La gloria de los vencidos
La guerra… Eh… La guerra… en vista de las
barbaridades que pasaban aquí, en Barcelona,
en vista de que mataban amigos míos, que la
vida era imposible, pues… me trasladé y combatí
en el otro lado. Pero no hablemos de esto. Hace
tantos años… y ya no interesa a nadie[1].
MARTÍN DE RIQUER
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.
LUIS CERNUDA
Llegaban de las entrañas de África, y durante años habían desafiado a un desierto implacable y a los ejércitos alemanes. Atardecía el 24 de agosto de 1944 cuando la «Nueve», una compañía integrada mayoritariamente por españoles, entraba en el París ocupado por los nazis. El alférez Miguel Campos, anarquista canario, arboló la bandera republicana en su half–track, y lo mismo hicieron sus compañeros de unidad. Los blindados que acudían a liberar la ciudad llevaban escritos en sus cuerpos metálicos nombres que remitían a la guerra de España: Belchite, Guadalajara, Teruel… A muchos kilómetros de la capital francesa, José Vitini Flórez, comunista asturiano y jefe de la 4.ª División de los guerrilleros españoles, rescataba a los habitantes de Albi y Rodez de la tiranía alemana. Al igual que Campos y Vitini, miles de republicanos se movilizaron por todo el territorio francés y se convirtieron en islotes de resistencia frente al nazismo; también exploraron caminos de libertad por medio mundo: Noruega y Senegal, Siria y Alemania, Ucrania y el Pacífico. Los «rojos españoles», aprisionados en un bucle de derrota, conocían finalmente el rostro de la victoria. Aunque fuera una victoria pírrica.
La deslumbrante participación de los republicanos en el triunfo sobre Hitler había tenido un comienzo dramático, el éxodo de febrero de 1939, cuando una muchedumbre heterogénea cruzó la frontera hispano–francesa acosada por las tropas rebeldes y el encono de la tramontana. Pero las desgracias no amilanaron a los españoles. En los sombríos campos de internamiento pirenaicos, apriscados como ganado, resistieron las humillaciones exhibiendo el orgullo de su lucha contra el fascismo, y la avidez intelectual les permitió mudar la desventura en una experiencia de vida. El científico Fernando Pradal, que salió de España con nueve años, testimonia que durante toda una existencia en Francia no recuerda «a ningún obrero apasionarse por libros de física, química o historia como lo hacían los españoles de aquella época». El ansia de saber no era el único atributo de unos refugiados que certificaron una actitud admirable en las compañías de trabajadores extranjeros, donde los explotaron como a esclavos, y exhibieron empuje cuando impugnaron con las armas la presencia de los alemanes en territorio francés. En ese empeño arrostraron peligros sin cuento, y el precio fue elevado. Miles de hombres y mujeres republicanos perecieron tras las alambradas de los campos de internamiento y de exterminio, y también en los combates de una guerra devenida en trituradora de hombres. Cuando en agosto de 1944 la «Nueve» desembarcó en Normandía contaba con 148 soldados republicanos; el arqueo resultaba aterrador cuando la unidad alcanzó meses después tierras alemanas: solamente dieciséis seguían con vida. Cerca de cinco mil españoles fueron asesinados en Mauthausen[2].
