Al ver las disparatadas pretensiones económicas del equipo de mercenarios ingleses, teniendo la certeza además de que Sara estaría una semana más tarde en la casa, le propuse a Leticia volver a llamar a David Rivas. Debíamos saber si seguía en pie la oferta de los cien mil euros por rescatar a Sara. Las noticias que continuaban llegando de la situación bélica de Basora eran cada vez más desoladoras, y la historia de Rand, muerta a manos de su padre por ser amiga de un británico, había minado la paciencia de Leticia. Había que encontrar una solución y David Rivas podía tener la llave y un precio más asequible que el exigido por los británicos.
—He estado echando cuentas y os puedo cobrar noventa mil euros —tengo que reconocer que ese voluntario descuento final de diez mil euros me hizo sospechar, pero no le quise dar más importancia—. Podemos hacerlo, pero tenemos que hacerlo rápido —me dijo muy seguro David—. A mí me caduca mi licencia profesional dentro de un mes, y mientras la renuevo, se puede perder un tiempo precioso. Eso sí. Es necesario contar con un dinero por adelantado porque voy a tener unos gastos y no puedo afrontarlos yo solo. Volaré hasta Bagdad y desde allí me desplazaré en un convoy de Naciones Unidas hasta Basora. Después de rescatar a la niña tengo que alquilar un helicóptero que me estará esperando a las afueras de la ciudad, para desplazarme con ella de una manera rápida y segura hasta Bagdad. Desde allí iremos a Erbil, en el Kurdistán iraquí. Allí os entregaré a Sara.
—¿Cuánto dinero habría que adelantar?
—Cuarenta mil euros. Concretamente, necesito treinta mil euros y quince mil dólares. El resto del dinero me lo daréis allí, cuando os entregue a la niña.
Le trasladé a Leticia las condiciones de David y le pregunté sin rodeos si su familia podía hacer frente a la cantidad exigida. Las informaciones que teníamos de los británicos podían facilitar la intervención de David, al que además entregué unos planos de dónde estaba situada la casa de Abbas y unas imágenes de la fachada. Leticia, que aún no conocía a David, se mostró nerviosa ante la proximidad de dar el paso definitivo. Empezó a plantearse los riesgos de entregar una importante cantidad de dinero.
—¿Nos podemos fiar de esta persona? —me interrogaba, esperando para su tranquilidad una respuesta afirmativa.
—Yo intuyo que sí, pero nunca he tratado ni contratado a este tipo de gente. Sé que David ha sido escolta privado en el País Vasco y hace poco he sabido que es conocido de unos guardias civiles que son buenos amigos míos. Ellos no le conocen demasiado bien, pero no me han hecho ningún comentario negativo acerca de él. Quiero pensar —le dije— que el hecho de que tengamos a guardias civiles como amigos comunes le quitará de la cabeza actuar de una manera ruin. De cualquier modo, antes de entregarle el dinero, comemos con él y le conoces. Si ves algo que no te gusta, se suspende todo y punto.
Leticia habló con su tío Fernando y con Carmen, su madre, para decirles que había llegado el momento de encargar el rescate de Sara y que había que desembolsar una importante cantidad de dinero.
Dos días después, Leticia y yo quedamos con David Rivas en un restaurante próximo a Telecinco, para cerrar el trato y hacerle entrega del dinero. La intención era que saliera dos días después rumbo a Iraq. La puesta en escena de David fue impecable. Atento, simpático, cordial y elocuente a la hora de contar a Leticia algunos casos de rescate en los que decía haber participado.
«El caso posiblemente más arriesgado en el que he participado fue el de liberar a una chica joven que estaba secuestrada en la selva amazónica. Quizá recuperar a Sara puede que sea más fácil, aunque nunca se sabe lo que uno se puede encontrar con esta gentuza —apuntillaba con desprecio, tratando de ganarse la complicidad de su interlocutora—. No te preocupes, Leticia, en una semana estarás junto a tu hija», sentenció David muy seguro y convencido. La frase me trajo malos recuerdos. Se la había oído demasiadas veces al doctor Khaled y Sara continuaba en Basora, intentando esta vez que fuera por poco tiempo.
