VII

La noticia de la decisión de Abbas llegó a Madrid en muy distintos términos. Martínez me llamó y me dijo que fuéramos preparando el viaje, puesto que la liberación de la niña era inminente, solo había que esperar a que el doctor Khaled nos lo comunicara.

«La niña será liberada en uno o dos días y será escoltada por el ejército británico hasta la frontera con Kuwait. Sería importante que la madre estuviera allí cuando lleguen, pero hay que esperar que el doctor dé la orden para desplazarnos».

Cuando llamé por teléfono a Leticia, histérico de emoción, para comunicarle las buenas y singulares noticias provenientes del golfo Pérsico, Leticia no acertaba a decir palabra.

«Entonces, ¿tenemos que irnos a la frontera de Kuwait a buscar a la niña?», fue lo único que acertó a decir después de un largo silencio mientras me escuchaba. Según los datos que me había facilitado Martínez, si no preparábamos la salida con urgencia, la niña podía permanecer más de un día sola en la frontera entre Iraq y Kuwait, en manos de los militares británicos. Volví a hablar con él, mientras iba solicitando los billetes, y me aseguró que los planes continuaban por su camino, pero era importante recibir el OK de Khaled antes de salir de España. Sin esperar la llamada del doctor y ante lo que parecía una inminente liberación, decidí, con la aprobación de mis jefes en la tele, salir con Leticia hacia el golfo Pérsico. Los preparativos pasaban por llevar chalecos antibalas, por si era necesario pasar a Iraq, y llevar una cantidad importante de dólares, por si era obligado comprar voluntades en caso de que nuestras vidas o la de la niña estuvieran en peligro. La mayoría de los problemas en un país en conflicto se solucionan con un buen puñado de billetes de cien dólares.

Al día siguiente, Leticia, Antón, un operador de cámara llamado Alfonso y yo nos reunimos en el aeropuerto de Barajas, para salir rumbo a Kuwait, vía Londres. Por las fechas y por nuestro aspecto, más parecíamos veraneantes rumbo a Marbella que los encargados de rescatar a una niña en Iraq.

Llegamos a las seis y media de la mañana del día siguiente al aeropuerto kuwaití y los termómetros marcaban ya 46° de temperatura, a la sombra. Es lo que tiene el desierto, por mucho terreno que se le gane al mar. Del aeropuerto nos fuimos directamente al hotel Sheraton, para comunicarle al doctor que ya estábamos allí, en Kuwait, esperando novedades.

Nada más llegar, recibí un mensaje en mi teléfono móvil que nos llenó de entusiasmo a Leticia y a mí: «Mi corazón está con vosotros. Un abrazo muy fuerte para los dos. Firmado: Mercedes Milá».

El doctor tardó unas horas en acudir al hotel. Durante la espera, Leticia se mostraba tranquila a pesar de la angustia de no saber qué estaba pasando con su hija. Recibí la llamada de Martínez, que desde Madrid se erigía en jefe logístico y táctico de la operación y me echaba una sensacional regañina por haber precipitado el viaje sin la previa autorización del doctor. Khaled apareció en el hotel y nos confirmó que quizá habíamos precipitado un poco el viaje, pero que Leticia volvería a España con su hija. Cuando le preguntamos en qué momento estaba la situación de Sara, nos dijo que todo iba bien, pero que se habían complicado algunos asuntos sin importancia. No nos explicó las razones exactas. No obstante, con mirada altanera y sonriente, Khaled se mostraba firme: «Mañana, la niña podrá estar con su madre». Leticia y yo nos mirábamos con cara de satisfacción y complicidad. Todo indicaba que estábamos a punto de conseguirlo y que Sara caminaba hacia la libertad.

