Capítulo dos

A la mañana siguiente, me desperté al sentir movimiento en la habitación. Abrí los ojos y vi a Hudson anudándose la corbata delante del espejo de la cómoda de espaldas a mí. Dios, aquel hombre sí que sabía lucir un traje. Y se le daba igual de bien estar desnudo. No me iba a poner quisquillosa.

Lo miré a los ojos a través del espejo y una ligera sonrisa apareció en sus labios.

—Buenos días.

—Buenos días. Estaba disfrutando de las vistas.

—Yo también.

Me sonrojé y tiré de las sábanas para cubrir mi cuerpo desnudo. La habitación se hallaba increíblemente iluminada a pesar de que debía de ser muy temprano.

—¿Qué hora es?

Miré a mi alrededor buscando algún reloj, pero no encontré ninguno.

—Casi las once.

Terminó el nudo de la corbata, un modelo estampado y plateado que le resaltaba los ojos, y abrió un cajón para sacar un par de calcetines de vestir.

¿Las once? Normalmente Hudson llegaba al trabajo antes de las ocho.

—¿Por qué sigues aquí? ¿No deberías haber ganado ya medio millón de dólares?

—Quinientos mil millones —dijo él con el rostro imperturbable mientras se sentaba en la cama a mi lado—. Pero no me necesitan para eso. He cancelado mi agenda de la mañana.

—¿Cuándo lo has hecho?

Estaba cautivada viéndole ponerse los calcetines. No debería ser tan excitante ver a un hombre vestirse, pero sentí que el vientre se me tensaba y que mis partes íntimas empezaban a hervir.

—Anoche. Antes de que tú llegaras.

—Bien pensado.

Me había invitado a pasar la noche en su ático al comienzo de mi turno en el Sky Launch. Yo había estado toda la noche obsesionada con la idea, pero como estaba trabajando no había nada que pudiera hacer para prepararme. Ni siquiera tenía ropa para cambiarme ni cepillo de dientes. No se me había ocurrido que Hudson hubiese empleado ese tiempo en disponerlo todo para mi llegada. Pero, por supuesto, lo hizo. Era un hombre organizado. Lo planeaba todo y prestaba mucha atención a los detalles.

Y, como habíamos hecho dos veces el amor, no nos dormimos hasta casi las seis de la mañana. Cancelar sus obligaciones matutinas había estado muy bien pensado.

Bostecé estirando los brazos por encima de la cabeza y la sábana cayó por debajo de mis pechos al hacerlo.

Tras ponerse los calcetines, Hudson se levantó. Me miró y sus ojos se enturbiaron mientras contemplaban mi cuerpo detenidamente.

—Joder, Alayna. Vas a conseguir que quiera cancelar mi agenda de la tarde también. Y no puedo hacerlo.

Sonreí.

—Lo siento. —Pero no lo sentía. Hudson podía lograr que me pusiera húmeda desde la otra punta de una habitación llena de gente. Era agradable pensar que yo tenía un poder parecido sobre él—. Eh… Tengo que levantarme. ¿Va a suponerte también eso una… distracción?

Me miró con los ojos entrecerrados y, a continuación, se dio la vuelta y desapareció en el vestidor, volviendo después con una bata de color crema.

—Toma.

Cogí la bata de sus manos pero no me molesté en ponérmela hasta que estuve de pie.

—Eres una mujer muy muy mala —dijo mientras veía cómo me colocaba aquella prenda.

—Y eso te encanta.

Sin hacer caso a lo que le decía, señaló con la cabeza una puerta cerrada.

—El baño está ahí. Debe de haber cepillos de dientes nuevos en uno de los cajones. Mira por todas partes hasta que encuentres lo que necesites.

—Gracias.

Me acerqué a él y le besé en la mejilla antes de dirigirme al baño para hacer un pis.

No fue una mañana cariñosa y agradable como la que habíamos pasado juntos en Mabel Shores, la casa de verano de su familia en los Hamptons. Pero así era Hudson: distante y compartimentado. Estaba concentrado en marcharse al trabajo y, a su favor, debo decir que había sido bastante hospitalario.

Encontré rápidamente el cepillo de dientes. Tal y como había asegurado, había un cajón lleno de cepillos. Mientras me cepillaba, me pregunté al respecto. ¿Qué hacía con los que sobraban? ¿Simplemente quería estar siempre preparado en caso de que necesitara alguno nuevo? Quizá opinara que los cepillos de dientes debían ser de usar y tirar. Desde luego, era algo que podía permitirse.

