Inventario de ruinas
Estoy cansada de no saber dónde morirme.
Esa es la mayor tristeza del emigrante.
¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios
de los países dónde vivimos? Habría que hacer tantas
presentaciones de los otros muertos,
que no acabaríamos nunca.
MARÍA TERESA LEÓN
El teniente coronel José Vitini Flórez, jefe de la 4.ª División de la AGE, y el alférez Miguel Campos, de la División Leclerc, vivieron su momento de gloria en el verano de 1944. Pero los aplausos de París y los hurras en Albi eran emociones prestadas, porque Vitini y Campos tenían a España como referencia ineludible, una pasión absoluta. Los dos habrían rubricado los versos de Cernuda: «Amargos son los días / de la vida, viviendo / sólo una larga espera/a fuerza de recuerdos». Vitini fue enviado a Madrid en enero de 1945, y su llegada se inscribía en el intento del Partido Comunista de trasladar el movimiento guerrillero a las ciudades. Encabezó a partir de entonces una mínima partida entregada al proselitismo y a las acciones armadas. Liberado París, Campos consagró todas sus muchas energías a planificar el regreso a la patria. Aunque continuó con la «Nueve» camino de Berlín, en realidad ganaba tiempo para la batalla definitiva: incorporó a seis compañeros anarquistas en su unidad, coordinados por Joaquín Blesa, con el único objetivo de esconder armas. El 25 de febrero de 1945, cuatro integrantes del grupo de Vitini asaltaron la subdelegación de Falange en Cuatro Caminos, operación que se saldó con la muerte de dos empleados de la delegación. La respuesta policial llevó a Vitini y a sus hombres a la cárcel. Campos desapareció en diciembre de la historia de la «Nueve».
Los éxitos en Francia le sirvieron de bien poco al teniente coronel Vitini, pintor de brocha gorda y guardia de asalto en España, quien había pasado por los campos de Argeles y Septfonds, y tampoco tuvieron efecto las peticiones de clemencia que llegaban a Madrid allende las fronteras. Los tribunales franquistas vieron llegada la ocasión de castigar de la forma más severa a quienes cuestionaban por las armas la paz de los cementerios: ocho activistas fueron fusilados el día 28 de abril de 1945 en el cuartel de Campamento. El 15 de octubre de 1944 había sido ejecutado en el Campo de la Bota barcelonés su hermano Luis Vitini, en compañía de otros cinco guerrilleros que habían luchado en la Resistencia francesa. Miguel Campos pasó directamente de la División Leclerc a la leyenda. El 14 de diciembre de 1944, en el curso de una patrulla en Alsacia, la vida de Campos entró en una nebulosa: historiadores y testigos no coinciden en sus noticias. Unos apuntan que murió en una emboscada cuando, como de costumbre en un artista de la acción, hacía la guerra por su cuenta, aunque no apareció su cadáver; otros lo sitúan en el Orán de la posguerra, casado con una mora, pendiente de atentar contra Franco. La mayoría sospecha que desertó para enrolarse en las guerrillas antifranquistas. Otras informaciones lo emplazan en las redes de evasión y como cazador de nazis, en compañía de un célebre guerrillero, Manuel Gutiérrez Vicente «Pierre de Castro». Un final de leyenda para un personaje mítico[1].
En el arqueo de víctimas del franquismo y el nazismo, Vitini y Campos eran sólo dos bajas más. El 17 de septiembre de 1944, el general Charles de Gaulle presidió un desfile militar en Toulouse que contó con la participación de numerosos españoles. Ante los republicanos, el jefe guerrillero Serge Ravanel se preguntó: «¿Cuándo podrán volver a su propio país? ¿Cuándo podrán celebrar la libertad por la cual tanto lucharon a nuestro lado? ¿Qué hará la nación francesa para ayudarlos, respondiendo a la generosa ayuda que ellos nos dieron?». Ahora conocemos las respuestas pero, en aquel entonces, unos pocos españoles, que habían combatido en la Resistencia y participado en las invasiones pirenaicas, continuaron la lucha en España. Ante la inhibición de las potencias democráticas, se impusieron acometer al régimen por las armas mediante una disyuntiva suicida y heroica: España o la muerte; fueron los guerrilleros antifranquistas. Después del fracaso de Arán, el PCE siguió impulsando la vía armada en el interior de España por el método de las penetraciones de pequeños grupos: avezados combatientes de la Resistencia francesa —y también de la guerra en la Unión Soviética— entraban en España para organizar las bolsas de huidos que aún se mantenían o para alumbrar nuevos focos insurgentes. Los comunistas no confiaban en la diplomacia y sabían de antemano que cualquier solución política pasaba por marginarlos: la guerrilla era el único medio para mantener su presencia. Militantes anarquistas, al margen de la CNT o contra sus directrices, también se embarcaron en la lucha armada. «No hay otra solución al problema español que la sangre», proclamaban los libertarios intervencionistas[2].
