El encuentro con mi mujer y mis hijos tuvo un sabor muy especial. Era la primera vez que me separaba tanto tiempo de ellos y no pudimos ocultar la alegría que sentíamos al reencontrarnos. La escena contrastaba con el dolor que Leticia compartía con sus hijos abrazada a ellos. Pero la vida, desgraciada o afortunadamente, está hecha de contrastes.
El regreso a Madrid, después del intento fallido de rescate de Sara, puso un pequeño paréntesis en mi relación con Leticia. Necesitaba alejarme del tema para intentar verlo desde otra perspectiva. Aunque mi pensamiento no se alejaba de Basora ni de Sara. De hecho, me mantuve en contacto con el cónsul en Damasco, por si había noticias. Y, por supuesto, seguía durmiendo con el teléfono móvil en la mesilla de noche.
No había pasado ni un mes de nuestro regreso cuando recibí una llamada del doctor. Me encontraba pasando unos días de vacaciones en la playa con mi familia. Khaled también había regresado a España, pero mantenía línea caliente con Basora, como siempre. Me informó de que habían descubierto que Abbas no se había ido a Siria. Ni siquiera se había casado. Todo era mentira. Abbas seguía viviendo donde siempre, con su madre, con sus hijos y con sus hermanos. Todo era una patraña que se habían montado para despistar.
—Y nosotros, desde luego, nos lo habíamos tragado —le dije al doctor con rabia e ironía.
—Pero ahora es distinto. Hemos contactado con él y está dispuesto a entregar a la niña —me aseguró el doctor.
—¿Y cómo podemos saber que esta vez es verdad?
—Porque Abbas va a llamar a Leticia por teléfono esta misma tarde, para que hable con la niña y para que le diga cuándo tiene que ir a la frontera para entregarle a Sara.
Las palabras de Khaled empezaban a sonar a música celestial. Pero eran demasiado bonitas para que fueran verdad.
—¿Qué ha pasado, doctor, para que haya cambiado tanto la historia? —le pregunté curiosamente.
—No preguntes tanto por ahora. Solo vete preparando un nuevo viaje para Kuwait, que esta vez volvemos con la niña.
Obviamente, iba a preparar el viaje, pero no saldríamos hasta que Leticia no hablase con su hija y con Abbas y pudiéramos comprobar que era cierto lo que nos contaba Khaled.
Leticia, que estaba somnolienta tomando el sol en la piscina cuando recibió mi llamada, tardó un rato en reaccionar cuando le conté la conversación con el doctor.
—¿Que no se ha casado y que sigue allí, en esa casa…? Pues claro, ¿a dónde iba a ir este desgraciado? —dijo llena de indiferencia—. ¡A ver si te has creído tú que yo me tragué esa milonga! —remató con esa absoluta suficiencia que a veces me sacaba de quicio.
No le quise recordar en ese momento que, a espaldas de todos, Leticia le pidió dinero prestado al doctor en Kuwait para intentar viajar a Siria por su cuenta, si finalmente no íbamos todo el grupo. El doctor me lo dijo, pero juntos acordamos que no le íbamos a hacer ningún bien dejándola marchar sola a Damasco, y le ahorrábamos un endeudamiento difícil de pagar, pero más difícil de cobrar. No había tiempo para polemizar y ya íbamos conociendo el auténtico y único objetivo de Leticia. Excepto su hija, nada ni nadie le importaba en ese momento.
Le dije que Abbas la llamaría y que intentaría estar en su casa antes de la llamada, pero estaba a seis horas de viaje. Llamé a Alfonso, el operador de cámara, y le dije que fuera a casa de Leticia y grabara la conversación. Leticia estuvo esperando toda la tarde la llamada de Abbas, pero el teléfono no sonaba. Empalmaba un cigarrillo con otro, pensando qué le iba a decir a su hija si es que podía hablar con ella. ¿Se pondría Abbas?, se preguntaba. Al final, su desesperación hizo que fuera ella quien marcara el número que llevaba un año sin contestar. Esta vez, sí hubo respuesta.
