XXIV

La tensión en la casa de Abbas subía por momentos. Las constantes e inesperadas visitas y la sensación de sentirse observados por desconocidos les inquietaban. No lejos de allí, en un barrio próximo, comenzaba a consumarse uno de los capítulos más desgarradores de la negra historia de la guerra de Iraq. Una sangrienta historia de amor mutilada por el fundamentalismo islámico y la sinrazón de una sociedad desestructurada y carente de los valores morales más básicos.

En un distrito próximo al que vivía la familia de Abbas, en Al Fursi, una barriada de población humilde aunque con mayor nivel laboral y económico, vivía Rand Abdel-Qader, una joven iraquí de diecisiete años, estudiante de inglés en la Universidad de Basora e hija de un funcionario del gobierno iraquí. La joven, de ojos negros y exquisitos rasgos árabes, apenas visibles por el rigor del pañuelo negro que rodeaba su rostro, era tan bonita como sus rasgos de generosidad y solidaridad. En los ratos libres que le dejaba la universidad, colaboraba como voluntaria en una ONG para socorrer a las familias desplazadas por la guerra. Joven, casi una niña, pizpireta y entregada a los más necesitados, Rand, en el ejercicio de su labor de voluntariado, conoció un día a Paul, un militar británico de veintidós años. El joven, rubio, de ojos azules y con una belleza poco habitual en la zona, conducía un camión cisterna con el que distribuía agua a los campamentos de refugiados afectados por el éxodo de la guerra. Entre los dos jóvenes saltó una chispa mágica cuando se encontraron frente a frente por primera vez. La juventud, las ganas de comunicarse y un objetivo solidario en común hicieron que entre Rand y Paul surgiera una repentina pero sana y sincera amistad, alentada porque podían entenderse en el mismo idioma. Rand era la única persona de su grupo que hablaba inglés, por lo que era constantemente solicitada por los integrantes de la organización solidaria. Paul, prendado por la belleza de la mirada y la dulzura de Rand, la llamaba princesa. Posiblemente, llamarla así fue la mayor osadía a la que el joven llegó a atreverse. A ella le encantaba oírlo, se sentía halagada, aunque trataba de disimular su sonrisa y su sofoco vergonzoso subiéndose el hiyab.

Apenas habían pasado cinco meses, durante los cuales los dos jóvenes se habían visto en contadas ocasiones siempre por motivos solidarios, cuando Abdel-Qader Alí, el padre de Rand, supo por un amigo que a su hija la habían visto en público en compañía de un soldado inglés. Abdel-Qader, un hombre de 46 años, entendió que el hecho de que su hija hubiera sido vista hablando con un invasor británico, un enemigo del pueblo iraquí y además cristiano, era la mayor deshonra que podían sufrir él y su familia. Sin tener más información, dio por hecho que su hija Rand mantenía una relación sentimental con Paul. Un fiel musulmán no podía permitir algo tan grave. Abdel, sin querer saber más detalles del asunto, llegó a casa y le dio firmes instrucciones a sus dos hijos varones, Hasan, de veintitrés años y Haider, de veintiuno. Les explicó el grave pecado que estaba cometiendo su hermana Rand, y que ellos, como buenos musulmanes, tendrían que imponer, junto a su padre, un castigo ejemplar para la pecadora. Alá se lo agradecería y se lo premiaría, les dijo. Los hijos varones se quedaron en silencio y esperaron junto a su padre a que Rand volviera a casa.

Cuando la joven entró por la puerta y sintió cómo la mirada intensa de su padre se clavaba en ella, comenzó a llorar, imaginando que algo grave estaba pasando o iba a pasar. Sin mediar palabra, los tres hombres se abalanzaron sobre ella, gritando la grandeza de Alá, y comenzaron un ritual macabro y asesino en toda su brutalidad. A Rand no le dio tiempo a preguntar qué estaba pasando. Solo pudo ver cómo su padre se lanzaba contra ella, con la mirada perdida y los ojos henchidos en sangre. El terrible golpe le alcanzó en la cabeza, mientras que sus hermanos, Hasan y Haider, no dejaron de golpearla hasta que cayó al suelo sin sentido. El cuerpo inerte dejó de reaccionar ante los golpes mientras continuaban dándole patadas y pisándole la cabeza y el cuello, como quien pisotea una cucaracha. El padre, de repente, apartó a sus hijos con los brazos, puso su bota sobre el cuello inmóvil de Rand y apretó con toda la fuerza de la que era capaz. Pasaban los segundos y el cuerpo de Rand continuaba inmóvil. El padre apretaba, mirándola fijamente y fuera de sí. Un estertor de muerte puso fin al macabro ritual y a los diecisiete años de vida de Rand. No satisfecho con su orgía de muerte, Abdel-Qader pidió un cuchillo para ensañarse a puñaladas con el cadáver de su hija, mientras que gritaba delirante que estaba limpiando el honor de la familia. Los hermanos continuaron propinándole patadas sin importarles si la joven estaba viva o muerta, hasta que escucharon los llantos desgarradores de Leyla, su madre. Ella no sabía nada. Ni que su hija era amiga de un militar británico, ni de los planes asesinos de su marido, y mucho menos de la complicidad de sus dos hijos varones para el horrible crimen que estaba presenciando. Apareció de pronto al escuchar el grito seco y cortado de su hija y el ruido de los golpes. No podía creer lo que estaba viendo, contemplaba la escena inmóvil, paralizada por el horror, sin poder hacer nada por evitarlo. El crimen se consumó en apenas unos minutos. Presa del pánico, Leyla salió corriendo de la casa maldiciendo a Abdel, cuando se dio cuenta de que su hija yacía muerta y ya nada podía hacer por salvarla.

