III

A los tres meses de relación, Leticia invitó a Abbas a vivir con ella y con sus hijos en su casa. Harta de encuentros clandestinos, decidió compartir su vida con él, sin esperar más tiempo. Su intención y su deseo eran que la convivencia fuera por el resto de sus días. Leticia había redescubierto el amor cuando ya pensaba que no volvería. Los hijos de Leticia continuaban creciendo, aunque eran muy pequeños aún. Veían como una diversión la presencia de Abbas en casa, que se mostraba solícito y cariñoso con ellos. A él le encantaba llevarlos de paseo al parque, tratando tal vez de redimir el sentimiento de culpa que le producía el recuerdo de sus propios hijos.

Mientras la relación seguía adelante, Leticia ocultaba al resto de su familia, principalmente a su madre, que estaba viviendo con Abbas. No se atrevía a enfrentarse a ella y decirle que compartía su vida con un árabe, y mucho menos que era pobre. Vivía en aquel tiempo de la reducida pensión de la Cruz Roja y de lo que conseguía vendiendo tabaco de contrabando en las puertas de las discotecas. Aunque ganaba bastante dinero con esta actividad, Leticia pensaba que no era la mejor tarjeta de visita para presentarlo en familia. Poco a poco, le fue presentando a Abbas a casi todos, sin dar demasiados detalles, hasta que al final supo que nadie de sus allegados aprobaba su relación. Pero eso no iba a ser impedimento para que Leticia diera rienda suelta a sus sentimientos y siguiera cimentando su amor.

El tiempo fue pasando y la relación de la pareja se fue fortaleciendo. Abbas se portaba cada día mejor con los niños y era tolerante con todo lo que le rodeaba, se ajustara o no a sus costumbres islámicas. Cuando llegaba el ramadán, el mes de ayuno musulmán, él comenzaba la abstinencia, pero en dos o tres días enfermaba, se metía en la cama y abandonaba el ayuno. Era una forma de justificarse a sí mismo. Practicaba el islam de forma poco convencional. Mucho gin-tonic, nada de cerdo. Mucha mezquita, poco ramadán. En definitiva, un musulmán con pocas ganas de sacrificio.

Abbas se integró tanto en el núcleo familiar que acabó conociendo a Alejandro, el todavía marido de Leticia y padre de sus hijos. Ambos se cayeron bien y, aunque eran muy distintos, mantenían una relación cordial. Alejandro, un tipo tolerante, no vio con desagrado que un árabe ocupara su puesto en su antiguo hogar.

Una tarde de invierno, estando los niños y Abbas en casa, sonó el teléfono y lo cogió Leticia. Después de contestar y escuchar unos segundos, la expresión de Leticia se tornó horrorizada.

—¡Pero estás gilipollas…! ¿Qué estás diciendo? —fue la reacción inconsciente y espontánea a lo que estaba oyendo.

Al otro lado del auricular, el cuñado de Leticia intentaba a duras penas seguir hablando.

—Sí, Leticia, sí… mi hermano Alejandro ha tenido un accidente de coche y está muy grave, muy grave.

—Pero ¿cómo ha sido? ¿Dónde está él ahora? —preguntaba nerviosa Leticia, temiéndose lo peor.

—Ha sido hace una hora y media, en la carretera de Segovia. Creo que se lo han llevado a un hospital —un llanto le quebró su débil tono de voz y Leticia supo lo peor. Todo había acabado para el padre de sus hijos: Alejandro había muerto. Haciendo un auténtico esfuerzo para no derrumbarse, Leticia comenzó a disimular, intentando que los niños no se enteraran de nada entonces.

Abbas acompañó en todo momento a Leticia en las exequias de Alejandro. Esto, de alguna manera, sirvió para presentarlo oficialmente al resto de la familia, especialmente a la del difunto padre de sus hijos. Ahora el problema era cómo contarles a los niños la trágica noticia. Era un trago tremendo y Leticia no sabía cómo hacerlo. Decidió ir a hablar con sor María, la madre superiora del colegio religioso Las Mercedarias, al que asistían los niños, para que le aconsejara cómo comunicarles a sus hijos el fallecimiento de su padre. A los pocos días, aprovechando que estaban los tres solos en casa, Leticia decidió que era el momento de comunicárselo. Pero no fue nada fácil.