Leticia traía consigo una serie de prendas para Sara, con el fin de que se vistiera de limpio y con un toque más occidental, adivinando que la niña iría vestida con ropa árabe o incluso en pijama, si es que la liberación se producía de noche. Leticia le hizo entrega a David de una mochila infantil y una bolsa del Corte Inglés con toda la ropa y unas zapatillas deportivas. También grabó un mensaje en el teléfono móvil de David con el fin de tranquilizar a la niña cuando se viera rodeada de gente armada hasta los dientes, absolutamente desconocida para ella y viajando en un coche sin saber con qué destino. Mucho menos, con qué intenciones.
«Sara, cariño, soy mamá. Estos señores que van contigo no te van a hacer nada malo. Te van a traer a mi lado, así que no te preocupes porque vas a estar muy segura. Te quiero mucho, mi amor. Dentro de muy poco tiempo vamos a estar juntas de nuevo. Te quiero, cariño».
Ya solo quedaba entregarle el dinero. Nos desplazamos hasta un aparcamiento descubierto donde David había dejado su coche, muy cerca del restaurante. Allí, el mercenario abrió el maletero del coche. Leticia comenzó a sacar de su bolso pequeños sobres repletos de billetes de cincuenta euros y de cien dólares.
«Aquí está lo que has pedido. Treinta mil euros y quince mil dólares. ¡Cuéntalo para que no haya problemas!», le dijimos al unísono Leticia y yo. Lo que nadie sabía en ese momento es que yo estaba inmortalizando el acto con mi cámara oculta. David nunca sospechó que le estaba grabando. Contó los fajos, aunque sin demasiado interés, aludiendo a la confianza, aunque tal vez la auténtica razón era que en plena calle y a la luz del día no era el mejor momento para contar billetes.
No habían pasado veinticuatro horas cuando recibí una llamada de David. Me decía que el dinero entregado no era el que se le había dicho. Faltaban mil dólares y dos mil euros. Mi primera reacción fue regañarle por no haber contado el dinero tal y como le dijimos. Ahora podía comenzar un nuevo problema. La segunda fue llamar a Leticia, que se encontraba en el entierro de un familiar lejano.
—Leticia, me ha llamado David y me dice que falta dinero… —sin dejarme acabar la frase, Leticia me cortó.
—Aquí lo tengo en el bolso. Estoy tonta —me dijo, percatándose en ese mismo momento del despiste—. Me dejé dos sobres con dinero, sin darme cuenta, en el bolso. Llama y pregúntale cómo se lo podemos hacer llegar o si puede esperar y se lo damos cuando le veamos en Erbil.
Llamé a David y dijo que necesitaba el dinero. Nos citamos en una gasolinera de Aranda de Duero, a mitad de camino entre Santander y Madrid, al día siguiente. Durante la conversación le pregunte a David cómo había planificado su ruta. Quería saber si pasaba por Madrid para acercarle el dinero hasta el aeropuerto, pero me dijo algo que me sonó extraño. Su plan era viajar en coche hasta el sur de Francia, tomar un avión a Ámsterdam y desde allí volar a Ammán en un vuelo de Royal Jordana. Con la misma compañía enlazaría con otro vuelo rumbo a Bagdad.
A la mañana siguiente recogí a Leticia y nos fuimos en mi coche hasta Aranda de Duero. Hacía un día alegre, soleado y ya se sentía el olor primaveral de los últimos días de invierno. David estaba esperándonos en la cafetería de la gasolinera donde habíamos quedado. La actitud cariñosa y atenta que había mantenido durante la comida con Leticia dos días antes se había alterado notablemente. Se mostraba ciertamente altivo, distante y con un gesto más serio de lo habitual. Casualmente, la noticia estelar de los informativos ese día era la invasión del ejército turco del Kurdistán iraquí, a la caza de terroristas kurdos. Obviamente, la noticia podía alterar los planes, porque el lugar donde teóricamente David iba a entregar a Sara era justamente en Erbil, la capital económica de la zona en conflicto.
