La ilusión y la alegría que se respiraba un mes antes en el aeropuerto, cuando nos reunimos para viajar hacia Kuwait con la clara intención de regresar con Sara, contrastaba con el ambiente gélido del regreso. El doctor, en su línea habitual, quedó en llamamos en cuanto su primo hablase con Sara, aunque yo tenía el presentimiento, o quizá la absoluta seguridad, de que aquello no sucedería nunca. Para Leticia, que no dejaba de llorar sin articular palabra, aquel viaje suponía haber perdido la guerra, haber perdido a su hija. Pero había que ver que solo era una batalla en el cada vez más difícil empeño de recuperar a una niña secuestrada en un país árabe y en guerra. Una triste batalla en la que habíamos sido víctimas de engaños y de falsas promesas. En un mundo donde la mentira, la violencia y la injusticia estructuraban una sociedad imposible. Lo que hacía más necesario, si cabe, rescatar a Sara de un infierno llamado Iraq.
Con todo el material grabado durante ese verano, preparamos una edición del programa Diario de… una madre coraje, en el que contamos las amarguras de los dos viajes y el sinfín de engaños de los que Leticia fue víctima.
Profesionalmente puse punto y final a la historia. Personalmente, seguía enganchado a la idea de liberar a Sara como fuera, y aunque mi cometido en la tele era otro bien distinto en ese momento, dedicaba al tema mis ratos libres y algunos fines de semana.
El reportaje tuvo que remover más de una conciencia, porque al poco tiempo de su emisión Leticia fue llamada por el Ministerio de Asuntos Exteriores para ser recibida por el ministro Miguel Ángel Moratinos. Cuando llegamos a la sede del ministerio, se nos comunicó que, por un problema de agenda, el ministro nos daba plantón y no podía recibirnos. En su lugar tuvimos una charla con el director general de Asuntos Consulares, con el subdirector general, una abogada y un joven miembro del gabinete del ministro. Como suele ser normal en este tipo de encuentros, solo escuchamos una declaración de buenas intenciones, muchas palabras de comprensión, pero pocas decisiones que dejaran vislumbrar una luz al final del camino.
«Tengan presente que el Estado iraquí es un Estado soberano, con sus propias leyes y normas. Además la cultura árabe, en estos temas, es muy benevolente con el padre musulmán y más si la madre no lo es y encima es extranjera. Pero el ministro hablará personalmente con su colega iraquí de Exteriores, para ver si existe alguna fórmula de acuerdo», dijo el director general de Asuntos Consulares Miguel Ángel de Frutos.
Queríamos confiar en que la última frase del alto diplomático fuera más sincera que la primera, porque la soberanía iraquí a la que se refería estaba bajo mando americano, por no decir aplastada por la bota del tío Sam, con una capacidad de decisión sobre el pueblo iraquí más solvente que la del propio primer ministro Maliki. Pero las relaciones del gobierno español con el entonces presidente Bush no eran las mejores en aquellos momentos desde que las tropas españolas habían sido retiradas de Iraq como muestra de disconformidad con la guerra.
«Por supuesto —dijo ya como despedida, para disimular el plantón del ministro, sabiendo además los pasos que habíamos dado buscando a la niña por otros medios—, si la niña apareciera por otras causas, el ministro estará encantado de recibirles a los dos».
Aunque la reunión con los representantes del «Ministerio del Exterior», como lo llamaba Leticia, no sirvió de demasiada ayuda, la llama de la desaparición de Sara continuaba encendida y el expediente se movía por los despachos. El problema sería mucho peor cuando todo se apagase y el secuestro pasase a ser solo un dato estadístico y no fuera más que uno de los mil quinientos secuestros parentales que había en aquellos momentos sin solucionar.
Un mes después de este encuentro, Leticia recibió la llamada de Valentina, la jefa de gabinete de Jorge Moragas, diputado en el Congreso y secretario de Relaciones Internacionales del Partido Popular. La llamada de Valentina tenía como motivo celebrar un encuentro con Moragas y diseñar un plan que obligara al gobierno a tomar alguna iniciativa en la liberación de Sara. El asunto nos pareció interesante porque nuevamente la llama de la esperanza se volvía a reavivar. Lo que no me parecía bien, y así se lo dije a Leticia, es que la niña pudiera ser utilizada en algún momento como un arma arrojadiza con fines, única y exclusivamente, políticos y partidistas, pero era un riesgo que había que correr. El plan a seguir sería sacar el tema en grandes titulares, y con gran alarde tipográfico, en un periódico gratuito de gran tirada nacional. Dar una rueda de prensa, presidida por Mariano Rajoy, líder de la oposición y presidente del partido, en la que se pediría al gobierno un compromiso para que rescatase a Sara. Lo primero que hizo Moragas después de la reunión en la que le informamos de todo lo que sabíamos respecto al tema fue formular una pregunta parlamentaria durante una sesión en el Congreso de los Diputados, preguntando al gobierno por qué no había rescatado a Sara después de año y medio de secuestro. Pero al igual que la respuesta del gobierno, el encuentro con Rajoy se fue demorando, día tras día y semana tras semana, aunque desde la sede del partido en la madrileña calle Génova, nos seguían informando de que el encuentro se iba a producir, pero la ocupada agenda del señor Rajoy, con las Navidades próximas, estaba al completo.
