Llevaba algunos días sin recibir correos electrónicos desde Basora. Los mercenarios británicos vivían paralelamente los graves incidentes que se estaban produciendo en la ciudad, la caza indiscriminada de los milicianos del ejército de Al Mahdi a manos del ejército iraquí con la 14.ª División Acorazada al mando. La prisa inicial mostrada por rescatar a Sara se había desvanecido repentinamente. Cuando les puse un e-mail para saber cómo iba todo, me contestaron que esa misma noche se iba a intentar de nuevo y que estuviera alerta. El capitán Saad, que había tenido un destacado papel en la misión para desarticular las milicias, se había indignado —me confesaba Neil— con la acción de Abbas secuestrando a su hija. Había manifestado su intención de detenerle con sus propias manos, rescatar a la niña y entregársela personalmente a la madre.
La situación en esos momentos era favorable porque la injerencia de los milicianos en algunos estamentos oficiales, como la policía y los tribunales de justicia, había sido reducida casi al mínimo. Durante la operación militar se dio la orden de que ningún policía de Basora saliera de su casa, con el apercibimiento de que serían detenidos o tiroteados sin miramientos si no obedecían las órdenes, solo por su presencia. La fuerte implantación de la milicia dentro de la policía hacía necesaria esta excepcional medida, lo que significaba que el orden público y la seguridad estaba en manos exclusivas del ejército, tal y como había dispuesto el primer ministro iraquí.
Esa noche no le dije nada a Leticia, porque todavía no se había repuesto del último desengaño. Si había buenas noticias, ambos habíamos cogido la misma costumbre de dormir con el teléfono móvil en la mesilla de noche y no tardaría ni un minuto en comunicárselo.
Conectado a Internet, con la bandeja de entrada del correo abierta y cargada la batería del teléfono, esperé noticias procedentes de Basora. Neil me llegó a comunicar que algunos de sus hombres habían salido ya hacia la casa de Abbas, acompañando a la patrulla liderada por el capitán. Todo estaba en marcha ya. Soñaba que llegaba el momento. Que recibía una llamada de Neil, diciéndome en inglés, con ese acento escocés que yo apenas entendía, que la niña estaba liberada. Soñaba con llamar a Leticia para comunicarle que preparase la maleta, que nos íbamos a recoger de una vez por todas a Sara. Soñaba… y me desperté a las ocho menos cuarto de la mañana, tumbado en el sofá de mi casa. Nada había ocurrido de todo lo que había soñado, a veces despierto y a veces dormido. Ni el teléfono ni el correo electrónico habían dado respuesta a mis sueños. Otra noche en blanco.
A la tarde siguiente recibí un correo de Neil, en el que me decía que habían llegado hasta la casa pero que ni el padre ni la niña estaban allí, según les informaron los miembros del equipo de inteligencia. Siempre la misma estupidez, pensé. Aquello ya era una tomadura de pelo, no me reprimí y así se lo hice saber a Franco, a Neil y a su equipo.
«Me parecen unas excusas infantiles, banales y faltas de sentido común, impropias de unos profesionales como dicen ser. Me parece que ustedes me engañan o están siendo engañados por terceros elementos. No se dan cuenta, pero las víctimas somos los familiares de Sara. Esto no es serio», les escribí muy cabreado aunque contenido.
La respuesta de Neil no se hizo esperar. Visiblemente molesto con mi correo electrónico, me contestó, no sin cierta violencia verbal, que yo no estaba en condiciones para calificar lo que estaba ocurriendo en Basora y mucho menos para exigirles nada. Entre otras razones porque no se había cerrado ningún acuerdo económico, a pesar de que se había hablado de una cantidad aproximada a los cien mil euros, que era la cantidad que podían reunir entre Carmen, la madre de Leticia y el tío Fernando, el tío rico de Texas. Con el añadido de que el dinero se entregaría una vez que la niña estuviera a salvo con su madre.
Humilde y cínicamente, y por no romper en ese momento, tal y como era mi estrategia, el contacto con los británicos de manera definitiva, me excusé por mi tono, no sin antes recordarle lo duro que era para la familia alimentar ilusiones cada tres o cuatro días, para luego ver que todo se desmoronaba.
