Las paradojas de la victoria
Algunas tardes me sorprendo
lejos de mí, llorando.
ANTONIO GAMONEDA
La guerra contra Hitler era para los exiliados una guerra contra Franco. Un conocedor del exilio republicano en Francia, Claude Delpla, lo refleja con rotundidad: «La historia de los guerrilleros españoles en Francia no puede disociarse de las guerrillas en España». Todas las actuaciones de los refugiados tenían su correlato en la vertiente meridional de los Pirineos, y el desplome de los fascismos europeos parecía asegurar el retorno a la patria: ni los más pesimistas sospechaban entonces que la vuelta a España habría de convertirse en una quimera. Terminada la guerra, aprendieron en pocos meses otra lección de historia inolvidable, devastadora. Supieron entonces que la diplomacia no entendía de emociones ni de reconocimientos, ni siquiera de derechos: la geografía y la contabilidad eran los árbitros de la política. La posición estratégica de la península y la guerra fría condenaron a los republicanos a vivir en una República portátil, a la espera de la muerte del dictador. Víctimas para siempre de una nostalgia crónica. Rehenes de una patria cada vez más soñada y menos real. Una patria imposible.
LA GUERRA DE LAS BANDERAS
La partida de los nazis del Mediodía francés en el verano de 1944 ocasionó numerosos incidentes (y accidentes) entre los españoles de la UNE y las legaciones franquistas: viceconsulados, consulados y embajada; eran episodios de un guión ya escrito. Las sedes diplomáticas habían sido en muchos casos una presencia amenazadora para los exiliados, y representaban además una afrenta simbólica como iconos de la dictadura. La nueva relación de fuerzas comportaba necesariamente que aflorasen deseos de cambio; también pequeñas venganzas. La embajada española en Vichy, luego en París, y los consulados concertaban sus actividades con los colaboracionistas franceses y la policía alemana para forzar la repatriación o, en determinados casos, agilizar las extradiciones reclamadas desde Madrid. También proporcionaron cobertura a los servicios de inteligencia, a los aparatos de control militar y a las delegaciones del Servicio Exterior de Falange. El acoso que emprendió el embajador Lequerica contra un Azaña moribundo bien pudiera servir como ilustración de ese estado de cosas. También hubo algunas excepciones. Como Feliciano Martín Galán, vicecónsul habilitado en Saint–Étienne, capital de Loira, y Manuel de Miguel, que cumplía la misma función en Agen, capital de Lot–et–Garonne. Parece lógico por tanto que cuando nazis y vichystas fueron derrotados, los establecimientos de la España franquista se convirtieran en objetivo de los exiliados. Apoderarse de las legaciones significaba conquistar una parte, siquiera como metáfora, del territorio español; además de tomarse una revancha esperada. Los diplomáticos franquistas más significados regresaron a España conforme perdían la protección de los alemanes; en los meses posteriores a la Liberación algunos consulados fueron cerrados y otros, tomados por los republicanos. En ocasiones fueron sustituidos provisionalmente por agencias honorarias, a cargo de ciudadanos franceses, que mantenían la presencia diplomática de la España de Franco, reconocida oficialmente por el Gobierno de Francia.
En el verano de 1944 comenzaron los problemas para los consulados y viceconsulados, que hasta entonces habían funcionado con normalidad. Los republicanos asaltaron el 19 de agosto la cancillería española de Tarbes (capital de Altos Pirineos), y las primeras medidas fueron simbólicas: arriaron la bandera rojigualda e izaron la republicana, además de arrancar el escudo y la placa de la entrada, reemplazados por otro letrero con el nombre de «guerrilleros españoles» y las siglas FFL Como el vicecónsul titular, el conde de Sert, se encontraba en España, los republicanos arrestaron al suplente, Senacq, a quien mantuvieron retenido durante dos meses en un pueblo próximo. Un mes después los locales seguían en manos de los antiguos resistentes, y el prefecto departamental no atendía los requerimientos de las autoridades franquistas contra ese estado de cosas. También el 19 de agosto de 1944 se presentaron miembros de la UNE en la representación en Auch (capital de Gers). Los dirigía Tomás Guerrero Ortega «Camilo», jefe de la 35.ª Brigada, y requisaron «parte de los archivos, otros objetos y algunos sellos consulares». Las gestiones del canciller, Mauricio Corominas, permitieron la devolución de los expedientes, no así los sellos consulares: servían para «legalizar» a los indocumentados. Corominas logró además mantener abierto el viceconsulado.
Ante lo que sucedía en las legaciones más próximas, el representante en Mauléon (Bajos Pirineos), Jorge Giraudier, depositó en la subprefectura de Oloron los archivos, registros, sellos, ficheros… Las noticias del encargado no dejaban lugar a dudas: «El viceconsulado sigue cerrado y he considerado que, por el momento, no era oportuna su reapertura, ya que, por tratarse de una localidad pequeña en la que predominan los elementos refugiados españoles muy activos e incontrolados, sería muy difícil impedir algún desmán que no haría más que agravar la situación». En el verano de 1945, un año después, aún permanecía cerrado el viceconsulado de Oloron (Bajos Pirineos), debido a las adversas circunstancias para los franquistas: los guerrilleros españoles campaban a su antojo por la localidad; los archivos también fueron depositados en la subprefectura. En esa agencia honoraria había sido arrestado el vicecónsul, Alfredo Camdessus, aunque gestiones posteriores permitieron su liberación y el traslado a España. El cónsul de Pau, Burriel, asegura en su nota que «la conducta observada por los cuatro vicecónsules de los Bajos Pirineos durante los referidos sucesos fue siempre admirable, dando pruebas no sólo de valor y de sacrificio, sino además de un acendrado amor a España»[1].
Un grupo armado de once republicanos dirigido por Alberto Fernández Pi irrumpió en el viceconsulado en Rodez (capital de Aveyron). Previamente habían asaltado el de Millau, en el mismo departamento, y ocurrió lo mismo en Nîmes (capital de Gard). Tanto unas como otras legaciones fueron tomadas y saqueadas. Ante las quejas de los representantes consulares, la respuesta del prefecto fue escueta pero contundente: «No tenía la autoridad necesaria para impedir dichos incidentes, aunque había exigido que no se molestase a mi persona». Un destacado guerrillero de la UNE, Vicuña, convalida el control de los españoles de la UNE en algunos departamentos meridionales: «La verdad es que en esta época hacíamos lo que nos daba la gana. Luego ya fueron limando poco a poco nuestra situación»[2].
También fue allanado a primeros de septiembre de 1944 el consulado franquista en Marsella (capital de Bocas del Ródano) por un grupo de guerrilleros a las órdenes de Ramón González Cosido, que sorprendió al cónsul Arana practicando una secular costumbre española: la siesta. Hizo frente a las indeseadas visitas su ayudante, Juan de Arenzana: «Ignorantes de toda clase de leyes y tratados, mis manifestaciones hicieron su efecto, y tuvieron la poca vergüenza de pedirme la palabra de honor de que el Sr. Arana no saldría del Consulado, pues iban a buscar la orden que yo les exigía». Al segundo de la legación le explicaron que pretendían arrestar al cónsul porque no había dado satisfacción a sus demandas de amparo frente a alemanes y colaboracionistas franceses durante la Ocupación. La impunidad con que se movían los hombres de armas y la respuesta de las autoridades preocupaban a De Arenzana: «Mi impresión es que no se atreven a proceder con abierta energía, al menos por el momento, contra los partidos extremos». Una queja compartida por otros representantes franquistas. Días más tarde, el 22 de septiembre, una docena de republicanos armados se dirigieron de nuevo al consulado de Marsella, gobernado ahora por De Arenzana. En esa ocasión prometieron que no atentarían ni contra el cónsul ni contra el personal; a uno y otros se les permitía continuar residiendo en el lugar. El objetivo de los guerrilleros era colocar la bandera tricolor y que la embajada representara oficialmente a la República. Mientras el cónsul se dirigía a solicitar la ayuda de las autoridades, los exiliados enarbolaron la enseña republicana en la fachada del edificio. El cónsul fue recibido por el intendente de la Policía, que lo dirigió hacia el cuartel de los FTPF en la ciudad. El teniente coronel que gobernaba la unidad «se negó a enviar fuerzas, diciendo que el régimen de Franco iba a terminar muy pronto y que se restablecería la República». Insistió además «en que no podía mandar tropas contra españoles que les habían ayudado a la liberación de la ciudad, pero que vendría personalmente a parlamentar con ellos y a tratar de convencerlos de que se fuesen». Al final, entre el jefe FTPF, el comisario de policía y un representante del comisario regional de la República lograron que los republicanos se retirasen. El incidente duró tres horas, y el cónsul no renuncia en su memorándum a incluir comentarios al uso entre los diplomáticos franquistas una vez pasado el problema y para el «consumo interno» de su ministro en Madrid. Califica a los republicanos de «forajidos» y al final del informe declara que «se me acercó muy sumisamente uno de los jefes para preguntarme si no tenía inconveniente en darles un certificado haciendo constar que se habían portado correctamente»[3].
También fue intervenido el viceconsulado de Sète(Hérault) y arbolada en su fachada la bandera tricolor, aunque los republicanos se alejaron sin causar mayores problemas. Otro viceconsulado establecido en Hérault, Béziers, fue tomado por españoles, que lo saquearon; depusieron su actitud por orden del subprefecto de Béziers. Una memoria del cónsul de Séte, Ramón Ruiz del Árbol (8 de septiembre de 1944), refiere una situación apocalíptica el 8 de septiembre de 1944. Asegura que los españoles controlaban numerosas ciudades de Midi–Pyrénées y Languedoc–Roussillon, y que el departamento de Aveyron estaba en sus manos, a falta de una organización sólida del Ejército y policía franceses. «En Béziers aparecieron anteayer tres camiones de guerrilleros españoles con bandera republicana y fuertemente armados». Por todas partes se toleraba la enseña tricolor y numerosas inscripciones murales invitaban a restaurar la República en España. El día 4 de septiembre los republicanos asistieron a una ceremonia oficial en el aeródromo de Fréjorgues, en la afueras de Montpellier, capital de Hérault. «Las autoridades no se atreven a tomar medidas que impidan tales desmanes. Los representantes españoles y nuestras cancillerías están a su merced. Comunicado el asalto a este Consulado ha tenido la suerte, hasta ahora, de no llevarse a cabo», concluye el diplomático. Los problemas se propagaban allende la geografía francesa; también desde las agencias consulares en Suiza se remitían notas a Madrid que aludían a problemas con los republicanos. Luis Calderón, de la legación de Berna, comunica a Madrid el 6 de octubre de 1944 que, «como resultado de la liberación de Francia, los elementos de extrema izquierda en la vecina República, y principalmente los de nacionalidad española, demuestran intensa actividad no sólo en el sur de Francia, sino también en Alta Saboya, donde se hallan núcleos de estos correligionarios extranjeros y suizos en el territorio de esta Confederación»[4].
