Hacía tres años que Leticia se había separado de su marido Alejandro. Casi el mismo tiempo que había durado su matrimonio con él, después de un largo noviazgo de cuatro años. Leticia, antes de conocerle, había experimentado ya el amor durante una juventud salpicada de romances. Los hábitos y las costumbres comenzaban a cambiar en el inicio de la década de los ochenta. Ella no era ajena a una nueva forma de entender y disfrutar de la vida y daba rienda suelta alegremente a sus deseos y fantasías juveniles. Cuando apareció Alejandro, supo en seguida que ese era su hombre, el elegido, el padre de sus hijos. Estaba bien situado profesionalmente, era sensato, simpático y muy guapo. Con él alcanzaría una estabilidad sentimental, después de unos años intensos de locuras y diversión. Al cabo de cuatro años de feliz noviazgo, Leticia y Alejandro decidieron casarse cuando ella acababa de cumplir los veinticinco.
El matrimonio vivía desahogadamente en un piso alquilado del barrio de Salamanca de Madrid, una de las zonas más exclusivas de la ciudad. El sueldo de representante farmacéutico de Alejandro les permitía llevar una vida holgada aunque Leticia no trabajase. No pasó mucho tiempo hasta que se quedó embarazada y nació Carlos. La llegada de un nuevo y pequeño inquilino alteró la paz del hogar y la rutina de la pareja, aunque también llenó de felicidad al joven matrimonio. Leticia pasaba muchas horas sola dedicada exclusivamente a su hijo y Alejandro estaba casi todo el día fuera de casa trabajando. Tan pendiente estaba de su hijo que apenas se dio cuenta de que su matrimonio empezaba a hacer aguas. Leticia comenzó a observar algunos comportamientos sospechosos. Alejandro llegaba muy tarde a casa sin justificación aparente, tenía viajes de trabajo durante los fines de semana y un trato con ella tan frío e indiferente que pusieron en guardia a Leticia. La infidelidad era tan evidente que, arrepentido, confesó claramente su pecado. Esto desencadenó una importante crisis en el matrimonio que les llevó al borde de la separación.
Alejandro y Leticia intentaron solucionarlo, poniendo a su hijo como motor de arranque de una nueva etapa, pero tan solo lo prolongaron un intervalo de tiempo donde los sentimientos se disfrazaron de amor y de odio, como ocurre casi siempre en la antesala de las rupturas sentimentales. Fue entonces cuando Leticia se volvió a quedar embarazada. Esta vez de Laura, que sería el ángel encargado de portar la armonía, la concordia y una nueva dosis de ilusión a la pareja. Pero a Alejandro no le gustó nada este segundo embarazo. Y lo peor, no podía ni quería olvidar su aventura anterior y tenía muy claro que quería retomar el rumbo comenzado unos meses atrás. Decidió que nada ni nadie le iba a apartar del camino elegido. Antes de que diera a luz a Laura, Leticia supo que su marido estaba enamorado, pero de otra mujer.
De la noche a la mañana se sintió sola y abandonada, pero cargada de responsabilidades, con un hijo por parir en sus entrañas —estaba en el octavo mes de embarazo— y otro de apenas dos años a sus espaldas. Este terrible golpe sumió a Leticia en una fuerte depresión que le duró varios meses, de la que tuvo que salir sola y sin ayuda. Todas sus amistades de juventud habían caducado con el matrimonio y con el paso del tiempo. Con su familia, era mejor no hablar de estos temas.
Leticia estaba entregada en cuerpo y alma a sus dos hijos. Su vida se limitaba a cuidarlos en casa y a llevarlos a pasear por el madrileño parque del Retiro, sin hacer más vida social aunque apenas había cumplido los treinta. Los veranos los pasaba en Menorca, con sus hijos, su madre y con Charles, el marido de esta. Su padrastro era un gentleman británico de trato exquisito y muy hábil para los negocios, con el que Leticia se llevaba muy bien.