El mérito se acentúa si reparamos en que fueron gentes del común los protagonistas. El pacto germano–soviético y la ocupación alemana de Francia determinaron la huida de los prohombres republicanos. A México marchó la mayor parte de los líderes políticos, ministros y parlamentarios, mientras que el grueso de los cuadros comunistas se refugió en Moscú. En Francia aguantaron los miembros de las capas populares y en el más absoluto de los desamparos: tampoco los contados dirigentes políticos y los expatriados económicamente acomodados que se mantuvieron en el país vecino compartieron el destino de la masa republicana. Jesús Monzón Repáraz, el hombre que terminó haciéndose cargo de la dirección comunista, andaba de cuchipanda por los restaurantes de Marsella mientras los camaradas repartidos por los campos de internamiento se morían literalmente de hambre. Cuatro prominentes políticos de la República —Tomás Bilbao, Paulino Gómez, José Moix y Segundo Blanco— se negaron a recoger en el consulado mexicano de Marsella 30 000 francos donados por el Gabinete de Lázaro Cárdenas, «pues les parecía indecoroso, en su calidad de ex ministros, acudir al suscrito como si fueran refugiados necesitados de subsidio»[3]. En el campo africano de Cherchell, políticos y funcionarios comían aparte. Unos, a costa de su peculio; otros, adelgazando los fondos republicanos. Los militares profesionales que permanecieron en Francia renunciaron a combatir con los paisanos y aplicados epígonos de una tradición decimonónica, alimentaron organizaciones de todo tipo. Pero los refugiados no sólo estuvieron privados de dirigentes políticos y militares, sino también de poetas; y la poesía era un nutriente básico del pueblo republicano. Unos, porque sucumbieron huyendo de la barbarie, como Antonio Machado. La mayor parte, porque eligió el refugio americano. José María Álvarez Posada, «Celso Amieva» para la cultura, se constituyó como excepción: en los campos de internamiento fue un poeta de la arena y en las guerrillas no tuvo repulgos de coger el fusil. No puede imputarse sin embargo cobardía a los dirigentes que dejaron Francia; ni a los militares que jugaban a políticos; ni a los poetas que marcharon a cantar en tierras americanas. Un episodio espigado entre muchos ilustra del peligro que corrían sus vidas: la entrega a Franco y posterior fusilamiento de personajes como Lluís Companys y Julián Zugazagoitia. La huida de los dignatarios parecía por tanto lógica, pero fue menos explicable su regreso precipitado a Francia cuando la derrota alemana era una realidad: querían apoderarse de una victoria ajena y reconducirla en interés partidista o personal.
Los cuadros dirigentes de las formaciones políticas y sindicales acreditaron conductas repudiables. Abismados en diatribas infinitas, trasladaron al exilio sus rencillas de la guerra y adoptaron posiciones egoístas, que marginaron las necesidades de cientos de miles de confinados. Una auténtica charca de ranas. En el PSOE, negrinistas y prietistas, y sus correspondientes satélites, estaban más pendientes del memorial de agravios entre ellos que de la suerte de sus compatriotas. Los llamados republicanos burgueses, artistas de la labia y la indolencia, tenían como ocupación principal fijar las fronteras de su telaraña partidaria. Y mientras el grueso de los anarquistas jugaba a la revolución en geografías imaginarias, un puñado de libertarios arriesgaba sus vidas al servicio de las redes de evasión pirenaicas. Uno de esos cenetistas pioneros de la Resistencia, y como tal rechazado por su organización, Francisco Ponzán Vidal, formuló acertadamente lo que sucedía: «No es la patria francesa la que está en peligro, ni la libertad de Francia, son la libertad, la cultura y la paz mundiales las que están en juego». La generalidad no lo entendía así. Para quienes alardeaban de pureza ideológica, auxiliar a los servicios de inteligencia aliados era punto menos que traición. También el problema de la identidad nacional dificultó la convivencia en el destierro. Los catalanes se escindieron, repartidos entre la patria y la ideología social. Un mayor pragmatismo enseñaron los nacionalistas vascos, quienes lograron importantes ventajas para sus coterráneos. Una ética de plastilina permitió al Gobierno de Aguirre asociarse con todo el mundo y disponer además de un capellán allí donde había euskaldunes en peligro de muerte.
Solamente los comunistas, y por medio de dirigentes de tercera fila, mantuvieron en pie su organización entre los refugiados, primero en los campos de internamiento del Mediodía y luego, en la resistencia contra los alemanes. Incluso alumbraron un esbozo de grupo armado en el campo de exterminio de Mauthausen. En circunstancias adversas, demostraron una titánica voluntad de ser —«resistir es vencer» era su lema— y, simultáneamente, la tentación de monopolizar el exilio. Para ello no vacilaron en recurrir a todos los métodos posibles, incluidos los que corregían las discrepancias mediante la eliminación física; un procedimiento, vale la pena recordarlo, que no era exclusivo de los prosoviéticos. La mayor parte de la militancia comunista que se embarcó en la lucha contra el nazismo era gente corriente, hombres y mujeres en los márgenes, pues también los dirigentes huyeron. Pero el PCE se convirtió luego en víctima de una paradoja: el partido que impulsaba la unidad y la acción concitó al mismo tiempo la animosidad de las demás organizaciones —que se inhibieron de la lucha— y de los países que contrajeron una deuda de honor con los españoles que pelearon contra Hitler. Modernos Sísifos, los comunistas se jugaban la vida por la libertad de Occidente y al mismo tiempo eran condenados al ostracismo en nombre de esa libertad, que ciertamente negaban. El escritor Jorge Semprún, expulsado del partido en 1965, lo ha reflejado de manera contundente: «El siglo XX no se puede entender sin la generosidad de los comunistas»[4]. Muchos de los guerrilleros españoles que combatieron en la Resistencia fueron arrojados del PCE; o se dieron de baja después de comprender que habían sido utilizados para dirimir querellas ajenas al progreso social. Los brigadistas del Este se convirtieron en piezas codiciadas de las purgas estalinistas. Un duro peaje para tanto sacrificio.
