Y claro que le llamé, para saber quién era y qué quería el tal David Rivas. El tipo en cuestión me dijo que tenía una empresa de seguridad llamada High Security Solutions y que tenía experiencia en casos similares. Según contaba había rescatado a una chica joven secuestrada en la selva colombiana y tenía buenos contactos en Iraq. Me comentó que viajaba constantemente y aunque tenía su residencia en Santander, podíamos tener un contacto en Madrid. Me citó una noche en la residencia militar El Quijote, lo que me confundió inicialmente porque pensé que era militar. Me contó posteriormente que se había hecho reservista y eso le permitía vivir en este lugar cuando venía a Madrid, reservado para militares y a un precio muy módico. Lo que no iba a resultar tan módico, sin embargo, es lo que me contaría en la cena que tuvimos a continuación.
—Nosotros podemos rescatar a la niña, pero es una operación muy arriesgada y hay que tomar muchas medidas de seguridad para llevarla a cabo con éxito.
—¿Y cuáles son esas medidas de seguridad? ¿Qué es necesario para rescatar a Sara? —le pregunté para calcular por dónde podía ir el presupuesto.
—No sabemos lo que nos podemos encontrar allí. Pero calculo que harían falta entre cuarenta y cincuenta personas aproximadamente. Sería necesario contar con diez coches blindados y habría que alquilar armamento ligero y pesado —hablaba con tal seguridad que parecía que se traía la lección muy bien aprendida—. Lo primero que habría que hacer es contratar un servicio de inteligencia que nos diga en qué condiciones vive la niña. Después, para su rescate posterior, sería necesario alquilar dos helicópteros o tal vez sería posible contratar a un amigo francés, que es un piloto que realiza vuelos irregulares en su pequeña avioneta, entre Iraq y Kuwait, para sacar a la niña a un lugar seguro.
—¿Y cuánto costaría esto? —pregunté con cierto temor, esperándome lo peor. Una respuesta similar a la oída unos días antes en el hotel Wellington.
—Pues esto costaría un millón de dólares —replicó sin cortarse, mientras tomaba la última cucharada del tiramisú que pidió de postre, a la vez que me miraba fijamente para observar mi reacción.
—¿Y si en lugar de tomar Basora, la misión exclusivamente es rescatar a una niña, que vive en un humilde hogar familiar, con su abuelita y con su tía enferma? ¿Sería más barato? —me permití la ironía al ver el monumental despliegue de personal y armamento que proponía para rescatar a Sara.
—¿Y la tele? ¿No puede pagar la tele? Yo podría hacer una buena grabación de la operación.
—La tele no paga mercenarios, David. Al menos la mía —le corté en seco.
—A mí me gustaría hablar con la madre —dijo de pronto David Rivas—. ¿Tiene casa en propiedad? ¿Tiene dinero la familia?
—Que yo sepa, Leticia vive de una pensión de viudedad y su familia es normal, de clase media. Sobre la propiedad de la casa, creo que vive de alquiler —improvisé sin saber la verdad—. ¿Por qué la pregunta de la casa en propiedad? —dije, temiéndome oír lo que escuché a continuación.
—Hombre, porque yo por una hija haría lo que fuera, y si tengo que rehipotecar mi casa para conseguir dinero, lo hago. Es lo normal en estos casos.
—¿Y con este coste, hay garantía de recuperar a la niña? ¿Si falla hay que pagarlo igual?
—Por supuesto que no hay garantía. En cuanto estuviera en peligro la vida de la niña, habría que abortar la operación y los gastos ya estarían realizados.
A pesar de mi ignorancia en la metodología paramilitar, durante la larga sobremesa insistí a David en la posibilidad de reducir medios y saber hasta dónde podía rebajarse el presupuesto del millón de dólares. Después de dos horas de divagaciones, conseguí que el mercenario rebajase sus medios y sus cifras a menos de la cuarta parte.
—Por cierto, te quería hacer una pregunta —me interrumpió repentinamente—. ¿Con el padre qué hacemos?
—Hombre, me imagino que habría que retenerle hasta que la niña esté a salvo. Habría que evitar que tuviera tiempo para alertar o para denunciar la captura de la niña. Ten en cuenta que lo que para el resto del mundo es un rescate, para los iraquíes sería un secuestro —respondí, improvisando la respuesta.
—¿Y meterle dos tiros y tirarle a una cuneta? —añadió David, a modo de chiste malo, pero esperando una respuesta para ver cuáles eran mis intenciones.
—La niña tiene un padre y debe seguir teniendo un padre —le indiqué con seguridad y contundencia—. Por supuesto, una condición ineludible es que se tiene que intentar que la niña no presencie ninguna acción violenta y mucho menos contra su padre o algún familiar próximo.
—Eso sí que va a ser difícil. Ya veremos.
Quedamos en hablar más adelante. Me pidió que le enviara por correo electrónico toda la información que tuviese sobre la niña y vería cómo estaban sus contactos por Iraq.
La impresión que me llevé de David fue un tanto confusa. Estaba claro que poseía una cultura de lector empedernido de periódicos. Era un teórico de tácticas militares, aprendidas de manuales y películas bélicas, y contaba como propias las historias vividas por su hijo, legionario destinado entonces en Afganistán. Todo esto me creaba ciertas dudas sobre él. Pero poseía también la simpatía y verborrea típica del comercial. Al fin y al cabo, cuando sus «misiones internacionales se lo permitían», se dedicaba a la venta de chalecos antibalas y botas de campaña. No puedo negar que desconfiaba de él, pero tampoco puedo negar que era un tipo que caía bien a la primera impresión.
En mi vida profesional nunca había conocido un mercenario. Intuía que esta gente actuaba siempre por dinero, aunque David prometió inicialmente ayudar sin ánimo de lucro, lo que me hacía dudar más todavía de sus argumentos. Solo habría que pagar cantidades que cubrieran los gastos. La realidad es que todo tenía un coste.
Al cabo de pocos días, David llamó para decirme que podía «encargar un trabajo de inteligencia» y poner a algunas personas a observar a Sara y fotografiarla. Eso sí, este trabajo costaría nueve mil euros, pero sería deducible si se le hacía el encargo definitivo de rescatar a Sara. Le avisé que no tomara mi respuesta como un compromiso, pero que inicialmente podía ser interesante. Se lo conté a Leticia, sin muchas esperanzas, pero con intención de animarla para que viera que el tema se estaba moviendo.
«Yo no tengo ni un duro, Javier. En último extremo, si nos ofrecieran garantías, podría hablar con mi tío Fernando, que vive en Estados Unidos, y con mi madre para ver si me pueden ayudar».
Leticia de repente comenzaba a mostrarse más animada. Después de varios meses de inactividad, había dos frentes abiertos en la misma dirección y con el mismo objetivo: rescatar a Sara.
A la espera de tener noticias de David, me llamó Antón para comunicarme que el doctor Khaled se iba a Kuwait a preparar el rescate de Sara y que nos tendría informados de lo que fuera aconteciendo. Leticia comenzaba a ver una luz al final del camino. Habíamos conseguido que el juez de instrucción que llevaba el caso dictase una orden internacional de busca y captura de Abbas y, además, había gente removiendo el tema en Iraq.