Durante este impasse, a la espera de que las agendas oficiales se relajasen un poco, intenté descubrir qué opinión tenían los amigos iraquíes de Abbas que vivían en Madrid y qué pensaban del hecho de que hubiera secuestrado a su hija y se la hubiera llevado a Basora. Un buen grupo de ellos eran artistas callejeros y se dedicaban a hacer retratos y caricaturas en los soportales de la plaza Mayor de Madrid. Allí era posible localizarlos, pero imposible sacarles una palabra de más. La mayoría coincidía en afirmar que conocían a Abbas de verle en la mezquita y que «era un buen hombre». Pero en cuanto oían que yo era familiar de Leticia o periodista y les decía que me quería poner en contacto con él, daban por finalizada la conversación. Abu Ahmed, sin embargo, fue mucho más amable. Él era buen amigo de Abbas desde hacía años. Me recibió en su almacén-tienda de bisutería de venta al por mayor, situada en el multiétnico barrio madrileño de Lavapiés.
«Abbas siempre ha sido muy buena persona, pero no entendemos cómo ha podido hacer algo así —confesó Abu en un castellano casi perfecto, producto de sus casi veinte años en España—. Él venía con bastante frecuencia por mi casa con su hija, y a veces con Leticia. La niña, cuando llegaba, no dejaba de jugar con mis hijos y le encantaba estar con nosotros. Le gustaba mucho nuestro ambiente, aunque a la madre no le gustaba tanto. Pero tanto a mi familia como a mí, nos ha parecido muy mal lo que ha hecho Abbas. Iraq no está ahora mismo para volver y mucho menos con una niña pequeña. En la vida de un hombre pueden pasar muchas cosas y aquella es nuestra tierra. Allí está nuestra gente y tarde o temprano tendremos que volver todos allí», sentenció finalmente Abu.
Le dije que quería contactar con él y le expliqué que el número de teléfono que yo tenía solo contestaba una de cada treinta llamadas y cuando escuchaban hablar español, colgaban y lo tenían una o dos semanas apagado. Le pedí que me ayudara para poder hablar con Abbas y conseguir a través de él que me atendiera, para saber si se podría llegar a algún acuerdo. Me contestó afirmativamente. Con toda la amabilidad árabe de la que era capaz, me prometió que así lo haría, que intentaría hablar con Abbas. Mis reiteradas llamadas y visitas a la tienda de Abu para saber si había llevado a cabo el contacto no obtuvieron ningún resultado. Nadie se quería mojar en el asunto.
Ante la falta de ayuda por parte de los ciudadanos iraquíes, decidimos escribir y llevarle personalmente una carta a la señora Denise Holt, embajadora británica en España. Basora en aquellos tiempos estaba controlada por el ejército británico, con un contingente de casi siete mil soldados en la zona, en una misión peligrosa y poco exitosa. Los enfrentamientos con la milicia del ejército de Al Mahdi estaban causando docenas de bajas en las filas inglesas, pero oficialmente eran los encargados de mantener la seguridad en la segunda ciudad iraquí.
Leticia le contaba a la embajadora en la carta, con todo lujo de detalles, la situación de Sara y el peligro que suponía para la niña continuar allí. Pensábamos que la señora Holt, como mujer y como madre, más que como diplomática, adoptaría una postura sensible y de interés ante el asunto. Intuyo que la carta fue directamente a la papelera, porque la señora embajadora no se molestó ni en enviar un triste acuse de recibo, dándose por enterada, como mandan los cánones de la buena educación y del protocolo diplomático.
Tras la ausencia de noticias, la sorpresa llegó cuando recibimos una llamada, no del señor Rajoy ni del Partido Popular, sino nuevamente del ministro Moratinos, responsable de Exteriores. Me incluyó en la convocatoria, porque a estas alturas todo el mundo me consideraba el familiar inseparable de Leticia, aunque también conocían mi condición de periodista. La cita no fue en el Palacio de Santa Cruz, sede habitual, sino en la segunda sede que Asuntos Exteriores tiene junto a la M-30 de Madrid. El ministro nos recibió en su inmenso y funcional despacho, acompañado de toda la corte que nos atendió meses antes. Atento, con rostro serio y cansado pero amable, el ministro empezó por decirnos lo que ya sabíamos.
—El asunto está muy difícil. Como bien saben, las circunstancias de Iraq en estos momentos son muy complicadas por la situación bélica que están pasando —dijo el ministro—. Estamos haciendo todo lo que buenamente podemos para ayudarla, señora Moracho. Hablé por teléfono con mi homólogo iraquí y se mostró muy interesado en el tema, pero no hemos avanzado casi nada al respecto. Próximamente me veré con él y retomaremos el tema.