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, algunos diplomáticos escogieron una prudente retirada, sobre todo cuando eran suplentes. Los titulares temían por sus actividades anteriores, especialmente cuando demostraron un exceso de celo en favor de los nazis, y habían regresado a España, y ellos, los sustitutos, no estaban dispuestos a sufrir las represalias. Como el de Saint–Étienne, quien explica las razones de su dimisión al cónsul de Lyón, Eduardo Casuso y Gandarillas: «Diversas visitas a este viceconsulado nos hicieron comprender que no habían sido olvidadas ni perdonadas ciertas recepciones oficiales o extraoficiales del vicecónsul titular con respecto a las autoridades de ocupación alemanas y la presencia en determinados actos del vicecónsul don Enrique Compte Azcuaga ostentando el uniforme de Falange y levantando la mano en el saludo fascista oficial en España en todos cuantos actos tuvo que intervenir». Especifica que el forcejeo con los grupos guerrilleros duró dos meses, desde la liberación de Saint–Étienne, y que no se desarrollaron actos violentos gracias a que miembros del consulado habían protegido en los tiempos difíciles (y por su cuenta) a miembros de la Resistencia, impidiendo que fueran deportados a Alemania. Enfatiza sobre el hecho: «Ha de aclararse que elementos trabajando clandestinamente por Unión Nacional Española se encontraban un tanto afines a este viceconsulado y que protegían y amparaban tal situación, vista la labor de protección de todos los españoles —sin distinción de ideologías ni matices— que esta oficina había desarrollado evitando las requisiciones y envíos al extranjero de refugiados españoles». Ese cambio de actitud fue posible porque el vicecónsul titular había marchado en el mes de mayo, dejando a Feliciano Martín Galán como canciller habilitado. En un determinado momento, la UNE de Saint–Étienne se instaló en el viceconsulado. Pero continuaron las actitudes dialogantes: respetaron los archivos y efectos del anterior vicecónsul, que fueron trasladados a las habitaciones del habilitado, quien comunicó la situación a Lyón. En otras palabras, guerrilleros y delegado del régimen se repartieron el edificio. «Resumiendo todo esto en dos palabras, he de decirle que hemos procedido en todo momento con un alto espíritu patriótico y pensando en todo momento en el mejor nombre de España y para evitar incidentes enojosos entre españoles, que hubieran dado un mal ejemplo ante los extraños que nos contemplan». El señor Martín Galán aparece como una rara avis de la diplomacia franquista: ajeno al extremismo militante, profesional de su oficio y preocupado por los compatriotas al margen de su credo ideológico. Un ejemplo de funcionario digno[5].
Otros representantes de la España franquista acreditaron ecuanimidad y respeto por los refugiados, incluidos los militantes comunistas. Como Manuel de Miguel, vicecónsul de Agen, que había reemplazado al titular Francisco Olié, quien presentó la dimisión ante los nuevos acontecimientos. En un memorándum de mayo de 1945, el diplomático repasa la situación del departamento de Lot–et–Garonne desde enero de 1944. Empieza señalando que siempre había atendido a todos los españoles, y especialmente a quienes perseguían los «pétainistas» y los nazis para encuadrarlos en las organizaciones de trabajo obligatorio. «Tengo la satisfacción personal y afirmo que no existe español que pueda quejarse de mi comportamiento, puesto que cuantos lo solicitaron, y son a miles, fueron complacidos y recibieron la protección que les es debida como españoles que son y que soy, lo que hubiera sido suficiente para dictar mi conducta». El 18 de agosto se produjo la liberación de Agen, con una destacada participación de los republicanos, y el día 22 se presentaron tres hombres armados que dijeron pertenecer al grupo Liberté, acantonado en Villeneuve–sur–Lot. Los guerrilleros le recabaron que arbolara la bandera republicana y «además exigían que me pusiera a su disposición o abandonara el cargo». Después de las explicaciones pertinentes —entre ellas, que la embajada solamente podía clausurarla el Gobierno francés; que la legación era un lugar para todos los españoles…—, se marcharon anunciando la llegada del comandante. El representante español dialogó con la Prefectura, el comandante francés de las FFI y el encargado militar de la región. Comprobó que los dos primeros no estaban dispuestos a intervenir y el tercero no disponía de capacidad para hacerlo.
Al día siguiente llegó el anunciado comandante, acompañado de tres guerrilleros. Otra vez se repitió el proceso. Le participaron que al siguiente día recibiría la visita de una delegación del Comité de la República Española. Una fuerza enviada por la Prefectura vigiló la sede hasta el 26 de agosto a las ocho de la mañana, en que fue retirada por orden de un oficial de las FFI. El día 29, dos españoles armados con metralletas se presentaron, según el representante, con intención de asesinarlo pero desistieron. Para conjurar nuevos problemas, decidió clausurar el viceconsulado. Pero al otro día por la tarde se acercaron a la contaduría donde trabajaba —era un emigrado económico desde 1925— y fue invitado por tres hombres armados a que los acompañara hasta la sede diplomática, vigilada a su vez por siete hombres. Todos eran españoles, los encabezaba Cazalla, miembro del Grupo Arthur, aunque obedecían a un civil apellidado Pozuelo. Le pidieron que dimitiera y que les entregara el local. Ante la negativa del vicecónsul, registraron la legación y se incautaron de libretas de ahorros —35 000 francos—, depósitos —25 000 pesetas— y otros activos. Le insistieron en la dimisión: los guerrilleros pretendían un traspaso formal. El día 30 de agosto los republicanos le impusieron el inventario de la delegación en presencia de un huissier —auxiliar del Ministerio de Justicia—, quien extendió el documento de remesa. El día 31, a las nueve de la mañana, los españoles retiraron todo el Protocolo, que quedó bajo el amparo del funcionario francés. El embajador se negó a entregarles la bandera y el escudo.
Pero la situación se enredó aún más para un delegado no especialmente beligerante con los republicanos. El día 2 de septiembre fue arrestado en su trabajo y conducido a la Escuela Práctica, donde tenían su sede los guerrilleros españoles que encabezaba Cazalla. Manuel de Miguel coincidió allí con Francisco Castro, un comerciante amigo suyo. Estuvieron en un pasillo desde las tres y media hasta las ocho y media de la tarde, y luego fue interrogado durante una hora al margen de las autoridades francesas; le anunciaron que pensaban fusilarlo y que por tanto hiciera testamento. A las diez de la noche fue sometido a un segundo interrogatorio. Luego, liberado y conducido a su domicilio por el propio Cazalla. Pero el comerciante fue ejecutado esa noche o a la siguiente, según testimonio del diplomático. «De mi detención se había dado cuenta poco después al señor Prefecto y se pasaron órdenes a diferentes servicios de seguridad, pero sin resultado inmediato, la que me salvó fue mi hija por su enérgica intervención cerca del comandante Cazalla y los hechos que siguieron me lo demostraron si aún hubiera sido permitido dudar». El día 4 de septiembre, después de haber acordado con el jefe de gabinete del prefecto ausentarse unos días de la ciudad, llegaron a su casa dos españoles, un francés y un italiano, que entraron con las armas en su propio domicilio: buscaban el depósito que había recibido del consulado italiano en la ciudad. A las delegaciones italianas, por lo menos hasta que fueron relevados los fascistas, les sucedía como a las españolas. Al explicarles que lo había entregado, le desvalijaron la casa; las pérdidas en dinero y objetos de valor las calcula el diplomático en 97 000 francos. «Se retiraron después de haber discutido si me matarían o no, y profiriendo terribles amenazas, caso de que diera cuenta a las autoridades. Lo que me abstuve de hacer por considerarlo inútil dado el estado de anarquía existente y la impotencia de las autoridades». Estuvo fuera de la ciudad, alternando con breves presencias, hasta primeros de año de 1945, en que hubo de incorporarse a su trabajo para seguir ganándose la vida. «Cuanto queda relatado me tiene afectado en sumo grado y espero confiado de mis superiores tendrían a bien proponer y decidir sea indemnizado del perjuicio material habido y sufrido que representa el bienestar de toda mi familia y mío pues además de las pérdidas indicadas, se me originaron múltiples gastos en mi vida errante de cuatro meses sin sueldo ni haber, y hoy fecha todavía mi existencia se encuentra desorganizada y con perspectivas poco halagüeñas», concluye su despacho[6].
Los franceses contra Franco
La situación de los representantes franquistas se mantuvo por lo común inestable hasta el verano de 1945. En la primavera de ese año, algunos miembros del consulado de Perpiñán (capital de Pirineos Orientales) tuvieron dificultades con responsables policiales y los periódicos franceses. El 17 de febrero de 1945 fueron detenidos por la policía especial militar francesa Juan Vicente Teixidor, secretario del consulado español, su esposa y la secretaria de la legación, la señorita Sava; el motivo: «conjura a cargo de españoles residentes en la frontera». Aparte de considerar una farsa y una ofensa los citados cargos, también se quejaba el cónsul del maltrato de los diferentes organismos y medios de comunicación franceses. Así, el periódico Le Républicain de 17 de marzo de 1945 reflejaba en sus páginas una moción del Comité Departamental de Liberación en que «se decía que el nombramiento de un cónsul español era un insulto que ningún francés podía tolerar y al mismo tiempo se incitaba a la colonia española a abstenerse de toda relación con él». Otro periódico, Le Travailleur Catalan, publicaba el 31 de marzo una resolución del Sindicato de Policía en la que se acordaba por unanimidad rechazar toda garantía de seguridad y de protección de una personalidad fascista instalada en territorio republicano: «El citado acuerdo pone de manifiesto el estado de inseguridad dominante en la zona al ser posible que los propios agentes encargados del mantenimiento del orden puedan adoptar acuerdos que contradicen las promesas solemnes del Gobierno central»[7].