¿O los tendría para invitados que fueran a pasar la noche? Invitadas, para ser más exactos.

Podría haber pensado que estaba siendo una paranoica, pero es que no se trataba solo de los cepillos de dientes. Ahora que me fijaba, había desodorante con fragancia a flores junto a uno de los lavabos con un bote de crema facial para mujer y otro bote de crema hidratante al lado.

¿Y la bata? ¿De dónde había salido aquella bata de mujer que llevaba puesta en ese mismo momento?

Un escalofrío me recorrió la espalda. Me ajusté el cinturón, pese a mi creciente preocupación por estar vestida con ropa que pertenecía a otra persona. A otra mujer. Otra mujer en la vida de Hudson.

Vale, vale. No había necesidad de un ataque de pánico. Quizá hubiesen estado otras mujeres antes que yo en aquel ático. No pasaba nada. No era una maravilla, pero no pasaba nada. Simplemente deseaba que no me hubiese mentido. ¿Por qué me había mentido?

Abrí el hidratante y me acerqué el bote a la nariz. Tenía un olor fresco y familiar. ¿Era lo mismo a lo que olía Celia?

Ahora estaba comportándome de forma ridícula. Incluso me mostraba paranoica. Saberlo no cambió la sensación enfermiza y rabiosa que se iba enraizando en mi vientre. Era una sensación con la que ya antes había estado muy familiarizada. La fuerza motora de la mayoría de los comportamientos insanos que había tenido en el pasado. Comportamientos que no quería revivir.

Tenía que tranquilizarme, controlar aquella situación de una forma constructiva. Me obligué a contar hasta diez. Después de cada número repetí el mantra que me habían enseñado en la terapia: «Cuando tengas dudas, dilo».

«Uno. Cuando tengas dudas, dilo. Dos. Cuando tengas dudas, dilo…».

Sí, era más fácil decirlo que hacerlo.

Cuando llegué a cuatro, el mantra se había convertido en «cuando tengas una puta duda…» y yo seguía teniendo muchas.

Pero era propensa a ello. Era a lo que tendía en todas mis relaciones. Sacaba conclusiones que muy a menudo resultaban poco realistas, conclusiones infundadas. Si llegaba tarde del trabajo, significaba que tenía otra novia. Las llamadas de teléfono misteriosas querían decir que me estaba engañando. Con mis anteriores novios nunca preguntaba. Lo daba por sentado. Acusaba.

Esta vez no. Esta vez me comportaría de un modo diferente. Aunque las pruebas indicaban que Hudson me había mentido, no podía aceptarlas como una verdad. Tendría que preguntarle sobre ello.

Me froté la cara con la crema facial para concederme un tiempo antes de hablar con Hudson con la esperanza de que aquel estallido de furia disminuyera. Después de darme toques en la cara con una toalla de manos, me convencí de que ya me había recompuesto lo suficiente como para hablar con él, así que salí del baño con la crema y el hidratante en las manos para llevarlos como prueba.

Quizá reunir pruebas parecía más una táctica de ataque que de diálogo. Siempre que no terminara lanzándoselas a la cabeza, lo consideré una mejora con respecto a mi pasado.

Hudson no estaba en el dormitorio cuando salí, así que recorrí el apartamento hasta que lo encontré en la cocina. Llevaba puesta la chaqueta y se hallaba de pie junto a la mesa de la cocina leyendo el periódico mientras bebía de una taza.

Levantó los ojos cuando aparecí.

—Te he preparado un…

—¿Por qué tienes todas estas cosas?

Aunque le había interrumpido, estaba bastante segura de que mi pregunta parecía más de curiosidad que de acusación. Eso esperaba al menos.

—¿Qué cosas?

—Estas. —Coloqué los botes sobre la mesa delante de él. Vale, puede ser que más bien golpeara la mesa con ellos—. Y tienes un montón de cepillos de dientes y esta bata de mujer. ¿Por qué tienes una bata de mujer?

Entrecerró los ojos y dio un sorbo a su bebida antes de responder:

—Tengo más cosas aparte de la bata. Hay varias prendas de ropa femenina en el otro armario de mi dormitorio.

—Eso no ayuda. —El pánico que pensaba que se había aplacado en mi interior empezó a subirme por la garganta haciendo que mi voz se tensara—. Me habías dicho que nunca habías traído aquí a ninguna mujer.