Con la satisfacción del «deber cumplido», Abdel-Qader se lavó las manos, se arrodilló, rezó, se cambió de ropa y se fue solo —a sus hijos los mandó a casa de un familiar— a la comisaría de policía más próxima. Allí expuso con todo lujo de detalles, absolutamente tranquilo, que acababa de matar a su hija y las razones por las que lo había hecho.

«Ahora tengo solo dos hijos. Esa niña fue el mayor error de mi vida. Dios está bendiciéndome por lo que hice».

Cuando acabó su relato, los policías que estuvieron escuchándole sin pestañear le abrazaron efusivamente, le felicitaron por su acción y le pusieron en libertad sin cargos en menos de dos horas.

«Ellos son hombres y saben lo que es el honor de un musulmán», dijo Abdel cuando salió de la comisaría, refiriéndose a los policías que le habían liberado. Sin ningún tipo de remordimiento, comenzó a dar detalles de la muerte de su hija.

«Mi hija merecía morir por enamorarse. Si hubiera sabido en lo que iba a convertirse, la hubiera asesinado en el mismo instante en que su madre la parió. La muerte era lo que se merecía. Tengo el apoyo de todos mis amigos que son padres como yo y saben que lo que hizo era inaceptable para cualquier musulmán honorable».

Abdel-Qader hablaba así porque sabía que la sentencia por lo que había hecho ya estaba dictada. La única condena que iba a tener era la de su propia conciencia. Más bien poca, al oído de sus palabras. Su horrible crimen iba a quedar impune, al igual que quedaban exentos de castigo los aproximadamente trescientos homicidios de media que se producían anualmente por asuntos de honor en Iraq.

Abbas lo sabía muy bien. Por eso amenazaba con matar a su hija Sara antes de que se la quitaran. Leticia sabía, como le había explicado el doctor Khaled, que si el padre de su hija llevaba a cabo la amenaza, su crimen podía quedar impune y podría librarse de la cárcel. Este era su miedo. Abbas, ante un tribunal islámico, podría justificarse alegando que su hija iba a acabar en manos de una infiel. Tendría el mismo tratamiento que el que se le había dispensado a Abdel-Qader por asesinar a su hija.

Rand fue enterrada sin ceremonia, despreciada y en la más estricta soledad. Los hermanos de su padre escupieron sobre su tumba. Su pecado había sido ilusionarse, aunque su padre lo considerara enamorarse, y hasta prostituirse, con un soldado británico. Paul quizá nunca sepa cómo fueron los últimos minutos de vida de aquella cooperante. Esa chica de la mirada y la sonrisa infinitamente bellas. La misma con la que compartió algunos ratos de conversación y alegría, entre tanta tragedia y desolación en los campos de refugiados. Su princesa de ojos negros se había ido para siempre y quizá él nunca lo supiera, ni podría imaginar que el pecado por el que había sido condenada a muerte fue la ilusión que sentía hacia él.

«Rand murió virgen. Ella y Paul solo hablaron en diversas ocasiones, pero no tuvieron nada más que una ilusión», aclaró Zeinab, la íntima amiga de Rand, abatida por el brutal crimen.

Abdel-Qader contó toda la historia de su horrible crimen sin inmutarse, como si de un héroe se tratara, al diario británico The Observer. Contó todo, excepto un capítulo: Leyla, la madre de Rand y de los dos cómplices de su asesinato, logró escapar definitivamente del hogar, después de que su marido la agrediera y le partiera un brazo. Fue la primera respuesta a las manifestaciones hechas por Leyla.

«Prefiero morir antes que acostarme en la misma cama que un hombre capaz de hacer lo que ha hecho con nuestra propia hija».

Leyla estuvo algunos días escondida en casa de un familiar, pero recibía amenazas de muerte de su marido casi a diario. Decidió poner tierra por medio, pero no llegó muy lejos. Fue asesinada a tiros por tres hombres cuando conducía por una carretera camino de Jordania, huyendo del infierno familiar y rumbo a una nueva vida que le permitiera olvidar. Esta vez el crimen no tuvo el regodeo público de los autores, porque esta vez Alá no iba a entender la barbarie cometida. Como seguro que tampoco entendió y condenó la muerte de Rand, aunque sus asesinos quieran creer lo contrario.