III

Leticia había puesto la primera denuncia a principios de septiembre de 2006, nada más desaparecer su hija, pero su visita al juzgado no fue requerida hasta el mes de abril del año siguiente para solicitarle declaración. A raíz de la denuncia, el juez instructor del juzgado de Madrid que entendía del asunto, dictó un auto en el que solicitaba como primera medida la búsqueda y localización de Abbas Alí, padre de la niña. Este auto, en sí mismo, no podía conducir a nada, ya que buscar a un ciudadano en un país desestructurado, incomunicado y en guerra suele ser una labor harto difícil, y mucho más si es únicamente para comunicarle que ha sido denunciado en un juzgado español. Pero si además de estos problemas, el país y el ciudadano son árabes, y el motivo de la denuncia es la custodia de una niña, hija de un musulmán, el asunto tomaba visos de utopía, como supimos tiempo después. No obstante, le comunicamos a Interpol nuestras dudas sobre la viabilidad de la ejecución del auto judicial por ser tan escueto en su planteamiento. Nos contestaron que sugiriéramos al juez, a través de la abogada de Leticia, que al tener conocimiento de que tanto Sara como su padre se encontraban en Basora, se incluyera en el auto la orden de detención internacional, con el fin de que el departamento de Interpol en Iraq tuviera conocimiento del asunto. Lo que dudaban era que fuera posible que recibieran la orden interna de detención, dada la dificultad para establecer cualquier tipo de comunicaciones.

A partir de ese momento, rescatar a Sara se convirtió para mí, más que en un objetivo periodístico, que lo era en toda su extensión, en una obsesión personal. La dirección de Telecinco confió en la historia y me autorizó el proyecto. La apuesta era arriesgada. El periodismo de investigación es caro en medios y en tiempo, y no es normal que una empresa de comunicación arriesgue, y más si el resultado es tan incierto. Siempre agradeceré la confianza ciega que mis jefes depositaron en mí y en la causa.

Comencé a buscar ayuda sin saber claramente quién me la podía dar. Tomando un día una copa con unos amigos, contacté con un singular personaje que se interesó por la historia de Sara. Sin ser policía ni nada que se le pareciese, Antón dirigía una ONG llamada Policías sin Fronteras, cuya labor, al menos en esos momentos, no sabía explicarme si no era con una declaración de intenciones de lo que él desearía que fueran los objetivos de la ONG. Me confesó que tenía muchísimos contactos en todos los estamentos legales, y me preguntó qué necesitaba exactamente para liberar a Sara de su cautiverio iraquí. Yo le contesté, obviamente, que lo que necesitábamos era que se hiciera justicia. El primer conflicto comenzaba porque el problema se localizaba en un país en guerra. Este hecho complicaba todo mucho más.

«Puedo contactar con empresarios que quieran financiar una operación de rescate, allí en Iraq. De momento no puedo decirte más. Déjame unos días a ver qué puedo hacer y te llamo».

Antón, hombre de buen beber y escaso comer, era un tipo simpático. Le gustaba recordar con pasión nostálgica, y tal vez anclado en otros tiempos, su amistad con Adolfo Suárez y las prebendas lógicas de esta relación mientras fue presidente. Lo que ocurría es que los contactos y las influencias de treinta años atrás ya tenían poca o ninguna eficacia. Aunque Antón seguía manteniendo contactos con algunos sectores de las cloacas del Estado, por las que pululan viejas y caducas glorias de los servicios secretos. A los pocos días recibí su llamada. Me citaba para una reunión en el hotel Wellington, en el madrileño barrio de Salamanca. El personaje me inspiraba confianza. Se mostraba solícito, con ganas de colaborar.

«Te voy a presentar a un buen amigo mío. Fue agente del Cesid y tiene muy buenos contactos en Oriente Medio. Yo creo que él tiene la clave para rescatar a Sara».

En el día y a la hora indicada, me presenté en la cafetería del hotel. Allí me esperaban desde hacía rato Antón y su amigo Martínez, en una entretenida charla. Al pedir un güisqui, noté que me encontraba en inferioridad de condiciones respecto a ellos, porque iban al menos tres rondas por delante. El tono subido, ameno y disparatado a la vez del diálogo totalmente absurdo que mantenían los dos me hacía presagiar que me iba a costar hacerme con las riendas de la conversación. Lo peor es que tenía que calibrar si iban de farol o con una intención y un deseo claros de ayudar a traer a la niña de su infierno iraquí.

Martínez, un jubilado de correctos pero autoritarios modales, vestido a la última moda de la calle Goya, con ropa cara pero vieja, tanto como el gastado Hublot de acero y oro que lucía en su muñeca, decía tener la clave de la operación. Se presentaba como un empresario con muchos contactos, producto de un pasado profesional muy intenso. La clave estaba en su amigo Khaled, un iraquí afincado en España y natural de Basora —ciudad en la que precisamente se encontraba Sara—, poseedor además de poder e influencia en la zona del sur de Iraq. El doctor Khaled, llamado así por su doctorado en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia, a pesar de vivir en España medio exiliado, mantenía propiedades y negocios en Basora. Incluso era editor de Al Manara, un periódico local de la zona, con una línea editorial crítica con el gobierno y con la presencia de tropas británicas y americanas en la región.

