Leticia prefirió no decir nada a su madre y le pidió a sus hijos que tampoco lo hicieran. Ya habría tiempo de contarlo y no quería amargar aún más las vacaciones a todos. A los dos días de la monumental bronca, salieron rumbo a la playa.
Abbas, por su parte, hizo sus maletas tranquilamente y se tomó tres días para abandonar el hogar compartido con Leticia durante muchos años. Pensaba salir a primera hora de la mañana, pero en el último momento y con todo el equipaje preparado, comenzó a buscar algo que le llevó por todos los rincones de la casa. Registró todos los armarios de la habitación, cajón por cajón. Buscó por todas las carpetas donde Leticia guardaba recibos y documentación. Abrió y hojeó los escasos libros que había en la casa, pero no logró encontrar lo que buscaba. Y se desesperaba. Hasta el mediodía, en que se dio por vencido, no cejó en su búsqueda. El momento de la partida fue amargo para Abbas. Esa casa que dejaba, en la más absoluta soledad, había albergado cientos de sueños a lo largo de los últimos años. Unos se habían cumplido y otros quedaron en el camino, pero el balance final no era positivo. Salía de esa casa forzosamente y no de manera voluntaria.
«Esta humillación no se le hace a un iraquí», pensó Abbas, mientras que cerraba con un portazo la entrada de la casa.
Se fue directamente a casa de Kadem, un amigo iraquí que vivía en Ópera, en el centro de Madrid. Se instaló en su casa con la promesa de que no estaría allí mucho tiempo.
Una mañana calurosa del mes de agosto, después de llamar al teléfono móvil de Leticia para hablar con Sara, se acercó hasta la embajada iraquí en España. Allí saludó muy efusivamente a los funcionarios que durante un tiempo fueron compañeros suyos y a continuación, mientras portaba su pasaporte iraquí en la mano, pidió hablar con el jefe del departamento consular al que conocía bien. Al cabo de cuarenta y cinco minutos salió de la oficina, sonriente y satisfecho, se despidió de sus amigos con la misma efusividad que a su llegada y se marchó.
Después de pasar unas semanas en Menorca, Leticia y su familia llegaron al aeropuerto de Barajas un viernes por la noche, donde Abbas les estaba esperando para llevarlos a todos en su viejo coche hasta su casa de la sierra. Abbas, como si nada hubiera pasado un mes atrás, se quedó a dormir en el mismo sofá donde durmió su hermano Haider, porque iba a pasar el fin de semana con su hija, cosa que a Leticia no le pareció mal. El sábado por la mañana, padre e hija se desplazaron hasta Madrid, a la casa de Kadem, donde pasaron todo el fin de semana. El lunes Sara y su padre regresaron a casa normalmente, se despidieron y Abbas quedó con Leticia en que quince días más tarde volvería a buscar a la niña.
Dos semanas después, Leticia se fue con Laura y Sara a pasar el día en el parque temático Faunia, cuando recibió la llamada de Abbas, que, con una extraña generosidad, las invitaba a cenar en un restaurante de la plaza Mayor de Madrid una vez que hubieran terminado su paseo por el parque. Laura se oponía a la cena, pero entre su madre y su hermana la convencieron. La cena transcurrió con absoluta normalidad. Abbas, sin dirigirse en ningún momento a Laura, se mantuvo simpático y hablador con Leticia y esa misma noche se volvió a marchar con Sara para pasar el fin de semana juntos.
Por la noche Leticia echó mucho en falta la presencia de Sara, que dormía en la cama de matrimonio desde que nació. Hacía poco más de un mes también que Abbas había dejado de dormir con ella. La cama, esa noche, se le hacía especialmente grande. Aprovechando la ausencia de Sara, se levantó tarde la mañana del sábado y dedicó el resto del día a vaguear, tomando el sol con Laura y tratando de recuperar ese tostado menorquín que ya iba desapareciendo. Al llegar la noche, a Leticia le extrañó que su hija no hubiera llamado por teléfono en todo el día.
«Mira tu hermana, está tan encantada con su padre que ni se ha acordado de llamarnos», se lamentó ante Laura.
Al día siguiente Leticia se levantó mal y desganada. No había una razón que determinara su malestar, pero no se encontraba bien. Se sentía apática, cansada, con sentimientos contradictorios que la hacían estar mal físicamente y mal consigo misma. Era como tener resaca sin haber bebido una gota de alcohol. Después de comer, Leticia no pudo aguantar más.
