A setecientos kilómetros de Kuwait City y a casi seiscientos de Basora, en Bagdad, Ignacio Rupérez, embajador español en Iraq, intentaba seguir de cerca los acontecimientos, sin acabar de comprender lo que realmente estaba sucediendo en el sur del país con una niña española. Rupérez estaba acabando su destino en Iraq, después de varios años de arriesgada y dura misión diplomática, y en esas fechas pasaba más tiempo en Madrid que en Bagdad. Días después, en una de las contadas ocasiones en que las líneas y los satélites nos permitieron hablar por teléfono, me contaba lo que había ocurrido justo el día que llegamos a Kuwait.
—Mire usted, hace unos días me llamó el cónsul británico en Basora. Me dijo que me preparase, porque al día siguiente un avión de la RAF (Royal Air Force) me esperaba en el aeropuerto para trasladarme a Basora. El objetivo del viaje era que la policía iraquí me haría entrega de una niña española que estaba secuestrada por su padre iraquí. Efectivamente, miré los archivos y vi que se trataba de Sara Alí Moracho.
El caso era bien conocido para el embajador, lo había sufrido anteriormente en sus propias carnes. Desde la embajada habían intentado en varias ocasiones hablar con el padre de la niña, pero había resultado imposible. Hasta que un día, el embajador pudo contactar con Abbas y su respuesta fue soez, insultante e inconveniente. El embajador recordaba el incidente, mientras seguía contando las incidencias de su viaje.
—Cuando al día siguiente me puse en camino rumbo al aeropuerto para tomar el avión y desplazarme hasta el sur, recibí una llamada del cónsul inglés, diciéndome que se había abortado la operación de entrega de la niña, que la policía iraquí no estaba de acuerdo en su entrega. No sé más detalles del asunto —afirmó el embajador, en tono amable y cariñoso, apenado tal vez por no haber podido rescatar a la niña.
—¿Sabían en la embajada española en Kuwait algo de esto? —le pregunté.
—Sí, creo recordar que el embajador Riosalido me dijo que el cónsul británico en Basora, que es muy amigo suyo, le había dicho extraoficialmente que algo se estaba preparando para recuperar a una niña española secuestrada por su padre.
Cuando le mostré mi extrañeza por no haber sido informados al respecto, el embajador Rupérez sencillamente me explicó:
—Es que un hecho tan delicado como este no debe ser comunicado hasta que no se tiene la plena conformidad de su ejecución. Si sale mal, como desgraciadamente salió, imagínese el disgusto tan tremendo que se habría llevado la madre.
A partir de ese momento, entendí plenamente la llamada de Mónica García Prieto. Lo que no conseguí entender nunca fue el extraño mutismo de los diplomáticos españoles destacados en Kuwait. Posiblemente, el mismo día que nos entrevistamos con Riosalido, él ya sabía que la operación se había abortado, pero prefirió no dar la mala noticia, y más siendo algo que se estaba produciendo fuera de su jurisdicción diplomática.
Lo que había ocurrido realmente era muy distinto a las noticias que habíamos ido recibiendo en Kuwait a través del doctor. Abbas no estaba dispuesto a rendirse, ni a entregar a su hija tan fácilmente como le pedían sus jefes tribales. Mucho menos en el plazo de tres días, tal y como se había comprometido a hacer. Habló con su hermano Hazen y con su hermano Haider por teléfono, pidiéndoles que vinieran a la casa urgentemente. Cuando llegaron, les contó la conversación que había mantenido hacía un rato y la identidad de sus interlocutores. Hazen se puso frenético:
—¿Vas a entregar a Sara? ¿Cómo vas a entregar a tu hija a esa infiel? ¿Te has vuelto loco o qué? ¿Quiénes son ellos para decirte lo que tienes que hacer con tu hija? Esto tenemos que arreglarlo nosotros, en familia, y si no, ya buscaremos otras formas de hacerlo… ¿Cómo dices que se llamaba el policía?
Hazen empezó a gesticular, soltando frases inconexas, dando vueltas por la casa desesperadamente, mientras Sara, desde la habitación contigua, sin acabar de salir de su escondite, escuchaba sin entender lo que estaba pasando.
—Lo primero que tenéis que hacer es iros de aquí —ordenó Hazen—. Os vais todos a casa de Zeinab, nuestra hermana, que vive en el campo, y allí estaréis seguros de momento. Lo demás voy a intentar solucionarlo yo.
—Creo que además va a venir su madre a buscarla a Kuwait y no sé si llegará hasta aquí —le dijo Abbas a su hermano, después de mandar a Sara que saliera al jardín de la casa con su tía Imán.