—No te preocupes por eso, hombre, que ese tema ya es muy antiguo —dijo en un tono subido de prepotencia y a la altura de su ignorancia del conflicto, lo que no me resultó muy esperanzador. El personaje había experimentado un considerable cambio en menos de cuarenta y ocho horas.
Le volví a preguntar por el rumbo elegido para llegar a Iraq y con cierta desgana me volvió a contar lo que me dijo el día anterior. Cuando le pregunté cuándo salía para Ammán, me contestó que saldría el lunes desde Ámsterdam, dos días más tarde de lo planeado inicialmente, lo que nos causó cierta desazón.
—Pero ¿tienes los billetes de la Royal Jordana comprados ya? —le pregunté.
—Por supuesto. Salgo a las ocho y media de la mañana rumbo a Ammán y a media tarde vuelo hacia Bagdad.
No sé por qué razón algo había en sus formas que me hizo desconfiar de David súbitamente. Quizá era el terrible deseo de que todo saliera bien y por esa razón no quería descuidar ningún detalle. De repente, me retiré del grupo, cogí el teléfono y llamé a una amiga, agente de viajes, de la que sabía que tenía buenas relaciones con la compañía Royal Jordana precisamente. Le pedí que mirase si había alguna reserva hecha a nombre de David Rivas Huete en el vuelo que salía desde Ámsterdam a Bagdad el día por él indicado. Quedó en llamarme en cuanto lo supiera. David comenzó entonces a despedirse, pagó los cafés que nos habíamos tomado y tranquilamente nos dirigimos hasta los coches. Intenté alargar la despedida, a la espera de la respuesta de la agente de viajes. Sonó el teléfono, contesté y escuché la peor noticia que nunca querría haber escuchado, en ese preciso instante: «No hay ninguna reserva a nombre de David Rivas Huete ni en ese vuelo, ni en ninguno de los que opera la compañía ese día. Pero ni ese ni en los próximos quince días, contando desde hoy», escuché al otro lado de la línea.
—No puede ser. ¿Seguro? ¿No puede haber un error? —pregunté temiéndome lo peor.
—No hay errores. Me lo han dicho en la propia compañía.
No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. Visiblemente alterado, le pedí a Leticia que me permitiera hablar con David a solas. Me lo llevé a un apartado, junto a su coche.
—David, ¿tú tienes el billete pagado y la reserva hecha en el vuelo que me has dicho? —le pregunté con cierto nerviosismo.
—¡Joder, qué pesadito eres! ¡Que sí, joder! Tengo la reserva hecha en la Royal Jordana para el próximo lunes a las ocho y media de la mañana —me respondió reticente, como cansado de las preguntas.
—¿Por qué me engañas, David? No hay ninguna reserva hecha a tu nombre en esa compañía, ni el lunes ni ningún día —le dije muy cabreado—. ¿Por qué mientes? ¿A quién pretendes engañar?
Con cara de sorpresa, sin saber qué contestar, David, contrariado, me soltó después de un largo silencio:
—¿Quién te ha dicho a ti que vuelo con mi nombre? —improvisó según sacaba las llaves del coche. Estaba claro, mentía descaradamente. Ni tenía necesidad, ni tenía que correr ese riesgo, ni era tan sencillo atravesar tantos controles aeroportuarios tan conflictivos con un pasaporte falso.
—David, a partir de este momento queda suspendida la operación. No confío en ti y te exijo que nos devuelvas el dinero inmediatamente —le increpé lleno de rabia, mirándole fijamente a los ojos en tono desafiante.
—A partir de ahora no te tengo que dar explicaciones a ti para nada. Te digo una cosa, ni me gustan ni me han gustado nunca los periodistas. Desde este momento solo hablaré con Leticia, que es mi cliente —concluyó, metiéndose en el coche. No tardó ni un segundo en encender el motor. Lleno de ira, me puse delante del coche tratando de impedir que se marchara. Sin inmutarse por mi presencia, arrancó y me obligó a saltar a un lado para impedir ser arrollado intencionadamente.