—Mi amigo, el doctor Khaled —decía Martínez—, es un hombre muy influyente en la zona. Es el jefe de una tribu de tres millones de personas que viven en la provincia de Basora. Gracias al doctor, las tropas españolas han abandonado Iraq sin problemas. Sin problemas y con honor. La clave está en que el doctor Khaled ha negociado con los líderes de los insurgentes para que el ejército español pudiera salir desde la base de Diwaniya, por tierra hasta Kuwait, sin ser atacados. Pero el gobierno español no se lo ha agradecido todavía.

El enunciado de Martínez no dejaba lugar a dudas, si era verdad, del poderío que se gastaba el tal Khaled. El problema es que yo no estaba en condiciones, en ese momento, de saber si era verdad o no la afirmación de su brillante implicación en la salida de las tropas españolas de Iraq.

—La operación es complicada —siguió—, pero con los contactos y las relaciones del doctor podemos sacar a la niña perfectamente del país. Claro que en este tema hay que ser sinceros. Esto llevará unos gastos que obviamente el doctor no tiene por qué asumir. Ten en cuenta que Khaled es iraquí, pero es un hombre bien cuidado por la CIA, y en Iraq quienes mandan ahora son los americanos.

La insinuación de que la solución pasaba por un acuerdo económico no se hizo esperar.

—¿Y de qué cantidad estamos hablando, que pueda saldar los gastos de vuestro amigo? —pregunté inocentemente.

—¡De cuarenta millones de pesetas! —afirmó rotundo y sin compasión Antón, en el momento que apuraba su güisqui—. La tele tiene mucho dinero y aquí tiene que cobrar mucha gente.

Le di otro sorbo a mi primer y único güisqui y me puse de pie.

—Está bien. Entonces no tenemos nada más que hablar. Ha sido un placer, pero creo que hablamos distintos idiomas. Vosotros este tema lo veis como un negocio y para mí es algo muy distinto. La vida de una niña está en peligro y eso es lo único importante —el tono dramático de mis palabras tenía el claro objetivo de ablandar sus corazones y rebajar sus pretensiones económicas.

Cuando me levanté para marcharme, me pidieron al unísono que me sentara y dijeron que el dinero no sería el problema para llegar a un acuerdo. Pero que al doctor Khaled habría que pagarle, al menos, los gastos que se derivaran del rescate.

Intuía que la lucha por rescatar a Sara iba a estar llena de sobresaltos, aunque nunca pude imaginar que tantos, ¡por Dios!, y decidí ir racionando la información a Leticia de todos los contactos que comencé a hacer. Entre otras cosas porque no conocía a Leticia de nada y no sabía su grado de discreción y cautela. Con el tiempo comprobé que tenía el justo.

Mantuve diversas reuniones con Antón en las que acordamos que si él venía a Iraq, cobraría una cantidad de dinero sensata, siempre y cuando volviéramos con Sara libre.

Al mes aproximadamente de la primera reunión, fui convocado nuevamente en el hotel Wellington. Antón y Martínez iban a presentarme al doctor Khaled, que se encontraba en Madrid. A las cinco de la tarde me presenté en el hotel, que al ser este un lugar de tradición taurina y estar celebrándose la Feria de San Isidro, estaba abarrotado de aficionados, que acostumbran a tomar el café y la copa, y encender el puro en el hotel para fumárselo por la calle de Alcalá, camino de las Ventas. Nada más llegar, Antón se acercó hasta mí y me pidió que esperara en una mesa aparte. Esperaban al ex ministro del Interior José Luis Corcuera para presentárselo al doctor, que se encontraba ya allí, junto a Martínez y un relevante magistrado de los juzgados madrileños. A los pocos minutos vi llegar a Corcuera, que se sentó a la mesa con todo el grupo. No pasaron ni quince minutos, el tiempo que el ex ministro tardó en tomar su café, se despidió de los presentes y se marchó como había venido, solo. Toda una visita de cortesía y compromiso.

Al cabo del rato, Antón, que a esas horas de la tarde no habría pasado ni el más benévolo control de alcoholemia, se acercó con el doctor Khaled hasta mi mesa. El iraquí, un venerable anciano de magníficos modales, exquisitamente vestido de sport, educado y con porte de gran señor, se mostró encantado con la idea de ayudar a rescatar a Sara. Cuando quise entrar en conversación con él y me interesé por su capacidad de intervención en Iraq, Martínez unas veces y Antón otras, le cortaban y empezaban a contarme las virtudes, los contactos y la influencia de Khaled, poniendo repentinamente fin al encuentro e instando a una reunión en Valencia para hablar tranquilamente de todo el asunto. Sin ningún género de dudas, intuí que ni Martínez ni Antón querían que hablase con el doctor, al menos en ese momento.

Le conté a Leticia, sin demasiados detalles, los encuentros tenidos y que había conocido a un iraquí que parecía interesante. Le pregunté si estaría dispuesta a salir en cualquier momento hacia Iraq.

—Si hubiera tenido dinero, me habría marchado ya.

—¿Estando la situación como está allí? —le pregunté.

—¿Y qué me van a hacer a mí? Si yo no tengo nada que ver con esa guerra. Yo voy a buscar a mi hija y ya está —afirmaba tajante y de corazón, ignorante absoluta de la realidad del conflicto iraquí y de lo que es una guerra—. Por cierto, Javier, me ha llamado un tío que dice que tiene una empresa de seguridad y que estaría dispuesto a coger a la niña y traérsela. Yo le he dicho que de eso no quería saber nada y que ya le llamarías tú. Si quieres llamarlo, claro.