—Hola, Leticia, te paso a la niña… —contestó Abbas, escueto pero amable, como esperando la llamada. A Leticia no le dio tiempo a reaccionar.
—Hola, mamá —se escuchó al otro lado un hilo de voz infantil, apenas audible.
—Hola, mi amor. Hola, Sara, ¿cómo estás, cariño? ¿Me oyes bien, mi amor? ¿Cómo te encuentras? —Leticia, nerviosa, preguntaba y preguntaba, pero no obtenía respuesta. Solo podía escuchar el llanto de Sara, sin poder articular palabra.
—Si vas a hacer llorar a la niña cada vez que hables con ella, será mejor que no habléis —escupió cínicamente Abbas, quitándole a la niña el teléfono. Leticia se quedó sin respiración.
—¡Alí, por favor, yo no hago llorar a la niña! ¡Es que está emocionada, como yo! —le dijo Leticia, sin entender el porqué de la reacción y la crueldad de las palabras de Abbas Alí.
La conversación fue dura y difícil por momentos. Él no tenía ningún interés en hablar porque estaba siendo obligado a ello. Leticia, por su parte, tampoco escuchaba de boca de Abbas lo que le habíamos dicho que le diría.
—Bueno, Alí, voy para allá en unos días. ¿Vas a venir a buscarme a la frontera con la niña? ¿Voy a poder pasar unos días con Sara? —le preguntaba con la esperanza de notar un gesto de amabilidad, pero Abbas contestaba vagamente.
—Tú puedes venir cuando quieras a ver a la niña. Si te traen hasta aquí, te esperaré en casa. Pero no puedo ir a ningún sitio con ella, no tengo coche —contestó, deseando finalizar la conversación.
Leticia no sabía a qué conclusión llegar ni lo que se encontraría allí cuando llegara. No le importaba, estaba dispuesta a ir. El doctor seguía insistiendo en que Abbas iba a ser obligado a entregar a la niña, que no se fiara de sus palabras. De cualquier forma, aquello era un importante avance. Leticia había conseguido hablar con su hija, casi un año después del secuestro, y aunque equívocamente, hacía apenas un mes la daba por perdida.
Nuevamente mis jefes en Telecinco apoyaron y permitieron la financiación del nuevo intento de rescate. Cuarenta y ocho horas más tarde salíamos todo el grupo rumbo a Kuwait, vía Ámsterdam. Esta vez el doctor viajaba a gastos pagados. Si todo salía bien, en menos de cien horas podíamos estar de vuelta con la niña.
Aunque llegamos de noche, Kuwait nos recibió con 48° de temperatura a mediados del mes de agosto. El doctor nos recalcó la importancia de que la embajada española tuviera conocimiento de todo y la necesidad de que nos acompañaran a la frontera a recoger a la niña.
A las ocho y media de la mañana tomamos nuevamente posesión de nuestro rincón habitual del Sheraton, después de recibir los saludos del personal del hotel, que recordaba nuestra estancia anterior y la causa que nos llevaba nuevamente allí. Kuwait, desde luego, no es un lugar de veraneo y mucho menos en el mes de agosto. Desde allí empezamos a llamar al teléfono de urgencias de la embajada y contestó Gonzalo de Ojeda, el nuevo cónsul recién incorporado a la embajada. Sin interesarse por el motivo, nos recordó que era día festivo, que estaba desayunando con el embajador y que si era posible demorar el asunto hasta después del fin de semana. Pedimos hablar con el embajador Riosalido. Se limitó a decir que su trabajo era justo ese, solucionar estos problemas en nombre del embajador para evitar molestarle. Vista la disposición del diplomático, le instamos a que contara el asunto al embajador, sabiendo que Riosalido ya lo conocía después de nuestro encuentro anterior, y que nos llamara con una respuesta. La llamada no se hizo esperar y nos citó dos horas más tarde en la embajada. Riosalido sabía lo testarudos que podíamos llegar a ser.