—Acércame el teléfono, Carlos, que voy a llamar a tu hermana, porque no entiendo cómo no llama la niña esta. La culpa, desde luego, la tiene el padre, porque no le ha dicho que me llame… y se fueron el viernes por la noche. Pero… ¿qué cojones le pasa a este en el teléfono? ¿Se ha quedado sin batería? —se desesperó Leticia después de hacer un quinto intento de llamada y recibir como única contestación la misma voz mecánica avisándole que el teléfono estaba apagado. Toda la tarde y parte de la noche estuvo llamando al móvil de Abbas, pero la respuesta era la misma: ninguna. Leticia se acostó bastante preocupada, pensando qué les podía haber pasado, aunque al final acabó pensando que tal vez se había estropeado el teléfono y que al día siguiente, lunes, aparecerían en casa juntos.
Pero el lunes tampoco aparecieron y eso ya disparó la alarma. Después de esperar un tiempo prudencial hasta la tarde, le dijo a su madre y a su hija Laura que se iba a buscar a la niña a Madrid y decidieron acompañarla. Cogieron el coche y se plantaron las tres en Lavapiés, donde vivían la mayoría de los amigos de Abbas. Allí, reunidos en la tienda de bisutería al por mayor de uno de ellos, Leticia les estuvo contando su pesar porque desde hacía tres días no sabía nada ni de Sara ni de Abbas. Kadem, el amigo con el que había estado viviendo Abbas, escuchaba la conversación desde lejos, en una esquina de la tienda. De repente, se plantó delante de las tres mujeres y con una mirada desafiante y en tono irónico, se dirigió a Leticia:
—Leticia, ¿tú no sabes dónde están Abbas y la niña?
—Pues no —contestó Leticia inocentemente—. Si lo supiéramos, no estaríamos aquí buscándolos.
—Pues Abbas y su hija Sara se han ido a Iraq, a Basora.
—¿A Iraq? ¿A Basora? —Leticia, fuera de sí, sin querer creer lo que estaba oyendo, repetía—: ¿Que se ha llevado a mi hija a Iraq…? —Pero antes de que pudiera oír una respuesta, Leticia, absolutamente abatida, perdió el conocimiento y se derrumbó ante la insólita mirada del grupo de iraquíes que la rodeaba. Carmen, mientras intentaba sujetar a Leticia, maldecía con rabia a Abbas y a todo su universo, empezando por los presentes, que asistían impávidos a la lista de improperios e insultos que aquella mujer echaba por la boca.
—Mira como sabía yo que este sinvergüenza, que este moro de mierda, iba a liar alguna —decía llena de furia sin que los iraquíes presentes se atrevieran a abrir la boca, viendo el grado de excitación de la madre de Leticia—. Mira cómo te ha pagado todo lo que has hecho por él. Que le has mantenido, que le has vestido, que le has metido en tu casa, que les ha dado todo. Menudo canalla el Abbas este. Pues como toda esta gentuza —remataba bajando el tono de voz, mientras abanicaba a su hija, a la que entre todos habían sentado en una silla.
Laura, rota de dolor ante la noticia, lloraba amargamente e intentaba reanimar a su madre acariciándola. Se sentía muy mal. Por su cabeza empezaban a rondarle ciertos sentimientos de culpabilidad que no le gustaban. El grupo de hombres, visiblemente incómodos, se miraban sin saber qué hacer. Se movían nerviosos alrededor de las tres mujeres, sin saber cómo ayudar ni qué hacer para finalizar aquella incómoda situación.
Mientras Leticia se recuperaba del desmayo que le había producido el saber que Abbas había secuestrado a Sara, ambos se encontraban ya a miles de kilómetros, lejos de Lavapiés. Concretamente en Damasco, esperando volar al día siguiente para Basora.
