En casa de Abbas había cierto nerviosismo. Hazen, el hermano miliciano de Abbas, había recibido un chivatazo de la policía en el que le avisaban de que el ejército se podía presentar en su casa buscando armas. En seguida se movilizó parte de la familia para sacar de la casa casi una docena de armas ligeras, entre fusiles y pistolas. También algún explosivo que había enterrado en un discreto lugar del patio, junto al huerto de palmeras. Sara, durante esos días, tuvo que sufrir el agobio de los bombardeos y el acoso mortal de las explosiones muy cerca de ella. Para evitar que la niña viese el trasiego de las armas, su abuela y su tía Imán procuraban entretenerla con alguna excusa, en una de las habitaciones del final de la casa. Sara sentía que algo extraño estaba pasando. Todo el mundo parecía estar de mal humor, no había colegio y apenas había comida. En el ambiente había un olor desagradablemente extraño. Se mezclaba el olor a pólvora quemada con un nauseabundo tufo de aguas residuales y putrefacción que componía una atmósfera auténticamente irrespirable. Sara lloraba en silencio y a solas, sin entender nada de lo que ocurría a su alrededor, odiando con todas sus fuerzas su presente y añorando su pasado. Se agarraba a sus recuerdos de lo feliz que ella vivía en España, sin saber si algún día volvería a ver a su madre y a sus hermanos, que eran lo que más quería.
Durante los últimos días no había ido al colegio. Su padre y su tío no la dejaban salir de casa, las explosiones cada vez sonaban más cerca. Una mañana de la calurosa primavera iraquí, Sara estaba sola en casa con su tía Imán. La niña se acercó hasta la puerta y salió a la calle para ver si veía a alguna de sus amigas con las que hacía tiempo no jugaba. No se había alejado más de cinco metros de la puerta, cuando vio algo a lo lejos, en el suelo, que no acertaba a adivinar qué era. Dio varios pasos lentamente, con curiosidad, pero quedó horrorizada con la escena que estaba presenciando: el cadáver de un hombre de edad mediana yacía inerte en medio de la calle. Tenía el rostro absolutamente destrozado, con docenas de moscas y otros insectos que bebían de sus múltiples heridas. El hedor que soltaba el cuerpo, que debía de llevar horas allí abandonado, provocó la náusea de Sara. La niña, aterrada, regresó a su casa corriendo, sin poder reprimir el llanto y los nervios. Se refugió en los reconfortantes brazos de su abuela paterna, que contemplaba la escena desde la puerta de casa, sin poder hacer nada. La abuela la reprendió cariñosamente explicándole lo poco aconsejable que era salir de casa durante esos días.
—Te ha dicho tu padre y tu tío que no debes salir a la calle estos días. Sara, tienes que obedecer. Estamos en guerra, cariño. Ahí fuera nada más que hay tiros y cosas malas. Ya lo acabas de ver. Los enemigos de Alá quieren matar a la gente, pero Alá es grande y pronto acabará todo. De momento no debes salir de casa. Ya sabes lo que te ha dicho tu padre. Si viene algún desconocido a nuestra casa, vete en seguida a la habitación del tío Hazen y te metes debajo de la cama si es necesario. ¿Recuerdas el verano pasado, que había gente muy mala que te quería secuestrar y cada vez que venía te tenías que esconder?
Sara apenas podía oír lo que le estaba diciendo su abuela. Tenía grabados en su mente la imagen y el hedor nauseabundo del cadáver que acababa de ver. No podía borrarlo de sus pensamientos. Nunca había visto la muerte y mucho menos tan de cerca.
Haider venía observando que, nuevamente, algunas personas desconocidas merodeaban cerca de la casa. Ignoraba si el objetivo era él, otros miembros de la familia o la niña. Sin datos concretos, también había oído que se volvía a hablar de su sobrina en algunos ambientes. Habían vuelto a extremar las medidas de precaución.
Sara se secó las lágrimas hasta enrojecer sus preciosos ojos verdes, miró fijamente a su abuela y en un árabe perfectamente inteligible le dijo:
—Abuela, yo no quiero estar aquí. Quiero volver a España, con mi madre. Papá no me quiere llevar. A mí esto no me gusta. Bueno, me gusta estar con vosotros, sí, pero no me gustan las bombas. Paso mucho miedo y ese hombre que había en la calle… me ha dado muchísimo miedo. —Y volvió a estremecerse, ante el recuerdo del primer cadáver que había visto en su vida.