Esa misma tarde, adelantándome a los acontecimientos, le pedí al doctor si podía grabarle una entrevista para mi reportaje de televisión. Su papel era el de benefactor desinteresado en el rescate de Sara y aceptó. Solo me pidió que su rostro no saliera abiertamente en pantalla. Durante la entrevista, Khaled no refrenó ni un segundo su vanidad, y mirando fijamente a Leticia a los ojos, sentenció:

—Juro por mi honor que rescataremos a tu hija y volverás con ella a tu país.

Leticia, lejos de emocionarse, contestó fríamente con una sonrisa, sin inmutarse:

—A ver si es verdad, doctor.

Al día siguiente, mientras desayunábamos como todos los días, viendo el encierro de los Sanfermines desde el canal internacional de Televisión Española, recibí una llamada del doctor, que se encontraba en su residencia kuwaití.

—Seguramente hoy por la mañana rescataremos a la niña. Tenéis que estar preparados para salir inmediatamente rumbo a la frontera con Iraq, que son unos ciento ochenta kilómetros aproximadamente. Si tuviéramos que pasar la frontera y llegar hasta Basora, he organizado a un grupo de cien personas armadas que nos recogerán y acompañaran hasta el lugar donde se encuentre la niña y nos volverán a escoltar hasta la frontera.

Khaled era un personaje por descubrir. Iraquí de nacimiento, vivía a caballo entre Valencia y Kuwait y estaba casado con una española, con la que tenía dos hijos. Decía haber sido elegido líder de la tribu Almanshadi, con más de tres millones de miembros, residentes principalmente en el sur de Iraq. Esta jefatura no le otorgaba un poder especial, pero sí le confería un estatus social distinguido. Era una voz a tener en cuenta a la hora de tomar decisiones en la zona, aunque él viviera fuera de Iraq. Mimetizado con el mundo occidental, en sus formas y en sus costumbres, no era bien visto sin embargo por los fundamentalistas de la milicia de Al Mahdi, que habían atentado varias veces contra su vida. Editor del periódico local Al Manara, Khaled utilizaba sus páginas para criticar las acciones del gobierno y la presencia americana en el país; aunque su amigo Martínez dijera, tal vez con razón, que Khaled era un protegido de la CIA. En Iraq, la mejor manera de sobrevivir es nadar en todas las aguas. Durante el tiempo que pasaba en el golfo Pérsico, residía en Kuwait City y desde allí controlaba todos sus negocios. Hacía pequeñas incursiones a Basora, protegido y en secreto, donde decía poseer una gran finca a orillas del Tigris, con un inmenso palmeral que quería explotar en toda su extensión. En la finca había un gran caserón, que era protegido por efectivos militares mientras él se encontraba dentro. Aun y así, algo me hacía dudar de que fuera tan fácil preparar un miniejército de cien personas armadas, para que nos dieran protección en nuestro rescate de Sara.

La tensa espera durante toda la mañana no dio ningún fruto. Después de leer y releer, sin entender, todos los periódicos en árabe que había en la recepción, dábamos vueltas por el suntuoso hall del hotel Sheraton, admirando sus paredes y sus columnas de mármol noble, que en su día fueron objetivos de los tanques de Sadam, cuando invadió el pequeño pero rico país del Golfo. Nuestro aspecto occidental llamaba la atención en el frecuentado hall. Leticia era la única clienta del establecimiento que departía en la cafetería, rodeada de hombres, sin llevar su cabeza cubierta. Las empleadas del hotel, en su mayoría de origen filipino, no contaban para la estadística.

El doctor nos llamó por la tarde dando una excusa, que ni él mismo se creía, pero nos la tenía que transmitir:

—Me han dicho mis contactos que no se ha podido llevar a cabo la operación de rescate porque se ha hecho de noche, y esto hay que hacerlo de día.

—Pero ¿es que esta policía no está preparada para intervenir de noche? —le contesté sarcásticamente.