—¿Y qué hay del ofrecimiento de ayuda de los americanos y de los británicos, del que tuvimos conocimiento estando en Kuwait, señor ministro? —le pregunté, recordando la conversación que tuvieron en Kuwait el cónsul español y el cónsul americano desplazado en Basora.
—Eso son cosas que se dicen en el momento, pero que carecen de todo fundamento. Iraq es un Estado soberano (la frase me sonaba) y no es posible actuar libremente, sin el consentimiento de su gobierno —dijo sonriendo cínicamente y cambiando radicalmente de tema, sin dar lugar a insistir sobre el asunto.
—Señor Moratinos, ¿no podrían ir a rescatar a mi hija y sacarla a la fuerza de Iraq? —dijo Leticia en un tono desesperado—. Yo ya no puedo aguantar más. La niña está en una edad muy difícil y ya le habrán dicho sus colaboradores cómo era el padre y las aficiones tan depravadas que tenía. Tengo mucho miedo de que le pueda estar pasando a Sara lo mismo que le pasó a sus hermanos.
El ministro ya sabía por su equipo de los presuntos abusos sexuales de los que Laura y Carlos, hijos mayores de Leticia, decían haber sido víctimas por parte de Abbas. Al oír las palabras de Leticia, el ministro se mantuvo en silencio, observándola fijamente, con una expresión a medio camino entre la complicidad y la indiferencia, con la reserva lógica de no querer, ni deber, pronunciarse sobre unos hechos que no habían sido denunciados ni mucho menos juzgados.
—Se ha valorado la posibilidad de un rescate militar de tipo humanitario, pero cualquier acción que implique el empleo de la fuerza supondría un grave riesgo para Sara, por lo que hemos descartado esta posibilidad. Si se hiciera sin la colaboración ni la autorización de Iraq, también podría generarse un grave conflicto internacional. Yo les pido que sigan ustedes por la vía del acuerdo amistoso con el padre. Nosotros les ayudaremos en todo lo que necesiten. Si ustedes tuvieran que desplazarse a Basora para ver a la niña, nosotros les ofreceríamos auxilio consular y la protección necesaria. Desplazarse ahora mismo a Iraq es muy peligroso, pero si tuvieran que ir, optimizaríamos el personal de seguridad que tenemos en la embajada de Bagdad y un grupo de geos podría acompañarles.
—¿Y si la niña fuera llevada hasta el consulado inglés, aún en contra de la voluntad del padre, sería acogida y custodiada por los británicos, hasta ser entregada a su madre? —le pregunté al ministro pensando en la posibilidad de que ocurriera el milagroso rescate por parte de los primos del doctor Khaled, o por la vía de David Rivas, el mercenario santanderino.
—Entonces llamaremos a los ingleses lo antes posible para que estén preparados ante la eventualidad de que la niña pudiera aparecer en el consulado británico de Basora.
El ministro fue bastante rotundo en todas sus afirmaciones. Se mostraba con ganas de ayudar a rescatar a Sara. Otra cosa bien distinta era lo que realmente quería o podía hacer para ayudar. Para los políticos, las ideas y las promesas van a veces mucho más deprisa que la capacidad real para poder ejecutarlas. Eso es lo que tuvo que pasarle a Jorge Moragas, el diputado popular, o al mismísimo Mariano Rajoy, puesto que una vez que supieron que nos había recibido el ministro Moratinos, no tuvimos ni una sola llamada desde la calle Génova para convocarnos o desconvocarnos, definitivamente, a la reunión tantas veces prometida.
¿Qué pasó con el plan diseñado para montar un gran ruido mediático, con rueda de prensa incluida acompañados por el jefe de la oposición? ¿Perdía efectividad política por haber sido recibidos antes por el ministro de Asuntos Exteriores? Finalmente no le dimos mucha importancia al desaire, porque si alguien podía hacer algo, era el gobierno, fuera del partido que fuese, por tener las herramientas para hacerlo. La oposición lo único que podía hacer era eso: hacer ruido. Y no estaba mal tampoco, pero ni ruido hizo.
El gobierno contestó a la pregunta parlamentaria formulada por Jorge Moragas, el representante popular experto en relaciones internacionales. A la vista de las respuestas, no conseguíamos entender cómo la niña no estaba ya con su madre, leyendo todas las gestiones que el gobierno decía que había hecho, si es que realmente las había hecho. En el escrito se enumeraban todas las visitas en las que habíamos sido recibidos por diplomáticos, como gestiones realizadas con el objetivo de rescatar a Sara, tanto en Iraq, Kuwait o Siria. Decían haber realizado gestiones al más alto nivel con las autoridades iraquíes, así como con representantes diplomáticos de otros países para liberar a la niña. Pero Sara continuaba secuestrada en Basora, lo que venía a demostrar que o las gestiones se hacían con poco convencimiento o los interlocutores no querían escuchar.