En Francia y otros países quedaron otra vez los políticos y militares de relumbrón, resguardados de las balas franquistas y dispuestos a seguir jugando a los soldaditos de plomo. Ajenos a las biografías de los guerrilleros, algunos de los cuales llevaban nueve años combatiendo y regresaban a España otra vez con la metralleta debajo del brazo. Ajenos a las muertes que ocasionaban sus decisiones. Bien es cierto que la mayor parte de los guerrilleros regresó voluntariamente: la caída del franquismo era la razón de sus vidas, y todo lo que no fuera la reconquista de España hacía que sus existencias no tuvieran sentido; eran hombres dominados por la idea de emancipación, a la que habían dedicado los mejores años de sus vidas. El franquismo era una enfermedad crónica, y ellos habían sido elegidos para erradicarla. Pero el precio de esa decisión resultó insoportable: las bajas entre los combatientes fueron numerosas y dejaron un enorme vacío en las filas del antifranquismo. Como apostillan repetidamente los testimonios de los supervivientes, «los mejores de entre nosotros están todos muertos». Y lo que parece en principio un homenaje a quienes perdieron la vida, acaba transformándose en una certeza. En efecto, tanto en la Resistencia francesa como en el maquis de posguerra en España, en los campos de internamiento galos y en las cárceles franquistas, así como en el universo concentracionario nazi, fueron eliminados los elementos calificados de excepcionales: los más solidarios, los más audaces y los más inteligentes. Pudieron contar sus experiencias quienes demostraron mayor versatilidad, los cobardes, los listos. O los señalados por la suerte. El escritor Primo Levi, que sobrevivió al campo de exterminio de Auschwitz, lo expresó también de manera radical: «Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los mejores han muerto todos»[3].
La nómina de los republicanos que combatieron en Francia (también en Rusia) y luego pelearon y murieron en la guerrilla antifranquista deviene amplia, trágica. Lo más significativo en esta ocasión fue que no sólo participaron los guerrilleros de a pie, sino que también lo hicieron quienes habían desempeñado cargos relevantes en la AGE, que por otro lado no dejaban de ser ciudadanos del común. Entre los combatientes que entraron en España, unos fueron detenidos y otros pocos repasaron la frontera; la mayoría perdió la vida en los montes y ciudades de España. Como Luis Ortiz de la Torre «Pierre», de la 4.ª Brigada de la AGE y luego comisario del maquis de Côte–d’Or. Después de la victoria, Ortiz de la Torre entró en España para incorporarse como delegado político a la guerrilla de Ciudad Real; murió en un enfrentamiento con la policía en enero de 1947. Julio Navas Alonso «Fabián» llegó en 1946 para reorganizar la guerrilla extremeña, donde impulsó una frenética (y suicida) actividad armada durante unos meses, hasta que fue detenido el 10 de junio de 1947 en la ciudad de Madrid; ejecutado ese mismo año. Pedro Valverde Fuentes, Joaquín Puig Pidemunt y Ángel Carrero «Álvaro», dirigentes del PSUC y que pertenecían a la resistencia de Barcelona, fueron fusilados el 17 de febrero de 1949 en el Campo de la Bota después de combatir a los nazis en Francia. Años antes, en 1945, cayó un precursor de la guerrilla urbana barcelonesa, José Aymerich, comandante en la Resistencia francesa; había entrado en España con Vitini y un enlace: círculos que se cerraban. Ramón Álvarez «Pichón», uno de los pilares de los primeros grupos armados españoles en Francia, pasó la frontera a finales de 1945; detenido y fusilado en la Ciudad Condal en 1946. Otro pionero de la resistencia en Ariège, Luis Walter «Manolo», fue fusilado en Barcelona en el verano de 1944. Mínimos ejemplos de una hecatombe.
La mayor parte de los mandos «franceses» que penetró en España lo hizo con el objetivo de reorganizar e impulsar los núcleos de huidos que menudeaban por las sierras de España. No obstante, hubo una unidad creada por los guerrilleros procedentes de Francia y convertida luego en la más representativa de la historia del maquis: la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón. En las sierras valencianas lucharon y murieron algunos de los jefes más reconocidos de la Resistencia: Ángel Fuertes Vidosa «Antonio», Vicente Galarza Santana «Andrés», Francisco Bas Aguado «Pedro» y Juan Delicado Andrés «Delicado». Fuertes Vidosa había sido uno de los resistentes más destacados en Francia, sobre todo en cuestiones de formación de combatientes. El maestro oscense también participó en la creación de la AGLA, responsable primero del 17.º sector y nombrado, en mayo de 1947, jefe supremo. Había entrado en España en septiembre de 1944, y el 26 de mayo de 1948 concluyó su desafío contra la dictadura, abatido con dos de sus hombres en el mas de Guimerá, en Portell de Morella, después de una delación. «Antonio» había reemplazado en la jefatura de la AGLA al valenciano Galarza Santana, sargento de la 236.ª Brigada del XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero durante la guerra civil, resistente en Francia y que fue detenido en Valencia en febrero de 1947. Fusilado en agosto de ese año en Paterna; llevaba en España desde febrero de 1946[4]. Testigos e historiadores coinciden en que tanto «Antonio» como «Andrés» estuvieron en relación con el valenciano Juan Delicado González —entró en España en octubre de 1944—, eliminado por el grupo del zaragozano Doroteo Ibáñez Alconchel «Ibáñez» por encargo de Fuertes Vidosa y órdenes superiores de Galarza Santana. La ejecución fue llevada a cabo el 17 de noviembre de 1946 en la sierra de Javalambre. Las acusaciones: menospreciar la hegemonía comunista en la guerrilla valenciana y pactar su libertad con la Guardia Civil a cambio de la entrega de los compañeros; en definitiva, «agente provocador de la Guardia Civil». Ni una ni otras acusaciones mostraban bases sólidas, aunque había sido detenido y liberado, y las secuelas continuaron durante años: «Mi madre, Filomena Estors, también hizo la resistencia como enlace y punto de apoyo, y cuando falleció en 1999, esperaba todavía a su marido porque nunca jamás el PCE le dijo que lo habían eliminado en el 46. La dejaron desperdiciar su vida en una esperanza vana», escribe Iván Delicado, su hijo. Desde el punto dé vista organizativo tuvo una influencia decisiva en la AGLA Francisco Bas Aguado, piloto que había hecho un curso de perfeccionamiento en la URSS durante la guerra civil y luego peleado en Francia, donde estuvo al frente de los servicios de información de la AGE. Máximo responsable político durante varios años, fue eliminado seguramente por indicación de los responsables guerrilleros en Francia[5].