—No te permito que te tomes este asunto a broma, Javier. Esto es muy serio para mí —su tono autoritario y enérgico, recriminando mi ironía, me hizo pensar que había metido la pata. Muy enfadado, me aseguró que el rescate se iba a producir, pero cuando se dieran las condiciones adecuadas. Leticia permanecía callada escuchando al doctor, fumando sin parar. Yo intentaba disimular mi asombro, sin entender la razón de por qué la policía no podía llevar a cabo la detención más tarde de las nueve de la noche.

Le comenté a Khaled que al día siguiente íbamos a ir a ver al embajador español, para ver si podíamos abrir alguna vía de negociación. Entonces el doctor cambió su tono y me pidió amablemente si podía acompañarnos, porque le gustaría conocerle.

Después de un espléndido desayuno intercontinental, al que llamábamos así por la mezcla de los alimentos árabes, indios y europeos que degustábamos, nos fuimos los seis a la embajada española. Leticia, Antón, el cámara, el doctor con su chófer y yo. Después de un largo rato de espera, nos recibió Antonio Millán, el cónsul. Un curioso y atento personaje en sus formas, elegantemente vestido y tocado con unos discretos tirantes, a juego con los gemelos, con los colores de la bandera española. Nos comentó que el embajador no nos podría recibir hasta el día siguiente porque no se encontraba en la ciudad y él, decía, poco podía hacer sobre el asunto.

Los 51° de temperatura, con 0° de humedad, producían el efecto sauna y era insoportable estar en la calle. Después de la visita a la embajada, decidimos volver al hotel. Leticia se sentía nerviosa e intranquila, sin saber qué podía estar pasando con su hija. La ansiedad le provocaba hambre, y si no comía, se encontraba peor aún. Después de comer, nos sentamos nuevamente en el hall y nos quedamos a la espera de saber noticias de Basora. El doctor hablaba constantemente con Iraq, pero empecé a sospechar que de lo que le decían a lo que nos contaba, había un trecho importante. Pero eso solo lo sabía él. Al cabo del rato, confesó sus sospechas:

—La operación de rescate ha fracasado nuevamente. La policía ha ido a buscarle, pero esta vez… Abbas no estaba en casa. No hay nadie en esa casa.

Leticia escuchaba al doctor, perpleja, sin querer creerse nada.

—¿Y dónde está mi hija Sara ahora? Yo no me lo acabo de creer. ¿Dónde va a ir este desgraciado si no tiene dónde caerse muerto?

El asunto se ponía cada vez más feo y las causas del no rescate eran cada vez más increíbles. La capacidad de mediación en el conflicto del doctor Khaled empezaba a generarnos serias dudas sobre su eficacia.

El doctor, con la intención de seguir ganándose nuestra confianza, envió esa mañana a Kumar, su conductor, hasta la frontera iraquí, con una copia de la orden de Interpol, en inglés y en árabe, y con el auto judicial en el que se pedía la búsqueda y captura internacional de Abbas, traducido por el doctor. Allí le esperaba una persona, que sería el encargado de llevar la documentación a Basora, para entregárselo al director de la policía, a la sazón primo de Khaled. Al parecer, él tenía conocimiento de la existencia de esos documentos, pero no los tenía en su poder.

Nuevamente volvimos a la embajada española a la mañana siguiente, donde nos recibió Jesús Carlos Riosalido, el embajador. De aspecto frío, serio y blando apretón de manos, el diplomático nos invitó a sentarnos y se dispuso en situación de escucha, para saber si nos podía ayudar en algo. Él sabía más de lo que hablaba, como buen diplomático, pero tenía la coartada perfecta para no pronunciarse.

—Ustedes me dicen que la niña está en Basora y esto es Kuwait. Si su hija llega a la frontera, yo ya me podría hacer cargo de ella, pero Iraq es un Estado soberano. Yo no puedo intervenir en nada que se produzca fuera de Kuwait. No puedo hacer nada por el momento.

