XXI

Las segundas Navidades de Leticia sin Sara en casa fueron un auténtico suplicio para ella y para sus hijos. El espíritu de estas fiestas entrañablemente familiares había vuelto de una manera especial desde el nacimiento de Sara. Sin grandes adornos ni ornamentos en la casa, por respeto a las creencias de Abbas, la cena familiar de Nochebuena, la de fin de año y los regalos de la noche de Reyes giraban alrededor de la más pequeña de la casa. Pero ahora todo giraba alrededor del dolor, del recuerdo y del temor de no volver a ver jamás a Sara. El día de Navidad llamé a Leticia para saludarla y al escuchar su tristeza y desolación no se me ocurrió otra cosa que intentar animarla, prometiéndole que en el nuevo año íbamos a ver y a rescatar a Sara. Después de la promesa reflexioné y pensé que había actuado como un político barato, de esos que prometían mucho y cumplían poco. Mi deseo de rescatar a Sara volaba mucho más rápido que las probabilidades reales que teníamos para llevarlo a cabo. En ese momento, realmente, no había ninguna posibilidad con los medios de los que disponíamos. Pero algo me decía en mi interior que ese año que estaba a punto de comenzar nos iba a deparar alguna sorpresa.

Para Sara, también habían sido sus segundas Navidades en Iraq lejos de su madre y de sus hermanos, pero ella casi las había olvidado. Allí en Basora no se celebraban. Ni luces en las calles. Ni tiendas llenas de regalos y juguetes. Ni siquiera en fin de año. La prioridad de los iraquíes en esos momentos estaba más en la supervivencia que en las celebraciones. Comer y vivir, a diario, era la mejor fiesta. Sara, afortunadamente para ella, se iba adaptando paulatinamente a la nueva vida y a las nuevas costumbres, aunque no le gustara nada de lo que estaba aprendiendo. Se había convertido en una auténtica superviviente. Los únicos regalos que tenía eran los que le hacía su pudiente tía Zeinab, el día del Fin del Ayuno, último día del ramadán, el día elegido para regalar juguetes a los niños. Su primer cumpleaños en Iraq lo habían celebrado un mes antes de la fecha, con una tarta, porque según le había dicho su padre, durante el mes de enero, que es cuando cumple los años Sara, los musulmanes no podían festejar nada. Esa primera vez tuvo que ser la excepción. Nunca más se volvió a celebrar su cumpleaños. La clave podía estar en que muchos musulmanes, sin considerarlo pecado o haram, que es la palabra que define lo prohibido por el islam, no lo ven como una práctica correcta. Abbas, durante el tiempo que estuvo viviendo en España, nunca celebró su cumpleaños, pero por una razón más extraña todavía: no sabía ni la fecha ni el año exacto de su nacimiento. En la documentación que utilizaba, la fecha de nacimiento era absolutamente ficticia.

Pasada la Navidad, llamé a David Rivas para saber si había logrado contactar o hacer una foto de Sara, pero la respuesta fue la misma de siempre: «Seguimos trabajando, pero necesito tener cierta seguridad de que el tema se va a llevar a cabo, para ir encargando que le hagan la foto. He adelantado dinero para que un equipo de inteligencia siga observando a la niña, pero llevo casi un mes sin saber nada de ellos, porque las comunicaciones con Iraq están difíciles».

La solución, según David, pasaba por hacer un gran desembolso económico, sin ninguna certeza del éxito de la operación. Desgraciadamente, todas las empresas de seguridad funcionaban así. Las grandes compañías americanas, israelíes o británicas a las que se les puede encargar un trabajo de rescate internacional utilizan armamento, técnicas y personal paramilitar. La cifra por servicio no suele bajar, en el mejor de los casos, del millón de dólares, que se debe pagar por adelantado pero sin ninguna garantía de éxito. Con esa premisa, Sara podía quedarse en Iraq el resto de sus días.