Pero no todos los dirigentes de la AGLA procedían de la Resistencia francesa. Peregrín Pérez Galarza «Ricardo», quien heredó a Fuertes Vidosa como responsable máximo, venía del frente soviético. Durante la guerra civil, fue jefe del batallón de Defensa contra Aeronaves y después mayor jefe de la 75.ª División del XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero, a las órdenes de Domingo Ungría González. Había cursado estudios en la Escuela Planiérsnaya de Moscú, y participó en la defensa de la capital soviética. Murió el 4 de julio de 1948 en La Ginebrosa, en un enfrentamiento con las fuerzas de represión. Otros activistas procedentes de la URSS también se incorporaron en diferentes agrupaciones guerrilleras. Fue el caso de Lucas Nuño Bao, partisano en la Unión Soviética después de pasar por el campo de Saint–Cyprien. Distinguido con la Orden de la Guerra Patria y dos medallas más. Ejecutado el 29 de diciembre de 1947 en el penal toledano de Ocaña, en compañía de Agustín Zoroa, marido de Carmen de Pedro. Había llegado de Rusia a Francia en 1946 y pasó a España para luchar en las guerrillas. Valentín Fernández, jefe de brigada, siguió parecido camino: partisano en Rusia, resistencia en España; en 1948 libró su última batalla. Manuel Fernández Soto «Coronel Benito», máximo dirigente del maquis en Galicia a partir de 1948, también había combatido en la URSS. Sometió a los antifranquistas gallegos a un proceso de militarización y desvinculación del campesinado local: un policía infiltrado lo asesinó el 22 de junio de 1949 en Pena de Remesar. Otros «rusos» que perdieron la vida en las guerrillas antifranquistas fueron el cordobés José Obrero Rojas y el jienense Vicente Blas Almodóvar. También Justo López de la Fuente pasó a España; fue detenido, procesado y ejecutado. Pocos de entre los «franceses» o «rusos» que volvieron a España escaparon a la muerte en el maquis de posguerra[6].
Dos biografías aparecen como paradigma de los republicanos que no se resignaron a la presencia de Franco en España y a la indiferencia de las potencias democráticas: Gabriel Pérez Díaz y Cristino García Granda. Compartían ideología comunista, paisanaje asturiano y lucharon en las mismas unidades de la Resistencia: Gabriel era uno de los hombres de confianza de Cristino. A pesar de que tuvieron una actuación pareja durante las luchas en Francia, la repercusión de sus muertes en España y en Francia marcó la fama de García Granda —un decir: para los republicanos todo es olvido— y el anonimato de Pérez Díaz. El mayor éxito de este último fue la batalla de la Madeleine, en agosto de 1944, posiblemente el episodio más célebre de los combatientes republicanos en el Mediodía. Luego intervino en las invasiones del valle de Arán al frente de la 21.ª Brigada, que penetró en territorio aragonés. El 24 de febrero de 1946, el gijonés comenzó su última misión en España. Pérez Díaz y sus 41 guerrilleros habían partido de Saint–Jean–Pied–de–Port y atravesaron la frontera por Valcarlos, siguieron por Roncesvalles y alcanzaron la localidad navarra de Noain, al sur de Pamplona. En la última población secuestraron pistola en mano dos camiones de pescado que abandonaron en el puerto del Escudo, cuando se les acabó el combustible. Localizados después de la denuncia de uno de los chóferes, a quienes dejaron libres contra toda lógica, el enfrentamiento se saldó con 8 muertos y 27 prisioneros; 7 maquis consiguieron escapar (conforme a las noticias de diferentes autores, los huidos oscilan de uno a siete). Pérez Díaz resultó herido leve. Advertidos del suceso, los antifranquistas santanderinos efectuaron dos intentos para liberarlo del hospital donde estaba internado; en ambas ocasiones puso reparos a la evasión. Pérez Díaz y cuatro compañeros fueron fusilados después de la correspondiente farsa judicial. La muerte del asturiano y de sus compañeros evidenció las graves deficiencias con que se encontraban los guerrilleros que entraban en España, y sobre todo el desconocimiento que tenían de la naturaleza del régimen. Sólo así puede explicarse que no intentara escapar por todos los medios, y sólo así se entiende que 42 maquis bien armados se entregaran a la Guardia Civil. Aparte de que traían órdenes de evitar los enfrentamientos, quizá pensaron que la detención apenas les acarrearía unos años de cárcel. Ignoraban los métodos expeditivos del franquismo y que la única opción era morir matando[7].