—Hijos, os quiero decir algo muy importante —comenzó Leticia. De repente sentía que no era capaz de pronunciar una palabra. Un nudo en la garganta le impedía hablar. La actitud de Leticia empezó a intranquilizar a los niños, que la observaban fijamente sin saber lo que estaba ocurriendo—. Hace días que no veis a papá venir por casa como antes —soltó entrecortadamente, aunque sus ojos se mantenían firmes—. El motivo es que papá ha tenido un accidente de coche muy grave y… bueno…, ya no está con nosotros.

A Leticia se le hacía terriblemente duro comunicárselo a sus hijos, pero ya no había marcha atrás.

—Papá se ha ido al cielo para siempre. Desde allí se va a encargar de cuidarnos, de velar por nosotros para que no nos pase nada y de que seamos muy felices. Cuanto más felices seamos nosotros, más feliz será él. Así que ahora, por las noches cuando recéis, también tenéis que rezar por él.

Laura, con cinco años, supo que algo malo había pasado, aunque apenas entendió el significado de lo que decía su madre. Carlos, que ya tenía siete, más consciente de los hechos, recibió un duro golpe con la noticia y lloró amargamente recostado sobre el pecho de su madre durante un buen rato. Leticia, finalmente, no pudo resistir la emoción y mucho menos la de sus hijos, y lloró desconsolada abrazada a ellos.

La muerte repentina de Alejandro supuso involuntariamente un importante cambio en la maltrecha economía familiar de Leticia. Al no estar separada legalmente, sus hijos y ella se convirtieron automáticamente en los herederos universales de su marido y padre. Eran los únicos beneficiarios de las indemnizaciones de las primas del seguro que tenía contraídas Alejandro antes de fallecer. Además comenzaron a recibir desde ese momento una pensión de viudedad para ella y otra de orfandad para sus hijos, lo que suponía un refuerzo extraordinario a fin de mes.

Con este panorama económico, todo se veía de otro color. Leticia pudo cumplir dos sueños: el primero era una vieja ilusión, irse a vivir a un chalet en la sierra de Madrid; el segundo era más inmediato, conseguir que Abbas dejara de vender tabaco en las puertas de las discotecas.

La nueva familia se trasladó a vivir a un adosado en Galapagar, un pueblo de la madrileña sierra de Guadarrama. Un amplio y coqueto jardín y la vida en contacto directo con la naturaleza reforzaron la unión familiar. Para Carlos y Laura, los dos hijos de Leticia, la muerte de su padre supuso un duro golpe, pero la novedad de cambiar de casa e irse a vivir a un lugar tan distinto sirvió como terapia para amortiguar el dolor de la pérdida.

Abbas continuaba portándose muy bien con los niños. Se los llevaba de compras al pueblo y sustituía al padre que los niños acababan de perder, lo que hacía muy feliz a Leticia y a sus hijos. Consiguió un trabajo de conductor con un rico empresario, lo que le permitía contribuir periódicamente a la ya saneada economía familiar. Leticia se sentía dichosa. Estaba aprendiendo a cocinar platos de la cocina árabe, a hacer y a tomar té verde con menta y a dar un toque ciertamente exótico a los sabores y los olores de su hogar. Juegos de té damasquinados, arguilas, alfombras y artesanía árabe comenzaban a ser elementos habituales en la decoración de la casa. Así como una bandeja de dátiles en la cocina, que daban dulzor y fragor a los amantes, según reza una vieja leyenda de Oriente Medio. El fruto de la palmera posee unos poderes especiales, dice la tradición, da vigor y fuerza al hombre, y fertilidad a la mujer. Esta leyenda está muy extendida por Iraq, el país de mayor producción y consumo de tan prodigioso fruto.

Una tarde que Abbas salió con los niños, Leticia comenzó a darle vueltas a algo que él le había dicho días antes en la cama, en ese letargo posterior a haber tomado una buena ración de dátiles.

—Leti… tú… ¿tú serías capaz de hacerte musulmana?

—¿Por qué me preguntas eso, Alí? Si sabes que soy católica, aunque no vaya a misa los domingos —le contestó Leticia, mientras disimulaba su sorpresa con una sonrisa.

—Si tú te hicieras musulmana, yo me sentiría mejor conmigo mismo y con mi Dios. Todos estaríamos mucho mejor. Pero olvídalo, no te preocupes, ya hablaremos más tranquilamente.