Abbas lo tenía todo preparado. Desde que amenazó veladamente a Leticia, diciendo que algún día se arrepentiría, empezó a preparar minuciosamente toda la operación para escapar con Sara del país, volver a su tierra y vengarse de Leticia. En la embajada iraquí, en una decisión absolutamente arbitraria, el amigo de Abbas introdujo el nombre de Sara en el pasaporte de su padre, sin permiso ni conocimiento de la madre. Sara iba contenta. Su padre le había dicho que iban a Basora a conocer a su familia y que pronto regresarían. Sara le dijo a su padre, antes de volar, que quería llamar a su madre. Pero su padre la engañó dándole largas, sabiendo que esa llamada podía llevar al traste todos sus planes.
«Sara, cariño, ¿por qué no llamas a mamá cuando lleguemos y así le das la sorpresa de que ya estamos en Basora…? —le decía a su hija con el más cruel de los cinismos—. Así le cuentas cómo ha sido el viaje, los aviones que has cogido, lo que has visto…».
La niña pensaba que iba a un país parecido a España, a conocer algo nuevo, a conocer una nueva familia, sin tener ni idea de lo que se iba a encontrar allí. Su padre estaba más preocupado. Iba a llevar a cabo su traición definitiva. Solo faltaba que la policía del aeropuerto de Barajas no se diera cuenta de la precariedad documental que la niña llevaba para salir de España. Faltaba una autorización materna. Cuando llegaron al control de pasaportes, el agente miró la documentación iraquí de Abbas, echó un vistazo a Sara, y les permitió continuar camino hacia el avión. Misión cumplida. El secuestro se había consumado delante de las propias narices de la policía española.
Abbas y Sara volaron de Madrid a Damasco el sábado por la mañana, apenas diez horas después de que se hubiera despedido de su madre. En la capital siria supieron que tendrían que esperar tres días, hasta que hubiera un vuelo disponible de la Iraqui Airways, la única compañía que hacía el trayecto hasta Basora, la capital del infierno. Pero esto Sara tampoco lo sabía.
Una vez recuperada del desmayo y del agobio que le produjo derrumbarse ante el grupo de iraquíes, con los que no tenía ninguna confianza, Leticia, su madre y su hija abandonaron la tienda. Lograron saber que la primera escala de Abbas y la niña rumbo a Iraq era Siria. No había tiempo que perder. Juntas emprendieron un veloz viaje hasta la comisaría del aeropuerto de Barajas para intentar evitar lo ya inevitable. El funcionario de turno escuchó impasible la narración de Leticia. No era la primera vez que tomaba una declaración de esas características. Leticia pronunció el verbo maldito:
—Vengo a denunciar… que han secuestrado a mi hija.
—¿Tiene idea de quién ha sido? —preguntó el funcionario.
—Su padre… ha sido su padre. Se la ha llevado a Iraq… —Y rompió a llorar desconsoladamente, mientras su madre y su hija intentaban tranquilizarla. Aunque a duras penas ellas mismas podían controlar su propio dolor, que cada vez se hacía más intenso ante la evidencia de la desaparición de Sara.
Cuando Leticia tomó auténtica conciencia de que Abbas había secuestrado a Sara, tal y como había oído otros muchos casos en la televisión, empezó una carrera de fondo entre comisarías, juzgados, ministerios y abogados, pensando que era posible recuperar a Sara legalmente. A partir de ese momento, comenzó un largo y fatigoso camino, donde día a día se iba dando cuenta también de lo diminuta, incapaz y vulnerable que se sentía ella sola, en la lucha contra el aparato y la burocracia del Estado. A priori parecía muy fácil recuperar lo que legalmente le pertenecía, y más si se trataba de un hijo, pero para Leticia era como si el sistema hubiera ideado un perfecto plan para que cualquier hecho lógico se convirtiera en sinrazón. Y el tiempo transcurría y su hija Sara, cada día que pasaba, estaba más lejos de ella.
Abbas y Sara llegaron a Damasco y tuvieron que estar tres días para volar hasta el sur iraquí. Este imprevisto retraso alteró notablemente los planes de Abbas, por el coste económico que suponía quedarse en Siria y por su obsesión por llegar cuanto antes a Iraq. Durante ese tiempo, padre e hija se alojaron en un pequeño hotel de la parte antigua de la ciudad, propiedad del hermano de unos amigos iraquíes de Abbas. Siria fue para Sara su primer contacto real con el mundo árabe. Repentinamente, todo era nuevo y diferente. Los olores, los colores, las calles y sus gentes, las casas y la forma de vivir. Todo era tan distinto para Sara que, a pesar de su corta edad, empezaba a sentir instintivamente lo lejos que se encontraba de su mundo. Aunque nada comparable con lo que le quedaba por descubrir al final del viaje. Sentía el deseo irrefrenable de llamar a su madre por teléfono y contarle su fascinación por todo lo que estaba conociendo. Pero Abbas no estaba dispuesto a complacerla. Entre otras cosas, porque no sabía si Leticia conocería ya, a esas alturas, que se había llevado a la niña rumbo a Iraq. Y no podía saberlo todavía.