El otro combatiente emblemático de la Resistencia francesa que murió en España fue Cristino García Granda, un marino mercante natural de Viodo, al lado de Luanco, que llevaba en las trincheras de la revolución desde 1934. Guerrillero durante la contienda de 1936 y guerrillero en Francia. En la guerra civil había peleado desde Asturias hasta Teruel, donde trabó amistad con Ernest Hemingway. Jefe de la 3.ª División de la AGE en Francia, entre sus éxitos más recordados estaban el asalto a la cárcel de Nimes y la batalla de la Madeleine. Al parecer, García Granda fue enviado a España con el objetivo de organizar a los grupos de huidos que había en Gredos y Guadarrama, pero tuvo dificultades para entrar en contacto con ellos y las noticias del primer destacamento que se adentró en la sierra madrileña le parecieron desalentadoras. Las circunstancias llevaron a García Granda y a sus hombres a la capital para relanzar la resistencia urbana, abismada en la inoperancia. Pero el guerrillero asturiano tampoco fue capaz de invertir la tendencia. Las acciones bajo su mando se sucedieron de manera vertiginosa: asalto a una entidad financiera del Paseo de Delicias, voladura de un transformador eléctrico en la calle Mariblanca, asalto a la subdelegación de Falange en Buenavista y sabotaje a las oficinas de ferrocarriles del Paseo Imperial. Pero el grupo de Cristino no sólo tuvo que ocuparse de combatir a los franquistas, sino que también intervino en las luchas por el poder entre los partidarios de Monzón y el Buró Político; recibió el encargo de eliminar a Gabriel León Trilla, uno de los personajes centrales de la época de Monzón Repáraz. Como García Granda se negara aduciendo su condición de revolucionario, fueron designados dos miembros del grupo para matar al disidente, apuñalado el 7 de septiembre de 1945 en la calle Magallanes. El 15 de octubre fue liquidado un compañero de Trilla, «Alberto Pérez Ayala» (posiblemente, Enrique Cantos). El 20 de octubre, cinco días después del asesinato de este último, fueron detenidos García Granda y varios de sus compañeros. La formidable repercusión internacional del juicio y la presión del Gobierno francés, que intercedió por la vida del guerrillero, no impidieron la condena de quince militantes comunistas y la ejecución de nueve de ellos el 21 de febrero de 1946. Entre los fusilados, además de Cristino, se encontraban dos destacados jefes españoles de la Resistencia francesa: Manuel Castro Rodríguez, teniente coronel encargado de la 26.ª División, y Antonio Medina Vega, capitán en una de las compañías de la 5.ª Brigada, perteneciente a la citada división. García Granda tuvo una muerte acorde con el perfil del comunista ejemplar, que sobrevuela el entorno y no muestra debilidades. Ni siquiera aceptó cuestionar su militancia comunista para beneficiarse en el juicio que lo llevó al paredón: «Es falso lo que dice el abogado, que nosotros somos gente engañada. Somos patriotas antifranquistas convencidos, que no hemos abandonado la lucha contra los verdugos que oprimen a nuestro pueblo. He sido herido cinco veces en la lucha contra los nazis y sus lacayos falangistas. Sé bien lo que me espera, pero declaro con orgullo que mil vidas que tuviera las pondría al servicio de la causa de mi pueblo y de mi patria». García Granda alcanzó una importante victoria una vez muerto. Días después de su fusilamiento, los franceses cerraron la frontera con España. Luego vinieron los parabienes militares. El 25 de octubre, en Marsella, el general de división Olleris, jefe de la 9.ª Región Militar, realizó una citación al teniente coronel de la Resistencia francesa García Granda, jefe de los guerrilleros españoles de tres departamentos —Lozère, Gard y Ardèche—, que llevaba aparejada la Cruz de Guerra con estrella de plata. El ejemplo se extendió. Varias calles y estelas en diversas ciudades francesas llevan su nombre. Y el 25 de marzo de 1947, en el Velódromo de Invierno de París, se celebró el homenaje en memoria de García Granda y los miembros de la Resistencia, españoles y franceses. Asistieron más de 25 000 personas, y el cantante Yves Montand interpretó para la ocasión el himno guerrillero: «Amigo, si caes / otro sale de la sombra, / y ocupa tu puesto». En el cementerio de Carabanchel, un nicho guarda los restos de García Granda, Francisco Esteban Carranque Sánchez y Alfredo Ibias Pereira. Como una red que liga el infortunio republicano, muy cerca reposan los restos de Vitini[8].
Pero tal vez la semblanza trágica por excelencia de los «héroes franceses» corresponde a Luis Montero «Sabugo», también asturiano. Fue sin discusión uno de los hombres más destacados de la oposición armada en la Francia alemana y luego dirigió la resistencia en el campo de exterminio de Mauthausen: una biografía impecable. En mayo de 1948 fue enviado a Asturias para hacerse cargo de la agrupación norteña, una de las más importantes de toda España en aquellos momentos. Pasó varias veces a Francia durante el año siguiente para recibir las nuevas directrices, que pretendían reconvertir a los guerrilleros en «instructores políticos y organizadores de los campesinos». Pero el 7 de febrero de 1950 se produjo una matanza en el campamento de El Condado, en el término de Laviana, donde fueron eliminados siete guerrilleros, entre ellos el resistente más conocido y respetado de Asturias, Manuel Díaz González «Manolo Caxigal», que llevaba en el monte desde 1937. Todo indicaba que la sarracina había sido el resultado de una delación, y los indicios conducían a Montero: había sido detenido días antes, apareció con los guardias civiles para reconocer los cadáveres y, lo más sospechoso, fue puesto en libertad pese a su condición de máximo dirigente. Carlos Santullano y José Manuel Pérez sostienen que fue un guardia civil infiltrado entre los enlaces quien aportó la información que desencadenó la tragedia. Ramón Piñeiro sugiere que tal vez Montero dedujo que las revelaciones no tendrían consecuencias, ya que los maquis conocían de su arresto y tenía la esperanza de que hubieran desalojado el campamento de El Condado. Pero fuentes oficiales, recogidas por José R. Gómez Fouz, no dejan lugar para la duda: la confidencia partió de Luis Montero, que aceptó colaborar con la Guardia Civil. Lo más impresionante fue que uno de los muertos de El Condado escapó a la redada en la que fue detenido Montero, que se lo comunicó a «Manolo Caxigal» y que ambos decidieron permanecer en un refugio que conocía Montero. ¿Por qué lo hicieron? Posiblemente por una deducción elemental: con la trayectoria de Montero, un titán de la revolución, no habría fuerza represiva en el mundo capaz de que hablara; se equivocaron. Luis Montero «Sabugo», canon del militante de acero, salvó la vida después de su arresto por los guardias civiles. Pero la libertad que le regalaba el franquismo entrañaba otra condena de muerte: el PCE se encargó de eliminarlo en Madrid[9].