Leticia consiguió asimilar la separación de su marido, del que no se llegó a divorciar, y comprobó que no había marcha atrás en el proceso. Comenzó a estrechar por entonces su amistad con Nani, separada como ella y secretaria de profesión, y con Blanca, soltera y con ganas de compromiso. Juntas salían algún que otro sábado cuando les coincidía que a sus hijos les tocaba pasar el fin de semana con sus padres. Solían moverse por la zona pija por excelencia de Madrid y su lugar de peregrinación favorito era la boîte Tosca, en pleno corazón del barrio de Salamanca. Leticia había perdido —tal vez nunca la tuvo— la costumbre de estar sola, sin un hombre a su lado. Los escasos ratos que no cuidaba de sus hijos, los pasaba con sus amigas en una discoteca. Su corazón le pedía emoción y su cuerpo le pedía otro tipo de satisfacciones, pero cuando se acercaba alguien a entablar conversación con ella, se mostraba tímida y cortante hasta llegar a ser desagradable en algunas ocasiones. Sus amigas se lo reprochaban. Ella no podía evitarlo, aunque el candidato fuese de su agrado. La inesperada ruptura con su marido la hacía desconfiar de todo el que se arrimaba a ella.
Estando una tarde con Nani y Blanca en la discoteca, tomando muy lentamente y a sorbos muy pequeños —tenía que durar toda la tarde— el gin-tonic con Larios quincenal, aparecieron dos curiosos personajes en busca de conversación. A Leticia le cayeron bien de entrada. Su forma de vestir, su pelo engominado, su bigote finamente recortado y sus elegantes formas les podían hacer pasar por unos vecinos más del barrio, pero sus nombres delataban otros orígenes bien distintos. Adnan y Ahmed eran dos iraquíes suníes de familia adinerada, estudiantes de Filología Hispánica en Madrid y conniventes con el régimen de Sadam Husein, a los que les gustaba el güisqui de la misma manera que odiaban el cerdo. La vida de estudiante permitía muchas licencias en aquellos tiempos. Leticia se quedó encantada con Adnan. Ella no sabía situar Iraq en el mapa y mucho menos quién era Sadam Husein, pero estaba dispuesta a aprenderlo. Tampoco sabía que los musulmanes tenían prohibido comer cerdo hasta que Adnan se lo contó al día siguiente, cuando él y su amigo las invitaron a comer a ella y a Nani. Hacía mucho tiempo que Leticia no se encontraba tan a gusto. El iraquí era simpático, atento y se pasó toda la conversación adulándola y llenándola de halagos. Se podía decir que era la primera vez que ligaba desde que conoció a Alejandro y de eso hacía muchos años. La última vez había sido en Ibiza hacía catorce años.
Leticia le contó a Adnan que cualquier encuentro no se podría producir antes de quince días por su situación personal, al tener dos hijos que atender. A Adnan no le gustó demasiado la información que acababa de obtener de Leticia, pero le contestó que no había problema. Él organizaba comidas en su casa con amigos, y el primer fin de semana que Leticia pudiera, estaba invitada con sus amigas.
Dicho y hecho. El primer fin de semana que Leticia pudo, apareció con sus amigas en casa de Adnan. El anfitrión había preparado una barbacoa en la terraza de su ático alquilado, en el barrio de Canillejas de Madrid, un barrio popular de la capital, económicamente muy diferente al barrio de Salamanca. Lo primero que hizo nada más ver a Leticia fue presentarle a un buen amigo suyo, también iraquí: Abbas Alí Husain. A pesar de que a Leticia le llamó la atención la altura, el trato respetuoso y la mirada limpia y cautivadora de Abbas, no acabó de hacerle tilín del todo, pero se dejó llevar por su conversación. Leticia no podía presagiar que las cervezas que tomaron juntos esa tarde iban a marcar el principio de una larga y complicada aventura. Desde que fueron presentados, comenzaron a charlar y no pararon en toda la tarde.
«Yo llevo cinco años en España —le dijo Abbas a Leticia en un castellano bastante aceptable, en tono pausado—. Tuve que salir corriendo de mi país, de Iraq, porque estaba la cosa muy mal con Sadam Husein. Dejé allí a mis dos hijos, a Alí y a Hula». La declaración sincera de Abbas dio paso para que Leticia descubriese también sus armas maternales y le hablara de sus hijos Carlos y Laura. Ya tenían algo en común. Esto sirvió para que la conversación se prolongase hasta que llegó la hora de irse a casa. Abbas se sintió deslumbrado por Leticia desde un principio, aunque a ella solo le pareciera un feo muy atractivo. Le cayó bien. Abbas llevó a Leticia a su casa en su viejo R-5 y desde ese momento no dejó de llamarla por teléfono ni un solo día.
Abbas Alí era todo lo contraria a su amigo Adnan. Era chiita, carecía de estudios, era marinero y en esos momentos vivía de una pensión que le daba la Cruz Roja. Y encima decía ser un perseguido de Sadam Husein.