Cuando llegamos, el cónsul, vestido desaliñadamente de sport, nos estaba esperando en la puerta. Riosalido no estaba. De Ojeda nos pidió que le contáramos todo el proceso desde que la niña desapareció de la casa. Cuando concluyó el relato, nos ofreció hacer un salvoconducto para que Sara pudiera viajar, con el fin de ir preparando su vuelta a España. De repente, el doctor Khaled, que se encontraba en el jardín de la embajada hablando por teléfono, me llamó y me dijo que tenía al otro lado del teléfono a Luis Bono, cónsul americano destinado en Basora. ¿Qué hacía el doctor hablando con el cónsul americano? Recordé entonces las palabras de Martínez, el amigo del doctor: «Ten en cuenta que Khaled es iraquí, pero es un hombre bien cuidado por la CIA». El doctor me preguntaba si el cónsul americano podía hablar con el cónsul español, a lo que este, después de mostrarse reticente, quizá sobrepasado por los elementos y las circunstancias, accedió a ponerse al teléfono, no muy convencido de lo que estaba haciendo.
El cónsul americano, por lo que pudimos oír gracias a la proximidad del teléfono y al riguroso silencio del momento, le expuso a nuestro cónsul que si el gobierno español solicitaba por escrito la ejecución de la orden de detención, ellos (los americanos) tenían gente de Interpol destacada en Basora y podían llevar a cabo la liberación de Sara. Gonzalo de Ojeda no sabía cómo solucionar el problema. La frialdad y la tirantez existente entre el gobierno español y el americano en aquel tiempo, a raíz de la salida de las tropas españolas de Iraq, no generaba el marco adecuado para tomar una decisión de este tipo.
«Por escrito no, señor Bono, yo le puedo dar la autorización verbal, pero siempre y cuando tenga tiempo para hablar con mis superiores. Así que yo le pido que hablemos mañana, para poder consensuar la decisión con más tranquilidad».
El cónsul restó importancia a la conversación con el cónsul americano, como si tuviera dudas de con quién había hablado realmente y qué eran capaces de hacer. En sus palabras dejaba entrever que ni los americanos ni nadie podían tomar a la niña, hija de un musulmán, en un país árabe y sacarla del país.
Gonzalo de Ojeda pasará a la historia de la diplomacia por haber sido el encargado de dar las campanadas de Nochevieja con una bandeja y un cucharón de plata, a petición del rey Juan Carlos, cuando este se vio obligado a hacer noche en Kuwait, procedente de un viaje a Afganistán para visitar a las tropas españolas. Pero, posiblemente, el señor De Ojeda no sea recordado por su colaboración espontánea para ayudar a rescatar a Sara Alí Moracho.
El doctor, por su parte, mantenía que la liberación era inminente, con americanos o sin americanos, y que sería la propia policía iraquí quien le entregase a Leticia su hija en la frontera. Con este planteamiento, quedamos en vernos a las ocho de la mañana en el hotel. Debíamos esperar la llamada de los informadores del doctor y salir rumbo a la frontera, a unos ciento ochenta kilómetros de distancia. El cónsul, ordenado por el embajador, se ofreció a acompañarnos y nos dijo que Riosalido había puesto su jaguar de uso particular, con matrícula del cuerpo diplomático, a nuestra disposición.
A las ocho de la mañana estábamos todos reunidos desayunando, en un ambiente de cordialidad y esperanza ante el que sería el día señalado para recuperar a Sara. El cónsul venía acompañado de Pepe, un entrañable gallego, jefe de visados de la embajada. El doctor se mostraba optimista y altanero, protagonista de la película que estaba a punto de comenzar. Leticia, en un desayuno interminable, intentaba saciar la ansiedad que le producía el momento.