Riosalido era un hombre que había dedicado toda su vida a la diplomacia. Kuwait era su último destino como embajador antes de jubilarse. En su biografía le describen como gran arabista, doctor en Derecho, embajador, novelista, cuentista, traductor, ensayista, dramaturgo, pintor y dibujante. Ejerció como diplomático en distintos países árabes y fue embajador en Siria y Jordania. Después de explicarle todas las circunstancias del viaje y las posibilidades que el doctor nos ofrecía de rescatar a la niña, aprovechó unos minutos en que Khaled salió del despacho para hablar por teléfono para prevenirnos:

—No confíen en la ayuda desinteresada de un árabe. Entre las muchas virtudes y cualidades que tiene este pueblo, la sinceridad no es una de ellas precisamente. Pero no porque sean mejores o peores que nosotros, sino porque desconocen el significado de este término. Y más en un asunto como este de un secuestro internacional. Me van a perdonar por el pesimismo, pero en todos los casos similares en que he mediado en países árabes, y han sido muchos, jamás se ha resuelto a favor de la madre. Encima usted no es musulmana siquiera.

Leticia estuvo a punto de confesarle que se había convertido al islam unos años atrás, pero sentía vergüenza. Además, con la vestimenta occidental y el escote que llevaba, difícilmente le iba a creer el embajador. Aun así, Leticia le preguntó:

—Y si yo me hiciera musulmana, ¿qué podía ocurrir?

—Pues sinceramente nada. He conocido a madres que se han hecho pasar por musulmanas, para tratar de recuperar a sus hijos, pero no han conseguido nada.

Le insistimos en que confiábamos en que la gestión del doctor podría llevar a Sara hasta la frontera con Kuwait. Era entonces cuando necesitábamos su ayuda.

—Mi ayuda la tendrán, no se preocupen. Pero les prometo una cosa: ¡volveré a creer en Dios, si ustedes son capaces de recuperar a la niña! —apostó su agnosticismo el embajador, en un alarde de convencimiento sobre lo que estaba diciendo.

—Hombre… embajador, ¿tan difícil lo ve? —preguntó Leticia, asombrada y molesta por la cruda sinceridad de las palabras de Riosalido.

—Imposible —respondió con contundencia, mientras nos extendía su mano floja y apática de despedida, dando por finalizado el encuentro.

La figura retórica usada por el embajador para describir la imposibilidad de rescatar a Sara no habría pasado de la anécdota, si no hubiéramos sabido tiempo después que este diplomático, cultivado en las letras, se había convertido al islam.

La personalidad del embajador creó polémica en el grupo. Leticia salió echando pestes de él y el doctor, por el contrario, salió encantado. Y eso que no había escuchado lo que había dicho sobre los árabes. A mí me cayó especialmente bien, aunque más por su sabiduría que por su simpatía.

De vuelta al hotel, Khaled se fue a su apartamento y el resto nos marchamos a comer, con intención de reunimos a media tarde. La comunicación con Basora, hasta ese momento, había sido imposible y no sabíamos si la policía iraquí sabía algo de Abbas y si habían recibido la documentación que le habíamos entregado al chófer de Khaled.

Kuwait me recordaba en su ordenación urbana, salvando las distancias, obviamente, a la ciudad de Los Ángeles. Un gran nudo de autopistas rodeaba la ciudad, para dar paso a anchas y largas avenidas muy transitadas, que albergaban gigantescos rascacielos de moderna y atractiva arquitectura. Durante el trayecto en coche hacia la zona del hotel, para buscar un sitio donde comer, hice un hallazgo que me dejó ciertamente perplejo. Esperando que se abriera un semáforo en rojo, observé que dos coches a mi derecha estaba Kumar, el chófer del doctor, en el todoterreno que usaba normalmente y que era propiedad de Khaled. Por la hora que era no le había dado tiempo material de ir a la frontera, encontrarse con el contacto y volver a Kuwait. Eran casi cuatrocientos kilómetros de viaje más un tiempo impredecible en la frontera. Me callé para no alarmar y olvidé el asunto, pensando que quizá Kumar era el Fernando Alonso del Golfo y no lo sabíamos.