—¿Detecto un atisbo de celos?

El brillo de sus ojos me hizo explotar.

—Detectas algo más que un puto atisbo. También muchísima desconfianza. Vamos, H, esta no es forma de empezar una relación. Si has traído aquí a alguna mujer, si esta ropa que llevo es de otra persona, necesito que me lo digas. —Los ojos me quemaban, pero conseguí mantenerlos fijos en él.

Hudson dejó la taza y giró todo su cuerpo hacia mí.

Yo mantuve la mano sobre la mesa, preparándome para cualquier excusa que me fuese a dar. Lo que dijera…, si decidía decir la verdad y si yo decidía creerle…, podría afianzar nuestra relación o destrozarnos.

—Son tuyas, Alayna.

—¿Qué? —No era lo que me esperaba.

—Las he comprado para ti. Excepto los cepillos de dientes. Mi asistenta los compra para que yo tenga suficientes cuando viajo. La ropa y los cosméticos son tuyos.

¿Míos? No, eso no era posible.

Tragué saliva.

—¿Cuándo los has comprado?

¿Tenía pensado que yo fuera antes de invitarme? ¿O formaba parte de la farsa que habíamos montado para que su madre se la creyera, una prueba de que éramos pareja por si alguien miraba en su armario?

—Anoche, después de salir del club.

Anoche.

—Pero eso fue casi a las ocho. —Me había dejado al principio de mi turno. Era imposible que le hubiese dado tiempo a preparar nada—. ¿Cómo…?

—Sé lo que parece —me interrumpió—. Es probable que siga habiendo una etiqueta colgando de la bata si… —Metió la mano por mi cuello y tiró—. Sí, ¿la ves?

Me mostró una etiqueta y el precio, un precio exagerado para una bata, aparecía en números grandes bajo la talla.

Volví a mirar los botes de cosméticos. Estaban completamente llenos, aparentemente sin usar. No me había dado cuenta de ello en plena efervescencia de mis emociones. Pero, aun así, seguía teniendo preguntas:

—¿Por qué? ¿Cómo…?

—¿Por qué? Porque sabía que hoy no tendrías nada que ponerte y no quería que pasaras vergüenza cuando tuvieras que atravesar el vestíbulo. Además, supuse que querrías quitarte ese maquillaje de noche de la cara y refrescarte un poco. Y en cuanto al cómo…, tengo gente.

Me pasé las manos por el pelo.

—Tienes gente.

La tensión de mis hombros se relajó ligeramente mientras asimilaba lo que acababa de decir. Me había dejado en el trabajo y, a continuación, lo había preparado todo. Como siempre hacía. Había cancelado sus citas de por la mañana. Había dispuesto que hubiese ropa para mí. A pesar de que era tan tarde, Hudson había conseguido hacer esos preparativos. Porque tenía «gente».

—¿Mirabelle? —pregunté.

Mira, la hermana de Hudson, tenía una boutique. Sabía mi talla y lo que me sentaba bien.

—Sí. —Inclinó la cabeza—. Y otros.

«Otros», como las personas que me habían lavado las bragas y me las habían llevado un par de horas después cuando me las dejé una vez en su despacho. Como Jordan, que siempre estaba disponible para llevarme adonde fuera en un santiamén. Yo ya sabía que había «otros».

—Ah.

Una mezcla de emociones me invadió cuando fui encajando las piezas. Me sentía aliviada al ver que mis celos eran infundados y encantada al darme cuenta de lo bien que había planeado Hudson mi llegada a su apartamento. También me conmovió ver lo en serio que deseaba que nuestra relación funcionara, pues ¿no era una muestra de sinceridad tales preparativos?

Pero me sentía avergonzada. Y abochornada. Había exagerado y, aunque no había perdido los papeles como habría hecho en el pasado, sentí en mi interior esa semilla. Aquello me asustó. Y también saber que Hudson lo había visto.

Bajé la mirada hacia mis manos, que retorcían nerviosamente el cinturón de la bata.

—Debe de estar bien eso de tener gente —murmuré—. Me gustaría tener gente.

Eran palabras tontas, sin sentido, pero aquello fue lo único que se me ocurrió.

Hudson me levantó el mentón para que le mirara a los ojos.

—A mí me gustaría tenerte a ti.

