XXIX

Leticia se sentía agobiada y humillada con la estafa. El tiempo había pasado y había que dar una explicación a su madre y a su tío, que eran los que habían desembolsado el dinero. Carmen puso el grito en el cielo cuando supo que su dinero no había servido para nada, diciendo que ella ya sabía que algo así iba a ocurrir.

«¿Y la culpa de todo sabes quién la tiene? Tu amiguito el periodista —le dijo a su hija Leticia, en clara referencia a mí—. Todas las conversaciones las ha llevado él, todos los tratos los ha llevado él, todo él. ¡Y nosotros, hale, a poner el dinero! ¿Y qué pasa ahora con los siete millones de pesetas, eh? Dímelo tú».

Leticia se quedó callada. Lo que marcó la pauta para que su madre siguiera con la sarta de insultos e insinuaciones contra todo el que le venía en gana, hasta que se desahogó. Su tío Fernando, un hombre de negocios y de mundo, acostumbrado a perder y muchas más veces a ganar, aceptó la noticia sin mayor dramatismo.

El tiempo iba pasando y la fecha de citación de Leticia para acudir a Basora se acercaba. Nuestras intenciones eran acudir al juicio y tratar de jugar la última baza, aunque todo fuera una vil patraña inventada por Abbas para legalizar el secuestro de su hija. Si Iraq era un Estado de derecho, Leticia podría explicar a un tribunal las circunstancias en que Abbas se había llevado a Sara.

Era el momento de pedir ayuda o de recordar la que nos había sido ofrecida. La primera puerta a la que llamamos fue lógicamente la del gobierno. La primera respuesta del Ministerio de Asuntos Exteriores fue que de la ayuda consular y de las medidas de protección prometidas hacía apenas dos meses por el ministro Moratinos nada de nada. Incluso, verbalmente y por escrito, se desaconsejaba rotundamente, rayando la prohibición, que nos desplazáramos a Iraq, donde Leticia pretendía defenderse y continuar luchando por su hija. Ante la negativa de ayuda oficial, llamamos a Valentina, la entrañable jefa de gabinete de Jorge Moragas, del Partido Popular, para ver si esta vez era posible esas ganas de ayudar mostradas meses atrás que desaparecieron cuando fuimos recibidos por Moratinos.

«Voy a decírselo ahora mismo al señor Moragas y en cuanto tenga una respuesta os llamo», nos dijo con su simpatía habitual.

Nunca se produjo esa llamada. Posiblemente tampoco hubo respuesta del señor Moragas. Por una vez se ponían de acuerdo gobierno y oposición: ignorar la ayuda que solicitaba Leticia para recuperar a su hija.

Desde la embajada española en Bagdad, regida accidentalmente en ese momento por el diplomático Juan José Rubio de Urquía en calidad de encargado de Negocios, sugirieron el nombre de un abogado en Basora, el letrado Abbas Hasan al Sa’idi, con el fin de que se hiciera cargo del asunto y evitar de esta manera la presencia física de Leticia en Iraq. Desgraciadamente, no hablaba español ni inglés, por lo que tardamos bastante más tiempo en saber de qué tipo de personaje se trataba.

Al ver que el tiempo corría en nuestra contra y no se encontraba una solución segura para el viaje, intentamos retrasar un mes la fecha de juicio para tratar de ganar tiempo e ir a Basora en condiciones. Llamamos a Tania, la cónsul kurda de la embajada iraquí en Madrid, que muy amablemente nos citó un viernes en la embajada, día festivo y de descanso musulmán. Estuvo toda la tarde traduciendo y autentificando documentos. La cónsul, infatigable, estuvo hablando con el abogado que había facilitado la embajada tratando de llegar a un acuerdo con él. Entre otras cosas porque el abogado exigía una línea de defensa basada en que Leticia era musulmana y estaba casada con Abbas, padre de Sara.

—Si supiera que diciendo todo esto me iban a dar a mi hija, lo haría sin problemas —le dijo Leticia a la cónsul.

—Seguramente le darían la custodia de su hija si usted admite que es musulmana y está casada con Abbas —le contestó Tania—, pero siempre y cuando usted viviera en Iraq y conviviera con sus costumbres y con los mandamientos del Corán.

Escuchando la conversación y pensando en la posibilidad de ir a Basora, recordé las palabras del antiguo embajador español en Kuwait, el señor Riosalido, ya jubilado, al que había llamado hacía pocos días para saludarle y contarle la situación. Me brindó su consejo amablemente y como siempre no anduvo con rodeos.