También hubo republicanos del común que exhibieron un comportamiento poco ejemplar, que no escucharon la llamada de la lucha y luego cometieron la felonía de «participar» de la victoria: conseguir un aval de un miembro de la Resistencia, primer paso para rehacer la propia biografía, era relativamente fácil. Pero lo más grave, con todo, fue el intento de los «guerrilleros de septiembre» —cuando ya había pasado el peligro— de hegemonizar la reconstrucción de un pasado a la medida de los vivos que ignoraba la obra de los protagonistas. «Los supervivientes se apropian las obras de las voluntades muertas», consigna Emmanuel Levinas. «Una vez estuvo Toulouse liberado, pasé a prestar mis servicios al Cuartel General de Guerrilleros que estaba en la plaza del Capitol. Allí algunas veces hice guardia ante la puerta y reconocía a algunos que se presentaron como guerrilleros sin haberlo sido nunca», evoca Pilar Fidalgo. Personas que no estuvieron en la Resistencia paseaban con el uniforme alicatado de medallas. «La Legión de Honor, la Estrella de Plata, cuelgan de muchos pechos hipócritas y arribistas, que nunca las han merecido, pero que viven como las abejas, de flor en flor, sin importarles el color de los pétalos ni la diferencia de ideologías», refuerza Joseba Elósegui. Algunos incluso lograron pequeños beneficios económicos a sus patrañas, mientras verdaderos héroes, como los españoles que liberaron Montluçon, vivían en la miseria abandonados de todos, ignorados por un pueblo al que habían devuelto la dignidad. En la operación de mistificación llevada a cabo por quienes no intervinieron en la lucha, participaron los miembros del Buró Político repartido entre la URSS y México que regresaron a Francia: también ellos habían huido y abandonado a los militantes de a pie. En una asociación de ex guerrilleros figuraba Fernando Claudín como tesorero y coronel de la Resistencia, cuando era de dominio público que no estuvo en Francia durante la guerra[10].
Pasada la euforia de la Liberación de Francia, el desconcierto fue adueñándose de los españoles. Eran libres, ciertamente, pero encontraban dificultades para ejercer ese derecho. El regreso a España, que adivinaban inminente, se demoraba; una circunstancia especialmente trágica para unos hombres y mujeres poco acostumbrados a vivir al margen de los paisajes de la infancia, idealizados ahora desde la lejanía. Comprobaron poco a poco que carecían de patria, y que el país de adopción, Francia, pastoreado por demócratas, tampoco mostraba interés por ellos. Antonio Blanca lo expresa en su diario: «Desaliento infinito. Todo parece imposible». Los antiguos refugiados europeos, compañeros de exilio y de batallas —italianos, y polacos, y centroeuropeos, y judíos de varios países…—, regresaron a sus casas y pueblos, pero los republicanos empezaron a sospechar de un exilio perpetuo. Como un pueblo de apestados. Incluso los partidarios de Vichy, que habían colaborado con los nazis, retornaban a la cotidianidad. En la Unión Soviética las cosas no marchaban mucho mejor. A los españoles que allí se encontraban les presentaron otra disyuntiva: la España de Franco o seguir en el «paraíso soviético». No les permitían una tercera opción deseada por casi todos: Latinoamérica o Francia. Los infalibles líderes soviéticos, con la inestimable colaboración de los responsables españoles del PCE —mansos hasta la náusea—, entendían que uno quisiera regresar a España para combatir en la guerrilla antifranquista. Pero preferir, por ejemplo, Argentina a Rusia constituía simplemente una herejía intolerable.
