Casi veinte días después de que desapareciera con el dinero, pudimos contactar por fin con David Rivas. Gracias a un teléfono que no tenía marcado en la memoria de su móvil, logramos escuchar su voz.
—Oye, David, soy Leticia, ¿qué pasa? ¿Dónde está mi hija? ¿Tú no habías quedado en llamarme? —le preguntaba incansablemente Leticia, sorprendida y nerviosa a la vez, puesto que no se esperaba que fuera a responder después de las docenas de llamadas que le hacíamos a diario.
—Perdón, pero ahora no puedo hablar. Estoy con mi mujer en el hospital. Yo la llamo después. —Y colgó el teléfono, para dejarlo apagado a continuación.
El personaje no se dignó llamar como prometió. Cuarenta y ocho horas después Leticia y yo nos desplazamos hasta Astillero, una población próxima a Santander, donde vivía «el mercenario de pastel», David Rivas. Nos presentamos en la puerta de su casa a esperar a que saliera, temiendo que si llamábamos al portero automático y nos identificábamos, no saldría hasta que no desapareciéramos. Después de ocho largas horas de espera, aparcados junto a su alfa-romeo ranchera en cuyo maletero metió los cuarenta mil euros, vimos aparecer a David. Salió de su casa acompañado de la que parecía ser su esposa y se metió en el coche. En una reacción más instintiva que preparada, arranqué el coche y lo aparqué junto al suyo para que no pudiera salir. Nos bajamos y nos dirigimos a él. La lluvia que durante toda la tarde había sido un sirimiri se convirtió en diluvio en ese preciso momento. No fue un impedimento para que le abordáramos. La cara de asombro era significativa ante la inesperada visita. Sin inmutarse lo más mínimo arrancó el motor del coche.
—David, venimos para que nos des una explicación —le dijo Leticia.
—Para eso no había hecho falta que usted viniera hasta aquí —le contestó a Leticia, a la que ahora trataba de usted—. Ahora mismo no puedo hablar. Volveré en veinte minutos o media hora y si está usted aquí hablamos.
—Por supuesto que estaremos. Y mejor será que vengas porque si no iremos directamente al juzgado de guardia —le dije, tratando de demostrarle que aquello no iba ser una visita de cortesía. Me miró con gesto serio y amenazante y me pidió educadamente que retirara mi coche para poder salir.
Nuestra intención era esperar lo justo, aunque deducíamos que debía de volver a casa. Si no llegaba a una hora prudencial, iríamos directamente a denunciarlo por estafa.
Había pasado algo más de media hora, cuando apareció David solo. La lluvia no había cesado en todo el rato, nos bajamos del coche y fuimos hacia su encuentro.
—Tendrás alguna explicación que darnos… —le espetó Leticia sin dejarle responder— porque un hombre de verdad, que se hace llamar hombre, no se burla del dolor de una madre que tiene una hija secuestrada.
—Leticia —contestó David en un tono casi inaudible—, solo le puedo decir que la operación no está cerrada todavía. He estado dos veces en Iraq y pienso volver la semana que viene. Aquello es mucho más difícil de lo que imaginábamos.
—¿Dónde estaban tus hombres de apoyo, tus contactos, tu gente de inteligencia que te iban a informar de todo? —le pregunté en tono crispado, deduciendo que continuaba mintiendo.
—Yo a usted no le tengo que dar ningún tipo de explicación —me contestó cínicamente, hablándome de usted.
—David, tú le explicarás a Javier lo mismo que me tengas que explicar a mí —le cortó Leticia autoritaria—. Bueno, cuéntame, ¿has visto a mi hija?
—No, no la he visto. He estado cerca, pero no la he visto —afirmaba de manera poco convincente—. He llegado a veinte kilómetros de Basora, pero no ha sido posible llegar hasta la casa. Le insisto, esto no está terminado. Yo pienso entregarle a su hija. En cuanto vuelva de Iraq la llamo por teléfono, me paso por Madrid, hablamos y le doy todo tipo de detalles.
David no se creía ni sus propias palabras. La visita sorpresa le había pillado sin recursos arguméntales y trataba de finalizar aquel mal rato lo antes posible. La lluvia no había dejado de caer y la conversación tenía lugar al descubierto, mojándonos hasta los huesos, cerca del portal de su casa. Lugar al que evitó que nos acercáramos, para que los vecinos no detectaran el tono de la conversación y mucho menos el contenido de la misma.
—¿Y la ropa de la niña? ¿Dónde está la ropa que te di para Sara? —le preguntó Leticia. David esta vez se quedó en blanco. No sabía qué contestar.
—La tengo arriba —dijo titubeante—, ahora se la bajo si quiere.
La explicación dada sobre la ropa no tenía desperdicio.
—La llevé en el primer viaje. En el segundo no, porque pensé que si me registraban el equipaje, podía ser sospechoso que llevase ropa para una menor y decidí no llevarla por cuestiones de seguridad.
Pero la verdad era otra bien distinta, tal y como nos dimos cuenta cuando David Rivas bajó la ropa. La bolsa estaba idénticamente igual que el día que Leticia se la entregó junto al dinero. Ni el plástico ni la pintura de la bolsa tenían el más mínimo rasguño, a pesar de haber viajado teóricamente en seis aviones comerciales, un transporte militar, dos helicópteros y un número indeterminado de coches, tal y como David trataba de convencernos sin conseguirlo. Se podía asegurar a raíz de sus argumentos que ni la bolsa, ni mucho menos David Rivas, habían salido del santanderino pueblo de Astillero. Si acaso de vacaciones, con cuarenta mil euros en la cartera. Nos despidió en la puerta de su casa en cuanto pudo, prometiendo una cita en Madrid para aclarar todo, si es que no aparecía con la niña. Y cada vez era más evidente que la niña no iba a aparecer, no al menos de la mano de David Rivas.