Pese al recelo, cuando no al desprecio, con que fueron recibidos en Francia, los españoles enseñaron a sus molestos anfitriones que no eran los individuos indeseables dibujados por la prensa reaccionaria y la propaganda clerical, atareadas en agavillar maledicencias. La política de exclusión de las autoridades francesas y la desconfianza de los ciudadanos alentó entre los exiliados un clima de indignación. El impacto fue de tal magnitud, que ni los más prudentes fueron capaces de discernir entonces los contrasentidos de un país atravesado de xenofobia. La incomprensión francesa constituye un elemento reiterativo en los testimonios de los supervivientes, antes y ahora. El socialista Santiago Blanco lo consignó de manera gráfica: «Mi personal ambición enfermiza de disfrutar del inmenso placer de matar un gendarme era compartida por todos los españoles en Francia, sin una sola excepción. Podría asegurar que, en ciertos períodos particularmente infames de la persecución policial, los refugiados españoles a quienes se les ofreciese la maravillosa elección entre matar un falangista y matar un gendarme se hubiesen inclinado por perdonar al falangista»[5].
Pasados los primeros tiempos de desencanto, y desencogido el ánimo, los republicanos empezaron a diferenciar entre los gobernantes y el pueblo francés. Para una parte del exilio, esa distinción se estableció a partir de las reuniones políticas de los campos; otros la aceptaban porque era una manera de aliviar la rabia acumulada. Los elementos más ideologizados recordaron la presencia de miles de franceses en la guerra civil, encuadrados en las Brigadas Internacionales. Pero el episodio que superó la fractura fue la intervención de los republicanos en la Resistencia. Uno de los más destacados resistentes españoles en Francia, Cristino García Granda, lo explicó desde la cárcel de Carabanchel, cuando en febrero de 1946 esperaba el momento de su ejecución: «En cuatro años que peleamos juntos para liberar a Francia de los invasores alemanes, establecimos unos lazos que ni la muerte podrá romper. Si orgulloso me siento de ser hijo de España, no es menos el orgullo que siento de haber aportado mi esfuerzo a la liberación de Francia». Y el depositario principal del maltrecho orgullo francés, el general Charles de Gaulle, verbalizó un sentimiento extendido al condecorar al socialista ciudadrealeño Pablo García Calero: «Guerrillero español: en ti saludo a tus bravos compatriotas, por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos, eres un héroe francés y español». Ello no impidió las continuadas suspicacias entre franceses y españoles, y el desacuerdo provocó que los primeros adjudicaran a los republicanos una cascada de tópicos: indisciplinados, audaces, quijotes, comecuras, trapaceros, indómitos, testiculares, arrogantes, politizados, tribales, despiadados, machistas, individualistas, leales y bárbaros. Entre otros muchos.