La expresión de su rostro… No estaba en absoluto molesto por mi arrebato. Otros hombres habían salido huyendo ante similares acusaciones sin fundamento. Pero Hudson… Su expresión no solo mostraba ausencia de temor, sino también ansia, deseo. Casi como si mi paranoia le excitara.

—Ya me tienes —susurré.

Me quitó el cinturón de las manos y lo desató.

—Quiero tenerte ahora mismo. —Su mano me envolvió el pecho y lo apretó mientras su dedo pulgar me sacudía el pezón.

—Ah, quieres tenerme de esa forma.

—Ajá.

Me dio la vuelta para que mi espalda quedara hacia la mesa. Colocó la palma de la mano entre mis pechos y me empujó hacia abajo. Sentí la dura superficie de la mesa contra mi espalda y por mi mente cruzó un breve destello de preocupación por derramar su café y romper los botes de cosméticos.

—Y quiero tenerte ahora.

A la mierda el café. Que se caiga.

Hudson me empujó hacia atrás de forma que mi culo quedó al borde de la mesa y apartó los botes con el brazo. Entonces, quedé tendida ante él con la bata abierta, mostrando mis partes íntimas.

Sus ojos se oscurecieron mientras pasaba las manos con largas caricias subiendo desde mi vientre hasta mis pechos y vuelta a bajar. Después, fueron más abajo, hacia el centro de mi deseo.

—Podría estar todo el día mirándote el coño.

Sus dedos se deslizaron entre mis pliegues y se movieron en círculos por mi agujero.

—¿No tienes que ir a ningún sitio? —La voz sonó como si no fuera mía de tan jadeante, necesitada y desesperada.

¿Y qué narices estaba diciendo? No quería que se fuera. No quería que parara. «Dios, por favor, que no pare».

—Sí que tengo que ir a un sitio. Tendremos que darnos prisa. —Sus manos me soltaron para abrirse los pantalones—. Pero no me voy a ir sin echarte un buen polvo matutino.

Puede que yo soltara un fuerte suspiro ante la expectativa.

Me incorporé apoyándome en los codos y vi cómo Hudson se bajaba los pantalones y los calzoncillos lo suficiente como para sacar su rígida polla. Una visión de la que nunca me cansaría. Y era toda mía, solo mía.

Otra preocupación azarosa me cruzó por la mente.

—Tu asistenta no va a entrar y sorprendernos así, ¿verdad?

—Viene los martes y los viernes. Si no me equivoco, hoy es miércoles. —Me agarró de los tobillos y me dobló las piernas hacia arriba—. Y si entrara, ¿te importaría?

Se metió con una embestida.

—No —respondí con un jadeo.

Justo en ese momento no me importaba nada que no fuera el hombre que tenía delante de mí. El hombre que estaba dentro de mí. El hombre que me deseaba, que me quería en su casa, que me quería en su cama. Que me quería en su vida a pesar de mis defectos.

Hudson salió y volvió a entrar, una y otra vez, y la robusta mesa se movía con la fuerza de sus golpes. Adoptó un ritmo rápido. Al parecer, decía en serio lo de que teníamos que darnos prisa. A ese ritmo, se correría pronto.

Ajustó las manos sobre mis tobillos y me dobló las piernas sobre su pecho. Esa nueva postura hizo que entrara aún más dentro de mí.

—Tócate, preciosa. —Su voz sonaba tensa por el esfuerzo de aguantar—. Vamos a corrernos juntos.

Sin vacilar, moví la mano para frotarme el clítoris, dando vueltas alrededor a la misma velocidad que Hudson. Ya había hecho aquello antes, jugar conmigo misma para que él disfrutara con la vista. Le excitaba, a juzgar por lo rápido que siempre le llevaba al orgasmo.

También me excitaba a mí. Ver el placer en su rostro, sentir que su ritmo aumentaba mientras yo me retorcía y gemía con mis propias caricias. No había nada que me excitara más. Ya empecé a tensarme, apretándome alrededor de él.

—Así, Alayna. —Su rostro se retorció—. Joder, eso es…, así… —Su voz se quebró al correrse, deslizándose más adentro de mí mientras estallaba su orgasmo.

Mi mano cayó sobre la mesa y mi cuerpo se quedó entumecido.

Sonrió mientras se salía.

—¿Qué tal ha sido?

Él sabía la respuesta. El muy pervertido quería oírmelo decir. Sonreí.

—Puedes echarme un polvo matutino siempre que quieras.