—Qué espiritual te estás poniendo, Alí —le contestó Leticia indiferente, con un tono vacilón que a veces Abbas no captaba.

Leticia sonreía ella sola, recordando aquella noche, mientras que se tomaba el enésimo té con leche del día. Últimamente, en sus largas charlas con Abbas, este le contaba con mucho entusiasmo relatos sagrados del Corán, fantásticas historias y leyendas de los imanes chiitas, que a ella le encantaba oír. «¿Tendrá algo que ver eso con lo que me propuso la otra noche?», se preguntaba.

Abbas tuvo de repente gratas noticias de Iraq, aunque a Leticia le puso inicialmente el corazón en un puño. Zequie, la madre de Abbas, anunciaba que venía a pasar el verano con ellos desde Basora. Nunca había salido de su pueblo. Leticia se planteaba cómo poder agradar a esa mujer, sin conocer ni sus gustos ni sus costumbres ni si se adaptaría a la forma de vida occidental. Al fin y al cabo, era su suegra y tenían algunas cosas, muy pocas, que las unían, pero muchas más que las separaban.

Iraq estaba en plena ebullición bélica. Desde que Sadam Husein decidiera cuatro años antes invadir Kuwait, los americanos, liderando una coalición internacional, le habían declarado la guerra. La situación era delicada y los bombardeos indiscriminados a lo largo y ancho del país hacían especialmente peligrosos los desplazamientos. Pero Zequie, a pesar de sus casi setenta años, no dudó en coger un autobús en Basora, para recorrer Iraq entero y llegar hasta Ammán, la capital de la vecina Jordania, después de más de mil kilómetros. Esta mujer, que no había salido jamás de Basora, sin saber leer ni escribir, estuvo dos días en la capital jordana solucionando el tema del visado para entrar en España, hasta que cogió un avión que la llevó directamente a Barajas para encontrarse finalmente con su hijo. La madre de Abbas era una mujer muy alegre y activa. Enviudó muy joven y sola consiguió sacar adelante a sus cinco hijos en un país que lleva más de treinta años en guerra.

Zequie llegó a Barajas con el hiyab en la cabeza y vestida rigurosamente de negro. Se mostró muy cariñosa con Leticia cuando se vieron en el aeropuerto, después de dar un emocionado y prolongado abrazo a su hijo. La actitud inicial de Zequie hacia Leticia era de simpatía, pero la barrera del idioma hacía imposible la comunicación. Abbas intentaba hacer de intérprete entre las dos mujeres, pero los diálogos no avanzaban más allá de la pura cortesía. Abbas puso mucho interés en que todo saliera bien. Llevó a su madre a ver a sus amigos, a ver las mezquitas donde se reunía con sus colegas chiitas y, principalmente, no puso ninguna objeción a que Leticia, en pocos días, se pudiera marchar a Menorca con sus hijos y con su madre a pasar unos días de veraneo.

Abbas fue un anfitrión perfecto para su madre. No escatimó ni tiempo ni gasolina ni dinero en enseñarle todo lo que él conocía de Madrid. La llevó a los mejores restaurantes que conocía, a la gran mezquita, y especialmente a los grandes parques de la ciudad, lugares de gran interés para los que vienen del desierto.

Un día de excursión, de vuelta a casa, Zequie se dirigió a su hijo:

—Abbas, ¿eres feliz aquí, con esta mujer? ¿Te gusta que ella esté en la playa y tú aquí? ¿Quién te cuidaría si no estuviera yo aquí? —le interrogó, mirándole fijamente a los ojos.

—Madre, estas son sus formas de vida, como nosotros tenemos las nuestras. Tranquila, que yo no las pienso abandonar —contestó Abbas con un tono de voz más bajo de lo habitual, mientras dirigía la mirada hacia el suelo—. Leticia se porta muy bien conmigo y la vida nos va bien…

—Hijo, tu familia, tus hermanos, tu madre, estamos allí. Tus hijos están allí. Tu gente está allí. Tu lugar, posiblemente…, también esté allí. Todos deseamos que vuelvas algún día.

—Ya lo sé, madre. Quiero y pienso volver, pero todo lleva su tiempo. Ahora sería peligroso para mí volver a Iraq, habiendo pedido asilo político aquí en España.

