Aún no me había alejado mucho, porque pude oír que Hudson excusaba mi salida:
—Se ha dejado una cosa en el coche. Perdonad un momento.
Joder, iba a venir detrás de mí.
La forma más segura de perderle era dirigirme al baño. Aunque Hudson era capaz de seguirme dentro y yo no sabía dónde estaba el servicio; además, ya había dejado atrás el mostrador de la recepción. Mis ojos examinaron el vestíbulo. Allí estaban los ascensores, pero tendría que esperar, y una puerta que daba a las escaleras.
Tomé las escaleras y me di cuenta de que bajar cincuenta plantas con tacones quizá no era una buena idea. Subí.
La brisa me dio en la cara cuando llegué a la azotea. La pesada puerta se cerró de golpe cuando salí. Seguí caminando.
La azotea estaba prácticamente desierta, así que supe que el sonido de la puerta cerrándose detrás de mí era Hudson. Aun así, seguí caminando, avanzando a toda prisa entre las jardineras y los bancos distribuidos por la terraza, tratando de buscar algún lugar donde pudiera estar sola, donde pudiera respirar, donde pudiera poner en orden mi paranoia y las razones que la justificaban.
Me detuve en la pared del rincón. Me incliné sobre el borde de aquel espacio acotado de cemento y tomé grandes bocanadas de aire. Respirar hondo era lo único que conseguía que no estallara en sollozos.
Sus pasos sonaron cautelosos detrás de mí, pero los oí, como si fuese hipersensible a sus movimientos. Se detuvo cerca de donde yo estaba y llegó a mí con su voz en lugar de con su cuerpo:
—Los Werner son prácticamente de la familia.
Al menos fue lo suficientemente inteligente como para saber por qué había salido corriendo. Y valiente para no fingir que no se había enterado. Eso había que reconocérselo.
Pero no podía responderle más que con desconfianza.
—Sí. Vale.
No me giré para mirarle. No quería ver su rostro mientras se explicaba. Si su expresión indicaba que me estaba comportando de forma ridícula…, me destrozaría.
—¿Qué? ¿Piensas que no te lo he dicho a propósito? —Su voz sonaba calmada a pesar de sus palabras.
Solté una fuerte carcajada.
—Mejor no quieras saber lo que estoy pensando.
—La verdad es que sí quiero.
Me di la vuelta.
—No, no quieres.
Retrocedí hasta dar con la espalda en la alta pared del rincón. Él no lo entendía. Lo más probable era que mis sentimientos fuesen exagerados. No había forma de saber si estaban justificados cuando me encontraba tan enfadada. La experiencia y la terapia me habían enseñado a no afrontar ese tipo de situaciones antes de calmarme. Necesitaba tiempo para tranquilizarme.
—Créeme cuando te digo que sí quiero saber lo que piensas.
—Hudson, no puedes decir eso si no sabes lo que quiero decir. No es bueno. De hecho debes dejarme sola. O te culparé de algunas cosas. Cosas en las que probablemente esté exagerando y tú vas a sentirte ofendido. Y yo terminaré perdiéndote.
Eso era lo único de lo que estaba segura: que si decía lo que estaba sintiendo, le apartaría de mí. Mis emociones tan intensas siempre habían conseguido ahuyentar a los hombres de mi vida. Incluso mi propio hermano se había hartado de enfrentarse a ellas.
—No vas a perderme. —Dio un paso hacia mí. Sin ninguna cautela, sino con total seguridad. Como si expresara que tenía un control absoluto de la situación. Como si dijera: «Atrévete a hacerme retroceder».
Yo me apreté más contra la pared de cemento que tenía detrás, deseando poder desaparecer en su interior. No quería que me viera así.
—Tú no has visto este lado mío, Hudson. No lo conoces.
—Entonces tengo que quedarme. Necesito ver todos tus lados.
Estaba muy tranquilo. Yo negué con la cabeza y me mordí el labio, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con salir. Joder, no podía llorar. Al final tendría que regresar a ese restaurante y no quería tener la cara manchada de lágrimas.
Pero si Hudson se quedaba, si me presionaba, no creía que pudiera mantener la calma.
Quizá podría contárselo. Si íbamos a compartir cosas, ¿esta no debería ser una de ellas? ¿No debería ser él la persona a la que podría acudir en cualquier situación? Él en el pasado siempre me había aportado paz cuando le había contado lo que pasaba en mi cabeza.
—Adelante. Pregúntame.
—No va a consistir en preguntar, sino en acusar. —Seguí conteniéndome, pero mis defensas eran más débiles.