—Me parece increíble pensar que en unas horas voy a volver a estar con mi hija.
—¿Qué es lo primero que piensas hacer cuando estés con ella? —le pregunté espontáneamente, esperando escuchar la descripción de una estampa llena de ternura y delicadeza.
—¿Lo primero que voy a hacer? ¡Darle un baño de tres horas, porque seguro que trae hasta piojos! —soltó Leticia con toda espontaneidad, ejerciendo de madre en toda la extensión de la palabra.
Las horas fueron pasando y los dos teléfonos del doctor sonaban pero no con la llamada esperada. Cuando el doctor hablaba en español, nadie ponía interés en la conversación porque imaginábamos que la llamada procedía de España. Cuando hablaba en árabe, se hacía un silencio a su alrededor, sospechando que había noticias de Iraq. Todos tratábamos de entender una conversación en un idioma que ninguno conocíamos.
La tardanza en recibir noticias me puso en alerta. El doctor me dijo que el padre iba a entregar a la niña. Si no lo hacía voluntariamente, iba a ser obligado. Pero, por el momento, no ocurría ni una cosa ni otra. La llamada no llegó hasta la tarde, cuando supimos que la liberación no se había llevado a cabo. ¿El motivo? Que la policía no llevaba un mandamiento judicial que ordenara la detención del padre, por lo que intuí que Abbas no estaba ni mucho menos por la labor. Pero el doctor, restándole importancia al angustioso día perdido y a los repetidos intentos anteriores fallidos de rescatar a Sara, aseguró que todo se arreglaría a la mañana siguiente.
«Esta noche van a ir a buscar al juez a su casa, y le van a decir que haga mañana el auto judicial. Este juez es conocido de un primo mío, también magistrado. Mañana estará todo resuelto». Este era otro detalle que me desesperaba. Oír hablar a Khaled de su ristra interminable de primos.
Hablando con Madrid, supe que la orden de Interpol había sido contestada desde Washington, diciendo que la niña estaba localizada. Si tenían localizada a la niña, tenían localizado al padre. Para actuar con legalidad, tenían que esperar a que un juez iraquí autorizase la detención. Las mismas fuentes me indicaron que sería muy interesante que en el auto judicial, en el que se dictaba la orden de busca y captura de Abbas, se hiciera una ampliación y se pidiera también la búsqueda y localización de la niña, para ser entregada a su madre o, en su defecto, a las autoridades consulares españolas del país donde estuviera. La clave ahora estaba en que dos jueces, uno iraquí y otro español, quisieran hacer su trabajo.
El juez iraquí se pronunció esa misma noche y dijo no. La niña debía continuar con su padre y no iba a ordenar bajo ningún concepto que el padre fuera detenido. El doctor Khaled, al oír las palabras de su amigo y confidente Magi, comenzó a insultar y a despreciar la figura del juez del auto, acusándole de actuar bajo las amenazas de la milicia. Como era costumbre diaria en Khaled, buscó una nueva solución, con el fin de mantener encendida la llama de la esperanza.
«No hay que preocuparse por lo que ha dicho este payaso. Se va a llevar el caso a otro juez. Él firmará la orden de detención. Son desajustes de última hora. Todo se va a solucionar. Leticia, puedes estar muy segura de que vas a volver a España con tu hija».
Estas dosis de optimismo gratuitas del doctor comenzaban a provocarnos cierta desconfianza, por no hablar de indignación. Por si las moscas, no estaba de más mantener las formas. Empezaba a ser habitual que cada nuevo día nos levantáramos con la esperanza de conseguirlo. Durante el desayuno estaba todo preparado para el rescate. Luego, unas horas más tarde, todo se había malogrado. Así un día tras otro y siempre por una razón distinta. No sabía cuánto tiempo tardaría Leticia en explotar. Tampoco si yo aguantaría esta situación mucho más tiempo.