—Sara, mi amor, tu lugar está aquí, junto a tu padre. Tu madre puede venir cuando quiera a verte, pero tú debes permanecer aquí, con los tuyos. Ese pañuelo que llevas puesto en la cabeza significa que eres de los nuestros. Debes estar aquí, con tu padre, con tus hermanos, con tus tíos, con tu abuela y con tus primos. A Alá le gusta mucho que tú estés con nosotros y le tenemos que estar muy agradecidos porque tenemos salud y fuerza para vivir. La guerra acabará y todo volverá a ser mejor —repetía una y otra vez la abuela.
La televisión estaba encendida y daban un informativo local, en una de las pocas ocasiones en que había luz y además era posible ver la imagen con nitidez. Sara vio algo en la pantalla que llamó toda su atención. Toda la que había dejado de prestar a su abuela. Esperó unos minutos y sigilosamente se levantó, como si nada hubiera pasado. Empezó a merodear por la casa hasta que disimuladamente salió al patio. Se acercó hasta un pequeño cobertizo, donde guardaban maletas y cajas sin ordenar. Estaban cubiertas del polvo del desierto que invadía el ambiente con demasiada frecuencia. Discretamente, sin dejar de mirar a su alrededor por si venía su abuela, entró en el cobertizo y abrió una de las maletas. Quería comprobar si aún estaba allí algo que había descubierto poco tiempo atrás. No estaba lo que ella buscaba. Solo había una foto. La misma que vio la otra vez. La foto en la que su hermano Alí aparecía vestido con un uniforme negro, correajes y botas del mismo color, portando un arma grande en las manos. La misma ropa y los mismos objetos que echaba en falta en la maleta. La misma indumentaria que acababa de ver en la televisión a unos encapuchados que decían ser miembros del ejército de Al Mahdi y que el locutor presentaba como terroristas y asesinos. Sara se quedó pensativa, dejó todo como estaba y cerró la maleta. De repente, volvió a abrirla, miró nuevamente, pero tampoco estaba lo que esperaba ver. Cuando la había abierto la primera vez, junto a los pantalones, jersey, botas, pasamontañas y correaje negro, también había una vieja pistola, que ella consideró algo viejo e inservible. Era muy distinta a las armas que portaban los soldados ingleses, cuando hacia quince días los había visto estando en la mezquita con sus primas y amigas.
Llevaba tiempo escuchando el mensaje de que los militares británicos que poblaban Basora eran los invasores malos. Malos como los indios de las películas de vaqueros. Sara no entendía bien qué era eso de los invasores, pero hubo un detalle que marcó a partir de ese momento su antipatía por los soldados del ejército inglés. Nunca olvidará el día que fue a la mezquita con su prima Abda, «la más guapa de mis primas». Esperaba la llegada de otra amiga, en compañía de otras niñas de su edad. En ese momento los miembros de una patrulla del ejército inglés que estaban apostados cerca del lugar empezaron a hacerles gestos obscenos y a guiñarles el ojo. Las niñas recriminaron con gestos la actitud de los militares. La respuesta no se hizo esperar: el cañón del blindado se giró lentamente hasta apuntar en dirección al lugar donde se encontraban las niñas. Aterrorizado, el grupo de adolescentes echó a correr.
Una mañana Sara oyó cómo varios coches llegaban hasta su casa y se paraban justo en la puerta. A través de la ventana vio un grupo de seis hombres armados que se dirigían hacia el interior. Antes de que Abbas fuera capaz de avisarla, la niña, con un movimiento autómata, salió corriendo hasta el dormitorio de su tío Hazen para esconderse debajo de la cama, entre paquetes y cajas inundados de polvo y suciedad. Desde su escondite, Sara podía escuchar cómo el tono de voz de los recién llegados iba subiendo y los pasos se aproximaban. Por el contrario, escuchaba a su padre, en su tono bajo habitual, tratando de calmarlos.