Por la tarde, cuando llegó el doctor al hotel, ya le estábamos esperando en un rincón del hall, que ya lo sentíamos casi de nuestra propiedad. Khaled llegó hablando por teléfono, acompañado nuevamente por Kumar, que además de su chófer, era su hombre de confianza. Por sus hechuras, podía ser también su guardaespaldas. El hindú medía dos metros de altura y debía de pesar más de ciento veinte kilos. Aunque todo él era bondad, simpatía y exquisitos modales.

El tono de Khaled era ciertamente alterado y nervioso y no dejaba de hacernos gestos de que nos contaría lo que pasaba en cuanto colgase. La noticia no se hizo esperar. El director de seguridad civil de Basora acababa de sufrir un atentado. Varios de sus escoltas habían resultado muertos. Magi, un responsable de seguridad del Ministerio de Defensa iraquí destacado en Basora, que era el informador y amigo del doctor, así se lo acababa de confirmar.

—No he podido hablar mucho, porque estaba en el velatorio.

—¿Se sabe quién ha sido el autor del atentado? —le pregunté.

—Con más de un noventa por ciento de posibilidades, la milicia de Al Mahdi —contestó muy serio, con tono de cansancio en sus palabras.

Este atentado alteró, lógicamente, las prioridades y los hipotéticos planes policiales para detener a Abbas. Pero estas no fueron las únicas malas noticias que recibimos desde Basora, y que podían dar un giro radical a la historia. Según las informaciones obtenidas por el doctor, la madre de Abbas había muerto y este, junto a sus hermanos, había vendido la casa por 35 millones de dinares iraquíes —unos veinte mil euros al cambio— y se había ido a vivir a otra ciudad con su hija. La noticia nos descompuso a todos, especialmente a Leticia, que destrozada por el mazazo, se levantó de su asiento y se fue al cuarto de baño a desahogarse. Pero, más que la noticia en sí, lo más alarmante para mí era cómo cambiaba el rumbo de los argumentos día a día. ¿Qué estaba pasando realmente en Basora? ¿Le estaban engañando al doctor? ¿Nos engañaba el doctor a nosotros? ¿Era verdad que Abbas había desaparecido?

Durante la ausencia de Leticia, el doctor se acercó a mí, y bajando el tono de voz, me comentó:

—Me han contado que hace varios días, cuando comenzaron las conversaciones con el padre de Sara, este confesó a personas próximas a él que se sentía vigilado y presionado y que no iba a consentir que le quitasen a su hija. Que antes de que eso ocurra, ha dicho el cabrón, prefiere matarla.

El doctor no pudo reprimir su énfasis, al referirse a Abbas.

—Debes saber que ese delito ahora no está penalizado en Iraq. La sharia o ley musulmana no castigaría a un padre que mata a su hija para evitar que se vaya con su madre infiel y evitar males mayores.

El argumento del doctor me desgarró el alma. Me parecía estar viviendo una pesadilla absolutamente irreal. No podía creer que hubiera ley en el mundo, en este mundo, que pudiera admitir semejante atrocidad. Desgraciadamente, no tardaría mucho tiempo en comprobar que sí la había. ¡Claro que la había!

A veces, tratando de relajarnos, nos íbamos Leticia, el cámara y yo a pasear por la playa de Kuwait City y admirar los bellos atardeceres del Golfo. Allí aprovechábamos para grabar imágenes de Leticia paseando por la playa, a la vez que charlábamos sobre las incidencias del viaje. El agua tibia, enfangada y llena de piedras no invitaba al baño, pero tampoco era impedimento para que familias enteras se bañaran todos juntos. Eso sí, vestidos de pies a cabeza. El burka que casi todas las mujeres llevaban puesto no era impedimento para sumergirse bajo las aguas. Las niñas tampoco usaban bañador. Una de estas tardes, Leticia, mirando la costa de Basora, que se alineaba con el horizonte, se vino abajo. Explotó.