Tan pronto llegó a donde estaba esperando Leticia, bajó la ventanilla y se dirigió a ella:
—A este tío ni caso. Ya te llamaré cuando tenga a tu hija. Hasta pronto. —Y se fue a toda velocidad, evitando que yo llegara para ahorrarse tener que dar más explicaciones a Leticia.
Maldije en ese momento, y lo haré el resto de mi vida, el día que conocí a David. Mantuvo una cordial relación, llena de buenas palabras y augurios hasta que consiguió lo que realmente quería: el dinero. El mundo se me vino encima. Cómo le contaba yo todo esto a Leticia, que en ese momento se encontraba totalmente confundida con las palabras de David. No me ayudaba nada mi visible estado de excitación. No podía disimular. No tenía la menor duda de que nos habían vuelto a engañar. Esta vez, un auténtico estafador que se había llevado más de cuarenta mil euros.
—¿Qué pasa, Javier? ¿Por qué David me ha dicho que no te haga ni caso? ¿Es que ocurre algo? ¿Habéis discutido? —me dijo Leticia, que no acertaba a comprender qué estaba pasando.
—¿Que qué pasa? —le dije absolutamente fuera de mí—. ¡Que este tío es un estafador, un sinvergüenza y un chorizo y me acabo de dar cuenta en este preciso momento! Me está diciendo que tiene los billetes reservados con la compañía aérea jordana para llegar a Bagdad y resulta que no hay ni una sola reserva hecha a su nombre. No sé a qué juega, pero no me gusta nada lo que está ocurriendo —le confesé, sin calibrar el terrible golpe moral que le estaba dando a Leticia. Mucho menos sin pensar cuál podía ser su reacción.
De regreso a Madrid y después de un rato largo lamentándome y dedicándole al falso mercenario toda la ristra de insultos que conocía, le expliqué a Leticia por qué había llegado a la conclusión de que David no era de fiar. Ella, con esa envidiable y extraña virtud de mantener la calma y la frialdad en los momentos más intensos, especialmente en los que yo perdía los nervios, me dijo tranquilamente:
—Javier, no nos queda más remedio que esperar. Yo no le voy a decir de momento nada a mi familia, porque si se lo cuento a mi madre, nos puede liar una muy gorda. ¿Vas a hablar con los guardias civiles que le conocen?
—En cuanto te deje a ti en casa.
Dicho y hecho. Nada más dejar a Leticia en casa de su madre, me fui a ver a mis amigos. Se quedaron de piedra cuando les conté lo sucedido y mi estado de desesperación. Ante lo increíble de mi relato, le llamaron por teléfono para conocer su opinión o sus excusas por tal comportamiento.
—Este tío es un listo —empezó a explicarles David, refiriéndose a mí—. Voy a ir por mis medios a Bagdad. No le tengo que dar explicaciones de cómo voy, como él me ha pedido. Él quiere organizar la operación desde aquí, me ha dado planos, vídeos y eso no puede ser. En mi trabajo no se mete nadie. Además, como yo grabe imágenes del rescate de la niña, se las vendo a otra cadena de televisión y que se joda.
Mis amigos no salían de su asombro al escuchar sus razonamientos y su repentino cambio de actitud conmigo. Ni mucho menos entendían las ganas de venganza que salían de sus palabras. No existía una razón concreta para ese cambio de comportamiento. No dejaba de verter mentiras y calumnias sobre mi persona sin fundamento. David Rivas prometió tener informados a mis amigos telefónicamente de todos los pasos que fuera dando. A pesar de todo, quedé con ellos en dar un margen de confianza y esperar acontecimientos. Me prometieron que si nos estaba engañando realmente, serían ellos mismos los encargados de detenerle y ponerle a disposición del juez. Eso me tranquilizó un poco, aunque todo me hacía pensar que habíamos cometido un grandísimo error contratando a semejante personaje.