En Madrid, Clara Isabel Cordero, la abogada de Leticia, una joven y guapa profesora universitaria experta en Derecho Internacional, se apresuraba a ir al juzgado que llevaba el asunto de la sustracción de Sara. Intentaba por todos los medios que el juez instructor modificara el auto judicial de detención del padre e incluyera la captura y entrega de la niña. Si el tema ya era complejo en sí, la ausencia por vacaciones del titular del juzgado complicaba aún más el asunto. No obstante, la hábil diligencia de Clara enterneció el corazón de la jueza sustituta, que modificó con urgencia el auto judicial —solo tardó cuatro días— e Interpol pudo emitir así una orden complementaria a la de captura de Abbas. En ella se incluía por fin el rescate de la niña y las circunstancias en las que el padre la había secuestrado y llevado ilegalmente a Iraq. Las órdenes de busca y captura internacional de padre e hija fueron enviadas a la embajada española en Kuwait, y desde allí, Kumar, el chófer hindú del doctor, las llevó a la frontera con Iraq. Allí se las entregó a otro emisario, que las hizo llegar hasta la policía de Basora. Esta vez, no tuve ninguna duda de que hubiera realizado el viaje.
Para el doctor, este era el documento definitivo para que Sara fuera rescatada. «Ahora solo hay que esperar», sugirió Khaled, porque la policía de Basora sería diligente en su función de ejecutar la orden de Interpol. Casualmente, y aunque hacía pocos días un juez había rechazado la ejecución ignorando la orden internacional, en las primeras páginas de todos los periódicos de Oriente Medio, aparecía una singular noticia:
«El gobierno de Iraq solicita a través de Interpol la detención de una hermana de Sadam Husein, que reside en Jordania».
Esto abría una puerta a la esperanza, pensando que el gobierno de Nuri al Maliki, entonces primer ministro iraquí, sería respetuoso con los tratados internacionales de colaboración policial. Si eran capaces de solicitar una detención a un país extranjero, deberían ser capaces de ejecutarla en el suyo.
A partir del tercer día de nuestra estancia en Kuwait, el cónsul Gonzalo de Ojeda no volvió a contactar con nosotros, disculpando su ausencia por estar ocupado haciendo la mudanza. Cuando le preguntamos si había vuelto a hablar con el cónsul americano, ignoró el tema y me pidió que a partir de ese momento, si teníamos que contactar con él, fuera a través de fax. No volvimos a hacerlo.
La orden de Interpol llegó al director de la policía de Basora, al que el doctor llamaba «su primo». Se esperaba que la detención fuera nuevamente al día siguiente. Y pasamos el día entero pendientes de las noticias allende la frontera. La detención sería por la mañana temprano. Al parecer, Abbas estaba controlado y se sabía que estaba en casa. Por la tarde, el doctor nos volvió a contar la triste noticia diaria, que deshacía todas las ilusiones acumuladas un día más.
«Me dice mi primo que los policías no obedecen. Se niegan a ir a detener a Abbas, porque o bien son colaboradores de la milicia, o tienen miedo a las represalias que podrían sufrir».
Las razones que frustraban el rescate de la niña, día a día, iban creciendo en lo absurdo de sus planteamientos. Era increíble pensar que un jefe de policía no tuviera autoridad sobre, al menos, un número de agentes, del total de cinco mil hombres que tenía a sus órdenes. De nuevo me preguntaba por qué nos mentía el doctor, o si era él el engañado y nos transmitía fielmente lo que le decían.
A los pocos días empecé a desconfiar plenamente del doctor, cuando supe de buenas fuentes diplomáticas que el director de la policía de Basora, el hipotético primo del doctor, había sufrido un intento de linchamiento y tuvo que refugiarse en el consulado británico. Le pregunté durante los días siguientes al doctor si había noticias de su primo, pero no supo contestarme nada acerca del ataque sufrido. Lo desconocía. A partir de ese momento, comencé a pensar que el doctor no conocía al director de la policía, que ni mucho menos era su primo y que tal vez sus fuentes le estaban engañando descaradamente. Incluso llegué a dudar de que Khaled realmente hablase con Basora desde Kuwait, y todo lo hiciese para justificar el billete de ida y vuelta, en clase business, que le habíamos pagado. Sin embargo y a pesar de todo, algo me decía que el doctor quería ayudar, pero ni podía ni sabía cómo hacerlo.
