VI

En el verano de 2004, cuando Sara ya tenía seis años, la vida de Leticia y sus hijos transcurría entre la casa y la piscina de la urbanización, que estaba a escasos metros del porche interior del chalet. Ese verano, Abbas empezó a poner malas caras cuando empezaba el trasiego de la piscina, diciendo que ir a la playa, bañarse en la piscina y tomar el sol en bañador era pecado. Es de suponer que hacerlo en bikini sería incluso delito para Abbas. Eso no debía hacerlo su niña jamás. Para Laura, las palabras de Abbas sonaban extrañas, sin llegar a entender cómo aquello tan divertido y saludable como era bañarse en la piscina podía ser considerado pecado. Laura hacía caso omiso a Abbas y se iba a bañar con su hermana, dijese él lo que dijese.

Una noche de verano, durante una reunión familiar en la que todos departían alegremente en el jardín, Abbas y Laura tuvieron un fortuito tropiezo en el interior de la casa, mientras uno salía y el otro entraba en el cuarto de baño. Laura le recriminó que no tuviera más cuidado, a lo que él, sin darle mayor importancia, hizo una mueca de indiferencia. Este gesto molestó especialmente Laura, lo que provocó su furia.

—¿Eres imbécil, Abbas? —le increpó Laura.

—Ya está la señorita mal educada faltando al respeto. Cállate ya y déjame tranquilo, niñita. —Laura no podía soportar que la llamase «niñita» y le hablase en ese tono. Llena de soberbia, Laura comenzó a increparle, hasta que la mayoría de los presentes comenzaron a darse cuenta de la discusión. Leticia medió, regañando a Laura por su actitud. En un momento de silencio, Laura aprovechó para señalarle y decirle delante de todos:

—Mira, Abbas, el día que yo hable, vas a salir por esa puerta a empujones, así que es mejor que estés calladito… —amenazó Laura con firmeza, provocando una situación tensa entre los familiares de Leticia, que no acababan de entender ni sus palabras ni sus intenciones. Leticia trató de restar importancia al asunto, achacando las palabras de su hija a la difícil edad que atravesaba y a su carácter insolente.

Abbas ni podía, ni sabía ganarse el respeto de los hijos de Leticia. Laura estaba dispuesta a llevarle la contraria en todo lo que fuera necesario, el tiempo que fuera necesario. Entre ella y su abuela fomentaban lo que podría haberse llamado el «mercado negro de jamón york», que a Sara le encantaba, aunque estaba estrictamente prohibido por Abbas, que había declarado la guerra hace tiempo a tan maligno fiambre. Pero el jamón allí nunca faltaba y la pequeña se daba sus buenos homenajes escondida bajo la mesa, para que el padre no la viera.

La relación entre Abbas y Leticia no atravesaba los mejores momentos, pero tampoco los peores. La rutina se había instalado en el hogar y él no era ajeno a la sibilina guerra que le tenían declarada Carlos y Laura. Más la ayuda de la artillería pesada cuando llegaba la abuela Carmen a casa. Las disputas y los malos modales cada vez más frecuentes estaban minando día a día su relación con Leticia, que lejos del amor, ya tenía tintes de hermandad. Sara, desde que nació, dormía todas las noches, sin excepción, en la cama de matrimonio, lo que suponía una importante barrera, una puerta al mar de la pasión, ya inexistente.

Una noche que Carlos acabó bastante tarde de hacer sus deberes escolares, salió de su habitación para ir al cuarto de baño. Pensaba que todos estarían dormidos, pero observó que la luz del comedor estaba encendida en la planta baja. Después de salir del cuarto de baño, sin usar la cisterna para no hacer ruido, bajó despacio al comedor. Allí estaba tumbado Abbas, solo, viendo una película. Al verle bajar, y sin inmutarse, le dijo que se sentara a su lado. Señalándole la pantalla del televisor, le invitó a que viera la película con él. Carlos, que en ese preciso momento comenzó a darse cuenta de que lo que estaban poniendo en la televisión era una película pornográfica, se quedó algunos segundos parado, perplejo, sin poder desviar su mirada de la pantalla, hasta que se giró bruscamente en dirección a la escalera, mientras increpaba a Abbas.

«¡Eres un guarro, Abbas! ¡Eres un cerdo salido…!», repitió en varias ocasiones enfurecido, en un grito sordo mientras subía a su habitación. Se quedó con ganas de entrar en el dormitorio de su madre y despertarla para que viera lo que estaba viendo «su Alí» en la televisión. Pero prefirió quedarse en su cuarto y dormir. Mejor olvidarlo todo, no podía soportar la idea de que su madre le volviera a dar la razón a Abbas. Carlos intentó dormir, pero no podía quitarse de la cabeza la escena que había visto durante unos segundos en la televisión. Nunca había visto una película pornográfica. El incidente quedó ahí y Carlos no le dijo nada a su madre.