—No me puedo creer todo lo que está pasando. No me creo al doctor, no me creo al embajador, no me creo a nadie. Solo sé que mi hija está ahí enfrente y yo no puedo tenerla conmigo. ¿Qué he hecho yo en mi vida para que me esté pasando esto? —me preguntaba con desesperación, con un llanto sin lágrimas, pero llena de rabia.

—Leticia —le dije, mientras la abrazaba por el hombro—, debo decirte algo, aunque te vaya a parecer muy duro, pero creo que debes saberlo. El doctor me ha dicho que Abbas está dispuesto a matar a la niña, si intentan quitársela a la fuerza. Creo que deberíamos reflexionar en ello, pensando en Sara. Tenemos que analizar si podemos ponerla en peligro o parar de momento el intento de rescate.

Mirándome fijamente, con una expresión de furia contenida, Leticia me sorprendió:

—¡Ese cabrón no tiene cojones para matar a la niña!

Ante mi cara de asombro por su reacción fría e indolente, Leticia se mantuvo firme en sus palabras.

—No, no me mires así, que sé bien lo que me digo. Para matar a alguien hay que tener dos cojones bien puestos y él no los tiene. Es un cobarde. Es un mierda. No te preocupes por eso, que Alí no va a matar a la niña.

Quería creer que Leticia argumentaba la metáfora genital por su mezcla de ira e indignación, para describir el valor que se presupone necesario para cometer un crimen. Pero muchísimas veces los asesinos se mueven por otros instintos más básicos y diferentes. No conseguía entender la actitud de prepotencia y temeridad en las palabras de Leticia. ¡Claro que me preocupaba! Al fin y al cabo, comenzaba a querer, a sentir un cariño muy especial, por alguien a quien no había visto en mi vida, pero lo que le pudiera pasar ya no me era ni mucho menos indiferente.

Esa misma noche, Leticia me llamó a mi habitación y me pidió que me pasara por la suya porque tenía un pequeño problema. Cuando llegué me mostró una nota del hotel, en la que se le indicaba que tenía un mensaje en el contestador del teléfono y no sabía cómo escucharlo. Cuando conseguimos oír el mensaje, nos quedamos los dos algo asombrados:

«Hola, Leticia. Soy Mónica García Prieto, la corresponsal de El Mundo en Oriente Medio. Estoy en Líbano. Te llamo para darte la enhorabuena porque me he enterado de que tu hija Sara, que estaba secuestrada en Iraq, ha sido liberada. Me imagino que estarás muy ocupada con el asunto, pero yo solo quería hablar cinco minutos contigo y felicitarte. Te volveré a llamar en otro momento. Un beso muy fuerte y, repito, enhorabuena».

No podíamos creer lo que estábamos escuchando. Sin conocer personalmente a Mónica, sabía que era una periodista de solvencia, pero no conseguía entender el porqué de la llamada y mucho menos el error de la información. ¿Quién había informado a la periodista de la hipotética liberación de Sara? ¿Cómo se podía haber enterado, estando en Líbano, de lo que se cocía en Basora o en Kuwait? ¿Y quién le había dicho que Leticia estaba hospedada en el hotel Sheraton, en la habitación 610?

La periodista no volvió a llamar y todas nuestras interrogantes se quedaron sin resolver, pero mis sospechas recaían sobre algunas fuentes diplomáticas, que por cierto se habían entrevistado con nosotros hacía muy poco tiempo. Lo chocante era por qué no se nos había informado a nosotros, principalmente a Leticia, del origen de la información.