El encargado de negocios en París, Carlos Arcos, remite un despacho el 13 de septiembre de 1944 al ministro de Asuntos Exteriores sobre los «rojos que se apoderaron del Hogar Español en París», emplazado en la avenida Marceau, núm. 11: «Independientemente de toda consideración sobre las actividades de ciertos españoles residentes en Francia contra el actual Gobierno español y de la tolerancia que encuentran en el momento presente, he creído deber dirigir una nota a la Delegación en Vichy del Comisariado de Negocios Extranjeros señalando que ese edificio pertenece al Gobierno español». El inmueble había sido propiedad del Ejecutivo vasco durante la República y fue confiscado luego por los franquistas; cuando los nazis ocuparon la capital, lo entregaron a Falange, que lo utilizó como sede en París. Colocaron en la fachada rótulos con la simbología joseantoniana, y sus inquilinos paseaban por las calles con el uniforme falangista; editaron también un periódico, El Hogar Español Entre los falangistas más destacados, según fuentes republicanas, estaban Velilla, el marqués de Villalobar y Carlos de Rafael. El Servicio Exterior de Falange Española se había instalado en Francia a partir del reconocimiento de Franco por los franceses, y el crecimiento llegó lógicamente con los alemanes y Vichy. Aunque se desconoce el número exacto de militantes, Bermejo ha encontrado un listado de 1941 con 750 afiliados, tres cuartas partes de los cuales estaban en París y periferia; había también una presencia significativa en Nantes, Burdeos y Le Havre. Un tribunal francés confirmó en 1943 la propiedad de la España franquista sobre el edificio. Desde la derrota nazi, en agosto de 1944, la sede fue utilizada por el Gobierno vasco en el exilio hasta 1951, cuando otra sentencia confirmó definitivamente su paso a manos de Madrid. También el cónsul general en París, Alfonso Fiscowich, dirige el 25 de septiembre de 1944 noticias inquietantes a España, y confirma en primer término que los delegados del Gobierno vasco se hicieron con el edificio de la avenida Marceau. Igualmente certifica el asalto al consulado español de París; un documento del Gobierno republicano en el exilio procura el listado de quienes lo atacaron, y sorprende que en la relación sólo aparecen cenetistas, peneuvistas y republicanos. Fiscowich aporta otra noticia alarmante: el ministro de Negocios Extranjeros era proclive a los vascos y el de Justicia, a los comunistas. Cuatro ministros franceses eran especialmente odiados por los diplomáticos de Franco: los comunistas Tillon y Billoux y los católicos Bidault y Menthon[8].
El encargado de negocios en París, Carlos Arcos, remitió el 9 de octubre de 1944 otro informe para el ministro de Asuntos Exteriores concerniente a los «refugiados y sus actividades», donde analizaba la situación. «Tampoco ignora V. E. la “generosidad” de Francia al acoger y conceder hospitalidad —cosa aceptada universalmente hasta ahora— a “refugiados políticos”. Claro que esta amplitud de criterio no impidió al país acogedor proceder enseguida a encerrar en campos de concentración a nuestros compatriotas huidos, a movilizarlos para trabajos forzados en trincheras o en el Transahariano, o bien empujarlos, no menos forzosamente, para servir de efectos en los contingentes de trabajadores solicitados por Alemania». Las preocupaciones del delegado franquista muestran, una vez más, las virtudes del cinismo político. «En efecto, entre los refugiados, siempre ha sido dominante la idea de que el regresar a España significaba la prisión y hasta el fusilamiento. V E. recordará el despacho núm. 757 en el que relataba el incidente de la bandera en el Hotel des Ambassadeurs, de Vichy, y la conversación del señor Raero con quienes quisieron quitarla. En el curso de la entrevista, uno de los españoles presentes manifestó creer a pies juntillas que los pasaportes que se otorgaban a los refugiados llevaban una señal especial que los condenaba a la cárcel o al patíbulo». Continúa el diplomático advirtiendo que los franceses no deseaban privarse de una mano de obra tan rentable, e introduce un aspecto novedoso cuando apunta que familiares y amigos de España les remitían muchas veces a los refugiados noticias sesgadas para que no se repatriaran y de ese modo no compartir la herencia. No tiene inconveniente en admitir que la participación de los españoles en la Resistencia fue importante y que se comportaron con una valentía «digna de los españoles» de cualquier ideología. «Así pues, por la doble influencia del temor y de la esperanza de regresar a España como vencedores, o a menos, en plano de igualdad, los emigrados al comienzo de esta aventura, se han adherido militar o políticamente al confuso movimiento francés de la resistencia. Y de ahí el que unos se hayan apoderado violentamente de algunos consulados o del local de la avenida Marceau, y otros se mueven para tratar de organizar un movimiento político que han denominado Unión Nacional Española».
El representante en París, al igual que otros diplomáticos, estaba alarmado por lo que denominaba «campañas de prensa contra Franco». En una carta de 2 de noviembre de 1944, avisa de que «a pesar de un cambio de actitud del Gobierno del General De Gaulle», la prensa seguía atacando al régimen. Alude al periódico Défense de la France, donde podía leerse que «la situación de España evoluciona rápidamente y que la concentración de fuerzas republicanas que se está operando parece ser el preludio de una revolución, frente a la que Franco, privado de sus protectores del Eje, no resistirá mucho tiempo». La prensa francesa también apuntaba que la Falange, único apoyo de Franco, estaba reforzada por diez mil nazis y «milicianos» franceses que habían atravesado la frontera y buscado refugio en España. Incluso se queja de que Le Figaro escriba contra Franco, ya que era un «periódico que, hasta ahora, se ha distinguido por su ponderación, su seriedad y su moderación hacia las cosas de España». Pero también precisa que empezaba a normalizarse la situación en el Sudoeste, puesto que la Administración había devuelto a los diplomáticos el control de los consulados ocupados por los republicanos[9].
Otro memorándum de 23 de noviembre de 1944 evalúa la circunstancia de los republicanos en el sur de Francia, y se entremezclan noticias solventes con desatinos. Refiere por ejemplo que el número de guerrilleros españoles era de 20 000 hombres, un cómputo fuera de lugar. Acierta cuando sitúa a Luis Fernández como máximo responsable, pero introduce un importante matiz: «el verdadero jefe técnico de estas fuerzas reunidas alrededor de la UNE es el general Riquelme, militar de carrera, actualmente en decadencia y sin gran convicción respecto a las ideas comunistas». Añade que «los cuadros de las guerrillas se oponen sistemáticamente a toda participación de sus compatriotas militares de carrera, ya que prefieren la táctica indisciplinada a las normas del Ejército». «Aproximadamente han participado 1500 hombres realmente en el “maquis” desde su origen, y por consiguiente han sido integrados a las FFI del Suroeste. Más tarde los dirigentes comunistas que ejercen una gran influencia sobre los comités de liberación de la región han hecho ingresar el resto de los refugiados, aproximadamente unos 18 000 aprovechándose de la confusión del momento de la liberación». La situación en el Sudoeste no cambiaba ni tenía visos de hacerlo a corto plazo. «Los guerrilleros disfrutan de gran libertad de movimientos. Se desplazan en camiones que llevan ostensiblemente las banderas francesa y republicana española, así como las iniciales FFI y UNE, portando las armas a la vista. Hacen su propia policía y poseen sus propias prisiones; encarcelan, no respetan la zona fronteriza prohibida, y todavía dominan algunas carreteras y vías férreas en colaboración con los FTPF y las milicias patrióticas». El mismo prefecto de Pau había sido encarcelado, a pesar de su cargo. También informa que por lo común los grupos que pasaban a España, para alimentar la guerrilla contra Franco, estaban constituidos por diez hombres, cinco de los cuales iban armados con ametralladoras y los otros cinco con revólveres y granadas. Explica que los heridos que alcanzaban Francia eran conducidos a la enfermería del campo de Gurs, controlada por los FTPF, para eludir los hospitales oficiales. Dos observaciones confirman la prevalencia de los republicanos en el Mediodía. Asegura que el coronel José Antonio Valledor había declarado que no se respetaría la orden de alejamiento de la frontera promulgada por el Gobierno francés, y por su parte el prefecto estaba completamente desarmado para hacer que se respetara la orden del Gobierno. Concluye el diplomático informando de que el coronel Thétaud, que dirigía las fuerzas militares de la región, estaba haciendo gestiones para conseguir un batallón que le permitiera imponerse definitivamente a los guerrilleros republicanos[10].
Otro aspecto que molestaba a los diplomáticos españoles eran las manifestaciones públicas contra el franquismo, especialmente los desfiles; desde el verano de 1944 constituyeron un factor permanente de preocupación. Con motivo de las fiestas populares y paradas militares para celebrar la liberación de París, el cónsul general en la capital francesa, Alfonso Fiscowich, alerta a Madrid sobre la presencia en el desfile de la Liberación de París de blindados con nombres de la guerra de España y banderas republicanas por las calles de la capital. Admite además que el Ejecutivo francés mimaba entonces a los republicanos, y que robustecía la idea de que la liberación de Francia tendría como corolario la remoción del régimen franquista en España: se irrita sinceramente cuando dice no entender cómo las autoridades francesas permitían que los periódicos publicaran que la aportación de los republicanos a la lucha por la libertad de Francia sería recompensada ayudándoles a terminar con la dictadura. «Al tratar de los incidentes ocurridos (ocupación del Hogar Español y consulados) tanto con el Ministerio de Negocios Extranjeros, como con los más altos empleados de dicho departamento, he oído, incluso en el momento de mejor disposición, las mismas palabras: “son gentes que nos han apoyado en nuestra resistencia”. Otras explicaciones resultaban más explícitas: “No olvidemos además que están vertiendo su sangre por Francia”». En los desfiles de la Victoria en París, en mayo de 1945, con participación de los exiliados, todavía se sucedieron incidentes en el consulado español en París a cuento de la bandera republicana. El despacho incluye una observación lateral, tal vez una maldad: refiere que los soldados soviéticos fueron mucho más ovacionados que los americanos (los rusos, a diferencia de los últimos, no habían intervenido en la liberación de Francia)[11].
