Apenas quedaba una semana para que se iniciara el ramadán. Continuar nuestra estancia en Kuwait durante el mes de ayuno musulmán podía complicar nuestra existencia allí. El pequeño emirato es uno de los más conservadores del golfo Pérsico. El alcohol estaba terminantemente prohibido en todos los lugares y el noventa por ciento de las mujeres lleva el rostro tapado. Esto, indudablemente, no generaba ningún tipo de problema, pero la prohibición de fumar, con la tensión que vivíamos a diario, y no poder tomar agua durante el día, cuando la temperatura raramente bajaba de los 50°, podía convertir nuestra estancia en un auténtico martirio. Una mañana recibimos una llamada del programa de Ana Rosa, de Telecinco. Querían conectar con Kuwait para entrevistar a Leticia y que contara cómo iba el viaje y las posibilidades que había de rescatar a la niña. Quedamos en que al día siguiente nos desplazaríamos al lugar convenido, un centro emisor de televisión vía satélite, para realizar la entrevista.
Sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente nos fuimos Leticia, Alfonso y yo. Llegamos al estudio con bastante tiempo de antelación sobre el horario previsto. Una hora antes de la conexión, recibí una llamada del doctor. Le dije que nos estábamos preparando para realizar la entrevista, algo que le causó cierta sorpresa porque no se lo hubiera comunicado antes y quedamos en vernos cuando volviéramos al hotel. No habían pasado ni diez minutos cuando recibí una nueva llamada de Khaled.
—Javier, te llamo porque hay novedades importantes. Me acaban de comunicar que acaba de salir un escuadrón de la milicia a buscar a Abbas y a rescatar a la niña. Les tienen localizados en casa y esta tarde a primera hora es posible que nos tengamos que desplazar hasta la frontera para recoger a la niña.
—¿Estás seguro, doctor? ¿No será nuevamente otra falsa alarma? ¿Estás absolutamente seguro de que es así? —le pregunté con insistencia, antes de transmitírselo a Leticia.
—Te doy mi palabra de que es verdad, Javier. Al parecer, el tribunal islámico de la milicia ha dictado una fatua que dice que la niña debe estar con su madre, y ya van a por ella y a por el padre.
La fatua a la que se refería el doctor era un pronunciamiento legal de un tribunal islámico, en este caso vinculado a la milicia chiita, emitido por un especialista en la ley musulmana sobre una cuestión específica. En esta ocasión, habría tenido que analizar si la niña debía continuar con su padre o había que devolverla a la madre.
Alfonso, el cámara que se encontraba a mi lado, se dio cuenta de que algo estaba pasando cuando notó que se me empezaba a quebrar la voz por la emoción y empezó a grabarme la conversación. Leticia ya estaba sentada en el set de la entrevista, esperando a que yo me sentara a su lado. Llegué eufórico y le conté, absolutamente emocionado, que el rescate era inminente. Que si era verdad lo que me había contado el doctor, Sara estaba a punto de ser liberada. Leticia se abrazó a mí antes de que pudiera acabar la frase y juntos permanecimos abrazados y llorando de emoción durante un buen rato, para acabar dando saltos de alegría, pensando que definitivamente había llegado el esperado momento de la liberación de Sara.
El operario kuwaití del estudio de televisión contemplaba la escena sin entender nada de lo que hablábamos ni mucho menos por qué llorábamos con tanta excitación. La ilusión y la alegría eran tan intensas, nos encontrábamos tan cerca del momento más esperado que de pronto comenzamos a temer que todo volviera a fallar. Le pedí a Leticia que no dijéramos nada durante la entrevista que nos iban a realizar. En cuanto Sara estuviera con nosotros, ya llamaríamos a todo el mundo para contarlo. Como aún quedaba tiempo para la entrevista, tratamos de relajarnos y, con agua fría, intentamos quitarnos el tono enrojecido de nuestros ojos, que delataba el llanto y la conmoción vividos unos minutos antes. Cosa que, al menos yo, no conseguí del todo, porque Montse, mi mujer, en cuanto acabé la entrevista, me llamó y me preguntó por qué había llorado.
Una vez acabada la entrevista, nos fuimos corriendo para el hotel por si había que salir hacia la frontera, tal y como anunciaba el doctor. Lo primero que quiso saber cuando le llamé es si había contado en la tele que Sara estaba a punto de ser liberada. Cuando le dije que no, que preferíamos dosificar la información hasta que Sara estuviera con nosotros, se mostró ciertamente contrariado. Ante mi lógico empeño por llevar el tema hacia lo que podía estar sucediendo en Basora, y saber si la patrulla miliciana había detenido ya a Abbas, el doctor se mostró indiferente.
—Estoy esperando a que me llamen —contestó fríamente, en contraposición al entusiasmo mostrado cuando me comunicó que Abbas iba a ser detenido.
