En Basora, en la calle Shara Madrase, del barrio de la Kabla, donde vivía Sara y toda su familia paterna, se habían vuelto a disparar todas las alarmas. Hacía una semana que Sara había intentado hablar con su madre, pero el llanto de la emoción y los nervios se lo habían impedido.
Todo empezó cuando dos días antes, «un señor muy bien vestido, con túnica, y en un coche muy bonito, llegó a casa con tres hombres más y estuvo hablando con papá». Abbas recibió esta vez la visita de un jefe de la milicia de Al Mahdi, perteneciente a la tribu Almanshadi, la del doctor. Su visita no obedecía más que al intento de encontrar una solución favorable para entregar a la niña a cambio de ofrecerle una buena recompensa. Abbas volvió a hablar con su hermano, pero esta vez Hazen, el también miliciano, no quiso entrar frontalmente a contradecir a un superior jerárquico, pero obligó a Abbas a que permitiese hablar a la niña con su madre.
—Mira, Sara, tu madre nos está enviando aquí a policías, y a gente muy mala, que quieren meterme a mí en la cárcel porque tú estás conmigo. Para que se quede tranquila, la vamos a llamar por teléfono.
—¿Y podré hablar yo sola con ella? —preguntó inocentemente Sara.
—Sí, podrás hablar tú sola con ella, pero tienes que decirle que tú no te quieres ir. Que te gusta mucho vivir aquí, y que si quiere verte, que venga ella porque nosotros no podemos ir. ¿Se lo vas a decir así? —le dijo Abbas a Sara.
Sara asintió con la cabeza poco convencida. Lo que le había dicho su padre que dijera era justamente lo que no quería decir a su madre.
Abbas al día siguiente encendió el teléfono. Lo hizo después de comer y esperó durante varias horas a que llamara Leticia. Sara no dejaba de darle vueltas a las palabras que le había dicho su padre que tenía que decir. No quería mentir a su madre. Lo que más deseaba en el mundo era estar con ella, pero ¿cómo explicárselo a su padre, con lo enfadado que estaba últimamente?
Cuando sonó el teléfono, un escalofrío recorrió todo el cuerpo aún infantil de Sara. Había llegado el momento, pero los nervios le jugaron una mala pasada. La niña comenzó a llorar de emoción cuando escuchó la voz de su madre y fue incapaz de pronunciar una sola palabra. Cuando el padre le quitó el teléfono, estalló en llanto y huyó corriendo hacia el fondo de la casa a cobijarse en los brazos de su abuela, que, aunque a distancia, no perdía detalle de la escena. A partir de ese momento, los más insospechados temores volvieron a rondar en las mentes de toda la familia de Abbas. Nuevamente, cada vez que veían a alguien extraño por la calle, volvían a esconder a Sara, que no acababa de comprender el motivo real de su escondite.
El sufrimiento de no estar con su madre, vivir una vida tan distinta a la vivida hasta que llegó a Basora y el miedo que sentía cuando escuchaba las explosiones de los bombardeos o los disparos próximos estaban mermando la infancia de Sara. Algunas veces le daba por pensar que su padre, realmente, había hecho algo malo. Algo que a los que lo hacían, los mandaban a la cárcel. Posiblemente, haberla engañado llevándola allí no debía ser muy bueno. Si no, ¿por qué tenía que esconderse tantas veces?
Abbas se sentía otra vez con el agua al cuello. Por su hermano sabía que un juez había desautorizado su detención, pero también que la presión del jefe miliciano, amigo del doctor, sobre mandos policiales y militares podía tener consecuencias imprevisibles. Le habían ofrecido dinero para que colaborase. No mucho, pero a él le podía permitir vivir unos cuantos años, al ritmo de vida iraquí. Pero Abbas no estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a vender a su hija. Como venganza por las acusaciones de pedofilia, condenaba a Leticia a no volver a ver nunca más a su hija.
«Sara, ¿quieres que nos vayamos a hacer una excursión, a un lugar donde hay una gran fiesta? —le preguntó Abbas a su hija, con tono de querer sorprenderla—. Nos vamos a ir a Kerbala, mañana o pasado mañana, con tus primos y con el tío Hazen».
Durante esos días se celebraba en Kerbala, lugar santo de peregrinación, próximo a Bagdad, una de las fiestas religiosas más importantes del islamismo. Cientos de miles de fieles de todo el país se reúnen en esa ciudad para conmemorar el nacimiento del duodécimo imán Mohamed al Mahdi, una especie de mesías venerado y reverenciado por los chiitas.