El final del «Mediodía rojo»
Los guerrilleros advirtieron desde el otoño de 1944 indicios de que su tiempo de esplendor armado e impunidad empezaba a declinar. A mediados de septiembre de 1944 acudieron al consulado español en Lyón (Ródano) exigiendo que arriaran la bandera franquista y que fuera colocada en su lugar la tricolor. El 14 de octubre de 1944 se personó Miguel Salas, acompañado de gente armada, para tomar posesión de la representación española: lo hacía en nombre del Gobierno de UNE. Reclamó un inventario de la legación y las llaves de la misma; el cónsul se negó y acabaron, como era costumbre, en la Prefectura. Pero la autoridad francesa se puso en este caso de parte de los diplomáticos franquistas: algo que se generalizaría conforme pasaban los meses. El argumento utilizado era el respeto a las leyes internacionales. «Le dirige reproches severísimos con una energía rara, diciéndole que, puesto que lleva el uniforme francés, debe considerarse como francés y respetar las leyes de este país». Una comunicación de la embajada española en París, tutelada por el encargado de negocios Carlos Arcos, advertía a Madrid de los incidentes en Lyón. Pero introduce una reflexión que refleja cómo se modificaban las circunstancias para los republicanos, cada vez más vigilados e incluso perseguidos: «Es también sintomática la enérgica actitud del prefecto de Lyón. Ella parece denotar que el Gobierno Provisional francés ha transmitido instrucciones en el sentido de dar una mayor apariencia de orden y autoridad efectiva a sus prefectos. Hasta ahora cada prefecto y cada autoridad local constituía un feudo independiente a merced de elementos incontrolables, y es que precisamente por haber fomentado la actividad de estos incontrolables, en particular españoles a quienes presentaban el espejuelo atrayente para ellos de la llamada liberación de España, el Gobierno y sus representantes se ven ahora comprometidos por los mismos que apoyaron, y obligados a frenarles en sus desmanes»[12].
Vencidos los alemanes definitivamente, la Administración quería imponerse en toda Francia y para ello resultaba fundamental desarmar a los guerrilleros. El franquismo parecía además consolidarse con el apoyo de los países anglosajones, que temían más a una España democrática con fuerte influencia comunista que al fascismo acomodaticio de Franco, quien además representaba una barrera en el Mediterráneo frente a la hipótesis de un expansionismo soviético. El verano de 1945 trazó la raya entre dos fases diametralmente opuestas. El cónsul en Pau, Germán Burriel, informaba al ministro de Asuntos Exteriores de que en el mes de agosto se había festejado el aniversario de la Liberación, y entre otros muchos grupos participaron los guerrilleros españoles portando en cabeza una bandera tricolor, el Comité Francia–España, acompañado por cien españoles, las juventudes republicanas francesas con banderas francesas y españolas republicanas… Pero ya apunta que el alcalde reprobó en su alocución toda violencia y llamó la sensatez. «Al llegar a este momento del discurso el orador fue interrumpido por grandes gritos de protesta que partían de los grupos comunistas y guerrilleros españoles. Unos y otros enrollaron ostensiblemente sus banderas y se retiraron en señal de protesta. Excepción hecha del delegado de la CGT, ningún otro orador tuvo un recuerdo ni hizo alusión alguna a la actuación de los guerrilleros en los días de la liberación, silencio que ha desagradado profundamente a los elementos españoles y que se puede señalar como un buen síntoma». En la capital del exilio republicano, Toulouse, también mejoraban levemente las cosas para el franquismo. «Existe una evolución favorable al Consulado español de Toulouse. La actuación del nuevo canciller, bien relacionado con dirigentes de la Resistencia francesa, ha permitido allanar dificultades con la Prefectura. El organismo que muestra oposición tenaz al Consulado es la Alcaldía; su hostilidad llega hasta a sabotear publicaciones oficiales del Consulado para la prensa y en meses pasados no fue ajena a la organización de manifestaciones públicas para el cierre del Consulado y la expulsión de sus agentes». En el mismo despacho se precisa, de todos modos, que «la influencia política de los españoles en Toulouse es decisiva». En efecto, las calles donde se establecieron algunas organizaciones —4 rué Belfort, 14 rué de l’Embarthe, 69 rué de Taur— derivaron en metonimia de anarquistas, socialistas y ugetistas, respectivamente. El cine Espoir —nombre que evocaba una mítica película de André Malraux sobre la guerra de España— era el escenario de reuniones, mítines y conspiraciones de todo tipo; también de las actividades culturales de la República portátil. Los comunistas administraban además el Hospital Varsovia, y el Cours Dillon, un viejo caserón, acogía un dispensario comunista, otro socialista y la sede de la Cruz Roja republicana[13].
El tercer aspecto que preocupó a los diplomáticos franquistas fue la persistencia de los chantiers, tapadera de las actividades comunistas: centros de reclutamiento y formación de guerrilleros que luego eran enviados a España. En los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores —las noticias procedían de los maquis detenidos en el interior— aparecen quejas reiteradas sobre el chantier de Gincla (Aude) y su importancia para enganchar voluntarios. En la explotación forestal trabajaban doscientos obreros y había entre ochenta y cien guerrilleros; la instrucción duraba ocho días. La Dirección General de Política Exterior remitió el 16 de noviembre de 1945 una nota al embajador de España en París insistiendo sobre el chantier de Gincla, en las cercanías de Monfort. «De las declaraciones de los detenidos se desprende que en un bosque próximo al pueblo de Gincla se reclutan los individuos que han de pasar a España. A los reclutados les hacen pasar desapercibidos entre los trabajadores, hasta reunir seis individuos de la misma provincia en cuyo momento les pertrechan y les hacen la frontera. Llevan orden de pasar desapercibidos y ponerse en contacto con los elementos de ideología afín residentes en las poblaciones por donde pasan». Los expedientes eran fiables y habían identificado a los personajes fundamentales del chantier: José Antonio Valledor, Luis Fernández, Blázquez o Sanz. Otros testimonios franquistas aseguran que, amén de Gincla, existían diferentes escuelas para la formación de guerrilleros, quienes eran conducidos hasta España por guías que «los llevan a la frontera y pasada esta, por la derecha de Le Perthus, penetran en España, pasando entre Figueras y Olot, y siguiendo una línea recta aproximada hacia el sur, llegan hasta una montaña próxima al río Ter, desde la cual ven perfectamente Vich y su llanura teniendo dicha población a la derecha, y que allí son dejados por los guías que regresan a Francia y desde ese momento continúan ellos solos la marcha valiéndose de las instrucciones recibidas por el jefe, y que solamente este conoce». Entre la intendencia destacaban una brújula y un mapa de Michelin. En los chantiers se encontraban también las emisoras más potentes para coordinar las comunicaciones, y eran a la vez un depósito de armamento; igualmente bancos para el PCE: financiaban una parte del presupuesto. Gincla se estableció en 1945, cuando ya se había licenciado el 3er Batallón de seguridad en Alet dirigido por Tomás Miguel. La desmovilización comportó el permiso de residencia para los cuatrocientos guerrilleros de la unidad, y la empresa Fernández–Valledor —dedicada a la madera y al carbón— se encargó de acogerlos en el bosque de Salvanera[14].
Un despacho de 20 de noviembre de 1945, enviado por el cónsul de España en Toulouse, León de Viñals, procura importantes noticias. Asegura que en esas tardías fechas los comunistas españoles en el Mediodía francés contaban con armas modernas para 4000 hombres y estimaba los efectivos guerrilleros en unos 6500 individuos, distribuidos entre los departamentos de Ariège, Alto Garona y Altos Pirineos (3000), y Pirineos Orientales y Bajos Pirineos (3500). Pero además de los asuntos considerados como centrales, los representantes franquistas vigilaban estrechamente todo lo relacionado con los exiliados. Había entre los diplomáticos obsesión por denigrar todo lo republicano y, aún más, a nacionalistas vascos y catalanes. Un ejemplo lo aporta el cónsul de Perpiñán, V. Vía Ventalló, en una comunicación al ministro de Asuntos Exteriores el 7 de noviembre de 1944. Con el pretexto de un próximo concierto de Casals en Montauban y los comentarios de la prensa, se mofa de que no le llamen Pablo sino «Pau, como en los tiempos de euforia». Aprovecha para mandar la foto de una manifestación reciente en la que expresa que hay que observar que «la bandera republicana, símbolo para ellos de España, ocupe el lugar izquierdo, que en el centro haya la catalana, cuatro veces mayor». Los catalanes no le caían simpáticos al cónsul, que ejercía en un departamento catalano–francés. Tampoco le caían precisamente bien los vasquistas al embajador y luego ministro Lequerica, alcalde en funciones de Bilbao desde el triunfo rebelde hasta abril de 1939 y famoso por su aversión al nacionalismo[15].
Las autoridades franquistas también tenían problemas en el norte de África. El cónsul español de Casablanca, M. R. Cabral, remite a Madrid un comunicado (7 de septiembre de 1944) en el que profetiza una serie de actividades que efectuarán los republicanos, apoyados por comunistas franceses y norteafricanos, cuando la derrota del Eje sea efectiva. Entre las catástrofes que vaticina el diplomático destacan las siguientes: «1. Asalto violento a los consulados de España para su toma de posesión. 2. Invasión del territorio nacional de Ifni, supuesto que ya anunciaba en un oficio de 16 de agosto de 1944. 3. Preparación e invasión de la zona española en Marruecos con elementos numerosos organizados y armamento proporcionado por los partidos aludidos». Pura fantasía oriental[16].
LA QUIMERA DE ARÁN
En la primavera de 1944 no cabían dudas acerca de la derrota de los nazis: faltaba únicamente fecharla. Los líderes del PCE en Francia, que hicieron posible la participación de los españoles en la Resistencia, pretendían recuperar la inversión. Para administrar el éxito en la lucha contra Hitler y que rindiera beneficios políticos pero también personales, no podían esperar a que finalizase la contienda. La victoria aliada acarrearía la vuelta a Francia de los líderes instalados en Moscú y América, que representaban el poder oficial. La única oportunidad para que Monzón y los suyos corrigieran la jerarquía del partido pasaba por otro éxito indiscutible: la remoción del franquismo. Entre los dirigentes en Francia y España había acuerdo sobre la necesidad de promover un movimiento armado contra Franco. Pero en la Comisión del Partido se manejaban dos tácticas al respecto. Una defendía la penetración de pequeñas unidades armadas que enlazaran con las bolsas de huidos que permanecían en los montes y sierras de varias regiones españolas; la otra se basaba en un ataque frontal, aunque limitado, con el objetivo de provocar un desplome del régimen. Se impuso esta última, y no precisamente porque fuera la más factible sino porque la imaginaban más rápida: Monzón tenía prisa.