La experiencia de los republicanos en los campos de exterminio resultó también devastadora. Quienes escaparon a la muerte, supieron que los sufrimientos que habían padecido no les garantizaban un recibimiento de héroes, ni siquiera de ciudadanos normales. Nadie quería hacerse cargo de ellos, y los libertadores no siempre mostraron una sensibilidad de mínimos para con los «hombres a rayas». Amortizados los momentos iniciales de emoción, aparecieron los problemas. Mariano Constante explica que «tres días después de haber liberado Mauthausen por nosotros mismos, de haber mantenido el orden gracias al AMI, de haber hecho entrega como buenos militares que éramos de toda la administración del campo, el Ejército americano mostró una hostilidad hacia nosotros que llegó hasta el ser desarmados sin miramientos, con la prohibición de salir del perímetro amurallado». Los desacuerdos prosiguieron. Como desplazados sin patria que eran, los americanos —con la anuencia de la Cruz Roja Internacional— quisieron conducirlos a un campo de internamiento provisional. Resulta fácil de entender el ánimo de los supervivientes de la catástrofe de los campos a quienes se invitaba a continuar encerrados en otro campo, aunque fuera de características diferentes. Los españoles se negaron y dijeron preferir la muerte a convertirse de nuevo en hombres y mujeres entre alambradas. Enviaron mensajeros a Francia para que ese país reconociera que habían terminado en los campos nazis a causa de combatir en la Legión extranjera o pertenecer a las compañías de trabajo militarizado. Ante el silencio francés, emisarios clandestinos de Mauthausen se reunieron no sin dificultades con los rusos. Pero tampoco los «hermanos soviéticos» estaban por la labor. Les pusieron muchas dificultades para entrevistarse con el mariscal Koniev, y cuando lo consiguieron la respuesta fue desalentadora: «En Moscú no tenéis nada que hacer. ¿Por qué caísteis en manos de los nazis sin luchar hasta el final? ¿Por que habéis quedado vivos en Mauthausen vosotros, los dirigentes de la que llamáis organización internacional clandestina? Vuestro deber de revolucionarios es el de regresar a España y luchar contra la dictadura española». Nada más. Nada menos. Los exiliados comunistas entendían con dificultad la postura de los países democráticos, incluso de los soviéticos; asumieron peor el gélido recibimiento del PCE cuando regresaron de los campos. Pero el mensaje de los dirigentes —que habían huido cobardamente antes del primer disparo— no tenía nada de subliminal: les culpaban de estar vivos, parecían interrogarles qué habían dado a cambio de sus vidas. «Stalin había dicho durante la guerra que no había camaradas prisioneros de los alemanes, sino traidores en campo enemigo. Muchos sintieron que se les reprochaba haber sobrevivido. Hay quien asegura que en una reunión del PCE en Toulouse, un dirigente dijo que una democracia popular habría fusilado a los dirigentes comunistas españoles de Mauthausen», escribe Benito Bermejo[11].
Finalmente un comité de repatriación francés se hizo cargo de los atribulados españoles, que salieron en ambulancias y camiones hacia Francia. Otro incidente en Suiza evidenció su fragilidad administrativa. Durante veinte días se impidió el paso a los «rojos españoles» —enfermos la mayoría—, pese a que estaban en manos de la Cruz Roja Internacional, y en Francia prosiguieron los problemas administrativos porque resultaba muy difícil encajarlos en la sociedad francesa. Lo resolvieron convirtiéndolos en «víctimas civiles de la guerra», y hasta 1954 no lograron una pensión como ex deportados. Mariano Constante refiere dos episodios que ilustran la posición de los españoles. El primero, cuando no pudo testimoniar en Nuremberg ni en Dachau contra los nazis porque era un «rojo español». El segundo, cuando en 1975 los soviéticos lo declararon «persona no grata» y le impidieron asistir en Moscú a una reunión. Cuando llegaron a París, procedentes de Alemania, también echaron en falta que no los recibiera una representación oficial de la República en el exilio. Un testigo privilegiado de los hechos, Amadeo Sinca, recuerda: «Nuestros organismos olvidaron su expresión solidaria, considerándonos abandonados a nuestra propia suerte». No debe extrañar por tanto que varios de los supervivientes de los campos, visto que nada de lo que padecieron era reconocido o a nadie le importaba su odisea, eligieran la discreta elegancia del suicidio.
El fallido intento del valle de Arán terminó con la aparente libertad de movimientos de los republicanos en la frontera. Los desfiles y aplausos, condecoraciones y abrazos, dieron paso a la desconfianza. El lenguaje empezó a modificarse y a recuperar su capacidad para la división: de los «hermanos españoles» se pasó otra vez a la «canalla comunista», e incluso maldecían sin recato la «República roja» en el Midi. Los mismos ciudadanos que habían convivido con los nazis sin apenas sobresaltos, recelaban y denunciaban una supuesta posición hegemónica de los republicanos, que pasaron de invisibles a transparentes. De nuevo se impusieron las amenazas, y las advertencias, y las disyuntivas. Indochina o España. Contrato de trabajo o España. Unos mil republicanos, según Vilanova, que se habían apuntado a la Legión extranjera para impedir la deportación a la España franquista, no fueron amnistiados con la victoria y mil de entre ellos acabaron en Indochina, matando a otros patriotas; también pagaron su cuota de muerte —la mitad perdió la vida— en una lucha que concluyó en 1954, cuando los franceses salieron de Indochina después de los acuerdos de Ginebra. Los prisioneros se incorporaron más tarde a la vida de Vietnam. Algunos, al cabo de muchos años, sintieron nostalgia de la patria y regresaron a España, la mayor parte de ellos con esposas e hijos.