«¿Estarían allí esos hombres para secuestrarla? ¿Estaban preguntando por ella? ¿A dónde se la llevarían?», pensaba horrorizada. La sangre se le heló cuando vio cómo tres pares de botas irrumpían de repente en la habitación, tras dar un fuerte portazo que hizo retumbar los inconsistentes muros de la casa. Se pararon a menos de un metro de su cara. Cerró sus ojos y apretó los puños como si en ello le fuera la vida. Los hombres uniformados hablaban muy rápido, con gritos ininteligibles entre ellos. Sara no conseguía entender nada. Solo sospechaba que no iban con muy buenas intenciones. El pánico atenazaba su garganta y le impedía llorar como lo haría cualquier niña de su edad. De repente, uno de los uniformados se puso de pie encima de la cama bajo la que estaba Sara. Se le escapó un gemido de dolor al verse aprisionada contra el suelo. Al grito le siguió el estallido de un llanto amargo y compulsivo. Sara estaba fuera de sí, al haberse sentido descubierta. Los uniformados —militares iraquíes— levantaron la cama para ver de dónde provenían los llantos. Se encontraron a Sara llorando sin consuelo, hecha un manojo de nervios. Abbas acudió rápidamente en auxilio de su hija, que se abrazó a él incondicionalmente. Abbas sonreía cínicamente a los militares mientras les explicaba que la niña tenía la costumbre de esconderse debajo de la cama cada vez que llegaba alguien extraño a la casa. Los militares, más calmados, echaron un vistazo por el resto de la habitación, sin conseguir encontrar lo que verdaderamente buscaban: armas.
Unas semanas después del registro, cuando la rutina diaria parecía volver a la normalidad en la casa de Abbas, recibieron una extraña visita. Se trataba de una mujer joven, de trato afable y cautivador, vestida con un uniforme que recordaba al de enfermera, portando una cartera de mano.
—As-Salaam alei-kum (La paz esté contigo) —dijo la mujer.
—Waa ali-kum Salaam (Contigo esté la paz) —contestaron al unísono la madre de Abbas y su hermano Haider.
—Soy una trabajadora social, inspectora del Ministerio de Sanidad. Estoy buscando a una niña llamada Sara Alí. ¿Vive aquí?
—Sí, vive aquí —dijo la abuela—. ¿Qué quería saber usted?
—Creo que esta niña es de origen español y lleva poco tiempo viviendo aquí en Basora. Quería hablar con ella y saber cómo está y cómo se va produciendo su proceso de integración aquí, en nuestro país. También me gustaría hablar con sus padres y con la familia…
—Es que la niña no está aquí ahora —se apresuró a contestar Haider, que sabía que Sara estaba en su refugio habitual, en la habitación de Hazen, la única que tenía llave por dentro, aunque durante el registro militar no le diera tiempo a echarla, pero de poco habría servido.
—Sara está en Nayaf con su padre. Han ido a visitar a unos familiares. Pero volverá dentro de unos días —añadió complaciente el tío antes de que la abuela pudiera decir lo contrario.
—Sí le puedo decir que la niña está muy bien. Está muy a gusto con su familia. Sigue nuestras costumbres, va al colegio y está aprendiendo muy bien nuestra lengua. De cualquier manera, vuelva usted dentro de diez días y podrá charlar con ella todo lo que usted quiera —añadió la abuela.
La joven se despidió amablemente de la familia y aseguró volver cuando pasaran diez días. La abuela, cuando se quedaron solos, recriminó a su hijo pequeño la mentira, por decir que Sara estaba de viaje.
—Tranquila, madre, dentro de poco sabremos si esta mujer decía la verdad y si es quien dice ser que es —la tranquilizó Haider, con una pícara sonrisa.
—Pues claro que es, hijo. ¿Quién va a ser, si no? —refunfuñó la abuela contrariada.
Al caer la tarde, llegaron juntos a casa Abbas y Hazen. Nada más verlos, la madre se acercó a ellos y les contó la visita que habían tenido por la mañana.
—Vuestro hermano Haider me dice que no me fíe, que no se cree que sea una persona de Sanidad.
—¿Cómo va a ser una persona de Sanidad, madre? Si no hay medios siquiera para ponerse una inyección en buena parte de Iraq, para que venga una asistente a preocuparse por una niña, que además está sana. Y sin que nadie la llame. A mí me resulta extraño todo esto —le dijo Abbas a su madre, mientras que dirigía sus últimas palabras a Hazen.
Hazen, que escuchaba la conversación, negaba con la cabeza, mostrándose irritado con el asunto.
—No podemos estar así toda la vida, Abbas. Con esta sensación de terror, pensando que cualquier desconocido que viene a esta casa viene con intenciones de llevarse a Sara. Voy a llamar a mi amigo Abdul, el abogado, y voy a proponerle un plan para acabar con esta angustia. Ya te contaré. De momento vuelve a llevar a la niña a casa de Zeinab y quedaos allí unos días por si acaso.