Un documento de marzo de 1944, intitulado «Hacia la Insurrección Nacional», preconizaba el alzamiento como el método más eficaz para acabar con la dictadura. La proclama fue seguida de un llamamiento a enrolarse en las fuerzas antifranquistas con el nombre de «Recluta de la Insurrección». A partir de ese planteamiento, todas las actuaciones de los dirigentes comunistas se orientaron hacia la lucha armada. Desde junio de 1944, mínimos grupos de resistentes pasaban a España para organizar a los grupos de huidos o incluso para establecer células armadas en aquellas comarcas que se consideraban adecuadas para la guerrilla. Meses más tarde, en septiembre de 1944, cuando los ejércitos de Hitler retrocedían hacia el interior de Alemania, parece que el comandante Ángel Hernández del Castillo, oficial republicano que asesoraba a los aliados sobre asuntos españoles, advirtió a los mandos guerrilleros de que ni los anglo–americanos ni De Gaulle eran partidarios de abrir un nuevo frente en el sur de Europa antes de finalizar la guerra contra los nazis. Pero el 8 de octubre de 1944, un editorial de Reconquista de España, órgano de la UNE, despejaba todas las dudas: «El momento exterior político y militar presenta una coyuntura favorabilísima para nuestros propósitos de combate. El pueblo español está en condiciones y dispuesto para la lucha. Tenemos fuerzas suficientes. La situación de Franco y Falange no puede ser más precaria sin la ayuda ni aún del contacto con los nazis. La lucha será heroica pero triunfaremos». A continuación describía una España al borde de la guerra civil revolucionaria. Dos días antes, el mismo periódico ya había indicado el camino: «España tiene más derecho que ningún otro pueblo a ser considerada por los aliados. Tiene a su favor el hecho de haber luchado la primera contra el fascismo. Los países democráticos tienen deuda hacia España. Pero España, si esperase que le regalen la libertad, perdería incluso el beneficio de la lucha gloriosa de sus hijos durante la guerra. No hay que olvidar que en nombre de España Franco ha ayudado consecuentemente a Alemania, y que esto tiene que ser castigado». Los argumentos eran parcialmente impecables, pero los medios no estaban a la altura; el proceso hacia el enfrentamiento armado parecía imparable. Además, se descartaba aguardar al final de la guerra y comprobar la actitud de los vencedores. Parafraseando El Manifiesto Comunista, para los monzonistas «la liberación de los españoles debe ser obra de los españoles mismos»[17].
La mayor parte de los exiliados habían aguantado los sinsabores del exilio con la esperanza de regresar a una España republicana. Desconocían cómo se produciría el milagro pero todos lo daban por hecho. La ensoñación adquirió perfiles de realidad cuando los nazis invadieron Francia y los republicanos unieron su suerte a los franceses. Aunque los análisis retrospectivos delatan la inocencia de los refugiados, en aquellos tiempos parecía una operación perfectamente viable. Los guerrilleros de la AGE habían acumulado armas en los chantiers con el objetivo de utilizarlas contra Franco en España, y algunos anarquistas escondieron todo tipo de armamento mientras avanzaban con la División Leclerc. De otra parte, ni en la mente más escéptica cabía entonces duda alguna sobre la actitud de los ganadores de la guerra: resultaba imposible que dejaran a los exiliados en la estacada. La embriaguez del éxito y la ausencia de análisis solventes dominaban en el verano francés de 1944. «Si alguien hubiera puesto en duda el silogismo de que, tras la victoria aliada contra los nazis, Franco caería y España sería liberada, se le habría tomado por un loco», recuerda Semprún. El novelista Juan Benet sostenía que el régimen franquista, además de «sencillamente ridículo», caería «a causa de un estornudo cispirenaico»[18].
Los sentimientos se impusieron a los análisis políticos o militares, y la nostalgia crónica que dominaba a los españoles sólo contemplaba la frontera como elemento de catarsis. O de libertad. O de muerte. Para que la operación pudiera prosperar, Monzón se comprometió desde España —donde se encontraba desde el otoño de 1943— a multiplicar las acciones de los núcleos armados existentes y convocar a la huelga general. Los proyectos del interior de España entrañaban importantes dosis de voluntarismo, y el problema no reconocido por los comunistas era que el pueblo español vivía condicionado por la represión y la miseria; que la penetración del franquismo era más evidente cada día. La represión había provocado el exilio y la guerrilla, pero esa represión aniquiladora incapacitaba para el compromiso. Franco estaba además modificando la legislación para adaptarla en lo posible a los nuevos tiempos; el 9 de octubre de 1945 quedaron indultados los incursos en delitos de rebelión militar que no habían tenido relación con «delitos de sangre»: miles de familias pudieron agruparse de nuevo. De otro lado, todos estaban hastiados de guerras y de dolor. Al fallar la movilización popular, la única solución pasaba por el enfrentamiento entre dos ejércitos, y en ese caso la suerte estaba echada: las unidades guerrilleras no eran rival en campo abierto para el Ejército franquista, por atrasado y anacrónico que fuera.
La «invasión» de España
La decisión de entrar militarmente en territorio español correspondió a Monzón Repáraz, el hombre que movía entonces los hilos del poder comunista en Francia y España, ausentes las jerarquías establecidas del partido por la dislocación de la guerra y el exilio. Estuvo apoyado por las delegaciones del Comité Central, tanto en Toulouse (Carmen de Pedro «María Luisa», Manuel Gimeno «Raúl» y Manuel Azcárate «Juan») como en Madrid (Gabriel León Trilla y Apolinario Poveda). Pese a desempeñar cargos de cierto relieve durante la guerra, Monzón estaba considerado en el partido como un dirigente de tercer nivel, irrelevante: su posición posterior fue posible por la hecatombe que sobrevino a raíz de la guerra, el exilio y la invasión alemana. Impulsor de la política de la UNE en Francia —que recomendaba una alianza amplia entre los grupos políticos tanto del exilio como del interior, con la única excepción de Falange—, defendía la tesis de que una insurrección nacional y simultáneamente la ocupación de una franja del territorio acarrearía el final del franquismo. Deducía que en la España de Franco se estaba produciendo una situación prerrevolucionaria, y aún hoy sorprende que el hombre que consiguió aglutinar a los comunistas (y algunos no comunistas) en la Resistencia francesa pensara, siquiera como construcción teórica, que a la altura de 1944 se daban las condiciones objetivas para desatar un movimiento insurreccional. Como explica Hartmut Heine, Monzón y sus hombres de confianza eran avezados fabricantes de mitos que terminaban asumiendo como verdades incontestables. Monzón remitió en agosto de 1944 una comunicación a los responsables comunistas en Francia, en la que ordenaba el empleo de los guerrilleros en España. La influencia de Trilla, expulsado del partido en 1932, había sido determinante. «Fue Monzón quien, en el verano de 1944, envió una carta al PCE en Toulouse conminándolo a organizar un asalto desde Francia sobre un lugar de la frontera española», asegura Malagón[19].
La obra memorialística de Azcárate, notorio dirigente comunista durante la Resistencia, aporta la información imprescindible para no seguir engordando un debate interesado. Refiere que la decisión se debió a tres factores básicos. El primero, que entre los españoles de Francia había una visión de la España de Franco que no se correspondía con la realidad. Estaban convencidos de que el país había entrado en una situación de insurgencia y que una invasión precipitaría la revuelta popular. La segunda razón era resultado de la experiencia vivida en Francia, donde los españoles habían participado con éxito en importantes combates contra las invencibles fuerzas alemanas; esa circunstancia suscitó comparaciones y espejismos: si eran capaces de doblegar a la Wehrmacht, derribar la dictadura parecía una tarea asequible. La tercera causa era la menos racional pero la más decisiva entre los republicanos: «había que hacer algo». Lo que fuera: parecía un lujo no utilizar a tantos hombres cargados de experiencia en el combate contra Franco. «El ambiente contra el franquismo era irresistible», certifica el guerrillero Miquel Bausá. Antonio Bechelloni apunta una cuarta razón, que la prensa francesa exageraba las acciones de los núcleos guerrilleros en el interior de España al mismo tiempo que rebajaba la fortaleza de Franco… Entre las élites francesas existía el convencimiento de que el franquismo era consecuencia de un factor exógeno, el fascismo, y la caída de este implicaría la de aquel. La prensa comunista y también la francesa vinculada a la izquierda o a la Resistencia avalaron la tesis de un probable éxito contra la dictadura. Pero el argumento no era exclusivo de la prensa partidista sino que se extendía a periódicos prestigiosos e independientes. Como señala Daniel Arasa, existían unos guerrilleros fogueados en la lucha contra las poderosas unidades alemanas, una organización sólida que aportaba estrategia y organización (UNE) y una entidad militar capaz de hacer posible el cambio (AGE). Aunque desconocemos su número, hubo guerrilleros que cruzaron la frontera por su cuenta después de agosto de 1944 para combatir el franquismo: tal era el estado de ansiedad. «La operación del Valle de Arán, vista al margen de su contexto general, fuera de su tiempo, podría parecer una locura, y así lo han apreciado después no pocos críticos. Pero situada en su auténtico marco, dentro del momento que vivía Europa y la simpatía de los pueblos hacia la lucha antifranquista, entonces cobraba un nuevo sentido», observa Ramiro López Pérez «Mariano», el responsable político de la operación[20].