—Ya sabremos lo que hay que decir si viene ella o cualquiera que venga a buscaros. De momento, vamos a decirles a nuestros vecinos, que serán a quienes pregunten cuando vean que no hay nadie en casa, que digan que nuestra madre murió, que vendimos la casa y que te marchaste con tu hija. Nosotros —refiriéndose a él, a Haider y a sus familias— también nos ausentaremos unos días de la casa y así no tendremos que dar explicaciones.
Buscar la complicidad del vecindario no era difícil, puesto que la mayoría eran familiares, miembros o simpatizantes de la milicia chiita. El espíritu de la insurgencia se respiraba por los cuatro costados de la barriada. En el peor de los casos, si no respiraban, eran temerosos de los métodos mafiosos que se usaban con los no colaboradores. A partir de ese momento, empezaron a generarse las falsas noticias que nos llegaban con cuentagotas a Kuwait. Posiblemente, los informadores del doctor Khaled le daban datos simulando «clave diez», es decir, información veraz y datos oficiales, para no defraudarle. Seguramente alguna recompensa habría en juego, aunque tal vez no la suficiente, porque en la guerra y en la paz todo tiene un precio para esta gente. Sin embargo, la verdad era bien distinta y la información que llegaba a Kuwait no dejaba de ser un cúmulo de rumores infundados.
Hazen se reunió en cuanto pudo con otros clérigos de la milicia, seguidores y tan radicales como su líder principal, Muqtada al Sadr, que vive en Irán rezando y estudiando el Corán, mientras sus seguidores matan y se matan a diario, de norte a sur en Iraq. Les explicó lo que pasaba con su hermano Abbas y con su hija. La conclusión a la que llegaron en el minicónclave es que Sara debía quedarse con su padre, porque su madre no solo no era musulmana, sino que rechazaba el islam. Por si esto fuera poco, era un juez español el que demandaba la orden de busca y captura internacional, entrometiéndose en un mero asunto de familia iraquí.
El comité provincial de las milicias convenció a un juez, afín a ellos, para que dictara otro auto judicial, rechazando la orden de Interpol. Pero aunque este juez no tuviera jurisdicción ni fuera competente en el caso, su escrito era suficiente para que el gobernador de Basora tuviera un motivo y una orden para no ejecutar la orden internacional de busca y captura y no ponerse en contra de la milicia, que en ese momento continuaba mandando mucho. La realidad era que en silencio, con apoyo masivo y dentro de la ilegalidad, los milicianos controlaban muchas parcelas de poder en Basora. ¿Tendría algo que ver el atentado que sufrió el director de la seguridad civil de Basora, con el tema de la niña? ¿Fue una sangrienta llamada de atención de la milicia al poder civil, para decir quién mandaba realmente allí? Al menos, los hechos coincidieron en el tiempo. Y la vida en Iraq continuaba sin valer nada.
Los británicos, a su vez, tuvieron conocimiento de las primeras palabras de Abbas aceptando la entrega de su hija. En contacto directo con la policía iraquí, los militares británicos orquestaron una operación de rescate y evacuación de la niña para entregársela al embajador español. Al enterarse de que la propia policía iraquí rechazaba la entrega de la niña, amparándose en un auto «in judicial» y desajustado a Derecho, suspendieron la operación. Lo asombroso era que conocían perfectamente la farsa montada. Por aquellos días, comenzaba la lenta retirada de las fuerzas británicas de la zona y no querían asumir más conflictos que los propios.
Sara, Abbas y el resto de la familia se fueron a casa de su hermana Zeinab y de su cuñado Magid. La casa, a las afueras de Basora, era un auténtico oasis, en comparación con donde vivían habitualmente. Tenían un parque infantil, había Internet, lavadora, frigorífico y luz, más agua, que venía del pozo. Todo un lujo.
Sara no era consciente en absoluto de lo que ocurría a su alrededor. Pensaba que estaba pasando unas pequeñas vacaciones, donde podía dormir casi en silencio, escuchando menos ruidos de explosiones y jugando con sus siete primos, que tenían más y mejores juguetes. A los pocos días, apareció Hazen por la casa y les dijo a todos:
«Está todo resuelto. Abbas no será detenido y Sara continuará con nosotros. A pesar de que estos malditos británicos y algunos políticos de aquí demasiado agradecidos del gobierno estaban empeñados en entregar a la niña. Un tribunal (de un solo juez) ha decidido que Sara debe de estar con su padre para que siga enriqueciéndose espiritualmente con nosotros, con su gente y con su cultura. Así que tranquilidad. ¡Alá es grande! Quédate algún día más por aquí, Abbas, porque le hemos hecho llegar a la madre otro mensaje más. Que te has casado y te has llevado a tu mujer y la niña a Siria, y si quieren, que te busquen allí. Y aquí que nos dejen en paz».