«Leticia ha sido víctima de muchos engaños y no tiene por qué seguir sufriendo», le dije. A lo que Neil contestó que entendía mi postura, que tuviera paciencia, que en breve me daría una solución al problema.
La solución no tardó en llegar. Veinticuatro horas después Neil me envió un e-mail, firmado por The Team (el equipo), en el que pedía más de medio millón de euros por rescatar a Sara. En el presupuesto venían especificadas las partidas de gastos. El noventa por ciento de la cantidad era para los miembros del equipo, que Neil repartiría a su antojo. Él, lógicamente, se quedaría en el peor de los casos con el doble que sus compañeros y subordinados. El resto del dinero era para armamento, coches blindados y una pequeña cantidad para sobornar a la policía iraquí que interviniera en la operación. El presupuesto enviado tenía más lógica para un equipo contratado fuera de Iraq, que tuviera que llegar a Basora y comenzar de cero, que para un grupo de mercenarios que ya estaba sobre el terreno y que disponía de todo el material necesario para una intervención. ¿O acaso se movían a pie por Basora, sin vehículos, sin chalecos antibalas y sin armamento ni munición?
A veces me asqueaba pensar por qué el secuestro de una niña era un objetivo tan interesado para tanta gente. Empezando por mí mismo, claro está, el primer interesado en contar la historia de Sara. Lo que me producía un rechazo total era ver que, cuando se pedía ayuda para rescatar a Sara, nadie se negaba, pero siempre pedían algo a cambio. Por lo general, una cantidad desmesurada a priori imposible de conseguir si no se dispone de ella, pero con la seguridad de que el impulso de una madre dolorida puede mover cielo y tierra para alcanzar lo imposible. Empeñarse, hipotecarse o endeudarse de por vida. Se valoraba y se cuantificaba más lo que vale el dolor de una madre que el sufrimiento de una niña. Después del secuestro, había que aguantar un segundo chantaje, esta vez del todo legal o casi.
A tiempo pasado supe que la primera noche que dijeron que iban a salir a rescatar a la niña y que no la encontraron, los hechos transcurrieron de forma muy distinta a la que me habían contado.
Esa noche, mientras toda la familia, reunidos en casa de Leticia, esperábamos el feliz desenlace del rescate de Sara, Neil y su team, reunidos en su acuartelamiento iraquí, mantuvieron una monumental discusión entre ellos porque más de la mitad de los miembros se oponían a poner el plan de rescate de Sara en marcha hasta que no hubiera comprometida una oferta económica en firme. Además, querían más de cien mil euros, que era la cantidad que decía Leticia que podía reunir.
Nadie se movió de su cuartel, ni fueron a la casa de Abbas, ni era cierto que no la hubieran encontrado. Franco Blay, el mercenario catalán, que era uno de los que mantenían viva la idea de llevar a cabo el rescate, fue apartado a partir de ese momento del proyecto por órdenes de Neil, jefe del equipo. Justo él. El español con el que yo llevaba las negociaciones.
Algo así me temía cuando Franco me dijo que él no intervendría en el operativo, lo que provocó que mi desconfianza se multiplicara por mil. Pero había más condiciones. Los británicos exigían cobrar un cincuenta por ciento por adelantado y la cantidad no era negociable, aunque sí podía incrementarse si había dificultades de última hora.
Sin haber obtenido la consabida respuesta negativa por nuestra parte, Neil me volvió a escribir. Habían puesto en marcha un nuevo servicio de inteligencia, dando por hecho que el presupuesto iba a ser aceptado.
«Hemos enviado a una mujer iraquí que trabaja para nosotros a ver a la niña. Va disfrazada con un uniforme y se ha hecho pasar por una trabajadora social. Se ha interesado por el estado físico de la niña. Al parecer, ha tenido una agradable conversación con la abuela, que le ha dicho que Sara estaba pasando unos días de vacaciones con su padre en Nayaf, pero que volvían en una semana. La abuela la ha invitado amablemente a que vuelva a la casa para ver a la niña».