A través del jefe de seguridad de una importante empresa audiovisual, contacté con un ex guardia civil que trabajaba en una de esas compañías israelíes como comercial. Me dijo que tenía amistad con un español que se encontraba trabajando en Iraq, concretamente en Basora, contratado por una compañía inglesa que ofrecía seguridad privada al personal civil extranjero que se desplazaba al sur del país. Franco Blay era posiblemente el único español, de los más de ciento cincuenta mil que estaban trabajando como mercenarios en Iraq, que en muchos casos llegaban a ganar mil dólares diarios.

La palabra «mercenario», según la Real Academia Española de la Lengua, define «al personal de tropa que por estipendio sirve en la guerra a un poder extranjero». Es una palabra maldita para los que se dedican a ello. Porque aún se asocia la idea del mercenario con el asesino a sueldo que cobra a destajo por el número de personas que haya matado. Franco Blay era un mercenario del siglo XXI. Un experto en técnicas de seguridad y material bélico, preparado para combatir a un enemigo dotado de armamento de guerra y dispuesto a conseguir sus sangrientos objetivos. En definitiva, Franco era un profesional honrado, preparado para sobrevivir en un medio hostil, que se las tenía que ver con la muerte en demasiadas ocasiones. Iraq era el infierno.

Contacté con él telefónicamente. Me pidió los datos de Leticia y las circunstancias en las que se había producido el secuestro. Los pocos datos que le di fueron suficientes para que consiguiera el teléfono de Leticia vía Internet.

—Buenas noches —escuchó Leticia desde el otro lado del teléfono—, soy Franco, me ha dicho su primo Javier que tiene usted un grave problema aquí en Iraq y me gustaría que charlásemos un rato.

—Pero ¿quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó Leticia, poco bregada en estas lides y ciertamente asustada por el tono de su interlocutor. Ella no tenía conocimiento aún de este nuevo contacto.

—Tranquila, Leticia. Solo llamo para que usted nos confirme que su hija está secuestrada y que la situación es la que nos han dicho. Nosotros estamos dispuestos a ayudarla.

—Sí, es cierto, mi hija está secuestrada en Basora, pero yo de estas cosas no entiendo. Le pido por favor que hable con Javier, que él sabe todo el asunto y puede hablar perfectamente en mi nombre. Muchas gracias y encantada. —Y colgó sin más.

Leticia, tras cortar el teléfono a Franco, me llamó inmediatamente para preguntarme quién era la persona que la había llamado. Después de explicarle cómo había contactado con él y hacer las elucubraciones de cómo había podido conseguir el teléfono, ambos llegamos a la conclusión de que una vez más pedirían una cantidad millonaria inasumible por liberar a Sara. De momento, había que esperar.

Los acontecimientos se desencadenaron mucho antes de lo que esperábamos. Yo había mandado a Franco un correo electrónico con fotos de Sara y de su padre, una breve descripción de la estructura familiar y el auto judicial donde se ordenaba la búsqueda internacional de Abbas y de la niña. También incluí la descripción que Sara dio a su madre de la casa, nada más llegar a Basora: «Vivo en la calle Shara Madrase, en el barrio de la Kabla…, es lo que me ha dicho papá. Es una casa que está pintada de color beis, con un muro de cemento y tiene unas palmeras aquí en el patio…».

Franco me llamó a los dos días y me contó que había hablado del asunto con sus compañeros británicos y se habían quedado todos tan impresionados que habían decidido iniciar una acción para rescatar a Sara dos días después.

—El rescate de Sara se producirá dentro de dos días, durante la madrugada. La acción estará dirigida por Neil, el jefe de equipo que tenemos aquí en Basora.

—Pero ¿qué vais a hacer? ¿Tenéis la casa localizada con los datos que os di? —le pregunté extrañado y sorprendido por la inmediatez de la decisión.

—La casa está localizada. Tenemos como colaboradores a un grupo de iraquíes que viven aquí y han localizado la casa y han comprobado que la niña está dentro. Van a detener al padre y se llevarán a la niña.

—Pero ¿qué vais a hacer con la niña? ¿Dónde la vais a llevar?

—Eso no está decidido de momento. Hay posibilidad de llevarla al consulado británico. Te iré contando —afirmaba Franco muy seguro—. También te digo que yo no voy a formar parte de la operación, pero eso te lo explicaré más adelante.