Bajo todas las acusaciones que daban vueltas en mi mente había un pensamiento que no dejaba de repetirse: aquello no era justo. Joder, nada era justo. Que mis padres murieran, que mi padre fuera alcohólico, mis antiguas obsesiones, a lo que me conducía eso ahora, porque mis antecedentes de locura me imposibilitaban determinar si lo que estaba sintiendo en ese momento estaba justificado o no. Si debía arremeter contra Hudson por sus engaños o si debía disculparme por salir corriendo.
—Hazlo. Quiero oírlo. Tengo que saber qué estás pensando. Confía en mí.
«Confía en mí». Siempre terminaba en lo mismo. Confiaba en él o no.
Pues la verdad era que sí: confiaba en él.
Tragué saliva.
—No me has invitado esta noche porque sabías que ella estaría aquí.
Apenas fue un susurró, pero me oyó. Asintió una vez para indicar que me había entendido.
—Eso no es verdad. Ya te he explicado por qué no te había invitado. Aunque al final sí lo he hecho. Por eso estás aquí.
—Pero al principio no querías. —Yo me miraba los zapatos, pero mi voz fue tomando fuerza cuando me dejé arrastrar por las acusaciones que esperaban en mi lengua—. Probablemente esa sea la razón por la que querías que me arreglara. Para mostrarme ante Celia, aunque no sé qué juego te traes con ella. No se trataba de tu madre para nada.
—Tienes razón.
Levanté la cabeza.
—Tienes razón en que no se trataba de mi madre, sino de ti. Quería que todos vieran lo hermosa que eres. Lo hermosa que es la mujer que me quiere.
Sus palabras provocaron mi furia. ¿Estaba convirtiendo mi amor en un trofeo? ¿En un arma contra ella?
Desde luego yo me sentía así.
—Celia —espeté su nombre—. Querrás decir que querías mostrarme ante Celia.
Él volvió a negar con la cabeza.
—¡Está aquí, Hudson! —No me importaba estar gritando. Las pocas personas que se hallaban en la azotea podrían disfrutar del espectáculo. Ni siquiera me fijé en si alguien había girado la cabeza. Estaba completamente enfrascada en mi rabia—. Ha venido con carta blanca y yo he tenido que suplicar para estar aquí. Y me dijiste que no ibas a verla sin mí. ¿Qué significa ella para ti?
—Nada. Una vieja amiga.
—Eso es una gilipollez. —La voz se me quebró, pero de momento las lágrimas se mantenían dentro de mis ojos—. De lo contrario me habrías hablado de esta cena desde el primer momento. No me la habrías ocultado. —Le apunté con un dedo tembloroso—. Porque sabías que ella también estaría aquí.
—No lo sabía. —Cerró los párpados durante un momento mientras tomaba aire—. Me lo imaginaba —admitió—. Pero no está aquí por mí. Su madre es la mejor amiga de mi madre, ya lo sabes.
—Y una mierda. Tiene veintiocho años. Es lo suficientemente mayor como para no asistir a todos los malditos eventos a los que va su madre. Está aquí por ti.
—Y yo estoy aquí contigo. —Su tono era firme, decidido. En absoluto contraste con el mío.
—Sigue enamorada de ti.
—Y yo estoy contigo.
Acortó el espacio que había entre nosotros y yo suspiré aliviada y coloqué las palmas de mis manos sobre la pared para no perder el equilibrio. Puso sus brazos a ambos lados de mi cuerpo, atrapándome.
—Estoy contigo.
Cerré los dedos, tratando de agarrarme a algo. Al no poder hacerlo sobre el cemento, fueron hacia delante y se agarraron a su chaqueta.
Él se lo tomó como una invitación para acercarse más. O simplemente se acercó sin importarle que fuera o no una invitación mía. Apretó su cuerpo contra el mío y no pude evitar responder acercándome a él, empapándome de su calor. Había temido que mis palabras le ahuyentaran, pero, aunque mis dudas se habían calmado, no se había marchado a ningún sitio. Estaba allí.
Estaba allí y me deseaba.
Su erección ejercía presión sobre mi vientre.
Lo miré a los ojos sorprendida. ¿Estaba excitado? ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿Mis dudas habían provocado aquello? ¿Mi desquiciada ansiedad hacía que me deseara más?
—Se me ha puesto dura por ti y solo por ti. —Habló en voz baja y sus palabras sonaban enérgicas por el deseo—. Es a ti a quien adoro. —Bajó la boca para besarme el cuello y yo dejé caer la cabeza a un lado para facilitarle el acceso. Gemí cuando sus labios se juntaron con mi piel.