En un principio apenas hubo objeciones por parte de los cuadros políticos o de los responsables militares, ni en Francia ni en España. «No existió oposición alguna e incluso fue aceptada por todos los presentes con entusiasmo», recuerda Gimeno, uno de los principales dirigentes. Pese a la alteración producida por la guerra, el centralismo democrático seguía enraizado en las mentes de los comunistas y además la marea bélica lo arrastraba todo. No obstante, casi todo el mundo se ha querido distanciar retrospectivamente de la decisión y forman tropel quienes se apuntan a la tesis de que opusieron infinitas reticencias. Nadie quiere asumir ante la historia la responsabilidad del fracaso, aunque sea compartida. Los pocos que mostraron reparos entonces, fueron coaccionados, ignorados o tratados como perturbados. Circula la versión de que el socialista Julián Carrasco «Comandante Renard», que habría llegado a Toulouse la noche del 8 al 9 de octubre, se presentó en el local donde se discutía la invasión de España para explicar a los asistentes que la operación era irrealizable «si los franceses no proporcionan los medios logísticos necesarios. Sus argumentos reciben la comprensión de algunos oficiales pero irritan a los cuadros políticos, todos comunistas, del Estado Mayor». Posiblemente sea un documento apócrifo, como tantos del exilio. Sólo algunos cargos militares expusieron reservas, que se disiparon cuando se rumoreó la posibilidad de un Gobierno republicano encabezado por Negrín y con el general Riquelme como jefe militar. Un despacho del Ministerio de Asuntos Exteriores asegura que estaban en contra los militares profesionales encuadrados en la Asociación Militar de la República Española —presidida por Riquelme y Hernández Sarabia—, pero lógicamente no tenían capacidad de decisión en la AGE. Marcelo Usabiega se apunta al fatalismo, seguramente común a muchos otros compañeros: «Al final me dije: yo soy un luchador y voy a luchar. Y se acabó. No voy a entrar en disquisiciones de nada. Mira, mala suerte y se acabó». A los más destacados dirigentes del PCF, Jacques Duelos y André Marty, el proyecto de sus correligionarios españoles no les produjo un especial entusiasmo. Una actuación de esa envergadura sin intervención de Moscú les parecía aventurerismo poco recomendable[21].
La animadversión de historiadores y cronistas hacia Pasionaria y Carrillo ha tenido como correlato que también se les traslade alegremente la responsabilidad del fracaso de Arán. Pero a fecha de hoy no existe prueba alguna que implique al Buró Político como autor de la teoría y práctica de las invasiones. Aunque fue posible que le llegaran ecos de lo que se proyectaba, sabemos de manera fehaciente que las invasiones pirenaicas fueron decididas sin indicación expresa del exterior. Sostener que Carrillo había sido enviado por el Buró para controlar la operación, resulta una tesis infundada y carente del mínimo rigor; las fechas constituyen una prueba irrefutable. Los miembros del Buró Político estaban repartidos por la URSS y América, aislados todavía con respecto a la Delegación del Comité Central en Francia, que sabía de los comunicados del Buró gracias a Radio España Independiente. Carrillo se encontraba en Oran —viajaba con identidad falsa: Hipólito López de Asís, comerciante uruguayo—, por lo que difícilmente pudo participar en la preparación de las invasiones. En África del Norte, Carrillo le envió el 14 de agosto de 1944 un telegrama a Pasionaria para indicarle su situación. Le expuso que estaba trabajando en un Centro de Orientación de la Delegación del PCE, junto con Ramón Ormazábal, y que enviarían cuadros y recursos a España después de haber cortado radicalmente las relaciones que tenían los compañeros con los americanos: todo lo remitido a España —armas y hombres— había caído en manos de la Policía[22].
Al margen de otras consideraciones, lo reseñable fue que por convicción o acatamiento de la disciplina del partido —o fatalismo, en el caso de los no comunistas—, miles de guerrilleros republicanos que habían peleado en la Resistencia francesa se dispusieran a entrar en España con las armas. Los informes de los grupos de jalonamiento, que habían evaluado la situación entre junio y agosto, apenas fueron valorados porque cuestionaban las posiciones fijadas previamente. Desde el mes de septiembre habían entrado en España unidades de jalonamiento, como los 200 guerrilleros que cruzaron la frontera el 22 de septiembre por Port Vell. Muchos de ellos no llegaron a su punto de destino, porque, desprovistos de enlaces e ignorantes de la realidad del país, eran abatidos fácilmente por las fuerzas de represión. Tampoco se extrajeron las lecciones oportunas de las unidades que, en maniobras de diversión, habían atravesado la frontera durante el mes de septiembre por los extremos pirenaicos, y que encontraron una dura resistencia de las fuerzas franquistas y mínimo apoyo de la población. El cuartel general de los guerrilleros fue desplazado de Toulouse a Montréjeau, próximo a la frontera. A principios de octubre, los republicanos estaban dispuestos para regresar a la patria: y la marcha atrás parecía imposible. El 14 de octubre, la AGE disponía en la frontera de 7500 hombres, sólo un tercio de los cuales estaba convenientemente armado. Tenían incluso un himno, cuyos primeros versos decían: «Por llanuras y montañas / guerrilleros libres van / los mejores luchadores / del campo y de la ciudad». Todo un canto a la autoestima.
Los encargados de planificar la operación fueron los responsables políticos del PCE en Francia y mandos de la AGE. El grupo dirigente estaba integrado por tres jefes guerrilleros (Luis Fernández, Juan Blázquez y Vicente López Tovar) y tres políticos (Gimeno, De Pedro y Azcárate). En las reuniones participaron asimismo Ramiro López Pérez, Eduardo Sánchez–Biedma, Miguel Ángel Sanz y Joaquín Yúfera. La elección recayó en el valle leridano de Arán, un escenario en el que podía establecerse un «territorio libre», al estar mejor comunicado con Francia —Pònt de Rei y Portillón— que con España y que en invierno quedaba prácticamente aislado. Controlando el puerto de la Bonaigua y el túnel de Vielha, los invasores dispondrían de tiempo suficiente para instalar durante algún tiempo un Gobierno republicano en suelo español, concretamente en Vielha, una localidad de 821 habitantes y piedra angular de toda la maniobra. La comarca de Arán tenía entonces unos 4500 habitantes, que vivían del ganado; la economía local se completaba mediante una agricultura de subsistencia, explotaciones forestales y una mina de blenda. Hablaban el aranés, un dialecto gascón. El encargado de hilvanar la operación fue Blázquez, porque a su capacidad militar anudaba su condición de aranés: era natural de la aldea de Bossòst. El jefe guerrillero planificó una maniobra precisa, que eliminaba uno de los temores de los maquis: que los franquistas les cortaran la retirada a Francia y los envolvieran en el valle. A diferencia de los demás miembros del EM guerrillero, Blázquez, universitario en Madrid y que había pasado por Le Vernet, participó en las operaciones militares sobre el terreno como jefe del Servicio de Información y de Contraespionaje de la División[23]. La otra posibilidad para la invasión pasaba por Andorra, que fue desechada. Francisco Viadiu refiere una reunión en Andorra, que fecha en septiembre de 1944, del veguer francés con representantes de los guerrilleros y oficiales de los ejércitos aliados. La conclusión que dedujo Viadiu de aquella conversación fue que todos los militares pensaban que los maquis eran considerados como unos lunáticos. Incluso el capitán francés le expresó en privado que «si estos despistados tuvieran la mínima posibilidad de molestar a Franco, los americanos intervendrían, pero en favor de él». En una nota del jefe de Policía de la Seo de Urgell (27 de septiembre de 1944), enviado por el Gobierno Civil de Lleida al ministro de Asuntos Exteriores, se advertía de importantes movimientos de «rojos» en Andorra y sus proximidades[24].
La invasión de Arán pilló hasta cierto punto desprevenido al régimen franquista, obligado a improvisar algunas de las medidas para hacer frente a los guerrilleros. Resulta increíble que así fuera, por cuanto era una operación anunciada, conocida y cuyos preparativos eran seguidos desde hacía años. En la temprana fecha de 18 de noviembre de 1943 se produjo una advertencia del embajador Lequerica al ministro de Asuntos Exteriores, donde se refuerza la veracidad de informes «sobre la organización de batallones españoles dispuestos a entrar en nuestro país, de acuerdo con el ejército secreto rojo, cuando llegue el momento de la invasión aliada». Estaban al tanto de todo lo que sucedía tanto el espionaje francés (Deuxième Bureau) como el español (2.ª Bis Española), y también el general Moscardó, capitán general de Cataluña y por lo tanto encargado de la defensa del valle de Arán. En marzo de 1944, los franquistas tenían el convencimiento de que la invasión aliada se produciría, y la frontera, como ha recogido Martínez de Baños, se convirtió en materia legislativa. Se prohibieron la caza, las señales ópticas (fuego, luces…) desde las diez de la noche, los movimientos por la zona sin salvoconducto; se adelantó el horario de cierre de los bares a las nueve de la noche, y hasta las siete de la mañana no se podía circular. Y sobre todo se exigía a los lugareños que avisaran a las fuerzas de las novedades sobre rojos o huidos, y los castigos eran severísimos en caso de no hacerlo; lógicamente, se prohibió albergar a desconocidos, mendigos incluidos; y sólo en Aragón se repartieron 1220 fusiles entre los civiles de la Milicia Armada. Además de estas medidas «menores», el régimen franquista dispuso de efectivos que juzgaba necesarios para hacer frente a una hipotética invasión. En agosto de 1944, el Gobierno decidió que las fuerzas de orden eran insuficientes y embarcó al propio Ejército, trasladado hacia las fronteras pirenaicas para levantar una barrera frente a los maquis. Días antes de las invasiones, el 5 de octubre de 1944, se aprobó la instrucción sobre «Seguridad en la frontera Franco–Española», que fijaba las necesidades militares en los territorios fronterizos. En Vielha y Lès había además dos secciones de la Guardia Civil y puestos en la mayor parte de los pueblos del valle, reforzados con elementos de la Policía Armada. Pero a veces, y contradiciendo lo anterior, parecía como si los franquistas fueran los únicos que no se enteraban de nada[25].