«Si van ustedes en estos momentos a Basora, el problema puede ser doble o triple. Ahora tenemos una niña secuestrada. Dentro de poco puede estar la niña, la madre y además, también un periodista, secuestrados. Tengan mucho cuidado con lo que hacen y no se les ocurra ir. Además, esto también podría ser usado como una trampa del padre. Una vez que Leticia esté allí, puede retirar la demanda de divorcio y automáticamente se convierte en marido nuevamente, con todos sus derechos y prebendas. Ya sabe usted lo que esto significa en un país árabe, que el marido siempre tiene toda la razón».

Tania se mostraba solícita y sonriente a cada pregunta o asunto que le planteábamos. Su condición de kurda le impregnaba un carácter más abierto y liberal, con una generosidad sin límites. Le agradecimos su entrega y sus desmedidas ganas de colaborar.

—Esta jovencita que han visto ustedes por aquí es mi hija —dijo la cónsul iraquí, refiriéndose a una chica joven y sonriente que había aparecido en dos ocasiones por el despacho—. Este caso es muy especial para mí porque yo me identifico mucho con usted, Leticia. Mi hija también estuvo casi cuatro años secuestrada por su padre y fueron casi cuatro años los que estuve sin verla, sin disfrutarla —añadió con cierta emoción, sin dejar de mirar a Leticia—. Aunque mi hija no salió de Iraq. Ni siquiera del Kurdistán, pero eso es lo de menos, porque me encontré con todo tipo de trampas legales y tardé cuatro años en recuperarla. Fue horrible. Entiendo lo que usted tiene que estar pasando, porque… también lo pasé yo. —Los ojos claros de Tania tomaron un brillo intenso y especial. Debía ser difícil para esta mujer kurda, hecha a sí misma con trabajo y con tesón, vivir y crecer profesionalmente en un medio tan hostil para la mujer.

La historia de Tania nos conmovió profundamente. La imagen fría y distante que nos había transmitido hasta entonces se tornó amable y próxima. La sensación de tener una cómplice en la embajada iraquí nos hacía sentirnos más aliviados. Sentíamos terror al pensar que teníamos que descender indefensos al infierno, sin nadie que nos ayudara, aunque algunos estudiosos sitúen el paraíso terrenal en Mesopotamia, la franja regada por los ríos Tigris y Éufrates, que cruzan de norte a sur Iraq.

A partir de ese momento, y con el objetivo de retrasar la celebración del juicio en Basora, se hacía cada vez más necesario tener charlas periódicas con el abogado iraquí y, obviamente, había que buscar un intérprete de árabe. Lahbib, el padre saharaui de Fátima Laasairi, una canaria amiga de Leticia, se ofreció a ello. La razón de su ofrecimiento era más que solidaria. Su hija estaba pasando por la misma situación que Leticia. Su nieta Nezha había sido secuestrada por su padre en el sur de Las Palmas y trasladada a El Aaiún, la capital económica del Sáhara Occidental de discutida soberanía marroquí. Pero para mayor grado de frustración si cabe, las sentencias judiciales de los tribunales, tanto marroquíes como españoles, le concedían la custodia de Nezha a Fátima, su madre. A pesar de haber pasado varios años, la niña continuaba viviendo inexplicablemente junto a su padre. El gobierno marroquí no había ordenado —ni tenía intención de hacerlo— la ejecución de la sentencia, que significaría que Hafdallah el Mutauakil entregase a su hija Nezha a Fátima Laasairi, su ex esposa y madre de la niña.

Marruecos, que suscribió y se adhirió el convenio de La Haya de 1980, mediante el cual se obliga a los estados firmantes a ejecutar las sentencias que se deriven de los casos de sustracciones internacionales de menores, debería haber realizado la entrega ya. Pero esta entrega no parece que vaya a realizarse nunca. El saharaui amenazó de muerte a Fátima, su ex mujer, si se atrevía a poner un pie en El Aaiún a la búsqueda de su hija. Ella sabía que cumpliría su amenaza. Hafdallah era capaz de eso y de mucho más. Lo más cruel del caso es lo que realmente impide que Fátima pueda reunirse con su hija. Su ex marido es sobrino carnal de Sid Ahmed Mutauakil, un notable saharaui pro marroquí que fue senador hasta 2006 por el partido gubernamental Unión Socialista de Fuerzas Populares. El tío de Hafdallah, con bastantes influencias en la zona y en el gobierno central, es además miembro del Consejo Real y ha hecho del secuestro su causa personal, prometiéndose a sí mismo y a los suyos que la niña jamás saldrá de Marruecos. Su influencia está más que demostrada. Fátima se siente impotente. Lleva siete años sin ver a su hija y teme lo peor, que la niña se olvide de ella y otra mujer ocupe su papel como madre, en la casa y en el corazón de su hija Nezha.