La estancia de los españoles —hombres y mujeres— en los campos de concentración y en la Resistencia estuvo esmaltada de luces y sombras. «Fue en España donde los hombres supieron que se podía tener razón y ser vencidos, que la fuerza puede derrotar al espíritu y que hay tiempos en que el valor no es su propia recompensa», escribió Albert Camus. Los republicanos que combatieron contra Hitler habían aprendido entre 1936 y 1939 que la razón debía acompañarse de la victoria para que aquella fuera visible. Tanto en la guerra regular como en la subversiva, los españoles impartieron una lección de coraje y audacia. «Una bravura a veces excesiva», reconoce el capitán Dronne. También aplicaron procedimientos expeditivos. «¡Esta noche el enemigo sabrá el precio de la sangre / y de las lágrimas!», proclama el himno de los partisanos. Erasmo Díez Zapico, minero leonés parco en palabras y expeditivo con la metralleta, sabía de la crueldad de los fascismos —los había padecido en España— y también de la ingenuidad suicida de los políticos de la República, que confundieron tolerancia con indulgencia. Combatiente de la Resistencia francesa, aprendió que en la guerra irregular —concisión y elipsis— no regían los convenios humanitarios. Para disipar las dudas, repetía una frase a sus hombres: «Con uniforme alemán no hay ni padre ni madre. O le matas o te mata». Los nazis eliminaban sistemáticamente a los guerrilleros, y el mismo destino les aguardaba a los enlaces detenidos. No era preferible la otra alternativa: tortura y deportación a los campos de exterminio. «La guerra es la búsqueda del talón de Aquiles», escribió Emmanuel Levinas, y ese fue el método utilizado por los españoles. No obstante, en los últimos combates, cuando fue posible hacer prisioneros, los alemanes detenidos eran entregados a las autoridades.
Los franceses jalearon a los republicanos en el verano de 1944, durante las fanfarrias y agasajos de la Liberación en el Mediodía, fascinados de su valor legendario y una lealtad a prueba de afrentas. Pasados los días de entusiasmo compartido, una empatía con fecha de caducidad, relegaron la aportación de los extranjeros y los «rojos españoles» recuperaron su condición de invisibles. Un episodio les recordó obscenamente su condición de parias. Cuando se produjeron las invasiones del valle de Arán, cientos de guerrilleros cayeron prisioneros en España. Algunos sobrevivieron a las cárceles franquistas y, al regresar a Francia, descubrieron que los franceses habían reescrito la historia hasta en las anécdotas. El blindado Guadalajara, que fue el primero que entró en París conducido por republicanos, había sido sustituido como pionero de la avanzadilla por el Romilly. El tiempo acrecentó el olvido. Cuando el 18 de agosto de 1974 las organizaciones de antiguos resistentes desfilaron por Foix, capital de Ariège, para celebrar el 30 aniversario de la Liberación, los españoles que habían protagonizado esa lucha contra los alemanes estaban confundidos entre el público; el chovinismo francés y sus propias divisiones les habían convertido en espectadores de su obra. Pero no todos tuvieron una memoria vaga, la «mémoire courte» de la que habla Jean Cassou, un intelectual francés nacido en Bilbao. El asturiano Emilio Palacios, amigo de García Granda, estudiante de Medicina en España y luego conocido como «el médico español del maquis», verificó años después —cuando apadrinó la boda de una joven a la que había salvado la vida cuando la Resistencia— que en la región todavía evocaban con respeto y cariño a los españoles. Otros testimonios ratifican que una parte del pueblo estaba al margen de los tejemanejes de las élites políticas e intelectuales. Bien es cierto que si los franceses ningunearon la ayuda americana e inglesa, resulta más que lógico que pasaran de puntillas sobre la modesta participación republicana. En la literatura de la Resistencia, en torno a dos mil títulos, los españoles aparecen arrinconados como una curiosidad a pie de página. No obstante, los estudios más rigurosos de la presencia republicana en la lucha contra Hitler están firmados por franceses: Marie–Claude Rafaneau–Boj, Emile Temime, Denis Peschanski y especialmente Geneviève Dreyfus–Armand[6].
