XIII

Los días seguían pasando en el Sheraton. La pequeña piscina del hotel, con el agua a 35° de temperatura, era un lugar de distensión para Leticia, el cámara y yo. A Antón le invité a volverse a Madrid, al ver que su papel allí se limitaba a generar gastos. Para Antón, su segundo viaje a Kuwait supuso también la segunda vez que salía de España. Todo su quehacer allí era coger los ciento cincuenta euros que le daba a diario el cajero automático del hotel y salir a la calle a comprar zapatos, vestidos y piezas de tela para su esposa, pensando que engañaba a los comerciantes por los descuentos que le hacían. En su equipaje de vuelta llevaba más de treinta pares de zapatos, casi cuarenta vestidos y medio centenar de retales, comprados por el triple de su valor, y solo utilizables en carnaval. Su vuelta a Madrid supuso un enorme ahorro para el presupuesto del viaje, pero mucho más para su bolsillo particular.

Una tarde que esperábamos la visita del doctor tomando el té reglamentario en el hall del hotel, apareció una señora de buen aspecto, próxima a los cincuenta, llamada Carmina, que se identificó como funcionaria interina de la embajada española. Se presentó interesándose por conocer a Leticia y a los españoles que la acompañábamos. Lo que parecía inicialmente una visita de cortesía y solidaridad, pronto empezó a tomar una forma esperpéntica en las formas de este singular personaje. Leticia, con el rostro serio como es habitual en ella, empezó a contarle a la recién llegada su largo peregrinar en la búsqueda de su hija. Súbitamente, Carmina interrumpió a Leticia y le dijo:

—Cambia esa cara, mujer, que todo se arreglará cuando Iraq cambie.

Todos los presentes nos quedamos un poco extrañados por el inoportuno y desafortunado comentario, pensando que la frase era un hecho puntual, que ella ignoraba la situación real de Iraq. Leticia, asombrada, se quedó callada para no contestarle lo que estaba pensando.

—Bueno, ¿y quién es el de la tele? —añadió Carmina, en el mismo tono festivo e inconveniente con el que acababa de hablar y cortar a Leticia. Me identifiqué, diciéndole que trabajaba en Telecinco—. Pero tú no eres famoso, ¿no?

Ciertamente molesto por el tono y por lo que consideraba una falta de respeto hacia Leticia y por la frivolidad de sus preguntas, traté de explicarle que el noventa por ciento de los periodistas que trabajamos en la televisión no somos famosos porque trabajamos detrás de las cámaras.

—Y yo que venía a ver a un famoso de la tele. ¡Vaya chasco! Es que cuando voy a España me encanta ver Telecinco y no me pierdo «el Tomate».

No podíamos creer lo que estábamos oyendo. La señora vino acompañada por su marido kuwaití, que se incorporó minutos más tarde a la reunión. Lo primero que confesó en un alarde de sensibilidad es que le gustaba mucho jugar al mus cuando iba a Asturias con su señora. Esta continuó un monólogo de banalidades, incluyendo frases de exaltación al ejército americano, a pesar de ser ignorada por todos los contertulios de la mesa allí presentes. Su atrevimiento rozó todos los límites de lo aceptable cuando se atrevió a opinar sobre la muerte de José Couso, mi compañero, el reportero de Telecinco asesinado por un sargento americano en el hotel Palestine de Bagdad.

—Eso fue un accidente. No creo que el militar tuviera intención de matarle. Son las cosas de la guerra —soltó, y se quedó tan fresca.

Alfonso, molesto por la barbaridad, le recriminó sus palabras, pero yo fui mucho más directo, viendo que Leticia empezaba a descomponerse.

—Mire, señora, no estamos aquí por gusto ni para escuchar las cosas que está usted diciendo. Le rogaría que pusiera fin a esta visita, que muy amablemente le agradecemos —le dije en un alarde de impertinencia y mala educación, tratando de poner punto final a la situación y de evitar males o palabras mayores.

Como si el tema no fuera con ella, y sin contestar, volvió su mirada hacia Leticia y le preguntó:

—¿En qué te puedo ayudar, Leticia? ¿Quieres que te lleve un día a la playa?

Leticia, mirándola fijamente, le contestó:

—Pero ¿tú te crees que lo que yo necesito es ir a la playa? Estamos apañados —añadió mirándome con ironía y buscando mi complicidad, dirigiéndole un gesto de reproche a la funcionaria, afortunadamente temporal, de la embajada.

—¡Mujer, es para que te distraigas! ¡Y no te preocupes, Leticia, que hay muchos casos como el tuyo! —remató para finalizar su sarta de inconveniencias.

El silencio y las miradas casi amenazantes pusieron punto final al encuentro.

—Disculpad si he dicho algo que os haya podido molestar, pero es que yo soy así. Siempre digo lo que pienso.

—Quizá ese es el problema, que piensa lo que dice —susurré, harto del momento, compadeciendo a los compatriotas que tuvieran que ponerse en sus manos, cuando tuvieran que solucionar algo serio en la embajada española. ¡Menos mal que era interina!