—No me importaría echarte un polvo matutino todos los días. —Cogió una toallita de papel de la encimera de la cocina mientras yo fingía no hacer un millón de interpretaciones de lo que acababa de decir. Seguí fingiendo mientras él se limpiaba y se subía los pantalones.

Levantó las cejas e hizo un gesto hacia mí. Por un momento pensé que sabía lo que yo estaba pensando, que estar con él todas las mañanas implicaba vivir con él, que era demasiado pronto, que a mí nunca me parecía demasiado pronto porque era una loca obsesiva que quería aferrarse a él, que yo era completamente incapaz de manejar una proposición como esa con mis antecedentes.

Entonces me di cuenta de que simplemente estaba preguntándome si yo también necesitaba una toallita.

—Voy a darme una ducha. —Mierda, él no había dicho que me pudiera quedar—. Si te parece bien, quiero decir.

¿Era totalmente inapropiado por mi parte preguntar si podía quedarme en su casa mientras él se iba a trabajar? Porque hasta ese mismo momento, eso era exactamente lo que yo había planeado.

Hudson alargó la mano para ayudarme a bajar. Pasó sus brazos por detrás de mi cuerpo para coger los extremos de mi cinturón y me lo ató a la cintura.

—Me parece mejor que bien. Quiero que te quedes. Había pensado que te quedarías. —Eso significaba que seguramente también encontraría champú y acondicionador en la ducha.

El teléfono de Hudson sonó y lo sacó del bolsillo de su traje para leer el mensaje de texto.

—Ha llegado mi chófer. Me parece que ya he agotado el tiempo que quería dedicar a enseñarte el ático.

—Vaya —dije encogiéndome de hombros.

—Tendrás que verlo tú sola.

Se acercó al fregadero de la cocina para lavarse las manos.

—¿Me estás dando permiso para fisgonear? Porque suena a eso y no sabes que… soy una fisgona.

Chasqueó la lengua.

—No lo dudo. No tengo nada que ocultar. Fisgonea. Haz uso del gimnasio. Échate una siesta. Hay comida en el frigorífico. Haz lo que te apetezca y coge lo que quieras. ¿Trabajas esta noche a las ocho?

—Sí.

Había dejado de sorprenderme el modo omnisciente con que Hudson conocía mis horarios. Ese era el tipo de cosas que normalmente haría yo: memorizar los horarios de un hombre, averiguar todos los detalles de su vida. Me resultaba agradable estar al otro lado por una vez.

—Bien. Volveré a casa a las seis. —«A casa». Lo dijo como si se refiriera a nuestra casa, no a la suya. Otra punzada de ansiedad se clavó en mi pecho—. Cenaremos juntos antes de que te vayas.

—No estarás esperando que yo cocine. —«Ni que no me enganche».

—No seas tonta. Le diré a la cocinera que venga.

Asentí. Mis entrañas se llenaron de nudos ante la naturalidad de Hudson con respecto a nuestra relación.

—Ah, y los libros para la biblioteca deberían llegar hoy. Hay un interfono ahí. —Señaló hacia la pared, al lado del interruptor de la luz—. Y otro en el pasillo junto a los ascensores y un tercero en el dormitorio. Cuando llame el de seguridad, puedes aceptar la entrega y el guardia los dejará subir.

—De acuerdo. —Confiarme los interfonos y la seguridad… Aquello iba creciendo por minutos—. Espera… ¿Libros?

—Sí. He comprado unos cuantos libros porque dijiste que era tu parte preferida de la biblioteca.

—Vale.

Aquello había formado parte de nuestro engaño a su madre. Ella no se había creído que yo hubiera estado nunca en el ático de Hudson y, por supuesto, tenía razón. Con la intención de pillarme, me había preguntado cuál era mi habitación favorita. Yo había dicho que la biblioteca. Como ávida lectora, era lógico que eligiera la biblioteca y yo ya le había mencionado a Sophia que me encantaban los libros. Aunque, al parecer, la biblioteca de Hudson no tenía ningún libro.

Al menos todavía no.

—Por cierto, que aún sigo creyendo que me pilló con todo aquello. Pero ¿cuándo has tenido tiempo para comprarlos?

La conversación había tenido lugar el domingo, cuando habíamos estado en la casa de sus padres en los Hamptons. El día que por primera vez dije en voz alta que me estaba enamorando. El día anterior me había dejado sola con su familia mientras él se iba a intentar evitar que vendieran una de sus empresas, Plexis.