—¿Y cuánto dinero va a costar esto? En la familia no tenemos dinero para afrontar algo que pensamos puede ser muy caro —le argumenté como miembro postizo de la familia de Leticia.

—Eso ahora no va a ser ningún problema. Habrá que pagar los gastos de los iraquíes que nos ayuden, pero de eso hablaremos más adelante. Neil, mi jefe, me ha dicho que quiere hablar contigo, así que le he dado tu correo electrónico y tu teléfono.

Además de precipitado, todo me resultaba muy extraño, o tal vez demasiado increíble para que fuera verdad. La situación en Basora no era fácil para nadie. La milicia terrorista era dueña de la calle y de muchas zonas de la ciudad donde ni la policía ni el ejército iraquí eran capaces de entrar. El barrio de la Kabla, donde vivía la familia de Abbas, era una de estas zonas. La facilidad con la que describía Franco el desarrollo de la acción de rescate era sospechosa en su veracidad. Pero lo que más me preocupaba era que no tuvieran resuelto qué harían con la niña una vez que estuviera en su poder. Aparecía el fantasma de que el rescate se pudiera convertir en un nuevo secuestro, pero esta vez un secuestro criminal en lugar de parental. Leticia se podía convertir en el objetivo de un vil chantaje y tendría que desembolsar una cantidad millonaria si quería recuperar a su hija y no precisamente de las manos de su padre.

Comencé a investigar entre mis fuentes y por Internet. Quería descubrir quién era el tal Franco Blay y lo logré. Era un personaje singular en el mundo de la seguridad privada. En su juventud había sido mozo de escuadra, sirviendo para la Generalitat de Cataluña. Posteriormente decidió cambiar de aires y se fue a Nueva Zelanda, donde llegó a ser escolta personal del primer ministro. De ahí que comparta la nacionalidad española con la neozelandesa. Regresó a España, donde antes de irse a Iraq fue responsable de montar el dispositivo de seguridad de una importante ciudad financiera construida en las proximidades de Madrid. Con estos antecedentes Franco no me podía engañar. Mucho menos meterse en una operación tan sucia como la que yo me estaba imaginando. Aun así, algo extraño me hacía sospechar: el hecho de que él no participase en la operación.

Cuando comencé a analizar todo lo que estaba pasando, me sentía un poco sobrepasado por los acontecimientos. No se lo podía contar a nadie, porque muchos ni se lo iban a creer. ¿Quién iba a creerse que tenía a mi disposición un grupo de mercenarios británicos de élite, a punto de rescatar a una niña que estaba secuestrada en Iraq? En el fondo me sentía solo e inseguro. No sabía si los pasos que estaba dando eran acertados o me podría arrepentir algún día. De pronto, imaginaba a Sara libre y llegaba a pensar que el fin justificaba los medios en algunas ocasiones. Lo que no conseguía olvidar es que si algo salía mal, si a Sara le pasaba algo, el responsable moral sería yo. A otro tipo de responsabilidades, los británicos serían los encargados de ponerle nombres y apellidos y el mío no iba a ser ignorado. Teníamos todas nuestras conversaciones grabadas en las cuentas de correo electrónico.

Pasaron cuarenta y ocho horas y todo seguía en pie. El día D había llegado y la hora H sería al anochecer. El plan previsto era sitiar la casa de Abbas sigilosamente y sorprenderle en la oscuridad de la noche cuando todos durmieran. La falta casi constante de luz eléctrica en la ciudad facilitaba la operación. Abbas sería detenido y si los familiares ofrecían resistencia, serían inmovilizados o retenidos. La niña sería trasladada a un vehículo. La consigna era que en cuanto tuviesen a la niña en su poder, le facilitarían un teléfono móvil para que pudiera hablar desde ese preciso instante con su madre, que le explicaría todo lo que estaba pasando. De esa manera se tranquilizaría a la niña, que podría estar asustada por la situación de desamparo y Leticia podría decirle a su hija que estaba en libertad. A continuación iniciaríamos el viaje hacia la zona donde hubiera sido llevada y nos reuniríamos con ella.