Pese a que habían sido hasta cierto punto sorprendidas, debido a la ineficacia de los servicios de inteligencia y a un Ejército que se movilizaba con lentitud de paquidermo, las autoridades franquistas respondieron en la práctica multiplicando los refuerzos militares; unos 40 000 soldados se unieron a las fuerzas que ya estaban instaladas en la zona. Dirigió las operaciones contrainsurgentes el teniente general Rafael García Valiño, jefe del Estado Mayor Central del Ejército, auxiliado por los tenientes generales Moscardó, Monasterio y Yagüe, capitanes generales de la 4.ª, 5.ª y 6.ª regiones militares, respectivamente. Pero el militar que gobernó las operaciones sobre el terreno fue el general Ricardo Marzo Pellicer, jefe de la 42.ª División, quien reconquistó el valle aunque lo hizo con una cachaza que molestó sobremanera a Moscardó y al ministro Asensio. El Ejército franquista, superior en hombres y medios en cuanto pudo reponerse de la relativa sorpresa, estaba en disposición de aplastar a un movimiento guerrillero abismado en el desconcierto y más pendiente de la frontera francesa que del interior de España, aunque los franquistas pasaron por momentos difíciles durante los primeros días. Temían que la consolidación de un territorio guerrillero animara a la oposición interior y sobre todo que provocara la intervención de los aliados. Pero era un temor infundado. «Objetivamente, esa operación no le interesaba a nadie, y menos que a nadie a Gran Bretaña y Estados Unidos, proclives a Franco. Los franceses parecían favorables porque no disponían de otra alternativa, ya que al sur del país no podían controlarnos y además les parecía bien que nos marcháramos», resume el guerrillero Falguera. El «susto de Arán» provocó también el reforzamiento posterior de la frontera pirenaica; el régimen instaló a principios de 1945 una importante barrera defensiva, el Grupo de Divisiones de Reserva, al frente del que estaba el general Carlos Martínez Campos. El franquismo apostó 13 divisiones, con más de cien mil hombres, además de las fuerzas de orden público y el cuarto tabor de las Fuerzas de Regulares «Ceuta núm. 3». La Línea del Pirineo —nuestra particular línea Maginot— fue mejorada después de las derrotas del Ejército nazi, y se prolongaba desde Port–Bou hasta las estribaciones navarras. Iniciada en 1940 sobre planos del comandante Vicente Martorell, en 1942 trabajaban en ella unos mil republicanos que redimían condena. Mikel Rodríguez la despacha con una frase lapidaria: «Una somera posición de casamatas». Afirma además que los responsables militares vendían en el mercado negro la mayor parte del hierro y del cemento, y que el armazón defensivo apenas presentaba consistencia[26].
Las operaciones militares
El 21 de septiembre, el Estado Mayor de la AGE lo tenía todo preparado. La División 204.ª, encargada de ejecutar la operación, contaba con 12 brigadas (3, 21, 402, 468, 7 —reserva táctica—, 9, 11, 15, 410, 471, 526 y 551), aunque las cuatro primeras brigadas ya estaban en el interior de España cuando se inició de manera oficial la maniobra de penetración. Le dieron el mando a López Tovar, el jefe de EM era Ángel Carrero «Álvaro» y un hombre de Monzón, Joaquín Yúfera, ostentaba la comisaría política. Las brigadas constaban de unos 300 hombres, y tenían jefe, responsable de EM y comisario, el triángulo clásico. Ramiro López Pérez «Mariano» era el encargado de mantener la comunicación entre los jefes de la AGE y los mandos guerrilleros en Arán. «Mariano», el enigma de la Resistencia durante muchos años, confundido pertinazmente con Monzón, era secretario general de la Comisión de Trabajo del PCE en Francia, y fue responsable de los aparatos «Cara a España» y «Guerrilleros»; además de coordinador político en la Francia de Vichy. Uno de los historiadores de Arán, Fernando Martínez de Baños, le asigna calificativos como modesto, pragmático y un tanto acomplejado por sus deficiencias teóricas. Como mano derecha de Monzón en Francia, «dio la orden de avance en nombre del Partido Comunista Español». Lógicamente, las autoridades no intervinieron aunque sabían lo que estaba sucediendo: todo se desarrollaba a plena luz. Las directrices de los franceses eran claras: «Cerrar los ojos, dejar hacer (…). Evitar al máximo cualquier incidente, sea cual fuere», según Bertaux, comisario de la República en Toulouse. Pero fue la última vez que los gobernantes se desentendieron de la frontera ante operaciones masivas: el 21 de octubre de 1944 acabaron con la permisividad y sellaron la divisoria pirenaica[27].
Antes de realizarse la invasión propiamente dicha, o simultáneamente, se efectuaron maniobras de diversión por los flancos. Todo el Pirineo, desde Girona (1.ª y 5.ª brigadas) a Guipúzcoa (10.ª, 27.ª y 35.ª, 227.ª), se transformó en un gigantesco paso de entrada a España. Los valles de Roncal y Roncesvalles en Navarra (153.ª y 54.ª); Canfranc y Hecho, además de Urdiceto, en Aragón (218.ª, 241.ª y 570.ª); Arán y Andorra, en Lleida, conformaron los puntos más calientes de las «invasiones auxiliares»… En la frontera de Navarra, los guerrilleros se desplegaron en la línea que discurre desde Ustaritz, en el poniente, hasta Oloron–Ste.–Marie, en la vertiente oriental. El Comité de la UNE, con sede en Pau, decretó los días 3 y 7 de octubre para iniciar la infiltración por Roncesvalles (54.ª Brigada) y Roncal (153.ª Brigada). Unos setecientos guerrilleros. A pesar de que era una invasión anunciada, a los mandos franquistas les faltaron reflejos y tuvieron que «militarizar» rápidamente a requetés y ex combatientes para completar el dispositivo de defensa. También se movilizaron los poderes públicos. Los alcaldes de la comarca prometieron recompensas de 250 pesetas a quien suministrara noticias que condujeran a la muerte o apresamiento de algún maquis. La población navarra, mayoritariamente vinculada al régimen a través del carlismo, no era la más adecuada para amparar un movimiento insurgente; y las fronteras estaban especialmente vigiladas después de la experiencia de las redes de pasadores: había que moverse en sus proximidades con los pertinentes salvoconductos, las autoridades manejaban listas minuciosas de pastores y leñadores, estaba vedada la caza e incluso, como señala Juan Pablo Chueca Intxusta, se habían prohibido las fiestas tradicionales que reunían a los habitantes de ambos lados de la frontera. Pero la penetración siguió adelante. Desde Esterençuby, el primer grupo se adentró por el valle de Irati; desde Sainte Engrace, la 153.ª Brigada penetró por el Roncal y a través de Salazar y Zuriza pretendía alcanzar el valle aragonés de Hecho. Los enfrentamientos entre maquis y las fuerzas represivas no tardaron en concretarse; la escaramuza más importante de este territorio discurrió en Navascués, donde se utilizaron ametralladoras pesadas y morteros, aunque los maquis consiguieron escabullirse sin bajas. Llegaron hasta Olagüe, a 20 kilómetros de Pamplona. A excepción de unos pocos guerrilleros que se mantuvieron pegados al terreno en la sierra de Aralar hasta 1945 y otro pequeño grupo que ganó territorio aragonés, los demás resistentes repasaron la frontera o fueron abatidos. El balance de la acción resultó decepcionante: apenas habían conseguido introducir un puñado de activistas en los Pirineos occidentales. El aspecto positivo fue que los conocimientos y la experiencia de los mugalaris permitieron el regreso de la mayoría a sus bases francesas. Hubo alguna excepción. La 227.ª Brigada, que entró por Vera, desapareció prácticamente en el paso del Bidasoa: unos ahogados en el río y otros buscando la salvación como podían; sólo unos pocos alcanzaron los focos guerrilleros[28].
Antes de la invasión, las brigadas 3.ª, 21.ª, 402.ª y 468.ª efectuaron igualmente operaciones de diversión en los flancos del valle de Arán, en territorio aragonés, y cuyo objetivo era confundir al enemigo y facilitar de ese modo la penetración en España. Mandaba la 3.ª Brigada un veterano luchador de las guerrillas, el comandante Pascual Jimeno «Royo», que fue eliminado posteriormente en Valencia en circunstancias extrañas —le aplastaron la cabeza con una piedra—, tras ser detenido, pasar por la cárcel y salir en libertad. Posiblemente, fue un ajuste de cuentas político de los comunistas, que lo acusaban de haberse puesto al servicio de la policía. La Brigada 21.ª estaba capitaneada por uno de los héroes mayores de la Resistencia francesa, Gabriel Pérez; tenía como jefe de EM a su amigo Pedro Vicente Gómez; el comisario, Joaquín Arasanz. El objetivo de la unidad era evaluar la situación del país y entrar en contacto con las bolsas de huidos. La Brigada de Pérez consiguió permanecer durante un mes en territorio español, y tomó trece pueblos en el valle de La Fueva, incluida Tierrantona. Logró el principal objetivo, que era distraer fuerzas franquistas, pero el fracaso de las otras brigadas les obligó a repasar la frontera en el mes de noviembre. Hubo unidades sueltas que consiguieron enlazar con los grupos de huidos en el Maestrazgo, entre Teruel y Castellón. En territorio aragonés, además del Ejército, de la Policía Armada y, sobre todo de la Guardia Civil, participaron tropas de regulares traídas expresamente desde Cataluña. En los Pirineos Orientales, también se desarrollaron maniobras de diversión en las divisorias leridana, gerundense y andorrana[29].
Los mandos políticos y guerrilleros no extrajeron de los primeros movimientos de jalonamiento y diversión enseñanza alguna, como vimos, y por lo tanto continuaron adelante con los planes. La operación central se desarrolló, como estaba previsto, en el valle de Arán. El 16 de octubre, el mismo día en que Franco reconocía al Gobierno de De Gaulle, López Tovar firmó la orden de invasión. La 204.ª División inició el día 19, a las 6 de la mañana, la llamada «Operación Reconquista de España». Cinco brigadas penetraron por el centro del valle, mientras otras cuatro protegían los flancos. La división expedicionaria contaba con 3500 hombres, equipados con armas automáticas. El armamento estrella eran la metralleta Sten, de gran velocidad de fuego y eficaz a cien metros; la ametralladora Hotchkiss, con una cadencia de tiro de 400 disparos por minuto, y el fusil alemán Mauser modelo 1917; además del plástic —pasta explosiva—, una novedad en España. Disponían de cañones y morteros de pequeño calibre, algunas baterías anticarro y un puñado de vehículos; la falta de artillería pesada menguaba la operatividad de las columnas guerrilleras: les impedía realizar ofensivas contra reductos fortificados o mantener una posición. Tampoco andaban sobrados de municiones, un grave problema, porque el calibre de sus armas les impedía avituallarse sobre el terreno, y tampoco contaban con radios portátiles, lo que dificultaba las comunicaciones en unas circunstancias dominadas por decisiones rápidas. Otra dificultad adicional era la falta de intendencia: pensaban vivir sobre el terreno y eso representó un importante error de cálculo.