En la primera toma de contacto telefónica que mantuvo Lahbib, el padre de Fátima, con Abbas Hasan, el abogado iraquí contratado, este rebajó en cinco veces la cantidad de la minuta que pensaba cobrar. A Tania le dijo que cobraría quince mil dólares por llevar los temas de Leticia, sin embargo, a Lahbib le comentó que le cobraría tres mil, sin que mediara ningún regateo para ello. El hecho de ser un hombre el que sugería el descuento facilitaba enormemente toda la negociación. El abogado dijo a Leticia, a través de Lahbib, que no era necesario ir a Basora a la vista oral del proceso. Decía que era mejor que esperase porque iba a pedir que pudiera ver a la niña y así el viaje podía ser más provechoso. Muchas veces tratamos de convencer a Abbas Hasan de que plantease la defensa por la vía de que nunca había habido un matrimonio entre Leticia y el padre de su hija. Él se rebeló y se obstinó en que llevaría el tema por el único lado posible de defender: aceptando el matrimonio y la condición musulmana de Leticia.

El juicio se celebró en Basora a principios del mes de mayo de 2008, sin la presencia de Leticia. Al cabo de dos semanas se dictaron tres sentencias. La primera decía que Leticia estaba «felizmente» divorciada de un matrimonio que nunca se había producido. Eso sí, las costas del juicio las tenía que pagar Abbas Alí y la cantidad a pagar ascendía, al cambio, a la astronómica cifra de… ¡¡cinco euros con ochenta céntimos!! Lo que no lográbamos entender es que si la justicia era tan barata en Iraq, por qué el abogado pretendía cobrar quince mil dólares, aunque después lo rebajara a tres mil.

En la segunda sentencia, referida a la custodia de Sara, el veredicto, claro está, era a favor del padre. A lo largo de una larga serie de argumentos y consideraciones del todo insustanciales, el juez trataba de justificar su decisión aludiendo a que la madre no era fiel a la práctica musulmana y que la niña tendría que vivir en un país infiel, donde no se respetan las doctrinas coránicas: España.

La tercera sentencia, la referida al régimen de visitas impuesto a Leticia para ver a su hija, era un auténtico insulto a la inteligencia y a la aplicación básica de la justicia, sabiendo además que la madre vivía a más de cinco mil kilómetros de Iraq. Leticia estaba autorizada a ver a su hija los días quince de los meses impares: enero, marzo, mayo, etc., de ocho de la mañana a dos de la tarde en la sede de los juzgados de Basora. Un lugar inimaginable, pero seguro que del todo inadecuado para un reencuentro familiar. En resumen, Leticia podía ver a su hija únicamente seis horas cada dos meses, en un lugar inhóspito y amargo, tras recorrer más de diez mil kilómetros entre la ida y la vuelta. Una sentencia que pretendía romper definitivamente la relación entre madre e hija, porque no hay economía familiar de clase media en el mundo que pueda afrontar este gasto. Y lo peor: Abbas contaba con la complicidad de la justicia iraquí para salirse con la suya, dulcificar el secuestro y condenar a Sara a llevar una vida que no era la que le correspondía. Sara no quería vivir allí. Nunca había pedido ser llevada allí, aquella no era su gente ni aquel era su sitio.

Leticia recibió la comunicación de las sentencias por la embajada española en Iraq, que a través de sus intérpretes las traducían y las enviaban por correo electrónico. La lectura de las mismas provocó un dolor más intenso en Leticia, si cabe, que si hubiera recibido una puñalada por la espalda. La distancia entre ella y su hija era cada vez más grande. Ella la veía cada vez más lejos. La angustia y la desesperación seguían haciendo mella en Leticia, que acudía al psiquiatra para que la ayudara a superar la incipiente locura que le estaba produciendo la marcha de los acontecimientos.