Zequie cogió las manos a su hijo y este se las besó. Llevaba muchísimos años, casi diez, sin besar y sin sentir a su madre tan cerca. Su olor le recordaba a Basora y a todo lo que había dejado allí. El sentimiento les unía en la distancia: el dolor de la separación entre una madre y un hijo.

—Hijo, me voy a ir antes de lo previsto para Iraq. No me gusta que tus hermanos estén solos mucho tiempo. Especialmente tu hermana Imán, que ahora necesita más cuidados que nunca.

—¿Por qué, madre? ¿Está peor mi hermana?

—Hijo, no te lo quería decir pero debo decírtelo. Hace poco menos de un año tu hermana estuvo muy mal. A Imán le daban ataques muy intensos, le dolía mucho la cabeza y hacía cosas muy raras. Cosas que no había hecho nunca y que eran horribles… Se quedaba desnuda y se marchaba a la calle corriendo… —acabó diciendo Zequie emocionada y con lágrimas en los ojos.

Imán era la hermana pequeña de Abbas. Padecía una esquizofrenia que sobrellevaba sin tratamiento médico psiquiátrico, a merced de como evolucionara la enfermedad por sí misma. El problema principal era que una mujer desnuda, andando por las calles de Basora en aquel tiempo, podía durar viva escasos minutos. Muchos menos de los que podrían tardar en darse cuenta de que se trataba de una enferma mental.

Cuando regresó a Iraq, Zequie volvió con una sobrecarga de cincuenta kilos en su equipaje por la cantidad de regalos que llevaba para la extensa familia. Era también un mensaje. Los regalos enviados por Abbas a su familia eran un reflejo de lo bien que le trataba la vida en España, aunque hubiera sido Leticia la mecenas y artífice del exceso de carga, que tuvo que pagar de su bolsillo, porque Abbas estaba nuevamente sin trabajo y sin un duro.

La vida volvió a la normalidad cuando se marchó Zequie, a pesar de la tristeza de Abbas tras despedir a su madre en el aeropuerto. Leticia, a pesar de haber mantenido breves y escuetas conversaciones con ella, se había quedado con un dulce recuerdo de su suegra de hecho, aunque nunca supo el contenido de la conversación que mantuvo con Abbas durante su estancia en Menorca.

El encuentro entre Abbas y Leticia después del veraneo confirmó que continuaban muy enamorados. Se habían echado mucho de menos el tiempo que estuvieron separados y Leticia tenía muchas ganas de Abbas. Quería demostrarle algo más. Algo especial que les marcara toda su vida.

Había pasado el tiempo y no habían vuelto a hablar del tema, pero Leticia no había olvidado la sugerencia hecha por Abbas aquella noche entre las sábanas. Llegó a la conclusión de que convertirse al islam le haría muy feliz a él, aunque no tuviera más convencimiento religioso que querer agradar y sorprenderle. Era una razón suficiente para hacerlo, o al menos ella lo consideraba así. Y así lo hizo. Esa misma noche le comunicó a Abbas su propósito.

—Alí, he decidido que me quiero hacer musulmana. Si tú lo deseas, yo también lo quiero.

—¿Estás segura de lo que dices, Leti? ¿Estás segura de querer convertirte al islam? Es muy bueno para nosotros, pero es muy duro también para ti.

—Absolutamente, Alí.

Abbas no pudo contener la emoción al escuchar las palabras de Leticia, y sin querer mirarla de frente para que ella no viera sus ojos húmedos, la estrechó entre sus brazos y la besó con tanto deseo que lentamente se fundieron en un lazo de amor, pasión y sudor. Esa noche, la quiso más que nunca. O al menos, ella lo sintió así.

Para Abbas, aquel paso era un triunfo. Con la madurez, estaba comenzando a radicalizarse en sus creencias y en su devoción islámica, y la decisión de Leticia podía encauzar sus intenciones. Había dejado de tomar cervezas y gin-tonic con Leticia, como hacía cuando la conoció, y dedicaba más tiempo a asistir a la mezquita, pero nada de eso le importaba a ella. La pareja preparó la ceremonia de conversión en la casa de un musulmán español llamado Ahmed, que vivía en Torrejón de la Calzada, un pueblecito de la provincia de Madrid. Los testigos fueron el propio Ahmed y un iraní llamado Reda, trabajador de la embajada persa en España. Leticia tomó, en la pequeña ceremonia, el nombre de Huda como nombre musulmán.