La contribución de los españoles a la lucha contra Hitler quedó sepultada entre los mitos de la Resistencia francesa y el Holocausto judío, dos representaciones ideológicas urdidas laboriosamente y que se mantienen aún vigentes, sobre todo la segunda. Los franceses tenían la mala conciencia de haber protagonizado un turbador paréntesis moral y patriótico durante la Ocupación y de haberse comportado como un pueblo pancista y cínico, pusilánime y claudicante; de transitar la vía de apaciguamiento y rehusar el choque con los hitlerianos y sus redes de cómplices. Frente a la apatía de los franceses y a su convivencia o connivencia, según los casos, con los nazis, los republicanos se involucraron en la lucha desde el comienzo. «Los españoles no nos quedamos con los brazos cruzados», insisten a coro los supervivientes: un argumento de autoridad. Pero los franceses se apropiaron de un éxito que había sido colectivo. Lo arreglaron fabricando la historia oficial de una Resistencia madrugadora y unitaria, y desplazando a los españoles —y a los demás extranjeros: también ignorados— de la lucha por la Liberación. «Más allá de las diferencias ideológicas, las dos grandes figuras de la Resistencia francesa pasaron a ser De Gaulle y el PCF: la Francia resistente se dividía equitativamente entre el jefe carismático y el partido de vanguardia», escribe Rafaneau–Boj. Una construcción identitaria basada en la mentira. Aunque por otros motivos, aconteció algo parecido en el universo de los campos de exterminio nazis. El holocausto judío, episodio histórico de proporciones descomunales, fue reconvertido con el tiempo en el Holocausto, una «industria cultural» —en palabras de Norman G. Finkelstein— que arrinconó a las otras víctimas del martirologio desencadenado por los hitlerianos. Entre ellos a miles de españoles, pero también a los rusos, un pueblo castigado con tanta o más saña que los hebreos. Eric J. Hobsbawm, maestro de historiadores, ha denunciado cómo la comunidad judía «afirma ante la conciencia mundial unos derechos exclusivos como víctima de una persecución», que alcanzó a millones de personas de otras etnias y culturas. Poseer la condición de judío y haber aceptado la muerte disciplinadamente garantiza la memoria; haberse enfrentado a los nazis y pagar por ello con la propia vida desplaza a sus autores al rincón de los secundarios irrelevantes. Un argumento construido a partir de confusos escalafones morales, pero que ha demostrado una eficacia simbólica incuestionable[7].
En el caso de los españoles en Rusia sucedió algo parecido. Tanto las autoridades soviéticas como los líderes del PCE instalados en Moscú se resistieron a la presencia de los republicanos en el frente. Pero la obstinada decisión de luchar permitió a un puñado de ellos intervenir en la guerra contra la Wehrmacht. Parias de todos los ejércitos del mundo, y rechazados en las tropas regulares, a la mayor parte sólo les quedó la salida de la guerrilla, una variante de lucha que perseguía a los españoles. El destacado concurso de los republicanos apenas tuvo repercusión, silenciado esta vez por los propios dirigentes comunistas. La tasación de esas andanzas cuestionaba a los sátrapas políticos y militares del comunismo español en Moscú, que vivieron plácidamente en la retaguardia, mientras exiliados de a pie, incluidos adolescentes, perdían la vida a las puertas de Leningrado o en las geografías esteparias de la Unión Soviética. Por si fuera poco, el hombre decisivo fue Domingo Ungría, un militante tenaz y aventurero, profesional de la heterodoxia y mal conceptuado en las instancias superiores de la época por su comunismo desmayado. Para subvertir la realidad, los mandamases dirigieron los focos de la aportación republicana sobre dos españoles que lucharon y murieron en Rusia: Rubén Ruiz Ibárruri, hijo de Pasionaria, y Santiago de Paúl Nelken, vástago de la diputada y escritora Margarita Nelken. Utilizaron la inmolación de los dos jóvenes, que habían peleado heroicamente en el Ejército Rojo, para malbaratar el recuerdo de medio millar de compatriotas.
Los excesos narrativos también han dañado la imagen de los españoles que lucharon contra el fascismo: relatores bienintencionados que se dejaron llevar por las emociones de la victoria y los testimonios de los protagonistas, que propenden siempre a exagerar la importancia de sus aportaciones. «La Resistencia francesa tuvo algo así como el ochenta por ciento de refugiados republicanos españoles», se ha llegado a escribir. Primo Levi, que sobrevivió a Auschwitz, observa que la memoria es al mismo tiempo un instrumento maravilloso y falaz; que todo testimonio comporta una reconstrucción, una manipulación en definitiva. Los 15 000 legionarios republicanos de Leclerc o los 4000 españoles de la insurrección parisina forman parte de la mitología. Aunque se deslizaron en ocasiones por la lógica pendiente de la exageración y apuntalaron algunas leyendas, conviene registrar con la importancia que merecen los nombres de los primeros cronistas, activos resistentes además: Antonio Vilanova, Miguel Ángel Sanz, Eduardo Pons Prades, Alberto Fernández y Antonio Téllez Solá. La tendencia a multiplicar la aportación republicana no fue, sin embargo, tarea exclusiva de quienes levantaron la primera cartografía de los españoles que lucharon contra Hitler. También aceptaron y repitieron algunos errores y exageraciones relevantes historiadores, como Manuel Tuñón de Lara[8].
