VI

Corrían los primeros días de julio y recibí una llamada de Antón y de Martínez. Me informaban de que el doctor Khaled había enviado un e-mail desde Kuwait. Su mensaje era esperanzador, y nos pedía que pusiéramos en guardia a las embajadas españolas en Iraq y Kuwait. La liberación de Sara era inminente. Al parecer, había removido el tema en Basora. Un primo suyo, director provincial de la policía, hizo llegar a todas las autoridades policiales la noticia de que un juez español había dictado una orden internacional de busca y captura contra un padre iraquí que mantenía secuestrada a su hija, una menor española. Al ser Iraq una sociedad estructurada por tribus, llegando a tener los jefes tribales más autoridad, a veces, que la policía o los propios jueces, el doctor Khaled, como jefe de la tribu de los Almanshadi, habló del tema del secuestro con los jefes de la tribu Alsameri, a la que pertenecía el padre de Sara.

Abbas andaba preocupado los últimos días. Se sentía observado por sus vecinos y por extraños, y no se explicaba por qué. Últimamente había notado que su presencia no pasaba desapercibida cuando llegaba a su casa o merodeaba alrededor de la vivienda. Una mañana, dos coches seminuevos y relucientes, algo poco usual en el barrio, se pararon junto a su casa. Al verlos, buscó a Sara y le ordenó que se escondiera en la habitación de su tío Hazen y cerrara por dentro. Zequie, su abuela, que asistía sorprendida —casi tanto como Sara— a la escena, vio como Abbas le hacía un gesto, pidiéndole tranquilidad y complicidad, por lo que pudiera ocurrir.

Efectivamente, de los coches se bajaron tres personas bien vestidas, más otros tantos acompañantes que podían ser perfectamente sus guardaespaldas. Todos juntos se dirigieron a la puerta de la casa de la familia de Abbas. Al verlos de cerca, identificó a dos de ellos. Eran dos responsables de clanes, de la tribu Alsameri, su tribu, más un alto oficial de la policía de Basora.

Le explicaron la situación de la orden internacional de detención y la necesidad de entregar a la niña a su madre.

—Basora está intentando reconciliarse con el mundo —le explicó el jefe tribal de más edad— y tú no puedes mantener aquí a una niña secuestrada, a la que está reclamando un juez español por el mundo entero. Abbas, tienes que entregar a tu hija a la madre y acabar con este conflicto.

—Esta orden de detención —le comentó el policía, enseñándole una mala fotocopia del mandato de Interpol— no solo la tenemos nosotros, sino que también la tienen los ingleses y los americanos. Ellos tienen gente de Interpol aquí en Iraq. Esto quiere decir que si no entregas a la niña, o ellos o nosotros tendremos que detenerte.

Basora, en aquellos momentos, seguía bajo la influencia del ejército británico, que controlaba la seguridad de sus calles y de su gobierno. Su principal enemigo eran las insurgentes milicias chiitas de Al Mahdi, causante de cientos de bajas entre los británicos en el tiempo que estuvieron los ingleses en el sur de Iraq. Por esta razón, el mando militar inglés, que trabajaba codo a codo con la policía iraquí, sabía lo que estaba sucediendo en casa de Abbas, si es que el encuentro con los jefes tribales no había sido orquestado por ellos mismos.

Abbas, sin argumentos que contrarrestar a sus visitantes, se mantuvo en silencio. Su excusa de la responsabilidad como padre musulmán no valió con los jefes de tribu ni con el policía. Finalmente accedió a acatar la orden, a cambio de que le dieran tres días de prórroga. El tiempo necesario para que él y su familia se despidieran de la niña. Después de los abrazos y besos de rigor, propios de los saludos árabes, todos se despidieron amablemente de Abbas y quedaron en verse tres días más tarde. Zequie, la madre de Abbas, había escuchado toda la conversación desde una habitación contigua, salió y le miró compungida.

—¿Qué vas a hacer, Abbas?

Abbas, sin contestarle, sacó su teléfono del bolsillo y llamó a su hermano Hazen, un cargo intermedio en la estructura de la milicia de Al Mahdi. Abbas miró de reojo a su madre, haciéndole un gesto de indiferencia y restando importancia a lo que acababa de suceder, tratando de transmitirle tranquilidad.