A partir de ese momento, la vida cambió de alguna manera para Leticia. Abbas la llamaba Huda cuando estaban con amigos o en ambientes árabes, para hacer más seria y convincente la conversión de Leticia. En casa la llamaba Leti, pero ya no entraba ni alcohol ni cerdo, y la carne era comprada en las carnicerías musulmanas, donde solo se vende carne de animales sacrificados por el rito halal, que consiste en degollar al animal de un solo tajo, con la cabeza dirigida hacia la Meca y ofreciendo la sangre a Alá.

Abbas se sentía muy feliz y agradecido a Leticia por el paso dado. Él la enseñaba a rezar y ella, cuando salía alguna vez con los amigos de Abbas, cubría su cabeza con un pañuelo. Y esto le llenaba a él de orgullo.

«Leti, si supieras lo guapa que estás y lo que me gustas con el hiyab, no te lo quitarías nunca». Leticia se sentía también satisfecha por agradarle, pero no sabía cuánto tiempo podría aguantar el sacrificio del pañuelo, porque no le gustaba nada.

El problema era cuando llegaba Carmen a casa, la madre de Leticia, que nunca supo que su hija se había hecho musulmana. A Carmen, fiel a la dieta mediterránea, especialmente en lo que al rioja concierne, le gustaba comer y cenar con su vasito de vino. Abbas, por su parte, hacía todo lo posible para no compartir la mesa ni con ella ni con la botella. Pero lo que realmente le llamaba la atención a Carmen era ver a su hija con faldas tan largas.

«Desde que mi hija está con el moro, o árabe, o lo que sea ese, cada día está más rara, come unas cosas extrañísimas y viste peor. Y yo a él cada vez le aguanto menos. Yo no sé qué habrá visto en ese hombre para estar tan enamorada de él», solía confesar Carmen a sus amistades, viendo cómo evolucionaba la relación de la pareja.

Abbas continuaba mostrándose día a día más radical y extremista, haciendo partícipe a Leticia de sus pensamientos e inquietudes. No dudaba en expresar públicamente su odio declarado a los americanos y a Sadam Husein. Así como su máxima admiración a Jomeini, fundador del moderno Estado chiita, cuya doctrina era la pura imagen del fundamentalismo más extremo.

Un día sorprendió a Leticia, mientras veían las noticias del telediario.

—¡Ya está bien! Un día me voy a ir a la embajada iraní, les voy a pedir el visado y me voy a ir allí, a Teherán, a luchar contra el cabrón de Sadam Husein y contra todos los que están con él. Te lo digo muy en serio, Leti. Este loco va a acabar con todos los chiitas y ha matado a un millón de iraníes. Es un loco asesino, hay que hacer algo —dijo Abbas muy seguro de sí mismo, aunque pensando que quizá se lo tenía que haber dicho de otra manera, después de ver y escuchar la reacción de Leticia.

—Me das miedo, Alí. Me das miedo tú y me da miedo que sea verdad eso que estás diciendo. ¿Cómo te vas a ir a una guerra, teniendo aquí una familia? —le reprochó Leticia dulcemente contrariada. Un deseo le rondaba la cabeza desde no hacía mucho tiempo, pero el cambio que estaba observando en Abbas la preocupaba. Leticia deseaba tener un hijo con él. Quería volver a ser madre. Un hijo que sellara la relación y la felicidad que sentía en esos momentos. Se sentía joven, fuerte y con ganas para llevar a cabo su deseo, pero no con fuerzas suficientes para decírselo todavía a Abbas.

Una noche en la habitación, después de una cena ligera y un gran plato de dátiles iraquíes como postre, Leticia se armó de valor. Echó el pestillo interior de la puerta y se sentó en la cama junto a Abbas. Cogiéndole la mano, fue directa al grano.

—Alí, quiero decirte una cosa.

Abbas la miró sorprendido, observándola en silencio, esperó a que siguiera hablando.

—Me gustaría mucho que tuviéramos un hijo… —Él levantó sus cejas, pero la dejó continuar—: Nuestra relación va muy bien. Yo me siento muy feliz y tú me demuestras a diario que también te encuentras bien. Sin grandes lujos, pero vivimos con desahogo y económicamente lo podemos soportar. Y un hijo siempre es un aliciente para una relación de pareja…

Abbas continuaba escuchando atentamente a Leticia, mientras esbozaba una ligera sonrisa y le echaba el brazo por encima del hombro.

