Llamé a Leticia y me citó en casa de Carmen, su madre. Un elegante piso de clase media, recién alquilado, en el barrio de la Concepción de Madrid, muy próximo, paradójicamente, a la gran mezquita de la M-30 madrileña. Su voz apagada, su expresión de tristeza, su gesto de ansiedad y su desolación parecían estar impregnadas en sus facciones y eran su tarjeta de visita nada más verla. Sin dejar de fumar un cigarrillo rubio tras otro, relataba la angustia vivida desde que tuvo la certeza de que su hija Sara había sido secuestrada y trasladada a Iraq. Al escuchar su relato, como padre, entendía perfectamente su gesto enojado. Hacía cinco meses que no oía ni hablaba con su hija pequeña. Y, lo que era peor, no sabía ni siquiera si estaba viva o muerta. Las noticias que aparecían de Iraq en el telediario no hacían presagiar nada bueno ni que la situación del país fuera a cambiar. Los muertos se contaban a diario por docenas en los repetidos e indiscriminados atentados por casi toda la geografía iraquí. Leticia continuaba sin entender que fuera tan fácil que Alí, su Alí, aquel que un día le juró amor eterno, le hubiera robado de su lado, con total impunidad, aquello que más quería en su vida: su hija Sara. Había denunciado el hecho en dos comisarías, había escrito una carta al presidente Zapatero, otra a los Reyes, había hablado con la dirección consular del Ministerio de Asuntos Exteriores, pero nadie le había contestado y seguía sin saber nada de su hija. Le pregunté que hasta dónde estaba dispuesta a llegar para recuperar a Sara y sin pensar un segundo respondió:
—¿Que hasta dónde estoy dispuesta a llegar? Javier, estoy dispuesta a llegar hasta Basora, a la casa donde está viviendo el cabrón ese con mi hija, y traérmela para España.
Esa era exactamente la frase que quería oír. Mi idea del reportaje era justamente esa: contar y seguir paso a paso la odisea de una madre desesperada, en su intento de rescatar a su hija secuestrada en Iraq. El final era absolutamente imprevisible, pero todo lo que fuera ocurriendo, ser testigo de los movimientos de Leticia en su día a día tras los pasos de su hija, reunía todos los ingredientes para componer una preciosa historia periodística.
—¿Me dejarías ser testigo en la búsqueda de tu hija y ayudarte en lo que buenamente pueda?
Leticia me respondió afirmativamente. Realmente estaba bloqueada y necesitaba ayuda. El tema no avanzaba ni judicial ni policialmente y no sabía qué pasos dar, más allá de la denuncia que había puesto.
Cuando le conté el tema a Pedro Revaldería, entonces director de producción de programas de Telecinco, y le comuniqué que mis intenciones eran las de hacer un gran reportaje, vivir y narrar en primera persona la aventura de Leticia en su intento de recuperar a su hija en Basora, me dijo que estaba absolutamente loco.
«¿Qué quieres? ¿Que te reciban a tiros a ti y a esa madre? ¡Estás loco, manzanillo!».
Por entonces aún desconocía que Abbas Alí apoyaba el uso de la violencia para conseguir causas mayores o que simpatizaba con la milicia chiita de Al Mahdi, el grupo civil armado más numeroso de Iraq con un grandísimo arraigo en Basora. Pero siempre pensé que las intenciones de Leticia se ajustaban a la lógica y al derecho. Era normal que quisiera luchar por recuperar a su hija. A Sara la había parido ella, en el hospital de El Escorial, en Madrid. Era española, de nacionalidad, de cultura y de nacimiento. Y era absolutamente injusto que por despecho o por venganza, Sara, con sus ocho años de inocencia, fuera castigada sin juicio y sin razón a vivir en el infierno. Sara había sido condenada por su padre a vivir de repente en un lugar desconocido, rodeada de miseria e inmundicias y edificios derruidos. Tenía que sobrevivir sin agua corriente y sin luz, con la comida justa para seguir pasando hambre; sin conocer el idioma y a cincuenta grados de temperatura ambiente. Sin poder salir de una extraña y desconocida casa en la que compartía sus sueños y sus insomnios con familiares desconocidos.
Sara intentaba conciliar el sueño cada noche con el ruido ininterrumpido de las bombas de destino incierto y con el sonido martilleante de los disparos de la artillería ligera. Este escenario debía de ser lo más parecido al infierno, porque a Satán no se le podría ocurrir nada peor.