—Hice el pedido el lunes por la noche desde el hotel. Después del acuerdo con Plexis. —Su voz tenía un levísimo tono de decepción cuando pronunció el nombre de su empresa. Su decepción reflejaba lo que, de repente, yo estaba sintiendo—. ¿Por qué?

Pensé no decir nada, pero el mantra del «dilo» volvió a sonar en mi cabeza.

—Es una tontería, pero estaba convencida de que no me habías llamado porque no habías tenido tiempo. Pero parece que sí.

Hudson se había ido sin dejarme nada más que un breve mensaje de texto. No me había llamado ni se había puesto en contacto conmigo hasta después de que hubo pasado más de un día. En aquel momento pensé que habíamos terminado. Yo estaba destrozada y afligida. Y ahora me enteraba de que estaba comprando libros cuando podría haberme llamado.

—Ya te digo que es una tontería.

Hudson me atrajo hacia sus brazos.

—Estaba tratando de no estar contigo en ese momento, Alayna. Pero esa noche no pude dormir. Porque no podía dejar de pensar en ti. —Me besó en la frente mientras yo fruncía el ceño—. Dime, ¿qué está pasando ahí dentro?

—Es solo que…

¿Cómo podía expresar la infinidad de emociones por las que había pasado esa mañana? Sobre todo ese miedo cada vez mayor que se aferraba a mi vientre, el miedo a que cualquier cosa que pareciera demasiado buena como para ser real normalmente lo era.

Tomé aire temblorosa.

—Has dado todo un giro de ciento ochenta grados, Hudson. Respecto a nosotros dos. Hace día y medio estabas decidido a que solo tuviéramos sexo. Y ahora… ¿quién eres?

Aquello me asustaba. Me llevaba a dudar de lo que sentía. Hacía que me preguntara si estaría jugando conmigo.

Hudson colocó las palmas de las manos en mi cara y me atravesó con sus ojos gris oscuro.

—No hagas eso. Lo digo en serio.

Abrió aún más los ojos para asegurarse de que estaba con él.

Lo estaba.

—Soy el mismo hombre, Alayna. Un hombre que se compromete a cumplir cualquier plan que se proponga. Me había dicho a mí mismo que no podría llegar a tenerte. Así que ni siquiera me permitía intentarlo.

—Y ahora sí te lo has permitido. —Lo dije como una afirmación, pero en realidad se trataba de una pregunta. Una pregunta que decididamente necesitaba que me respondiera.

—Sí. Y me voy a comprometer a cumplirlo con la misma fuerza que el otro. Aún con más fuerza. Porque aquel plan era un compromiso. —Apoyó su frente en la mía—. Este nuevo plan es el que debería haber perseguido desde el principio. Es el mejor.

Sentí un nudo en la garganta.

—El plan con el mayor potencial de beneficio.

—Un potencial inmenso. —Abrió los labios, se inclinó hacia mí para besarme y me aspiró suavemente mientras movía su boca sobre la mía. Fue un beso dulce y tierno que terminó demasiado rápido—. Tengo que irme. Guarda un poco de eso para más tarde.

—Siempre.

Le acompañé al recibidor. Sacó su maletín del armario y, a continuación, me besó una vez más en la frente antes de entrar en el ascensor. Nos quedamos mirándonos a los ojos hasta que las puertas se cerraron.

En cuanto se hubo ido, me dejé caer sobre la pared del recibidor. Dios mío, ¿de verdad estaba pasando todo aquello? ¿De verdad me estaba instalando en el ático de mi novio multimillonario? Me sentía como Cenicienta. O como Julia Roberts en Pretty woman. ¿De verdad quería Hudson que yo estuviese presente en su vida de aquella forma o me había vuelto completamente loca?

Sí que estaba loca. Loca de contenta.

Di un grito, fui corriendo a la sala de estar y me lancé sobre el sofá. Cerré los ojos y repasé en mi mente lo que había sido la mañana: despertarme en la cama de Hudson, el excitante sexo en la mesa de la cocina… Pero en lo que más me concentré fue en la mayoría de sus palabras.

«Me gustaría echarte un polvo matutino todos los días».

«Volveré a casa a las seis».

«No podía dejar de pensar en ti».

«Un potencial inmenso».