—Mira, mi amor… Eso de los hijos está muy bien, pero son un gran problema para la pareja, y más para una pareja como nosotros, que hemos llevado vidas tan distintas hasta que nos hemos encontrado. Además, Leti, tú tienes tus hijos y yo tengo los míos. ¿Para qué queremos más hijos? ¿Para empezar a tener problemas? ¿No estamos bien así? ¿Para qué complicarlo todo?

—¿A qué problemas te refieres? ¿A los que dan todos los niños? Esos no son problemas —contestó Leticia inocentemente.

—No, mi amor, no me refiero a los problemas normales de un bebé. Me refiero a los problemas que puede generar su educación. Educar a un joven musulmán en un país que no es árabe no es fácil y no me gustaría tener que pasar por eso. Vamos a ver qué pasa más adelante y ya hablaremos.

Tras soltar esas duras palabras, el efecto legendario de los dátiles comenzó a funcionar en Abbas, y suavemente abrazó a Leticia, la besó y la acarició a la vez que la empujaba delicadamente sobre la cama. Leticia, aunque contrariada, se dejó llevar por si los hechos eran distintos a sus palabras. El resultado de sus relaciones tenían por costumbre dejarlo en manos del destino. O de Alá. Pero esa noche, él tomó precauciones y dejó muy clara su actitud ante la proposición de Leticia. Sin dar la más mínima oportunidad a que los poderes fertilizantes de los dátiles pudieran cumplir su objetivo en ella.

Leticia, al día siguiente, se levantó con una terrible sensación de vacío y de decepción. Casi se sentía ridícula. Había tardado meses en confesarle a Abbas su íntimo deseo y esperaba de él una reacción más cariñosa y de mayor complicidad. Quería reciprocidad en sus planes de ampliar la familia con un hijo. Y él apenas se había dado por aludido.

Abbas sentía Irán como la tierra prometida, a pesar de que iraníes e iraquíes se habían estado matando durante los últimos ocho años. El país persa, cuna de los chiitas, se había convertido en una especie de obsesión para él. Su futuro pasaba obligatoriamente por Irán. Las auténticas intenciones de por qué quería ir hasta allí no estaban claras aún.

—Leticia —le dijo una tarde Abbas—, he estado pensando algo y me gustaría compartirlo contigo para ver qué te parece. Me gustaría ir a Irán, a Teherán, la capital, a estudiar teología islámica algunos años, con el fin de hacerme clérigo algún día.

Leticia torció el gesto mirándole con cara de sorpresa. No entendía ese furibundo ataque de espiritualidad. Ya le había oído alguna vez sus deseos de sacerdocio, pero todo se quedaba en la anécdota. Nunca le había visto tan decidido como ahora.

—Pero tengo que decirte una cosa: es un plan que me gustaría llevar a cabo contigo y con tus hijos. Que nos fuéramos todos a Irán. Con los ahorros que tenemos podríamos vivir muy bien allí. La vida en Irán es bastante más barata que aquí y además tendríamos ayudas económicas, ¿qué te parece?

Leticia se quedó absolutamente confusa con la proposición. No sabía dónde estaba Irán, pero sí le sonaban Jomeini y el sah de Persia. Lo que sí le despertó fue un deseo de aventura, ignorante de la realidad que se vive en esa parte del mundo.

—Me dejas de piedra, Alí. Pero ¿eso es posible? ¿Podríamos ir todos juntos? —le preguntó Leticia, a la que, aunque sorprendida, no le disgustaba del todo la idea. La posibilidad de vivir en un país árabe le empezaba a cautivar—. ¿Y un clérigo qué es? Explícame más cosas…

Abbas también se sorprendió al ver el entusiasmo que Leticia ponía en sus preguntas. Bajó el volumen del televisor al mínimo y se dispuso a contarle con todo lujo de detalles sus intenciones.

—Mira, Leti, un clérigo tiene cierta relevancia social en la sociedad árabe. Son muy respetados y admirados, porque para ser clérigo hay que estudiar y trabajar mucho. Además, tienen un sueldo oficial del gobierno. Ahora que tú también eres musulmana, lo podrás entender mejor.