No todos los republicanos que sobrevivieron a la Resistencia francesa cayeron combatiendo al franquismo en España. Ciertamente. Por supuesto, siguieron vivos la mayor parte de los exiliados que no participó directamente en la guerra —aunque sufrieran sus consecuencias— ni pasó de los campos franceses a los alemanes. Pero el destierro resultó duro para todos, aunque fue especialmente cruel para quienes arriesgaron sus vidas en la guerra y perdieron definitivamente la perspectiva de España. Porque no podemos orillar que los españoles combatieron en Francia con la mirada puesta siempre en España, que incluso muchos de ellos se internaron en la patria para seguir luchando. La dureza del exilio fue proporcional a las energías (inútiles) que cada uno había puesto en el regreso, un esfuerzo que no fue comprendido por el tropel de políticos de todo género y condición que llegaron a Francia una vez expulsados los hitlerianos. Antes de reconocer siquiera la aportación de quienes quedaron a merced del nazismo, se dispusieron como buitres a repartirse un botín que no existía; el espectáculo fue de esos que resultan inolvidables, y provocó que numerosos combatientes abominaran de la política en un tiempo cercano. A finales de 1944 apareció en Francia Juan Negrín, que contó con el aval de Charles de Gaulle y visitó a los españoles en todas las ciudades importantes del Mediodía, incluida la capital política del exilio español, Toulouse. Con poco éxito. Después llegaron todos los demás: en cascada, obscenos. Con un desprecio increíble al ejemplar pueblo republicano, que les había dado una lección de la que no extrajeron provecho alguno.
Censurar a los franceses por chovinistas e indiferentes no exime a los españoles de su deber de memoria. Es cierto que los primeros pagaron a los republicanos con limitadas referencias en el callejero, unas pocas estatuas, alguna que otra estela y un cenotafio perdido. Pero la cicatería francesa resiste con ventaja la comparación con la mezquindad de los españoles. Al menos, de los dirigentes políticos y maestros pensadores. Entre estos últimos, un recuerdo especial para los historiadores que se acompañan siempre de retrovisor y paracaídas. Gregorio Morán lo ha expuesto con claridad: «La historia la escriben los vencedores y contratan a los historiadores sencillamente para que sirvan de negros de sus opiniones». El primer reconocimiento oficial en España a los republicanos de la Resistencia se celebró el 20 de mayo de 1995, cincuenta años después de concluida la guerra mundial. El ministro de Defensa, el socialista Julián García Vargas, inauguró en el cementerio madrileño de Fuencarral un monumento que recordaba a los españoles que vencieron a Hitler. En los festejos del cincuentenario, el Congreso de los Diputados había aprobado por unanimidad la organización de homenajes a los españoles que combatieron en esa guerra. Una mínima operación aritmética nos indica que este primer homenaje a los españoles que combatieron a Hitler se produjo veinte años después de la muerte del dictador y cuando los socialistas, los herederos de los vencidos, llevaban 13 en el poder. Unos socialistas que no sólo rechazaron la cultura de la memoria republicana, sino que animaron a los intelectuales de guardia para que promovieran una España sin pasado. Hablar de los exiliados que lucharon en la Resistencia francesa se convirtió en los años ochenta en una especie de tabú: era de mal tono recordar «a esos pobres diablos que parecían vivir en el pasado». Otro ministro socialista, José Bono, siguió arrojando ceniza contra los exiliados en 2004, cuando en el desfile de la Fiesta Nacional equiparó a un integrante de la División Leclerc con un miembro de la División Azul: una decisión ahistórica seguida de un desatino moral. Por tanto, todavía hoy los españoles tenemos una deuda con los compatriotas que lucharon en la Segunda Guerra Mundial: en tiempos ominosos, dignificaron el nombre de España por el mundo. Fueron además, aunque nos movamos en ámbito de la retórica, los protagonistas de la última gesta española en el mundo. Una de las más hermosas: combatían por la vida y la libertad[12].
Los republicanos perdieron todas las guerras, incluso aquellas en que estaban de parte de los vencedores, porque su anhelo único era regresar a España. El correlato fue inevitable: evitaron echar raíces en sus refugios que estimaban provisionales, estaciones de paso, y dejaron preparadas las maletas para volver lo más rápido posible a la patria. La nostalgia de la tierra y el esfuerzo realizado para volver habían sido tan intensos, que poco a poco fueron perdiendo la perspectiva, alejándose de la realidad de su país. «Pensar en el futuro: ¡qué lujo!», exclamó la escritora rusa Nina Berbérova cuando malvivía en el destierro y le preguntaron por sus planes. Lo mismo podría haber contestado la mayor parte de los exiliados. Durante años, muchos españoles no se integraron en la sociedad francesa. Aunque trabajaban para seguir viviendo y mandaban a sus hijos a las escuelas, sus vidas discurrían como un paréntesis. Lentamente, y como para salvarse, fueron elaborando la imagen de una España ideal e inmóvil en el tiempo. Irreal. Cuando las circunstancias les permitieron regresar, no fueron capaces de reconocer ni aceptar el país que habían abandonado en 1939, que habían reconstruido en sus mentes durante décadas. Ejemplo de ese desencanto (y desconcierto) se percibe en el diario La gallina ciega del escritor Max Aub, inquilino de varios campos de concentración y transterrado en América. La restauración de la democracia provocó entre los exiliados la pérdida definitiva del país real y la añoranza del imaginado. Pero el fracaso de sus vidas no les condujo a lamentarse de lo que hicieron en su pequeña República portátil, que se movía por el mundo al compás de los pálpitos de los exiliados. «No me arrepiento de mi pasado. Si tuviera que volver a empezar, volvería a ser el primero», escribió Celestino Alfonso Matos, la víspera de su ejecución. Una frase que asumirían sin dificultad la mayoría de los republicanos, los muertos y los vivos. O como explica Filomena Folch: «La libertad se paga cara, pero no me arrepiento»[13].