«No, Sara, a tu madre no podemos llamarla hasta que no lleguemos a Basora, porque ya te dije que este viaje era un secreto y no se lo debemos decir hasta que no estemos allí». Sara asentía, aunque nada convencida de lo que le explicaba su padre.
Para Abbas, salir de Siria con su hija era un simple trámite sin mayor importancia aparente. Viajaba con la tranquilidad que suponía haber franqueado ya la frontera española junto a la niña, únicamente con su pasaporte. En Siria no tenía por qué ser distinto.
Llegado el ansiado día, ya en el aeropuerto, y tras facturar el equipaje, Abbas y Sara se dirigieron hacia el control de pasaportes. El policía sirio tomó el pasaporte de Abbas y preguntó por el de la niña.
—La niña es mi hija y va incluida en mi pasaporte. Vamos a casa, vamos a Basora —añadió tratando de dar un aire de naturalidad a la situación.
El policía observó detenidamente el pasaporte, a la vez que tecleaba el ordenador. De repente, miró fijamente a Abbas y a la niña, salió de su cubil sin soltar el documento y les pidió que le acompañaran. Después de recorrer un pequeño pasillo, llegaron a un despacho donde había otros dos policías de mayor graduación, a los que comunicó que el padre y la hija eran «los que venían de España». El policía de más rango cogió el pasaporte y se quedó mirando a Abbas, que a duras penas conseguía disimular el estado de nervios que le provocaba la situación.
—Tenemos conocimiento de que te han puesto una denuncia en España, por haber salido ilegalmente con tu hija. ¿Es esto cierto? —le dijo el oficial mientras invitaba a Abbas y a la niña a que tomasen asiento.
Abbas, con el trato exquisito del que hacía gala cuando la ocasión lo requería, les explicó amablemente que se trataba de un lamentable error, que la madre de la niña estaba al corriente de todo.
—Es todo una equivocación. Hemos venido a pasar unas vacaciones con la familia, pero en un mes volveremos a España. De cualquier forma, entre árabes, no deberíamos tener este tipo de problemas legales.
El comentario fue recibido con una sonrisa de complicidad por los policías de aduanas sirios, conocedores de la denuncia formulada hacía unas horas por Leticia en el aeropuerto de Barajas.
—¿La madre de la niña es también iraquí? ¿Es musulmana? —preguntó nuevamente el policía.
—No. Es española y no es musulmana —contestó inmediatamente.
—Estamos esperando una orden de detención contra ti, pero todavía no nos ha llegado. —Abbas se quedó helado con la noticia. Su viaje podía estar llegando a su fin y su próximo destino podía ser repentinamente una cárcel española. Los policías le miraban fijamente esperando su reacción. Con toda la tranquilidad del mundo, se echó la mano al bolsillo y, tanteando, sacó tres billetes de cien dólares y le dio la mano al responsable policial. Este le estrechó la mano, tomó los billetes y con una simple sonrisa, le indicó la presencia de los otros dos policías. Abbas entendió perfectamente el mensaje. Sacó del bolsillo otros dos billetes y se los entregó—. Pues sin orden, no puede haber detención, así que seguid vuestro camino hasta el avión sin demoraros, y buen viaje a Basora. Si alguien os pregunta, esta conversación no ha existido, ¿de acuerdo? —remató el jefe.
—De acuerdo, de acuerdo —asintió Abbas, que tomó a Sara por el hombro y salió a toda velocidad del despacho. A pesar de todo, se sentía intranquilo. Sabía que en cualquier momento podía ser nuevamente retenido. Bien por otros policías que sabían que tenía dinero para pagar o bien porque hubiera llegado la orden internacional de detención. Encima con quinientos dólares menos. La espera en la sala de embarque se le hizo eterna y hasta que el avión no despegó, no se sintió del todo tranquilo.