Abbas había llegado a Las Palmas de Gran Canaria formando parte de la tripulación de un buque mercante de bandera iraquí en 1986. El barco tuvo una avería importante y estuvo tres meses varado en el puerto de la capital canaria. Estaba casado y tenía un hijo de diez meses y una mujer en su octavo mes de gestación cuando zarpó del puerto de Basora. Mientras intentaban solucionar la avería en Canarias, Abbas volvió a ser padre, esta vez de una niña. Dos meses después el mercante quedó listo para echarse a la mar. Pero cuando iban a partir nuevamente rumbo a Iraq, Abbas, en lugar de alegrarse y celebrar que podría conocer y abrazar a su hija en breve, escapó del barco y pidió asilo político en España. La razón aludida era sentirse un perseguido político por el gobierno de Sadam Husein, por su condición de chiita. Su primera petición de asilo político le fue denegada, pero recurrió judicialmente. Durante el tiempo en que se resolvía el expediente de refugio, Abbas voló hasta Madrid, donde estuvo viviendo con la asignación benéfica que Cruz Roja le pagaba mensualmente como ayuda. Abbas perdió el recurso judicial presentado y no se le concedió asilo político, sin embargo, ya llevaba el tiempo suficiente en España para intentar conseguir el permiso de trabajo y de residencia. Había decidido quedarse aquí.
Nada más llegar a Madrid, Abbas buscó y empezó a frecuentar los ambientes iraquíes. Los miembros de la comunidad chiita, en clara minoría respecto al colectivo suní, al que pertenecen la gran mayoría de los musulmanes, suelen agruparse con el fin de protegerse y ayudarse entre ellos. Pero a Abbas, en lugar de protegerlo, estas amistades consiguieron que diera con sus huesos en la cárcel. Fue detenido con otros seis compatriotas iraquíes, acusados de formar una célula terrorista de carácter islamista. Después de una larga investigación policial, no se pudieron demostrar las acusaciones formuladas contra ellos y fueron puestos en libertad sin cargos, tras pasar tres meses encerrados en la prisión madrileña de Alcalá-Meco. Abbas decía en su defensa que estaba siendo confundido con un activista libanés, aunque después se ha sabido que algunos de los compañeros con los que fue detenido acabaron condenados formalmente por terrorismo años más tarde.
Leticia comenzaba a sentirse auténticamente atraída y cautivada por Abbas. Nunca había conocido a un hombre árabe, de 1,90 de estatura, conservador en sus formas de seducción y tan exquisito en su trato.
«Es simpático, educado, hablador, comedido… Es todo un caballero y además siempre está sonriente —le decía Leticia a su amiga Nani, después de los primeros encuentros—. El otro día me dijo que estaba muy feliz conmigo. Que él no sabía estar solo sin una mujer… —le contó bajando el tono y con cierta picardía en su mirada—. Creo que este hombre y yo vamos a llegar lejos».
Sus salidas al cine y sus tardes de charlas en un pub, compartiendo gin-tonic, derivaron en furtivos encuentros en una habitación que Abbas tenía alquilada, en un piso del populoso barrio madrileño de Carabanchel. Apenas había pasado un mes desde que se conocieron, cuando Leticia y Abbas, en una de esas visitas furtivas, dieron rienda suelta a sus deseos largamente apagados y partieron de cero en su historia de amor. Leticia comenzó a disfrutar nuevamente de la vida. Pensaba que nunca más iba a sentir mariposas en el estómago, ni nervios adolescentes antes de una cita, y los estaba sintiendo. Se sentía amada, halagada y reconfortada. Plena en definitiva. Leticia, más coqueta que antes, realzaba la mirada de sus ojos negros con una pronunciada raya intensa de color oscuro. Ella quería gustar a Abbas. A él le encantaba y le hacía soñar.
—Leti, estoy seguro de que por tus venas corre sangre árabe. Esos ojos, esa mirada… no pueden ser de otro lugar —le susurraba Abbas en plan seductor, mirándola fijamente a los ojos. Leticia, complacida por lo que entendía como un cumplido, no sabía qué responder.
—Pues no sé, Alí. Cualquiera sabe… —le contestaba sonriendo tímidamente.
Abbas se volvió loco con Leticia. La llevaba siempre que podía a comer a restaurantes árabes, hacían excursiones de fin de semana y le presentó a todos sus amigos y paisanos, que la acogieron de buen grado. Leticia se sentía como una princesa. Su vida se había convertido en un cuento de las mil y una noches.