Abbas, a través de la recomendación de un amigo de Basora, comenzó a trabajar en la embajada iraquí en Madrid. Paradójicamente, trabajaba a las órdenes de un embajador pro Sadam Husein. Su trabajo en la sede diplomática era de ordenanza. Sin contrato, sin seguridad social y con un mínimo sueldo, como el resto de sus compañeros. Pero la faena por realizar era poca y trabajar en la embajada daba cierto prestigio entre sus paisanos.

Sara llegó a la edad escolar y había que elegir colegio. Abbas pensó que la mejor manera de evitar la influencia libertina de sus hermanos —que comiera lo mismo que ellos y que algún día se vistiera como su hermana— era llevar a Sara a un colegio musulmán. Leticia no sabía las premisas que le llevaron a tomar esa decisión, pero le pareció bien que Sara fuera aprendiendo árabe y la niña empezó a ir al colegio saudí de la gran mezquita de Madrid. Su padre la llevaba todos los días desde la sierra, aprovechando que el colegio estaba camino de la embajada. El nuevo trabajo de Abbas le abrió un amplio círculo de amistades y conocidos, con los que se relacionaba durante los fines de semana. Solía llevarse a la niña a la mezquita los viernes. Después se reunía con otros amigos que también tenían niños. Leticia les acompañaba alguna vez, pero cada vez soportaba menos las reuniones en las que las mujeres estaban siempre separadas de los hombres, y donde había que mantener unas normas de vestimenta.

Comenzaba a observar a Abbas cada vez más distante, más reservado y frío en su actitud. Había cogido como hábito quedarse hasta tarde delante del televisor, viendo las emisiones internacionales de canales árabes, que captaba gracias a la inmensa antena parabólica que se había instalado en el jardín. Una noche, Sara se despertó de madrugada y le pidió un vaso de agua a su madre. Leticia vio que Abbas no se había acostado aún. Se levantó y fue al baño a por el vaso, pero al no encontrarlo bajó a la cocina medio dormida. Lo que se encontró cuando llegó al comedor le hizo abrir los ojos de par en par. Abbas estaba echado en el sofá, masturbándose, mientras veía una película pornográfica, totalmente absorto en su cometido.

—Pero, Alí, ¿qué estás haciendo? —le increpó Leticia, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Abbas, que no se había percatado de la presencia de Leticia hasta que la escuchó, dio un pequeño respingo, se tapó pudorosamente con lo primero que encontró a mano y sin apenas inmutarse, contestó.

—Nada malo, mi amor, es que no tenía sueño y necesitaba relajarme un poco y he recurrido a esto…

—¿Mi amor? ¿Mi amor? ¡Un sinvergüenza y un salido de mierda es lo que eres tú! ¿No te da vergüenza hacer esto aquí? Pueden levantarse los niños y verte así, de esta manera tan asquerosa… ¡Tú no tienes vergüenza, Alí! ¡Qué ganas tengo de que te largues de esta casa de una puta vez! —le espetó Leticia encolerizada, intentando no levantar demasiado la voz para no despertar a sus hijos.

Pasaron los días. Leticia y Abbas mantenían una seca y fría relación. Desde que trabajaba en la embajada, pasaba buena parte del día fuera de casa, para volver a media tarde en compañía de Sara. La sensación que tenía Leticia después del singular hallazgo era de absoluta decepción. Se sentía herida en su vanidad femenina.

«Ya no siente placer conmigo, tiene que autocomplacerse», se repetía con cierto dolor y herida en su orgullo.

No habían pasado ni dos años de su nuevo trabajo, cuando Abbas empezó a tener problemas nuevamente. Aunque era un simple ordenanza, con un pie en la calle y otro en la embajada por su precaria situación laboral, manifestó abiertamente a sus compañeros las críticas al nuevo embajador, al que consideraba un enemigo político, lo que no le dejaba en una situación ideal para defender su puesto de trabajo. Fue despedido pocas semanas después. No contento con su desaprobación pública del nuevo jefe, tomó prestado un coche de la embajada para su uso personal durante un fin de semana. Fue puesto inmediatamente en la calle sin más explicaciones de las autoridades diplomáticas iraquíes. Nuevamente Abbas pasaba las horas muertas en casa, viendo la televisión, viviendo sin aportar nada a la economía de la casa y creando complicaciones según la niña iba creciendo. Leticia cada vez soportaba menos la situación. Ahora la obsesión de Abbas era la ropa que usaba la niña. Nada de pantalones cortos, nada de camisetas de tirantes, nada que dejara ver la fisonomía de una niña que aún no había cumplido los ocho años.

«Este hombre está empezando a enloquecer. Me parece excesivo que la niña no se pueda poner una camiseta de tirantes. Esto es insoportable», se quejaba Leticia, viendo que su historia de amor tocaba definitivamente a su fin, que el odio a Abbas estaba más cerca que el cariño. Pero sus normas morales en la forma de vestir a la niña se contraponían a sus comportamientos nocturnos, cuando se quedaba de madrugada solo ante el televisor. Leticia le volvió a sorprender en más de una ocasión gozando en solitario, mientras veía películas pornográficas en el comedor de la casa, pero también las buenas raciones de dátiles volvían a hacer, de vez en cuando, algún estrago en los escasos momentos en que la pareja podía disfrutar de cierta intimidad en la casa.