Ignorantes de la realidad y pensando que estábamos en el camino correcto, dejamos Kuwait y pusimos rumbo a Damasco. El doctor nos dijo que era una buena solución y que iba a mandar a su hijo, que estaba por la zona, para que investigase los archivos policiales de entrada de iraquíes en territorio sirio. La intención de nuestro viaje era ver al embajador español en Damasco y pedirle que transmitiese a las autoridades locales las circunstancias del secuestro de Sara y la orden de búsqueda internacional de Abbas. Por supuesto, también íbamos a rebuscar lo que pudiéramos en la zona donde vivían los iraquíes y a tratar de conseguir alguna pista sobre Abbas o sobre su hija.
Esto último no se lo contamos a la policía fronteriza del aeropuerto de Damasco, cuando fuimos requeridos por no llevar el visado pertinente para entrar al país. Antes de volar a Siria, los funcionarios de la embajada en Kuwait nos dijeron que tratándose del tema de la niña no habría ningún problema y nos darían la visa de entrada en el mismo aeropuerto. Y así lo intentamos. Cuando nos preguntaron el motivo de nuestro viaje a Damasco, les explicamos toda la historia y acabamos en el despacho del oficial de la policía que mandaba en ese momento, tomando un té y unos pastelitos árabes. Muy interesados en el asunto, preguntaron todo lujo de detalles. Hasta que supieron que la persona con la que hablaban, el que suscribe, era periodista de profesión. En un Estado policial disfrazado de república democrática como Siria, los periodistas extranjeros solo viajan por invitación oficial y se les enseña lo que el gobierno quiere enseñar y no lo que ellos quieren ver. A partir de ese momento, Leticia, Antón, el cámara y yo fuimos «invitados» forzosamente a quedarnos en la sala de espera internacional. Sin pasaportes, sin equipaje, sin información y sin posibilidades de movimientos.
Después de dos horas de espera, nos dimos cuenta de que la amabilidad inicial de los policías se había convertido en todo lo contrario. Éramos absolutamente ignorados y no querían saber nada de nosotros. Al ser preguntados, nos decían que esperásemos, sin más explicaciones. Ante la sospecha de que querían deportarnos a Dubai, lugar de procedencia puesto que habíamos hecho escala allí viniendo de Kuwait, llamamos al teléfono de urgencias consulares en Madrid. En menos de una hora se presentó Javier Colomina, cónsul en Damasco. Según nos contó, el embajador estaba haciendo gestiones al más alto nivel con el gobierno sirio con el fin de que se nos permitiera entrar en el país, pero dudaba de que fuera posible. El cónsul traía la consigna de solucionar lo más rápidamente, y con el menor desgaste, el problema de los cuatro españoles sin visado. Y encima uno de ellos periodista. El diplomático madrileño, joven, simpático y hábil, consiguió convencernos de que aceptáramos volar en el primer avión que saliera para Madrid. Nuestra idea era esperar al día siguiente, que era domingo, día laborable en Siria, para continuar insistiendo en nuestra entrada al país. Verdaderamente aquello no era aconsejable. La insistencia se podía considerar una provocación y no era cuestión de probar el aguante de la policía siria, cuando cada vez nos lo estaban poniendo más difícil. Quizá la solución estaba en el fajo de billetes de cien dólares, tal y como hizo Abbas en el vecino aeropuerto de Alepo, pero ya era tarde para intentar esa posibilidad, que de no salir con éxito podía complicar muchísimo más las cosas.
El cónsul nos prometió, y cumplió, que investigaría en los archivos policiales y haría llegar la orden de Interpol a las autoridades sirias. Después de casi veinticuatro horas retenidos y detenidos en el aeropuerto internacional de Damasco, fuimos literalmente escoltados hasta la misma puerta del avión de la Sirian Arab Airlines con destino a Madrid. Allí mismo nos devolvieron el pasaporte y nos juraron que el equipaje, que no habíamos vuelto a ver, estaba dentro del avión. Un policía sirio nos acompañó, camuflado, pensaba él, entre los asientos de business en los que viajábamos. Si su objetivo era escuchar, viajó en balde. Poco hablamos en el camino, apenas estuvimos despiertos. La tensión vivida las últimas veinticuatro horas nos tenía reventados. Aunque había muchos más motivos, además del sueño y el cansancio, para el silencio. Yo traía historia para mi reportaje, pero me sentía vacío. Entre otras muchas razones, Sara no regresaba con nosotros.
Leticia llegó destrozada a Madrid. Su orgullo como madre no le permitía asimilar tan fácilmente una derrota así. Le habíamos hecho sentir, entre todos, que su hija estaba próxima. Que Sara volvería con ella a España o que, al menos, la podría ver, besar, abrazar, aunque fuera un rato. Todo se quedó en el deseo. Lo peor es que ahora tenía la sensación de ver a su hija muy lejos. De sentirla perdida del todo. Guiada por otra mujer, la nueva esposa de Abbas, o al menos, esa era la parte de la historia que conocíamos en aquellos momentos. Su orgullo de mujer también estaba dañado. Leticia había dejado de ser «el ángel que ha bajado del cielo, para salvarme del pozo en que estoy metido… y para despertarme de mis horribles sueños y pesadillas», como le escribió de su puño y letra Abbas a Leticia, en aquella carta de amor desesperada no hacía tantos años.
Cuando llegamos a Barajas, Leticia se abrazó a sus hijos y lloró largamente y en silencio. Otra batalla perdida. Laura y Carlos habían estado preparando un recibimiento muy especial, desde que supieron que había alguna posibilidad de que regresara Sara, pero hubo que pararlo todo. Laura lloraba desconsoladamente. Sus fantasmas del pasado habían vuelto al presente. Se le hacía duro vivir con la carga de sus remordimientos. Nuevamente, todo estaba como al principio. Sara seguía secuestrada en el infierno.