Habían pasado casi tres horas desde el momento en que Khaled me había comunicado que la patrulla había salido rumbo a la casa de Abbas. Si esto era cierto, ya había transcurrido tiempo suficiente para que la patrulla hubiera llegado a la casa y las supuestas fuentes del doctor debían tener ya conocimiento de lo que estaba pasando. Su indiferencia me hizo sospechar que algo no iba bien. Que aquello, nuevamente, era la decepción del día, pero no sé por qué extraña razón ese día quise confiar en el doctor. Preferí silenciar mis temores, para no estropear la felicidad que respiraba Leticia. Aunque creo que ella también comenzaba a dudar. El doctor, que comía casi todos los días con nosotros, no vino ese mediodía, precisamente cuando cabía la posibilidad de tener que ir a recoger a la niña, según sus propias palabras. Para rematar mis ya acentuadas dudas, me llamó y me dijo que la princesa Al Sabah había llamado para invitarnos esa misma tarde a dar un paseo por la ciudad. Me extrañó que él mismo no tuviera argumentos para declinar la invitación y nos llamara para preguntarnos qué queríamos hacer.
—Pues obviamente, doctor, esta tarde, según tus informaciones, deberíamos esperar acontecimientos y saber qué ha pasado con la niña en Basora. En teoría ya debería estar liberada —le dije sarcásticamente—. No nos vamos a ir de paseo con la princesa, precisamente esta tarde. Aunque, desgraciadamente, creo que vamos a tener demasiadas tardes para pasear —volví a ironizar, aunque esta vez no me entendió bien la frase.
La tarde pasó y no supimos nada de Basora hasta última hora. El doctor nos llamó y nos dijo que la patrulla enviada había llegado a casa de Abbas, pero, nuevamente y por enésima vez, no había nadie. Sin entrar a indagar ni analizar el tema ni mucho menos decir lo que pensaba, me di por enterado, me despedí del doctor y colgué el teléfono. Mi indignación no tenía límites. Leticia escuchaba mi letanía de disparates lanzados en todas las direcciones: en contra del doctor, de la milicia, de la policía iraquí y de todo lo que nos separaba de Sara. Ella ni se inmutó.
—Habrá que esperar entonces —se limitó a comentar.
—Es que no se puede esperar más, Leticia —le contesté visiblemente molesto—. Esta gentuza nos engaña un día tras otro y la niña no aparece. Creo que debemos irnos de aquí ya, porque además, llevamos muchísimo dinero gastado para seguir esperando inútilmente.
—Pues si te tienes que ir, vete. Ya me buscaré la vida como sea, pero yo sigo confiando en el doctor.
La respuesta no podía ser más inoportuna ni más inadecuada en el tiempo, por no decir desafiante e insolente. Las posibilidades reales de buscarse la vida eran más bien escasas, si apenas contaba en su bolsillo con cien euros y una tarjeta de crédito caducada. La confianza depositada en el doctor me parecía más un deseo incontrolado de continuar su estancia en Kuwait que de querer tomar una decisión lógica. Leticia estaba totalmente hechizada con la idea de recuperar a su hija y su conducta se iba complicando por momentos.
Pero lo que realmente me parecía indignante era la actitud del doctor. ¿Qué pretendía al decirnos que la patrulla había salido a realizar el rescate, apenas media hora antes de que fuéramos a intervenir en un programa de televisión en directo? ¿Qué buscaba pretendiendo que pusiéramos en vilo y en alerta a medio país, anunciando una liberación que no se iba a producir? ¿Cómo era capaz de jugar con los sentimientos de una madre rota de dolor, ilusionándola por la mañana y destruyendo sus sueños por la tarde, un día tras otro? ¿O por el contrario, eran sus informadores los que le engañaban a él? Khaled, a pesar de vivir en España, mantenía un estatus importante en su Basora natal. Millonario hombre de negocios, influyente como editor de su periódico y líder de una tribu multitudinaria. Estaba bien relacionado con el poder emergente, pero era odiado a muerte por un amplio sector de los seguidores de la milicia de Al Mahdi. Otros, quizá estómagos agradecidos, preferían guardarle fidelidad aunque les fuera la vida en ello, por si algún día volvía la estabilidad al país y cambiaban los aires.
A veces, analizando todas las informaciones que venían de Basora, pensaba que tal vez las órdenes de llevar a cabo el rescate realmente se tomaban, pero quizá el mismo que las daba llamaba a Abbas y le decía que escapara hasta nuevo aviso. Así todos cumplían sus cometidos. La orden era de detención y no de búsqueda, por lo tanto, si los enviados para ejecutarla llegaban a la casa de Abbas y él no estaba, no tenían obligación de hacer nada más. Esta era la conclusión a la que yo llegaba de lo que debía de estar pasando en Basora, recordando las palabras de Riosalido, el embajador español en Kuwait.
«Mire usted, cuando yo era embajador en Jordania, quisimos resolver un caso similar a este y fue imposible por la actuación policial —me contó un día el diplomático—. La policía, con la orden internacional de detención en la mano, iba a por el individuo a la dirección indicada en el documento, pero este se había trasladado a vivir con un familiar a una casa situada a cien metros de distancia. Los policías lo sabían, pero la orden decía que tenían que detenerlo en esa casa, y no en otra, aunque estuviera cien metros más abajo. Esta especie de solidaridad árabe, para no ejecutar las órdenes de países que no lo son, es, desgraciadamente, muy habitual».