Abbas estuvo toda la tarde hablándole de Irán. Contándole que era una de las potencias económicas de Oriente Medio, donde había un buen nivel de vida y que nada de los conflictos que salían en la televisión era verdad. Escuchándole hablar, parecía que él hubiera pasado media vida en el país persa, aunque en realidad no había estado jamás. Leticia acabó encantada con los planes de irse a vivir a Irán y con la nueva vida que se le presentaba por delante. Aunque bromeaba diciendo que no se veía «en el papel de la mujer del cura». Estaba tan ciegamente enamorada que parecía dispuesta a coger a sus hijos y marcharse a Irán tras los pasos de Abbas. Así, las posibilidades de que él se decidiera a tener un hijo podrían ser mayores, ya que en el islam también se mantiene el énfasis sobre la procreación en el seno familiar, como obligación religiosa.

Leticia no había pensado cuál podría ser la reacción de sus hijos Carlos y Laura frente al nuevo rumbo que ella y Abbas pretendían tomar. Ante la duda, decidió esperar a que se produjeran los acontecimientos. Pero las cosas no salieron como Abbas tenía previsto, ya que le negaron en varias ocasiones el visado para viajar a Irán. Leticia, que se lo tuvo que pensar mejor, no volvió a hablar del tema con él. Con el tiempo se dio cuenta de que ese podría haber sido el mayor error de su vida. Según avanzaba su conocimiento del islamismo, menos le gustaba la dedicación que exigía y la gente que conocía.

«Cada vez soporto menos ir a la mezquita. Que las mujeres nos tengamos que poner en la parte de arriba y los hombres abajo no puedo soportarlo —le explicaba un día Leticia por teléfono a su amiga Nadia, una de las pocas personas que sabían que se había hecho musulmana—. He empezado a conocer a gente muy extraña, que no me gustaba nada. Aparentaban ser muy fieles, pero después, en realidad, eran unos sinvergüenzas. El islam es una religión muy comprometida. Hay que tener mucha fe si quieres seguir en ella, principalmente si eres mujer, y yo creo, sinceramente, que no estoy preparada».

La rutina comenzó a hacer mella en la relación de la pareja. Abbas, sin trabajo y poco activo en el hogar, seguía visitando a sus amigos y la mezquita con la misma frecuencia que antes. La convivencia se empezaba a complicar. Carlos y Laura estaban creciendo y echaban de menos la figura paterna. Poco a poco empezaban a rechazar a Abbas, al que no le reconocían autoridad para ejercer como padre. Y menos como su padre. Abbas, por su parte, tenía síndromes depresivos por la nostalgia que sufría pensando en los hijos que tenía en Iraq. La edad de sus hijos y los de Leticia eran similares. Él veía crecer a Carlos y a Laura imaginando cómo crecerían Alí y Hula, sus hijos en Basora. Su remordimiento comenzaba a acrecentarse. No le dejaba vivir. Sabía que esta circunstancia le convertía en un mal musulmán y se sentía permanentemente en deuda con sus principios religiosos. Esta inseguridad provocaba frecuentes discusiones con Leticia, a la que empezaba a disgustarle su actitud. Abbas se pasaba los días enteros viendo la televisión, sin hacer nada en casa, con la excusa de que estaba deprimido.

Un día Leticia le recriminó que no se echase a la calle a buscar trabajo.

—No puedo trabajar. Estoy muy mal, Leti. Tienes que entender que me encuentre deprimido porque desearía con todo mi corazón ver a mis hijos…

Leticia no dejó que Abbas acabase la frase. Encendida de rabia, se plantó delante de Abbas y le soltó:

—¿A tus hijos, ahora…? Haberlo pensado antes de abandonarlos. Pero si tanto lo deseas, vete con ellos y con su madre, que seguro que te está esperando también. Pero vete de esta casa primero, de una puta vez, y déjanos en paz ya a todos —estalló Leticia violentamente, más guiada por un ataque de celos que porque realmente sintiera lo que estaba diciendo.