Cuando la orden de detención, pedida por la embajada española en Siria, llegó oficialmente al máximo responsable policial del aeropuerto, Abbas y Sara estaban aterrizando en Basora, donde fueron recibidos por su abuela, sus tíos y por Alí y Hula, los hijos que había abandonado veinte años atrás. Los que él llevaba sin pisar su tierra. Todos juntos fueron para la casa donde vivía casi toda la familia, en una zona suburbial de Basora. Por el camino, Sara comenzó a ver la realidad de Iraq. Edificios destruidos, paredes con impactos de balas, polvo y suciedad por todos lados y mucha miseria por las calles. Puestos de controles con soldados fuertemente armados, gentes con una indumentaria poco habitual para ella y un olor insoportable de aguas residuales estancadas. A Sara no le gustaba lo que empezaba a ver ni a sentir.
Durante el trayecto en coche, todos la miraban y le hablaban en tono sonriente, pero ella no alcanzaba a comprender ni una sola palabra, aunque ya sabía algo de árabe. Al llegar a la casa, y antes de entrar, un grupo de familiares que esperaban la llegada, junto a los que les acompañaban en el coche, les rodearon a ella y a su padre. Dos amigos, que portaban una gallina viva en sus manos, se arrodillaron a sus pies. Sara no entendía lo que estaba sucediendo y mucho menos lo que iba a suceder. Los dos hombres, con un enorme cuchillo de cocina en la mano, degollaron violentamente la gallina delante de la niña y del padre, que la observaba con curiosidad, en un ritual típico iraquí para desearles la bienvenida y todo tipo de parabienes en su vuelta a casa. Sara jamás había presenciado escena tan horrorosa en sus ocho años de vida y se quedó sobrecogida por lo sangriento del ceremonial. La niña observaba impresionada cómo la gallina seguía moviendo las alas, a pesar de estar sin la cabeza, que yacía en el suelo. Más que un rito de bienvenida, para Sara fue una demostración o un presagio de cómo podía ser la vida que le esperaba en Iraq.
Cuando entró en la casa, comenzó a ver las grandes diferencias que había entre ese hogar y el que había dejado en Madrid. Allí no había muebles, las paredes estaban desconchadas, el suelo estaba viejo y sucio y las camas estaban todas juntas en una pequeña habitación que se veía a lo lejos. Iban a ser «unos días nada más», pensaba. Pronto volvería a Madrid, se lo había dicho su padre «y su padre nunca la engañaba».
Abbas, que había desconectado premeditadamente su teléfono móvil desde que saliera de la casa de Leticia, decidió encenderlo para que Sara pudiera hablar con su madre, tal y como llevaba pidiéndole varios días. Ya llevaban más de una semana en Iraq. Leticia, que no dejó de llamar al teléfono de Abbas ni un solo momento desde su desaparición, logró contactar finalmente con él.
—Alí, Alí…
—Hola, Leticia —contestó Abbas con una tranquilidad insultante para Leticia.
—Pero ¿qué has hecho, Dios mío? ¿Dónde te has llevado a la niña, Alí? —imploraba Leticia, sorprendida de que por fin contestase el teléfono, después de llevar más de diez días apagado.
—Nada, Leti. No te preocupes. He traído a la niña para que conozca a mi familia solamente. Estaremos por aquí un mes y volveremos a España. No te preocupes… —Abbas transmitía naturalidad, tratando de convencer a Leticia de que no era tan grave lo que había sucedido.
—Pero ¿cómo no me voy a preocupar, Alí…? En Iraq estáis en guerra, hay atentados todos los días donde muere muchísima gente, ¿y me dices que no me preocupe? Y te llevas tranquilamente a mi hija a Iraq sin decirme nada… ¿Te has vuelto loco o qué, Alí?
—Mira, Leticia, no te he dicho nada porque te ibas a oponer a que me trajera a la niña, y yo quería que mi familia la conociera… —añadió Abbas cínicamente.
—Pues que sepas que te he denunciado por secuestro en la comisaría del aeropuerto y esto va a traerte líos.
—Pues Leti, vuelve a la comisaría y retira la denuncia. Diles que todo ha sido una confusión y que es un viaje familiar. Nada de secuestro. Diles que la niña y yo volvemos a primeros de octubre —respondió muy tranquilamente.