Pero lo asombroso no fue que los franceses silenciaran la contribución de los republicanos a la liberación de su país; lo que sorprende y desasosiega es la indiferencia de los españoles hacia su propia historia. En los tiempos de la dictadura, aludir al exilio constituía un delito y la ingenuidad de los republicanos les indujo a pensar que todas las pandemias tenían fecha de caducidad: también la hegemonía narrativa del franquismo. Todo era cuestión de sobrevivir al tirano, y después reivindicar el recuerdo de la España republicana y exiliada. Pero la muerte de Franco no alteró de manera significativa el escenario de la memoria, convertida en propiedad de clase. Los vencedores de la guerra impusieron las condiciones del cambio político, y los descendientes de las víctimas aceptaron un pacto que entrañaba una tropelía semántica: confundir reconciliación con olvido, justicia con venganza. Cuando los herederos de quienes perdieron la guerra llegaron al poder en 1982, reforzaron de manera sorprendente la política de silencio; los supervivientes advirtieron simultáneamente que se podía hablar y que nadie estaba dispuesto a escucharlos: el recuerdo de los vencidos se había convertido en tabú. Alfonso Guerra declaró en el verano de 2004 que la memoria histórica se recuperaba lentamente «porque la sociedad no estaba preparada»[9]. Políticos, historiadores y periodistas desplegaron un cordón sanitario que impidió hurgar en la genealogía republicana. Amputado de manera selectiva el pasado, los políticos de la posdictadura expiaron la mala conciencia permitiendo el regreso multitudinario y terapéutico de líderes políticos como Carrillo o Pasionaria, y se olvidaron del grueso de los exiliados y, sobre todo, de su historia. En unas biografías habitadas de tragedia y renuncias, la derrota de los recuerdos fue la más sentida.
El discurso historiográfico de la transición y la democracia —levítico, empalagoso y cortesano— arrojó ceniza sobre los españoles del exilio francés y ruso: los expulsó al basurero de la historia. Ocupados en acomodar el franquismo al guión que exigía la política del momento, los historiadores oficiales, comportándose como corifeos, desconocieron la importancia de los republicanos que combatieron a Hitler y subordinaron el pasado a los intereses del momento. La aparición en 2001 de Soldados de Salamina, novela recomendada y leída como historia, ocasionó efectos devastadores para los relatos de la guerra y el franquismo. El melodrama de Javier Cercas representa el ejemplo acabado de la equidistancia entre víctimas y verdugos; un modelo de memoria ergonómica que cocina el pasado a gusto del cliente. El libro de las simetrías ideológicas, que homologa como ningún otro la teoría del cincuenta por ciento, recibió el aplauso unánime no sólo de la derecha política, algo lógico, sino también de una izquierda intelectual aturdida, a la defensiva y acrítica, a diferencia por ejemplo de la alemana. Jordi Gracia ha desarrollado en 2004 un intento paralelo de homologación en el ámbito literario con La resistencia silenciosa: un título sin duda adecuado. La edición de relatos posmodernos o abiertamente reaccionarios, la persistencia de la desmemoria y la hegemonía política conservadora en el cambio de milenio —«la derecha sin complejos»— están permitiendo la consolidación de un conjunto bibliográfico dominado por la avilantez y el panfleto, donde la historia como disciplina rigurosa desaparece para convertirse en pozo séptico del pasado: una cartografía de la amnesia y la mistificación. Celebradas series televisivas como Memoria de España o Cuéntame cómo pasó completan ese proceso en agraz dominado por lo retroespañol y la nostalgia de un cierto franquismo.