A continuación, simplemente con aquel contacto, me relajé, me derretí sobre él. Aquello era lo único que necesitaba. Su boca sobre mí, su cuerpo junto al mío. ¿A quién le importaba el porqué? A mí solo me importaba que él estaba allí.
Lancé los brazos sobre su cuello y aplastó su boca sobre la mía, con fuerza. Su lengua se zambulló dentro, tocándome, acariciándome. Yo me puse húmeda por el deseo de que me penetrara de la misma forma.
Tiró de mi labio inferior entre sus dientes y después lo soltó.
—Estoy contigo —repitió mientras sus manos me subían la tela del vestido alrededor de mi cintura y se metían por el borde de mi ropa interior. Y de nuevo volvió a repetirlo mientras sus dedos se deslizaban dentro de mis bragas.
Movió los dedos en círculo sobre mi coño y yo me encorvé hacia delante con un gemido.
—Así. —Continuó con sus caricias expertas, besándome y animándome—. Tranquila. Déjame estar contigo.
Yo me estremecí mientras sus dedos se deslizaban a lo largo de mi abertura y encontraban el centro de mi acaloramiento. Pero en lugar de entrar como yo tanto deseaba y necesitaba, Hudson se puso de rodillas y me bajó las bragas hasta los tobillos.
Antes de que pudiese reprocharle que sus manos abandonaran mi clítoris, él empezó a lamer los labios de mi vagina.
—Es a ti a quien voy a comer —dijo entre largas caricias de su lengua—. Es a ti a la que voy a hacer correrse con mi boca. Así, cuando volvamos a bajar y empieces a sentirte insegura, estarás todavía húmeda y recordarás que mis labios han estado sobre ti y sobre nadie más.
Yo estaba a punto de correrme solamente de oírle hablar, así de excitada estaba por su actitud posesiva, por su deseo de que yo supiera que le pertenecía.
Me sacó un pie de las bragas y se subió una de mis piernas sobre el hombro. Después volvió con toda la fuerza a chuparme el clítoris con la boca. Sus dedos se clavaban en mi agujero; no sé cuántos utilizó, pero los dobló y me acarició hasta que me empecé a retorcer. Me aferré a su pelo para sujetarme mientras el orgasmo estallaba invadiéndome todo el cuerpo, sacudiéndome sobre su mano, sobre su boca.
Hudson no esperó a que me calmara. Se puso de pie y apretó su pelvis contra la mía, incitándome a que prestara atención a su polla. Se la agarré. Dios, qué dura la tenía.
—Sácamela —me ordenó.
Unas carcajadas atrajeron mi atención y vi por la azotea a un grupo de personas que se habían reunido en la zona de los bancos. ¿Cuánto tiempo llevaban allí?
—No estamos solos.
—Sácamela. No hay nada ni nadie que me importe ahora mismo más que estar dentro de ti. Tengo que estar dentro de ti.
Y lo cierto era que a mí tampoco me importaba. Ni lo más mínimo.
Le desabroché el cinturón y le abrí la cremallera. Se bajó los pantalones lo suficiente como para sacarse la polla. Al instante la rodeé con mis manos. La tenía tan dura que las venas sobresalían de la suave piel de su miembro.
No me dejó que le acariciara todo lo que me habría gustado. En lugar de eso, me levantó, con mi espalda aún sobre la pared, y me penetró con fuerza.
—Joder, cómo me gusta tu coño. —Me lanzó fuertes y violentas estocadas—. ¿Me oyes? Tu coño me la pone así de dura. El de nadie más.
Admiraba que pudiera hablar, que pudiera decirme algo tan coherente mientras que yo era un charco debajo de él. Además sus palabras, sus increíbles palabras, me derretían aún más. Las absorbí mientras me apretaba sobre él, mientras él me deshacía una y otra vez.
Su voz se volvió más tensa cuando se fue acercando al orgasmo, pero siguió hablando.
—Cuando volvamos a la cena voy a oler a ti y tú vas a oler a mí. Y vas a recordar que estamos juntos. Estoy contigo.
Nos corrimos a la vez, yo mordiéndole el hombro para contener el grito que amenazaba con salir de mis labios, él con un gruñido.
—Con nadie más que contigo.
«Con nadie más que contigo».
Me envolví en aquella sensación como un niño en su manta preferida. Si pudiera quedarme así, abrazada a la certeza de que yo estaba allí por él, descartaría todas las dudas que se introducían sigilosamente en mi corazón. Podría olvidarme de Stacy y de sus locas afirmaciones de que tenía pruebas. Podría creer que Celia no era más que una amiga.
Si pudiera creer aquello, Hudson y yo estaríamos bien.