Leticia, de repente, comenzó a restarle gravedad al asunto, pensando que Abbas no podía haber secuestrado a su hija, viendo además que tenía intención de volver. Tal vez se había precipitado realizando la denuncia, y más después de escuchar lo que él iba a decirle.
—¿Por qué no te vienes tú aquí, a Basora, a pasar unos días, y después nos volvemos todos juntos para España? Esto te gustaría. Hay muchas joyerías por aquí.
—¡Estás loco, Abbas! Ahora saltas con las joyerías. ¿Y la niña? Ponme a la niña, anda, que quiero hablar con ella… —le pidió con naturalidad Leticia, sorprendida por su ofrecimiento.
—Hola, mamá —sonó la dulce vocecilla de Sara al otro lado del auricular.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás, mi amor? —el tono de voz de Leticia se volvió cálido y cercano. La voz de su hija le parecía la de un ángel—. ¿Cómo estás por ahí, cariño? —preguntaba Leticia, tratando de evitar la emoción.
—Bien, mamá, estoy bien. Pero esto no me gusta.
—¿Por qué no te gusta, mi amor?
—Hay muchas ratas, mucha basura y está todo muy sucio.
—¿Dónde vives, cariño, cómo es la casa donde estás?
—Aquí hace mucho calor, mamá. Vivo en la calle Shara Madrase, en el barrio de la Kabla…, es lo que me ha dicho papá. Es una casa que está pintada de color beis, con un muro de cemento y tiene unas palmeras aquí en el patio…
Repentinamente, la llamada se cortó. Leticia se quedó con el corazón encogido, escuchando la descripción que su hija le estaba haciendo del lugar. Intentó recuperar la conversación con su hija durante toda la tarde, pero fue del todo imposible.
Las palabras de Abbas la tranquilizaron. La pequeña charla con su hija le dio ánimos. Nada era lo que en un principio parecía. Esa noche, antes de dormir, Leticia le estuvo dando muchas vueltas a la conversación y muy especialmente a la invitación para que fuera a Basora.
Laura recibió la noticia con auténtica satisfacción. Todo se iba a resolver. Sus lágrimas, cuando se lo comunicó Leticia, eran el desahogo a los días de angustia vividos en las últimas semanas. No dejaba de llorar, hasta que no pudo más, y se sinceró con su madre:
—Mamá, para mí es una tremenda alegría porque yo me sentía culpable de que Abbas se hubiera llevado a Sara por mi culpa. Porque si yo no te hubiera dicho nada, estoy segura de que nunca hubieras echado a Abbas de casa. Y él… él no se habría llevado a mi hermana —decía Laura entre gemidos—. Lo estoy pasando muy mal, mamá, y hasta que no vuelva, no voy a estar tranquila —finalizó Laura mientras se dejaba caer en los brazos de su madre, buscando sus cariños.
Al día siguiente Leticia se dirigió a la comisaría del aeropuerto.
—Venía a retirar una denuncia que puse hace unos días… —le dijo al funcionario policial.
—Dígame, señora, ¿qué alega usted para querer retirar la denuncia? —le preguntó el policía mientras consultaba el expediente.
—Que la niña no está secuestrada. Que todo es un error. He hablado con el padre y con la niña y vuelven en unos días. A primeros de octubre estarán aquí.
El funcionario tomó nota de la declaración de Leticia, le pidió que la firmara y la archivó junto a la primera denuncia.
Pero el error fue creer en sus palabras.
La denuncia inicial había seguido los trámites diplomáticos necesarios y la embajada española en Iraq se puso en contacto con Abbas, apercibiéndole de que entregase a la niña, porque de lo contrario, sería puesto en busca y captura por Interpol. Abbas respondió al embajador de muy malas e insultantes maneras, diciendo que no tenía la más mínima intención de entregar a su hija, y mucho menos de volver con ella a España. Leticia fue informada de estos detalles por personal del Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando Leticia supo cómo reaccionó y las intenciones de Abbas, llevaba más de veinte días sin poder hablar ni con él ni con su hija.
Ahora ya no había dudas. La había vuelto a engañar. Había secuestrado a su hija Sara. Se la había robado para llevársela al mismísimo infierno. Y no pensaba devolverla jamás. El teléfono de Abbas no volvió a estar operativo nunca más.