Otros españoles aceptaron que el exilio no terminaría nunca y entonces se naturalizaron franceses: no eran capaces de vivir con la nostalgia a cuestas las veinticuatro horas al día. No podían soportar una existencia entre la dislocación y la añoranza. O adoptaron la doble nacionalidad: dejaron de ser exiliados cuando decidieron o pudieron convertirse en españoles residentes en Francia o América. O simplemente en franceses o americanos de procedencia española. Las sucesivas amnistías —iniciadas seriamente en 1966, con la anulación de las responsabilidades políticas, y completadas el 31 de marzo de 1969, cuando prescribieron todos los delitos de la guerra civil— no animaron al regreso antes de la muerte del dictador. Permanecieron en el extranjero incluso intelectuales y docentes que no hubieran tenido problemas para acomodarse de algún modo en la sociedad franquista. Historiadores de adscripción conservadora se sorprenden de que esos pensadores —hubo excepciones, como fue el caso de Ortega y Gasset— no quisieran regresar a España aun pudiendo hacerlo. Y sorprende la sorpresa, por cuanto el ejercicio de la inteligencia incluye indefectiblemente el cultivo de la libertad. Pero lamentar las condiciones del exilio no comporta que los refugiados envidiaran a los republicanos que permanecieron en el interior de España, sometidos a la barbarie franquista y a unas condiciones de vida más ingratas si cabe. «Ni siquiera vivir en el exilio —y yo lo he conocido hasta la saciedad— es tan malo como vivir solo en la patria», escribió Stefan Zweig.
Pero los exiliados —un mundo de quiebras— sufrieron también la ruptura traumática con sus hijos, cansados de escuchar historias de la guerra y deseosos de confundirse con los franceses. Los vástagos encontraron en el autismo y la aculturación los remedios provisionales a su hartazgo de la Guerra de España —así, con mayúsculas—, y la escuela francesa les seccionó también el cordón umbilical que los ligaba al pasado. Incluso quienes eligieron el activismo lo llevaron adelante en partidos franceses; y es que los jóvenes pretendían convertirse en ciudadanos normales: invertir en futuro. José Forné analizó la inserción de los republicanos y de sus hijos en su nuevo país, y concluye que en general les fue bien. Pero algunos padres seguían anclados al margen del espacio y del tiempo: españoles en Francia, franceses en España. Como el albaceteño Enrique Ortiz Milla, guerrillero en Aveyron, avecindado luego en la pequeña aldea de Labastide–Rouairoux (Tarn), y quien a falta de la patria ha recreado un país ideal urbanizado a partir de olores e ideales de juventud y de un idiolecto —amalgama castellano, francés, occitano…— que los franceses denominan «patois». Un idioma único para una patria única. Enrique Ortiz vive en su universo privado con una idea fija: morir como español y republicano[14].
El Mediodía francés rebosa de «relatos de vidas» vinculados al exilio republicano. En un barrio minero de Carmaux vive Juana Antonia Parra de la Muela, Jeanne Samaniego para la Administración francesa, y viuda del guerrillero Francisco Samaniego Trujillo «Paco». Una mujer paradigma de otras mujeres pertenecientes a las capas populares, el verdadero patriciado republicano, que defiende con pasión y dogmatismo las causas por las que luchó en los años jóvenes: «Nunca he tenido el carné del partido, pero soy del partido más que nunca. No sé si es porque mi marido se ha muerto —él sí era militante comunista—, he de continuar con sus ideas, es como una obligación. El comunismo es un ideal de abnegación y sacrificio». Recuerda constantemente a su esposo, el guerrillero: «¡Tenía un amor a España, una cosa!». Explora el mundo con los ojos de la posguerra y continúa alimentando la fe en un cambio radical, al margen de la evolución producida, en Francia y España. No oculta que tenía una fe absoluta en Stalin, aún la mantiene, y se pregunta cómo es posible que los militantes comunistas que le consideraban infalible lo juzguen ahora de criminal.
Tampoco se le escapa la realidad, ni los estragos del tiempo: «Yo creo que el partido comunista va a desaparecer». Jeanne Samaniego tiene sin embargo algo en común con todos los republicanos que vivieron las guerras y el exilio: ama a España sobre todas las cosas, aunque reniegue de su evolución política. Se irrita sin disimulo cuando alguna palabra francesa se le atraviesa en su elocución castellana, clara y precisa, o cuando se le resiste una expresión de la infancia. «Íbamos muchas veces a España. Yo veo a muchos españoles que se han aclimatado aquí, pero mi marido no lo consiguió nunca, siempre hemos hablado español. Aunque algunos ya lo hablen mal, yo siempre hablo con los españoles de Francia en castellano, me niego a hablar en francés con españoles». Devora los libros que hablan de su patria, reflejo de una política republicana que inoculó la pasión por el saber entre los trabajadores.
Jeanne Samaniego, una española que vive en las colonias de Carmaux, en el departamento de Tarn, y sueña que está en España, tiene unos hermosos ojos que irradian dulzura y sobre todo tristeza. Quizá están macerados en las luchas del pasado y las decepciones del presente. «Aquellos años fueron maravillosos, después de todo. Además de la juventud, pensábamos que podíamos cambiar el mundo». Quizás sus ojos tristes y hermosos resumen lo que Natalia Ginzburg denominó la «tristeza lenta» del exilio. La belleza terrible del exilio. Un exilio perpetuo.
Desventurados republicanos.