Leticia y yo teníamos claro que David nos había engañado y que recuperar el dinero iba a ser muy difícil. Lo que nos pedía el cuerpo en esos momentos nos podía haber llevado a los tres a Urgencias, pero lo que nos decía la razón es que había que luchar contra ese desalmado con la ley en la mano.
Tres semanas después, Leticia recibió una llamada de David. Iba a pasar por Madrid y quería verla.
—Leticia, le pido que no venga el periodista porque nos entenderemos mucho mejor usted y yo —le sugirió David.
—David, iré con quien tenga que ir. Déjate de historias —afirmó con rotundidad Leticia, ante la ilógica exigencia de David. Este se había visto obligado a concertar la cita, por sugerencia expresa de mis amigos los guardias civiles.
El encuentro tuvo lugar en una pequeña cafetería de la calle Prim de Madrid. David, que había cambiado su disfraz de mercenario de «coronel tapioca» del día que recibió el dinero, por el traje con corbata, comenzó a soltar la misma ristra de incongruencias que nos contó cuando fuimos a verle a Santander la primera vez.
—He estado tres veces en Iraq, cerca de Basora. («Una vez más que hace tres semanas. ¡Este tiene puente aéreo con Basora!», pensé). Pero no he podido ver a la niña. Aquel país está muy mal. He sentido mucho miedo porque la situación en Basora está muy peligrosa. Va a ser muy difícil rescatar a Sara.
—¿Cómo has ido? —apremiaba Leticia con el rostro serio.
—He ido hasta Erbil, en el Kurdistán iraquí, para volar desde allí hasta Bagdad. Desde la capital, me desplacé en un convoy de Naciones Unidas hacia el sur y después alquilé un helicóptero para desplazarme hasta las inmediaciones de Basora.
—¿No podías llamar para decirme cómo iba todo?
—Las comunicaciones están muy mal en Iraq. Intentaba contactar, pero me era imposible.
—Es la primera vez que oigo a un mercenario decir que ha pasado miedo en un lugar en guerra —dije sarcásticamente para ver si se daba cuenta de que no nos estábamos creyendo nada—. ¿Por qué no enseñas el pasaporte para ver si tienes los visados de entrada y salida de Iraq? —le dije.
—Porque yo no le tengo que enseñar a usted nada —me contestó muy violentamente.
—Porque no los tienes, diría yo.
Repentinamente sacó de su bolsillo un pasaporte antiguo y se lo enseñó a Leticia.
—No entiendo nada de eso —dijo Leticia.
—Lo mismo es un pasaporte caducado y ha falsificado los visados —le dije maliciosamente a Leticia. Intentaba despertar la ira de David y lograr ver el pasaporte. Y lo conseguí.
—¿Este pasaporte está caducado? —me dijo absolutamente encorajinado y en tono chulesco, soltando el pasaporte en mis manos. Entonces pude ver que, efectivamente, el pasaporte no estaba caducado, pero también pude ver la clave de su viaje. Tenía un sello de entrada y de salida del Kurdistán, que demostraba que su estancia apenas había llegado a las cuarenta y ocho horas en Erbil, situada a más de mil doscientos kilómetros de Basora. Pero para salir de Kurdistán rumbo al resto de Iraq es necesario el riguroso visado de las autoridades iraquíes y David no lo tenía. Quiso rematar su actuación y justificar el dinero gastado. Entonces sacó un folio blanco mecanografiado, en el que desglosaba los gastos, pero no constaba ni siquiera una factura de un billete de avión. Entre los gastos figuraban casi cuatro mil euros en viajes. Cantidad excesiva para un viaje y escasa para tres. Al hipotético armamento alquilado le había adjudicado cuatro mil cien euros. Para el personal local, que supuestamente eran los colaboradores, decía haberles pagado tres mil ochocientos euros. En alojamiento dos mil cien euros. En el mejor hotel de Iraq se podía dormir en aquel tiempo por cien dólares, lo que habría supuesto que había estado un mes por aquellas tierras. En regalos, quién sabe para quién, decía haberse gastado casi novecientos dólares. Como estas cifras no le cuadraban para justificar el dinero entregado por Leticia, el apunte final de la lista de gastos era de casi treinta mil euros… ¡en el alquiler de un helicóptero!
La cosa estaba clara. La principal función de la empresa de David Rivas era ser comisionista en la venta de prendas de seguridad, pero no la de la seguridad en sí misma. Su experiencia profesional se acababa como vigilante jurado en el País Vasco, supe mucho tiempo más tarde. En definitiva, David usó el dinero de Leticia para ir a Kurdistán, a donde es posible ir sin visado de la embajada iraquí, para intentar vender una partida de chalecos antibalas al gobierno autónomo kurdo. Como ni siquiera le recibieron, al día siguiente David se volvió para España. Todo lo demás es resultado de su escueta y limitada imaginación. Ahora la justicia tendrá que decidir lo que se hace con un estafador de estas características.