Esa misma tarde, Leticia volvió a llamar al teléfono de Abbas. Ese teléfono que nunca contestaba, pero con el que había conseguido hablar hacía pocos días con su hija. Después de varias llamadas, finalmente contestó Alí, el hijo mayor de Abbas. Al oír la voz de Leticia, Alí solo dijo tres palabras:
—¡Abbas… Sara… Kerbala…, Kerbala! —remató subiendo el tono de voz.
—Se han ido a Kerbala, Javier. Abbas se ha llevado a la niña a Kerbala —me dijo Leticia con cara de desesperación, según se despedía de Alí, en una conversación imposible.
La desesperación de Leticia estaba totalmente justificada. Kerbala era un lugar santo, de peregrinación, lo que le convertía, tal y como estaba la situación en Iraq, en un lugar altamente peligroso. Los terroristas utilizaban los lugares de peregrinación y las grandes aglomeraciones para atentar contra la multitud. Para los chiitas, después de la Meca y la Medina, Kerbala es el lugar considerado más santo. Allí llegan a reunirse varios millones de personas, venidos de todo el mundo musulmán, el día de la fiesta principal. Aunque la fecha es oscilante, según el calendario lunar, durante el verano se conmemora el nacimiento de Mohamed al Mahdi, el último imán que murió en el siglo XIX y cuyo nombre fue tomado para bautizar a la milicia chiita. Kerbala llevaba siendo objetivo de acciones terroristas desde hacía varios años y esto incrementaba el riesgo a la hora de visitar la ciudad, por muchas medidas de seguridad que tomara el gobierno iraquí. Por supuesto, no era el sitio más adecuado para viajar con niños, por muy comprometido que se esté con el islam.
Ese año, el primer ministro iraquí Maliki decidió visitar Kerbala. La visita tenía un doble fin. Como buen chiita, acudir al santuario en una fecha religiosa tan señalada, y como político, dar una buena imagen para hacerse la foto en olor de multitudes. El anuncio de esta visita oficial provocó la ira del clérigo Muqtada al Sadr, líder espiritual y máximo dirigente de las milicias de Al Mahdi, que estaban siendo perseguidas y tratando de ser desmanteladas desde el gobierno constitucional presidido por Maliki. El clérigo terrorista, refugiado en Irán, consideró la visita del primer ministro a la ciudad santa, cuna del chiismo, una provocación y envió a sus huestes a reventar la visita oficial, a pesar de haber un acuerdo de alto el fuego por parte de la milicia. La ciudad, que estaba prácticamente tomada por el ejército y la policía iraquí para evitar cualquier incidente, recibió a la vez cientos de miles de fieles, entre los que se infiltraron un gran número de milicianos fuertemente armados.
El resultado oficial de los incidentes fue de 52 muertos y casi trescientos heridos, resultado del enfrentamiento entre la milicia y las fuerzas del orden público. Estas cifran fueron las oficiales dadas por el gobierno, pero los conocedores del lugar decían que el número de muertos se aproximaba a los trescientos. La mayoría policías y militares, y casi un millar de heridos entre la población civil.
Los enfrentamientos entre el ejército del poder constituido legal y democráticamente, y las milicias de los seguidores de Muqtada al Sadr llegaron al momento crucial. Desde Irán, cuna y refugio del líder terrorista, Muqtada lanzó una propuesta de alto el fuego temporal a toda la militancia, lo que no impidió que se siguieran sucediendo atentados en Bagdad y en Basora, originados por pequeños grupúsculos que no querían entender de treguas.
La excursión de Abbas con Sara y sus familiares duró muy poco. Después de un largo viaje en autobús, en apenas veinticuatro horas en Kerbala pudieron presenciar muy de cerca los graves incidentes.
«Veía a mucha gente correr. Mujeres con niños en brazos. A hombres con la pistola en la mano y mucho ruido de explosiones y tiros. Yo los había oído en Basora, pero allí era mucho más grande, con mucho más ruido. Sentía mucho miedo y le dije a mi padre que si nos podíamos ir de allí», me narró Sara, recordando su primera peregrinación a Kerbala, que no fue la última, a pesar del peligro que suponía para una niña de nueve años.
A las pocas horas, y cuando los incidentes aflojaron su intensidad, todo el grupo volvió al autobús y regresaron a Basora. Abbas pretendía que su viaje a Kerbala pusiera distancia al conflicto que estaba provocando la proximidad de Leticia a Basora, por lo que decidió ir con Sara hasta la casa de su hermana Zeinab, para esperar acontecimientos desde un lugar más seguro.