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Tras recibir el fallo judicial, la primera fecha disponible para ir a ver a Sara era el 15 de julio. Nuevamente, con la sentencia en la mano, nos pusimos en marcha a la búsqueda de la protección necesaria para viajar a Basora. Esta vez no había excusas que nos impidieran ir. Esta vez Leticia sí iba a poder ver y a reencontrarse con su hija Sara, aunque fueran apenas seis horas. Después de llevar casi dos años sin poder besar ni abrazar a su hija, esas seis horas podían saber a gloria a Leticia, aunque con un exceso de optimismo pensamos que intentaríamos prolongar la estancia a costa de lo que fuera.

La situación en Basora no había cambiado demasiado. La milicia de Al Mahdi estaba inactiva pero no desarticulada. El ejército iraquí había conseguido desmantelar la organización y había detenido a quinientos cabecillas, que arrastraban a unas huestes de miles de hombres armados, ahora en libertad pero sin jefes. La mayoría de estos hombres eran capaces de matar hoy por una ideología y mañana por otra. En todas las ocasiones, sin más motivo ni razón que ganar unos pocos dólares. Al estar encarcelados sus líderes, y en un forzoso alto el fuego, estos hombres no recibían órdenes, ni mucho menos el pago del sueldo acordado, por lo que tenían que buscarse la vida con lo que mejor sabían hacer. El contrabando de petróleo y de alimentos básicos, junto con el secuestro, eran la forma más habitual de sobrevivir de estos terroristas en paro.

El Ministerio de Asuntos Exteriores desaconsejaba absolutamente el viaje. La embajada iraquí, más concretamente Tania, nos decía que no le gustaba la sentencia porque se tenía que haber acordado también, junto al régimen de visitas, una orden judicial que garantizase protección a la madre cuando acudiera a ver a su hija a Basora. Nos aconsejaba muy seriamente que pidiéramos protección para desplazarnos allí. Desde la embajada española en Bagdad se nos trataba de disuadir nuevamente de nuestra intención de viajar para ver a la niña, resaltando el peligro que suponía el viaje. No era posible tener la protección prometida por el ministro.

«Señora Moracho, los geos están aquí para darnos protección a los diplomáticos destinados en la embajada, no para que se desplacen hasta Basora. Tiene usted que entenderlo», le dijo telefónicamente a Leticia Juan José Rubio de Urquía, responsable de la embajada española en Iraq.

Según se acercaba la fecha para salir rumbo a Basora, y viendo el personal del Ministerio de Asuntos Exteriores que nuestra decisión era firme, recibimos un comunicado desde Bagdad, en el que el señor Rubio de Urquía nos ofrecía «la solución a nuestro problema». La carta textualmente decía así:

Bagdad, 8 de julio de 2008

Si a pesar de estos riesgos, que, como se les ha avisado en la citada carta, entrañan un elevado riesgo para sus vidas, decidiesen ustedes viajar a Basora, esta Embajada les ofrecería la asistencia de personas de toda confianza. Esta asistencia la ha recabado esta Embajada de los Misioneros Carmelitas de Bagdad, que tienen una casa-convento cerrada y vacía en Basora, pero a su cuidado está un hombre de confianza, un iraquí cristiano. Los misioneros Carmelitas a su vez tienen una estrecha relación con las Hermanas Dominicas de Basora, que también son cristianas iraquíes. El señor Preciado podría dormir en la casa convento y la señora Moracho se podría hospedar en el convento de las dominicas.

Esta era la singular solución que ofrecía la embajada española en Bagdad, en la búsqueda de un alojamiento tranquilo y seguro en Basora. Y el resto venía a continuación:

Un conductor de confianza y una de las hermanas les acompañarían al juzgado y en sus recorridos por la ciudad.

La lectura de la carta me producía tal delirio que me imaginaba siendo escoltado por una monja, con chaleco antibalas bajo el hábito, experta en artes marciales y en el manejo de armas largas; más próxima en sus formas a Batman que a Rambo y a la que llamaban Supersor. Prefería tomarlo a risa antes que tomarme en serio las medidas que nos ofrecía el diplomático español. No dudo que con la mejor de sus intenciones, pero escasamente meditadas. Al continuar leyendo la carta, el delirante espejismo se diluyó, ante la apabullante y cruda realidad.

Pero tengan muy en cuenta que no les pueden ofrecer una seguridad —escolta, coche blindado, etc.— que ellos mismos no tienen; y que los muy serios riesgos para su seguridad de los que les hemos advertido seguirían existiendo, motivo por el cual esta Embajada insiste en desaconsejarles este viaje.

No cabía la menor duda de que en esas condiciones era un disparate viajar. Lo que necesitábamos no era precisamente auxilio espiritual, amén de poner en un serio compromiso a estos religiosos. Bastante tenían con aguantar los envites de una guerra santa siendo cristianos en un país árabe, para tener que acompañar a dos occidentales por las calles de Basora.

Ante la desesperación de no encontrar, ni del gobierno español ni del iraquí, una vía segura que garantizase nuestra integridad, llamé al doctor Khaled, del que no había vuelto a tener noticias desde el regreso de Kuwait hacía algunos meses. Ni de él, ni de su primo, el miliciano que iba a coger a la niña y preguntarle con quién quería estar. Llamé a Khaled para ver si me podía ofrecer alguna alternativa con sus contactos en Basora. No escarmentaba. Seguía confiando en su ayuda. Con su habitual costumbre de colaboración total, me dijo que me conseguiría dos habitaciones en un buen hotel de la ciudad, pero que deberíamos ser escoltados en todo momento, especialmente cuando estuviéramos en el hotel. Él se comprometía a ponernos un grupo de policías que nos custodiasen día y noche. Me decía que la mayor seguridad allí consistía en pasar el menor número de horas posible en Basora, porque en poco tiempo nuestra presencia sería detectada por los cazadores de recompensas, especialistas en secuestros.

El día 10 de julio salimos nuevamente de España rumbo a Iraq. Mis jefes en Telecinco habían vuelto a dar alas a mis sueños profesionales, porque yo seguía confiando en la historia periodística y me facilitaron todos los medios técnicos y económicos necesarios para llevar a cabo el reportaje del encuentro entre Leticia y su hija. No es habitual que una televisión invierta grandes medios en un documental de investigación, espaciado en el tiempo, sin que sea posible garantizar un buen resultado a corto plazo. Por esta razón siempre agradeceré la confianza que depositaron en mí Paolo Vasile, consejero delegado, y Manolo Villanueva, director general de la tele, sabiendo que la importante inversión económica podía caer en saco roto, si no había resultados. Pero tanto ellos como yo estábamos dispuestos a arriesgar lo que hiciera falta si había una mínima posibilidad de rescatar a la niña de Iraq.

Esta vez el camino de ida rumbo a Basora lo hicimos vía Viena. Desde la capital austriaca tomamos un avión hacia Erbil, en el Kurdistán iraquí. Desde allí volaríamos a Bagdad, donde, según nos dijo la Iraqui Airways, podíamos enlazar con Basora tres días a la semana. Este periplo por tierras iraquíes obedecía a una estrategia para seguir preparando la llegada y mínima estancia en Basora, y porque nos acompañaba Pope, un operador de cámara, al que no le había dado tiempo conseguir el visado de entrada a Iraq. La única manera de hacerlo era a través de la frontera kurda. Tania, la cónsul iraquí, le había hecho un visado provisional y una documentación para que en Erbil la policía le diera el visado definitivo.