Esa noche, aprovechando la tertulia posterior al mensaje de la reportera de El Mundo, propuse a Leticia que llamara al teléfono de Abbas para intentar hablar con él. Le pedí a Alfonso, el cámara, que grabase la conversación y nos fuimos a su habitación, donde tenía todo el material preparado. Le expliqué a Leticia que la llamada tenía que ser una llamada de absoluta cordialidad. Que hiciera de tripas corazón y que fuera lo más amable que pudiera con él, con el fin de camelarlo y tratar de conseguir aproximarse a su hija, que era lo realmente importante. En un duro ejercicio de cinismo, si era necesario, que le prometiera volver con él, si regresaba con Sara a España.

—Pero ¿cómo puedes pedirme esto, Javier? Jamás me he humillado, ni me humillaré nunca, por conseguir nada de nadie —me gritó repentinamente muy alterada y fuera de sí.

—Leticia, te estoy pidiendo que hagas teatro. Que finjas. Que te guardes tu orgullo en favor de tu hija, y que trates de convencer a su padre de que estás dispuesta a todo por recuperar a Sara —quise explicarle, sin entender nuevamente su violenta reacción.

—He dicho que no y es que no. No me da la gana rebajarme delante de este tío. Si quieres, llamaré a mi manera y diré lo que yo quiera, y si no, lo dejamos. —Y Leticia lo dejó y no llamó.

Cansado y tremendamente contrariado por la actitud de Leticia, recogí mis cosas y salí de la habitación dando un portazo. Antes de salir, me dirigí a ella, y con poca fortuna, le espeté:

—¡No entiendo tu orgullo ni tu actitud, Leticia, eres una puta orgullosa y así no vamos a ningún sitio!

La puta costumbre que tengo de calificar superlativamente con este despectivo adjetivo me iba a suponer uno de los peores capítulos de mi vida y una forma de conocer mejor a Leticia o, tal vez, de ver cómo iba flaqueando su solidez mental a la vista de los acontecimientos.

Tardé en conciliar el sueño esa noche. No conseguía entender los prejuicios de Leticia a la hora de intentar rescatar a su hija como fuera. Desde el mismo día en que nació mi hija Omayra, descubrí por quién era capaz de morir y por quién era capaz de matar. Cuando nacieron mis hijos Sergio y Hugo, ratifiqué nuevamente mis pensamientos. Si yo era capaz de hacer cualquier cosa por mis hijos, me preguntaba, por qué Leticia se comportaba así. ¿Por qué anteponía su orgullo ante cualquier estrategia para intentar rescatar a su hija?

El insomnio tuvo que ser general, porque a la mañana siguiente desayunamos tarde el grupo entero. Había tensión y sueño. Pasamos la mañana viendo la prensa, esperando que el doctor llegase con noticias y que confirmara o desmintiera la marcha de Abbas de Basora. Al mediodía nos fuimos a comer a un centro comercial, situado en la avenida del Golfo, la arteria principal de la capital kuwaití que corría paralela a la costa. Leticia y yo apenas habíamos cruzado palabra durante la mañana. Cuando nos sentamos a la mesa, Antón empezó a bromear sobre la seriedad de los comensales, refiriéndose concretamente a Leticia y a mí.

—No bromeéis con el tema, porque anoche Javier me llamó puta, y eso no se lo voy a consentir ni a él ni a nadie —soltó Leticia en tono pendenciero.

—Perdón, Leticia —le interrumpí—, pero jamás te he llamado puta, ni a ti, ni a ninguna mujer en mi vida.

—Tú me llamaste puta y orgullosa… —y comenzó a subir el tono de voz y a descomponer el gesto.

—No, Leticia, yo no te llamé puta… ¡Te pido perdón si lo interpretaste así! Lo que pasó es que tengo la fea costumbre de anteponer la palabra «puta» cuando quiero exagerar algo. Cuando te llamé orgullosa, te llamé pu-ta-or-gu-llo-sa…

Los camareros, aunque no entendían lo que decíamos, estaban pendientes de lo que ocurría en la mesa. No es normal, en un país árabe, que una mujer levante tanto la voz en un lugar público. De repente, Leticia se levantó de su silla y, enloquecida, comenzó a gritarme desesperadamente:

—¡Eres un cabrón! ¡Eres un hijo de puta…! ¡Voy a escribir una carta a tu empresa para que te despidan! ¡Sinvergüenza!