Los especialistas del exilio más ecuánimes (y profesionales) se dedicaron a recuperar selectivamente la aportación científico–humanista de los españoles–americanos, aquellos republicanos privilegiados que consiguieron abandonar el territorio europeo cuando empezaba a arder por los cuatro costados. Todavía a principios de 2003 se defendía que «lo que hay que destacar en especial de este exilio es su valor cualitativo, porque fueron varios los miles de intelectuales que se vieron abocados a una forzada expatriación»[10]. Defender la prevalencia de la pequeña burguesía ilustrada —intelectuales, políticos y profesionales— que marchó a América sobre los ciudadanos del común que permanecieron en Francia conduce fatalmente a una historia asimétrica. A riesgo de caer en lo que Peter Gray catalogó de «trivialización comparativa», los republicanos confinados en Francia siempre estarán un escalón arriba de quienes vivieron en la burbuja americana: la aportación decisiva de los españoles aconteció en los campos de batalla contra el fascismo. Pertenecían a las «gentes sin historia», y su propia condición social y cultural les impidió salir de Francia, donde tuvieron que soportar un clima de hostigamiento continuo. Los republicanos de América se mantuvieron en Francia dominados por la idea de evacuación y luego, en la tierra de cobijo, vivieron «con las maletas hechas» para retornar a España en cuanto pudieran; pese a la acogida más o menos favorable de las autoridades latinoamericanas. Pero ni en Francia ni en América hicieron algo visible que auspiciara el regreso. Si bien es cierto que los dueños del saber oficial emigraron en gran parte, los españoles corrientes de Francia exhibieron una insobornable voluntad de sobrevivir y de conquistar su derecho al futuro. Y de combinar una cultura popular y dinámica, ligada a la realidad, con el empleo del fusil. En las repúblicas portátiles del exilio, la francesa descubrió una mayor musculatura ética y humana: y la conciencia de protagonizar su propia historia. Aunque luego fueran los republicanos de la diáspora americana quienes la contaran.
En el campo de Mauthausen los españoles se conjuraron para que sobreviviera al menos uno de ellos, y lo hicieron con un empeño único: detallar lo que había pasado. También los guerrilleros de la Resistencia y de los cuerpos expedicionarios sentían la necesidad de explicar su contribución en lo que Kosztolanyi bautizó como las «tormentas de la historia». Pocos les escucharon, ni en Francia primero ni en España después. «Sí, dijeron que ya era hora de que se dejase de hablar de la guerra civil y de las consecuencias, que era el momento de pasar página. Estoy de acuerdo. No soy revanchista, pero no estoy dispuesto a que esa página se pase sin estar escrita y, sobre todo, sobre todo, sin haber sido leída», ha explicado Enric Marco, deportado al campo nazi de Flossenbürg. La mayor parte del exilio reclamó su derecho a la memoria, aunque fuera arbitraria, y de paso honrar a las víctimas. Pero los problemas no acabaron con el fin de la guerra. Algunos supervivientes de los campos de exterminio comprobaron que se habían convertido en sospechosos de connivencia con el enemigo simplemente porque estaban vivos, y lo mismo les sucedió a quienes habían escapado a una caída generalizada durante la Resistencia. Los hubo que rechazaron recompensas y honores, aventaron los recuerdos y se recluyeron en la soledad: eran incapaces de verbalizar sus experiencias y defendieron su derecho al enmudecimiento, que era en realidad un grito angustioso de vida. Otros, con menos méritos, ocuparon su lugar. Españoles hubo que no participaron en la lucha y se apuntaron a los desfiles de la victoria, a las medallas y a las pensiones. Incluso a la historia. Eran los llamados «resistentes imaginarios», embusteros del pasado que suplantaron a los protagonistas muertos. En el microcosmos de los supervivientes planea a veces la sensación de que se impuso la versión de quienes salieron vivos sobre la de quienes fueron protagonistas, y algunos historiadores se han convertido en rehenes de testigos poco fiables.
