Continuaba sin producirse ninguna novedad en Basora que pudiera alargar nuestra estancia en Kuwait y comenzamos a preparar el viaje de vuelta, nuevamente con la negativa de Leticia a volver con nosotros. El doctor seguía insistiendo en que el rescate se podía llevar a cabo en cualquier momento, pero llevábamos casi un mes escuchando lo mismo. La nueva estrategia de Khaled tenía, como siempre, a un familiar suyo como protagonista. Decía que este familiar, al parecer otro destacado y veterano miembro de la milicia, iba a ir a buscar a la niña y le iba a preguntar con quién quería estar, si con su madre o con su padre. Si la niña orientaba su deseo hacia su madre, él se encargaría personalmente de rescatarla. Esta noticia le cambió la cara a Leticia, porque no estaba muy segura de lo que Sara pudiera responder. La niña posiblemente hubiera cogido arraigo familiar y cultural, y quizá atemorizada, podría elegir vivir con su padre. Le dijimos que nos parecía bien, siempre y cuando Leticia pudiera tener una larga conversación con Sara para poder explicarle muchas cosas, antes de ser preguntada con quién quería vivir.
—Estoy asustada. No tengo ni idea de cómo puede reaccionar la niña, ni lo que el padre le haya podido decir sobre mí. No sé qué le puedo decir para ganarme su complicidad.
—Háblale de sus hermanos Carlos y Laura. De que la abuela le ha comprado muchos regalos —le dije, intentando tranquilizarla—. Tienes que crearle el deseo de volver contigo a España y los niños suelen ser bastante materialistas.
—Le hablaré de la piscina de casa, que era lo que más le gustaba hacer cuando llegaba el verano, y de los perros, y… yo qué sé. Me siento fatal. Me siento como si me fueran a examinar del cariño y del amor que le tengo a mi hija.
La intranquilidad de Leticia y nuestras dudas por la reacción que pudiera tener Sara al hablar con su madre no habrían tenido ninguna lógica si hubiéramos sabido en ese momento los auténticos pensamientos de la niña. Sara vivía escondida en casa de sus tíos, mientras su madre continuaba en Kuwait. Se acercaba el inicio del ramadán y en todos los hogares de Basora, como en los del resto del mundo musulmán, empezaban los preparativos gastronómicos y las reuniones familiares para ir organizando las fiestas que se avecinaban. Sara se mostraba indiferente ante todo lo que no fuera jugar con sus primos, pero en su pensamiento no dejaba de recordar a su madre, aunque el temor la obligara a ser incapaz de decirlo en voz alta.
«Qué habrá pasado con mi mamá. Desde el día que hablé con ella no he vuelto a saber nada. ¡Cómo me gustaría verla! ¿Habrá venido a casa y nosotros no estábamos? ¿Habrá venido con mis hermanos, con Carlos o con Laura? ¿Y las tortugas? ¿Seguirán vivas?». Sara iba a cumplir diez años, pero sus pensamientos iban muy por delante de su edad. Aunque Abbas la hubiera arrancado violentamente del regazo de su madre, del que no había salido desde que nació, la niña comenzaba a discernir entre el bien y el mal y a no entender por qué llevaba ya un año sin ver ni saber nada de su madre, aunque su padre le había prometido todo lo contrario cuando salieron de España hacia Iraq.
Lo que el nuevo plan del doctor suponía además era demorar nuestro regreso a España sine díe, a esperar a que su enésimo primo pudiese hablar con Sara y se produjese el milagro de la liberación. Intenté hablar en un apartado con Leticia para explicarle que a esas alturas no me fiaba ya ni un pelo del doctor, que llevábamos mucho dinero gastado y que —aunque le garantizaba esperar en Kuwait al menos cinco días— lo mejor era que volviéramos para Madrid, a seguir trabajando con el Ministerio de Asuntos Exteriores ahora que el asunto estaba más o menos caliente. Leticia, desafiante, me dijo que no era necesario hablar a escondidas —dejándome en evidencia delante del doctor— y que lo que tuviera que decirle se lo dijera ante él.
En ese preciso momento, la actitud de Leticia la sentí como una traición. Pero sus palabras fueron aún peor.
«Mira, Javier, me tienes hasta los cojones. Voy a hacer lo que me dé la gana. Sé que has sido mis manos y mis pies en esta historia, pero para mí lo más importante sigue siendo mi hija, que es con quien quiero y con quien deseo estar. Te estoy muy agradecida por todo, pero voy a hacer lo que yo quiera. ¿Que te has gastado quince millones de pesetas en los viajes y en los hoteles? Pues muy bien. ¡¡Y a mí qué me importa!! ¡¡A mí lo que me importa ahora es mi hija!!».
Leticia tenía la especial habilidad de mostrar todo su individualismo y sus malas formas en los momentos más inesperados e inoportunos, sin importarle quién estuviera delante ni el lugar donde se encontrara. La discreción nunca fue su fuerte, o al menos así lo estaba demostrando. Y lo peor de todo es que su estado de ansiedad y angustia, en su lógico afán obsesivo de recuperar a su hija, le impedían actuar con moderación.
Pasaron los días prometidos de espera y no volvimos a tener la más mínima noticia ni del familiar del doctor ni de la milicia ni del abogado de la milicia ni de nadie. De Ojeda, el cónsul español, no volvió a interesarse por nosotros ni por nuestra existencia, y el doctor, como si nada hubiera pasado, siguió insistiendo con toda naturalidad en que todo estaba a punto de solucionarse y que debíamos continuar en Kuwait. Cuando decidí que nos marchábamos al día siguiente, el doctor nos comunicó que también se volvía. Al fin y al cabo, tenía el billete pagado por nosotros. Eso facilitó que Leticia cejase en su empeño de quedarse. Todos juntos regresamos a Madrid como habíamos venido: sin Sara.
El viaje de vuelta sabía a fracaso, a derrota y a engaño. Leticia se sentía nuevamente herida en su orgullo. No podía soportar esa sensación amarga de humillación al volver a España sin su hija por segunda vez. Comenzó a llorar antes de montarnos en el avión en Kuwait y voló hasta Ámsterdam sin dirigirnos la palabra ni al doctor ni al cámara ni a mí. No probó bocado a pesar de las delicatessen de la clase business. Desde la capital holandesa tomamos un nuevo vuelo hasta Barajas, donde Leticia, sin interrumpir un desesperado llanto que no tenía fin, se fundió en un cálido e intenso abrazo con sus hijos Laura y Carlos, que estaban esperándonos a la llegada en el aeropuerto de Barajas. El dolor del momento se mezcló con la sorpresa, cuando vi venir a mi hijo Hugo caminando, él solo, sin ayuda, hacia mí con los brazos abiertos, mientras jaleaban sus pasos Omayra y Sergio, mis otros dos hijos. Cuando le despedí un mes antes, aún no andaba. Me había perdido los primeros pasos de mi hijo pequeño. Pero además regresábamos nuevamente sin haber rescatado a Sara.