No podía creer lo que estaba pasando, viendo y escuchando. Leticia, absolutamente desquiciada, con el rostro desencajado, seguía desgranando una serie de insultos contra mí y contra mi familia más próxima. Viendo el cariz que tomaba el asunto, me levanté de la mesa y me fui hacia la salida del restaurante.

—¡Ahora vete, cobarde, cabrón!

Alfonso y Antón trataban inútilmente de tranquilizarla. Ellos estaban tan atónitos como yo, porque la noche anterior fueron testigos de mis palabras. No entendían la violenta reacción de Leticia. Como seguía escuchando la retahíla de improperios a mis espaldas, me giré instintivamente y me quedé mirándola. De pronto, se arrancó gritando y corriendo hacia mí, con intención de agredirme.

—¡Te voy a dar una hostia que te voy a matar, hijo de puta…! —Fue entonces cuando Alfonso y Antón la cogieron por los brazos y la retuvieron para evitar la agresión, mientras yo abandonaba el restaurante, entre las miradas de incredulidad de camareros y clientes, absolutamente avergonzado por la escena.

Cuando llegué al hotel, cabreado e indignado por las formas utilizadas por Leticia, me llegué a plantear romper con todo y poner punto y final al viaje y a la historia en ese preciso momento. Mis jefes en la tele entenderían que se suspendiese todo. Pero dándole vueltas al tema, llegué a la conclusión de que Sara no tenía la culpa. Sara no debía sufrir las consecuencias de que su madre continuase enloqueciendo lentamente. O, al menos, esa era la única explicación que podía justificar su comportamiento.

Cuando me desperté de una involuntaria siesta, vi que alguien había metido un sobre por debajo de la puerta de la habitación. En el sobre había un manuscrito de Leticia en el que me pedía perdón por su comportamiento. Llegué a pensar que Leticia descargó conmigo, con la persona que más confianza tenía, todo su dolor acumulado por las noticias contradictorias que recibíamos día a día. Continuábamos sin saber nada de Sara.

Comenzaba a anochecer y bajé de la habitación cuando llegó el doctor. Nos volvimos a reunir todos en el hall. Khaled traía nuevas pero aún más desoladoras noticias que los días anteriores.

«Me dicen desde Basora que Abbas se ha ido definitivamente de la casa. Se ha casado y se ha marchado a vivir a Siria, con su mujer y con su hija Sara. Nadie tiene noticias de él».

La noticia cayó como una bomba. Leticia se levantó de la mesa y se marchó a su habitación. Al cabo del rato volvió con el rostro deshecho del llanto. Muchas veces me había preguntado si Leticia seguía amando a Abbas. También se lo preguntaba a ella, pero no era capaz de responder convenciendo.

«Sexualmente yo era una mujer satisfecha. Y en casa se puede decir que nos llevábamos bien. Ten en cuenta que yo eché a Abbas de casa por lo que me dijeron mis hijos, no porque tuviéramos unos problemas graves de relación», me decía, cuando yo bromeaba sobre la íntima soledad de la soltería. Tal vez, el odio y el rencor que le tenía, por haber secuestrado a su hija, nublaban otros sentimientos que a veces parecían aflorar. ¿Eran celos o era la imposibilidad de rescatar a Sara lo que realmente la atormentaba?

A partir de ese momento, se planteó la posibilidad de ir a Siria, con la intención de rebuscar en la comunidad de más de un millón de iraquíes que vivían en ese país limítrofe con Iraq. La decisión estaba en mi mano. Y malditas eran las ganas que tenía de seguir viajando con Leticia, después de la declaración de intenciones que me había dedicado durante la comida.