algún exceso de confianza del doctor, a la hora de pedir un favor a un conocido o a un primo demasiado lejano. Preferí no volver a llamarle de momento y resolverlo sobre la marcha.
Nos volvimos a perder por las calles de Bagdad, conscientes de que el viaje era una macabra lotería porque en cualquier lugar se podía producir una de la docena diaria de explosiones. Las calles estaban desiertas, a excepción de los niños jugando. Leticia y yo no parábamos de fumar, en silencio, a solas con nuestros temores y pensamientos. La mezcla de olores daba un ambiente especial. El humo de leña quemada se mezclaba con el olor de las aguas estancadas, el de los condimentos de la comida árabe y el del propio combustible de los coches. El taxista, de vez en cuando, interrumpía el silencio y nos explicaba lo peligrosa que estaba la ciudad, aunque no acababa de entender qué demonios hacíamos allí.
Antes de entrar en las instalaciones del hotel Palestine, tuvimos que sortear cuatro controles, con la revisión obligada de los equipajes. En el último, hicieron pasar a Leticia a un reservado, instalado en medio de la calle, para ser registrada. Leticia, titubeante, entró de mala gana en el reservado, gesticulando con las manos al policía, diciéndole que él no la fuera a registrar. El policía negaba con la cabeza mientras le sonreía. Una mujer de edad mediana, tocada con hiyab negro, como Leticia, entró y se quedó a solas con ella para efectuar el registro. Al decir de la registrada, la exploración fue especialmente intensa y minuciosa cuando llegó al pecho. El celo en el examen estaba justificado. Esos días en Bagdad el porcentaje de terroristas suicidas mujeres era bastante mayor que el de los hombres. Para Leticia fue difícil establecer la línea que separa el cacheo del magreo.
La llegada al hotel Palestine fue impactante. Tuve de pronto la horrible visión de José Couso herido de muerte en una camilla que empujaba, horrorizado y roto de dolor, mi admirado compañero Jon Sistiaga. La escena tantas veces vista no deja de ser inolvidable. El cámara de Telecinco iba agonizante, después de que un sargento del ejército americano hubiera disparado vilmente su tanque, con intención claramente asesina, a la planta catorce del hotel, donde se encontraba José grabando la que sería la exclusiva póstuma de su propia muerte. En el cruel ataque también fue asesinado el periodista Taras Protsyuk, reportero de la agencia Reuters.
Después de haber estado en el hotel Internacional de Erbil, que era un oasis en medio de la ciudad, pensamos que el considerado mejor hotel de Bagdad sería equivalente en sus formas. Por fuera, el gran edificio de dieciocho plantas se manifestaba grandioso. Todo parecía a simple vista un gran hotel, con las dimensiones propias de un establecimiento con categoría. Por el contrario, las alambradas de espino metálico, los grandes muros de hormigón y los sacos terreros que llegaban apilados hasta el segundo piso del edificio daban un insólito aspecto al lugar. Los indicadores del hotel señalaban las direcciones rumbo al casino, a la piscina, a un restaurante árabe, a otro internacional, a la peluquería y a un sinfín de servicios, propios de un establecimiento de cinco estrellas. El pago por adelantado y la imposibilidad de uso de tarjetas de crédito nos resultaron tan extraños como la escasa luz del vestíbulo donde estaba la recepción. Aunque más chocante nos resultó aún llegar al hall de ascensores y darnos cuenta de que el camino a la octava planta era por el montacargas. Ninguno de los seis ascensores funcionaba. Cuando entramos al elevador de servicio y vimos la cantidad de basura, el olor y el abandono que había en su interior, todo comenzó a ser surrealista.
Las habitaciones no podían ser más descriptivas de lo que significaba la lenta decadencia de un país, ahora reflejado en un hotel de cinco estrellas. Las mirillas de las puertas estaban arrancadas, los grifos oxidados, los muebles viejos, sucios y rotos y las sábanas de la vieja cama deformada, sin cambiar. Seriamente contrariados, Leticia y yo recogimos nuestro equipaje, bajamos a la recepción y pedimos hablar con el director para que nos cambiara de habitación. No estaba lejos. Era la persona que minutos antes casi nos había suplicado que pagáramos por adelantado al menos la primera noche, y sobre el que habíamos bromeado por su aspecto de galán de cine maduro. Con formas y gestos elegantes empezó a escuchar nuestras quejas hasta que, visiblemente emocionado, comenzó a pedir perdón. Nos juraba, entre disculpas, que nos había dado las mejores habitaciones que disponía. No podía ofrecernos nada mejor. Las cosas eran así en Bagdad ahora, aunque él, que llevaba muchos años como director del hotel, siempre había estado acostumbrado a ofrecer lo mejor a sus clientes. Los viejos indicadores de la puerta del hotel ofreciendo todo tipo de servicios ya no llevaban a ninguna parte. Era puro atrezo, para explicar que un día fue un hotel lujoso, innovador y cosmopolita.
El hotel Palestine había pertenecido a la cadena hotelera de lujo Le Méridien y había llegado a ser el más importante centro hotelero del país. En su época dorada gozó con todo tipo de lujos para los clientes más exigentes de Oriente Medio y del mundo entero a su paso por Iraq. Desde la guerra del Golfo el hotel dejó de ser propiedad del grupo francés y pasó a ser propiedad de altos representantes gubernamentales que creyeron tener la gallina de los huevos de oro, pero se les olvidó darle de comer y acabaron matándola de un tiro. El hotel ha sido bombardeado en diversas ocasiones y mantiene los descalabros en su anatomía arquitectónica y el más absoluto abandono en sus servicios. El único que funciona, de los cinco restaurantes de los que dispone el hotel, está atendido por un solo camarero, con una carta inferior a una hamburguesería, con los espaguetis quemados como especialidad de la casa y un hummus con rango de exclusividad: el peor del universo gastronómico de Oriente Medio.
No nos quedó más remedio que quedarnos en las habitaciones asignadas. Finalmente llegamos a entender por qué el Palestine era el mejor hotel de la ciudad. No porque el director nos enviase una sencilla, pero valiosa en intenciones, cesta con frutas y trozos de bizcochos, acompañada de un par de refrescos. El auténtico lujo en esos momentos en Bagdad era tener una residencia segura y protegida de los ataques terroristas y, sobre todo, disponer de aire acondicionado que combatiese los casi 50° del exterior. Estas dos características eran lo que distinguían al hotel Palestine. Eso no quitaba que a diario faltase la luz durante tres horas. Toda una suerte. El resto de la ciudad disponía solo de tres horas de corriente eléctrica al día, cuando la había. En realidad estábamos en un pequeño búnker en el que se estaba medianamente fresco. Éramos unos privilegiados. Si no se era alérgico a las aguas estancadas sin depurar, uno se podía hasta meter en la inmensa piscina, a la que fuimos gentilmente invitados a disfrutar por el director del hotel.
Pero todo esto no dejaba de ser un pequeño inconveniente, ante el auténtico problema que se nos avecinaba: ¿cómo llegar a Basora antes de tres días para ver a Sara?