Español es un gentilicio maldito en los libros franceses de historia: peleles del pimpampún. República es el nombre maldito de la historiografía española. El mariscal Pétain, amigo de Franco y felón por excelencia, etiquetó a los republicanos españoles de «ejército de ratas», cuando el ministro plenipotenciario mexicano Luis I. Rodríguez se interesaba por la suerte de los expatriados. A la altura de 1994, un escritor de prosa genuflexa, Francisco Umbral, despachó la obra de los intelectuales transterrados con esta ocurrencia: «Una buena página de Cela vale por casi todo el exilio». Un país normalizado, empero, estaría orgulloso del proceder de sus compatriotas, y resulta una vergüenza retrospectiva que no sea así. Mientras el franquismo ensuciaba el perfil de España en el mundo, como si fuera un país de apestados, los republicanos troquelaron una imagen positiva de la patria: una verdadera aristocracia de la dignidad. Desde América proyectaron la España de la inteligencia, la modernidad y la tolerancia; desde Francia, la del valor y de la cultura popular. Los republicanos del exilio merecen sólo por eso un puesto de honor en la historia de España, y la reconstrucción identitaria pasa por reconocer esa aportación. Incluso Carlos Arcos, ministro franquista encargado de Negocios en París, envió el 9 de noviembre de 1944 un despacho confidencial a Madrid y en uno de los párrafos manifestaba que «sea como quiera, el caso es que de los españoles refugiados, los amenazados de campos de concentración y trabajo forzoso, han tendido a enrolarse en las fuerzas del “maquis” y es de reconocer, con pena pero casi orgullosamente, que los que así lo hicieron se han distinguido en la lucha abierta». Mejor y mayor elogio, imposibles. El escritor Arturo Pérez–Reverte lo resumió con palabras precisas y hermosas: «Cuando repaso las fotos de esos fulanos bajitos, morenos, mal afeitados, que me miran desde el papel amarillento y la distancia de cincuenta años, no puedo evitar un estremecimiento (…). A fin de cuentas eran mis paisanos, y no se dejaron degollar por ahí fuera como borregos. Estaban solos, abandonados, fugitivos, nadie daba un duro por ellos, y España y el resto del mundo miraban hacia otro lado. Ya no tenían ningún sitio a donde ir, así que se quedaron de pie y pelearon. Con la colilla en la boca y un par de cojones»[11].
Pues si algo distinguió a los combatientes españoles repartidos por el mundo, y singularmente en Francia, fue la mirada permanente hacia su tierra de origen: una arqueología de las emociones. En el campo de maniobras políticas e ideológicas que fue el exilio, sólo hubo unanimidad en la nostalgia de España. O de Cataluña. O de Asturias. Neus Català asegura que en el campo de exterminio de Ravensbrück curaba las depresiones pensando en España, imaginando la patria[12]. Los republicanos, imbuidos de internacionalismo, jamás perdieron de vista la tierra de origen. «Reconquista de España» se llamaba el ejército que pretendió invadir el país por el valle de Arán, y también llevaba ese nombre su periódico de cabecera. Cuando en el desierto africano los republicanos atacaban a los tanques italianos a pecho descubierto, quijotes suicidas, acuñaron una expresión convertida en ritual: «¡Cómo en Guadalajara!». La guerrilla del Midi francés arreciaba sus atentados el 14 de abril, aniversario de la República, y en la central del crimen que fue Mauthausen, los deportados españoles denominaban Campo de la Bota —escenario de las ejecuciones en Barcelona— al emplazamiento destinado por los nazis a los mismos fines. Entre las alambradas francesas, en la Resistencia contra los nazis y en los campos de exterminio centroeuropeos, el objetivo que perseguían todos los republicanos era volver a una España amada que evocaban libre. No pudieron realizar el sueño largamente acariciado. Muchos de ellos perecieron en las turbulencias de las guerras contra el fascismo, y los demás se sabían prisioneros de una enfermedad incurable: la nostalgia de una patria imposible. Un país que no pudieron visitar en muchos casos mientras vivió Franco, y que luego, cuando murió el autócrata y volvieron, fueron incapaces de reconocer. A cambio de tanta pasión por España, quienes disponían en ella los condenaron primero al silencio y después al olvido.
Resulta capital proyectar una evaluación serena y ecuánime sobre el paisaje humano y político del exilio, una mirada implacable que registre también una aproximación a la verdad ante el olvido pasado y la bulimia revisionista actual. Reconducir como relato histórico una epopeya salpicada de leyendas. Historiadores con anteojeras orillaron la aportación que los republicanos sin nombre escribieron por medio mundo: la historia más triste y hermosa de la España del siglo XX. «La estupidez insiste siempre», escribió Albert Camus. Cierto. Pero los charlatanes atolondrados y anchos de conciencia no administrarán para siempre nuestro pasado: el futuro corregirá los desmanes de los capataces de la memoria. De los sicarios de la historia.