Tras varios minutos sonriendo tanto que me dolieron las mejillas, las dudas empezaron a aparecer de nuevo, como siempre ocurría. ¿De verdad era posible que Hudson hubiese cambiado tanto, aparentemente de un día para otro? ¿O yo no era más que un juego para él? Puede que ni siquiera fuera consciente de lo que estaba haciendo y estuviese manipulando mis sentimientos por la fuerza de la costumbre.

O puede que, como yo, no supiera cómo comportarse con esta relación y simplemente estuviera actuando del modo que creía que debía hacerlo, aunque ello significase avanzar demasiado deprisa.

Posiblemente todo fuera verdad. Al fin y al cabo, yo sentía todas aquellas cosas por él. Quería estar con él todos los días, a todas horas. Estaba preparada para ese nivel de compromiso, aunque dos días antes no habría dicho lo mismo.

Pero yo me involucraba, me enganchaba demasiado rápido. Así era como actuaba yo.

Puede que también fuera la forma de actuar de Hudson.

Me incorporé en el sofá y miré la habitación. Había hablado en serio cuando dije que era una fisgona y normalmente me habría lanzado a curiosear enseguida. Pero en aquel momento no sentía esa necesidad. Sí que sentí el deseo de meterme en la ducha y lavarme. Seguía estando sudorosa de la noche anterior, por no mencionar lo que habíamos hecho por la mañana.

Volví al dormitorio principal y al pasar me fijé en una puerta cerrada que pensé que conduciría a la biblioteca y a otro dormitorio. En la habitación principal, me metí en el armario de donde Hudson había sacado mi bata. Era un vestidor y estaba vacío en su mayor parte, excepto por un perchero de ropa. Había unos cuantos vestidos que seguramente serían para llevarlos en el club, varios pares de pantalones cortos, vaqueros y ropa para hacer ejercicio y un perchero de camisetas. Un cajón del vestidor estaba parcialmente abierto, así que lo saqué del todo y vi bragas y sujetadores. Había también un salto de cama. Supongo que imaginé qué era lo que Hudson quería que me pusiera para acostarme esa noche.

Solté un suspiro de felicidad y me dirigí al baño, viendo esta vez una puerta cerrada cuando iba de camino. Miré dentro y descubrí un segundo vestidor, este lleno con la ropa de Hudson. Caminé por su interior mientras pasaba las manos por las filas de trajes. ¿Era ridículo lo mucho que me gustaba ver su ropa así? Me parecía muy personal, muy íntimo. Como si estando en el centro de su vestidor me encontrara en el centro de su vida. Me di la vuelta despacio, disfrutando de aquella metáfora. Era una sensación cálida y muy agradable.

Mi ducha fue larga y caliente. Si hubiese estado en mi apartamento, me habría quedado sin agua caliente mucho tiempo antes. Envolví mi cuerpo en una toalla y me enrollé otra en el pelo a modo de turbante. Después salí del baño y me dirigí a escoger algo de ropa de mi vestidor.

«Mi vestidor».

Pero cuando estaba en el dormitorio escuché voces procedentes de la zona principal del apartamento y el sonido de unos tacones sobre el suelo de mármol del recibidor.

No podía ser la asistenta. No solo porque no tenía que ir ese día, sino porque habría ido sola. Y, desde luego, no llevaría tacones. Puede que Hudson hubiese olvidado decirme algo. Como que su madre iba a ir de visita. Dios, ¿no sería ese el mejor modo de arruinarme el día?

Me mordí un labio. Tenía el teléfono en el bolso, que seguía estando en la sala de estar, así que no podía llamar ni enviar ningún mensaje a Hudson para preguntarle quién podría estar en su casa. Miré hacia el interfono. ¿Debería llamar a los de seguridad? Pero quienquiera que estuviera allí tenía que haber pasado por el puesto de seguridad sin problemas. Quienquiera que fuera tenía una llave.

Y, por el sonido de sus tacones y su voz de soprano, se trataba de una mujer.

Apoyé el cuerpo contra la pared y me asomé por el marco de la puerta para mirar hacia el pasillo. De espaldas a mí, vi a una mujer ataviada con un vestido de verano azul claro que dirigía a unos hombres hacia la biblioteca. Su pelo, recogido en un moño suelto en la nuca, fue lo que la delató.

Era la mujer con la que Hudson se había criado. La mujer sobre la que Hudson había mentido diciendo que la había dejado embarazada. La mujer con la que la madre de Hudson quería que él se casara.

Era Celia Werner.