Leticia le dijo que la historia había llegado a su fin. Abbas tenía que preparar la maleta para irse de casa. Esta amenaza se la hacía cada vez que discutían, pero esta vez parecía ir muy en serio. Al día siguiente, le escribió a Leticia una carta, la metió dentro de un sobre y se la dejó donde la pudiera encontrar. En ella le hacía una extensa y sincera declaración de amor eterno:

Amor mío, te quiero. Te escribo esta carta con toda mi alma y mi corazón. Te quiero tanto que no puedo estar sin ti, no puedo vivir sin ti. Tú eres mi vida, eres la persona más importante para mí, eres la perla más bella, la más grande la más valerosa (valiosa) para mí. Tú eres como un ángel que ha bajado del cielo, un ángel especial para salvarme del pozo donde estoy metido en él para sacarme de este profindidad (sic) y la oscuridad donde estoy metido, para despertarme de mis orribles (sic) sueños y pesadias (pesadilla) y sacarme y empujarme para delante. Lety para mí eres todo, tú eres mi único amor, mi única compañera, tú eres mi mamá pequeña, nunca te fallaré, nunca te dejo siempre estoy a tu lado si sea bueno o malo estoy contigo por todo lo bueno y lo malo, todo lo comparto contigo. Tú eres la juella (joya) más bonita la más hermosa la más tierna la más dulce la más agradable y maja para mí en toda mi vida, te quiero te amo te lo juro por todo lo más sagrado y to (sic) lo más santo para mí. Por favor no me dejes, no me abandones no te enfades conmigo porque este va ser el final para mí va ser el infierno para mí si me dejas. Te quiero, te quiero, te quiero mucho más que puedes imaginar.

Abbas

Esta carta, irremediablemente, le partió el corazón a Leticia cuando la leyó. Leticia nunca había recibido una carta de amor. Y aunque el tiempo pasara, no podía evitar un escalofrío cada vez que la leía. La carta alentó a Leticia a darle una nueva oportunidad a Abbas. El iraquí sabía muy bien cómo seducirla. Con su grave y suave tono de voz y su mirada cómplice, desarmaba absolutamente a Leticia, que seguía tan enamorada de él como una chiquilla. Esto no significó que la paz volviera otra vez al hogar. Leticia se encontraba en demasiadas ocasiones en la difícil encrucijada de tener que tomar partido entre sus hijos o Abbas, lo que no era una tarea fácil para ella.

Carlos estaba comenzando su adolescencia sin más referente paternal que el recuerdo entrañable de su progenitor. Para él, su padre era su héroe, su ídolo, su modelo a seguir. Todo lo contrario de lo que significaba Abbas. Una tarde, acabó en el colegio antes que de costumbre y decidió marcharse para casa. Esa tarde no le apetecía quedarse a jugar en el patio del colegio, como hacía habitualmente. Llegó a casa y entró sin hacer demasiado ruido, subió las escaleras de dos en dos, como siempre, para ir hasta su cuarto. Cuando llegó al rellano del piso superior, se encontró de bruces que la puerta del dormitorio de su madre estaba abierta. La imagen que contempló le dejó absolutamente turbado. Estaba presenciando una escena que jamás querría haber visto. Se quedó totalmente desconcertado, incapaz de pronunciar una palabra. Él había oído hablar de ello. Incluso había visto furtivamente alguna foto prohibida en el colegio, pero nunca había visto la pasión, casi violenta, de dos personas haciendo el amor. Y mucho menos a su madre. Pero lo peor de todo es que era con Abbas. No pudo resistir el momento y entró disparado a su habitación, la cerró y se tiró sobre la cama. Se sintió asqueado. Tenía ganas de vomitar. Y por muchas vueltas que le daba, no podía borrar la escena de su mente.

«No puede ser. Mi madre no puede hacer esas cosas tan sucias», se repetía desde su inocente perspectiva infantil, con diez años recién cumplidos. Carlos era un niño callado, tímido, con un mundo interior que pocas veces exteriorizaba. Se quedó toda la tarde en su cuarto, sin querer salir, esperando una injusta regañina. Para Leticia también fue un mal trago. Sabía que Carlos los había visto en tan comprometida situación. También sabía que la causa del descuido eran la fogosidad y la falta de previsión que habían tenido ella y Abbas, al no cerrar la puerta de la habitación. Aunque como madre, le regañó con la excusa de que Carlos tenía que haber avisado de que entraba en casa. Esto no hizo más que enconar la antipatía que Carlos sentía por Abbas y que empezaba a ser como una enfermedad irremediable.