Los responsables guerrilleros no olvidaron los servicios médicos, dirigidos por el doctor Diego Díaz Sánchez; incluso instalaron pequeños hospitales de campaña en el valle. Los heridos eran evacuados, después de las curas de urgencia, a sanatorios del Mediodía, principalmente al Hospital Varsovia de Toulouse (fundado en septiembre de 1944 por el EM de los guerrilleros, para atender a quienes habían combatido en la Resistencia), en manos de los comunistas españoles. Esa realidad convierte en sorprendentes las declaraciones de Emilio Álvarez Canosa «Pinocho» en el sentido de que los mandos guerrilleros habían comunicado que las columnas no podían hacerse cargo de los heridos y que por tanto había que rematarlos, a los propios y a los ajenos. Ningún guerrillero ha confirmado esa afirmación, incluido López Tovar, quien la desmintió categóricamente: «Es mentira. En Bossòst nosotros atendimos heridos graves». Daniel Arasa recoge testimonios que evidencian la atención a las víctimas de la invasión. Los contados supervivientes de las escaramuzas de Arán reaccionan ante la pregunta con sorpresa, incredulidad e indignación; por ese orden[30].
Las primeras operaciones se saldaron con éxito, y la 551.ª Brigada se apoderó por la mañana de la localidad de Bossòst, que sirvió de base para el Estado Mayor. Ese mismo día ocuparon la aldea de Les, donde se asentó la 7.ª Brigada, unidad de reserva. Entre los días 19 y 23 conquistaron, sin apenas oposición, una serie de pequeñas aldeas como Canejan, Bausen, Pradell, Mont, el Portillón, Arròs, Aubert, La Bordeta, Porcingles, Vilamòs, Benòs, es Bòrdes, Betlán, Vilach, Montcorbau, Vila y Besos. Aparte de la ventaja proporcionada por el efecto sorpresa, los maquis eran hasta el día 24 notablemente superiores al contingente franquista: 3500 guerrilleros frente a 1923 soldados, pertenecientes estos últimos a la División de Infantería de Montaña núm. 42, con sede en Tremp, además de las fuerzas de represión: Guardia Civil, Policía Armada y somatenes. De los siete maquis muertos en es Bordes, dos eran rusos asiáticos que habían desertado de las unidades nazis, participaron luego en la Resistencia francesa y prosiguieron la lucha con sus compañeros de armas en España. También hubo algunos italianos y franceses, pero siempre como excepciones; en el caso de los franceses, eran de origen español: hijos de emigrados económicos. Fueron de los pocos extranjeros que participaron en Arán, porque los responsables guerrilleros pusieron especial cuidado de que no vinieran foráneos en la operación. Temían que fuera utilizado por el franquismo para desacreditar el movimiento tildándolo de «conspiración extranjera»[31].
Los maquis no fueron recibidos por los araneses como pensaban, o al menos como les aseguraron sus jefes. Constataron que la UNE era una organización totalmente desconocida y tuvieron que contemplar cómo presos políticos de un destacamento de trabajo huían cuando los guerrilleros llegaban a «liberarlos». Joaquín Arasanz mantiene en sus memorias que luego les explicaron que los habían confundido con franquistas disfrazados que pretendían examinar su fidelidad al régimen: ignoraban que pudiera tratarse de antifranquistas; era una aclaración plausible. La prensa comunista se decidió por el optimismo, y así puede leerse en Reconquista de España: «Últimamente a los campesinos del Valle de Arán se les impuso hacer entrega de cien cabezas de ganado a la Comisión de los bandoleros de Abastos. Los campesinos se han negado a entregarlas, cediendo el rebaño a los guerrilleros, que defenderán con las armas a los campesinos». Pero el comandante José Antonio Alonso confirma la falta de sintonía entre los guerrilleros y la población civil: «Fue un fracaso y el mayor fracaso fue moral, porque nos habían dicho que el pueblo español nos estaba esperando con los brazos abiertos y la sensación que tuve era que íbamos allí de aguafiestas, a quitarles la tranquilidad, a llevarles la represión, no nuestra, sino por parte del régimen franquista». En un universo rural y conservador, los mandos de la AGE no podían recabar apoyo ni reclutar nuevos guerrilleros: los escasos habitantes de la comarca descartaron engancharse en las fuerzas invasoras; sólo se incorporaron algunos soldados detenidos. La perspectiva franquista sobre la actitud de los araneses la proporciona el general Marzo: «Apegados a la vida rústica en que se desenvuelven, salvo honrosas excepciones, los habitantes del país han admitido la presencia de nuestras tropas con el mismo interés que la de los maquis. Me inclino a creer que temiendo más a los rojos que a las tropas, han ayudado a aquellos proporcionándoles comida y medios y se abstienen de hacerlo ni de ofrecerlo a las fuerzas nacionales». Como se ve, no resultaba fácil alcanzar acuerdos. Cumpliendo las consignas, los maquis leían en las aldeas el programa de la UNE y evitaban los enfrentamientos, sobre todo con los soldados de reemplazo[32].
La retirada de los guerrilleros
En el mando de la AGE se recibieron pronto malas noticias. Pasado el factor sorpresa, el avance guerrillero se detuvo a las puertas de Vielha, donde se encontraba accidentalmente el general Moscardó, otra prueba del extravío franquista. También llegaban informaciones poco estimulantes de los flancos. Las unidades que penetraron por el derecho ni habían conseguido tomar el túnel de Vielha en su vertiente norte ni tampoco dominar el puerto de la Bonaigua. Las brigadas que avanzaban por el flanco izquierdo tampoco lograron cortar la carretera entre Esterri d’Aneu y Vielha, maniobra que habría impedido la llegada de refuerzos para el Ejército franquista. Era la operación decisiva en el valle, y su fracaso averió severamente todos los planes. La Brigada 471.ª, encabezada por «Pinocho», que estaba apoyada por la 15.ª y la 526.ª, regresó a Francia sin apenas combatir; la celeridad del regreso no evitó, de todos modos, 32 bajas. La actuación de Álvarez Canosa representó una sorpresa para todos. «Era un hombre que gozaba de una gran confianza por parte de López Tovar, aunque su actuación no fue muy brillante, ya que al primer intercambio de disparos dio media vuelta y regresó el día 21 a Francia, dejando en la estacada a sus compañeros de las restantes brigadas», escribe Fernando Martínez de Baños. Sólo Moreno Nicolás, responsable de EM, estuvo por la tarea de atacar e incluso morir, ya que los demás jefes de la unidad apoyaron la decisión del jefe. La razón esgrimida por «Pinocho» fue que las otras dos brigadas que avanzaban en paralelo habían sido detenidas en Alins y Alós d’Isil, y ante esa contingencia se vio obligado a repasar la frontera. La explicación posterior mantenía la misma línea argumental: «Cuando hubimos gastado casi toda la munición, cansado de enviar patrullas de reconocimiento que no volvían, viendo cómo subían de buena mañana del 19 de octubre camiones cargados de tropas y legionarios hacia el valle, me retiré al balneario de Aulus–les–Bains». «Pinocho» era un militar con el pecho alicatado de medallas. Durante la guerra civil española había recibido la Medalla del Valor (colectiva), Medalla de Voluntarios y de Heridos de Guerra y Medalla del Ebro; entre las francesas: Caballero de la Legión de Honor, Cruz de Guerra con palma 39/45 francesa y Medalla de la Resistencia. Acreditaron un comportamiento ejemplar las brigadas 9.ª y 410.ª, a cargo de dos veteranos luchadores. La 9.ª combatió en Salardú y Uña, y estaba mandada por el comandante Amadeo López «Salvador». La 410.ª, tutelada por Joaquín Ramos, había tomado es Bordes. Eran, junto a Vielha, las localidades más relevantes desde un punto de vista estratégico[33].
Cuando el máximo responsable guerrillero, López Tovar, no se atrevió con Vielha, el fracaso se había consumado. La capital de la comarca estaba protegida por fuerzas del Batallón Albuera, guardias civiles y somatenes, un artefacto defensivo que no habría resistido una acometida en toda regla de los antifranquistas, a cuyos jefes les faltó voluntad de conquistarla. A pesar de la presencia de «Mariano» conminándole a ocupar la capital, López Tovar titubeó primero y se negó después. Martínez de Baños asegura que con los españoles marchaba infiltrado un capitán franquista que hizo labor de zapa. El pretexto dado por Tovar era que no le llegaban noticias de las brigadas 15.ª, 471.ª y 526.ª, encargadas de aislar el valle. La falta de decisión de algunos jefes guerrilleros constituyó el golpe de gracia a una operación en la que muy pocos creían, si hacemos caso de los testimonios posteriores, y que debía estar basada en la sorpresa, la rapidez y la audacia. Daniel Arasa, especialista en las invasiones pirenaicas, ha señalado que «no siempre los jefes de las brigadas o batallones que debían ejecutarla respondieron adecuadamente». En efecto, resulta sorprendente la actitud timorata de mandos experimentados tanto en la guerra de España como en la Resistencia. A lo mejor fue que la operación nunca tuvo unos objetivos claros, o que algunos se creyeron la propaganda de los dirigentes en Francia de que la sola presencia de los guerrilleros provocaría un estallido antifranquista en toda la Península[34].
En esas circunstancias extraordinariamente difíciles, llegó Carrillo a Toulouse, procedente del Magreb, y los responsables del partido le informaron de lo que estaba ocurriendo en el territorio aranés. Según Azcárate, el dirigente comunista «sentenció que aquello era una locura, algo descabellado», y que se «imponía una retirada urgente». El propio Carrillo ha escrito en sus memorias que «cuando desembarco en Francia y tomo contacto con Carmen de Pedro y la delegación en Toulouse, estos aceptan inmediatamente mi propuesta de poner fin a la invasión del Pirineo y colaboran lealmente conmigo». Los guerrilleros, que aguardaban inquietos la orden de partida, celebraron la medida. Porque la única opción, descartado el ataque a Vielha y negada la evacuación, habría sido una guerra de posiciones de consecuencias catastróficas. El 27 de octubre las fuerzas invasoras repasaron la frontera por Pont de Rei, maniobra culminada al día siguiente sin mayores dificultades. La invasión había durado apenas diez días; aunque Miquel Bausá sostiene que se mantuvo con otros muchos guerrilleros durante doce. A partir de Arán, Carrillo empezó a alimentar la imagen del líder responsable que había salvado a los militantes de una muerte segura frente a la irresponsabilidad de Monzón y sus seguidores, ya convertidos en secuaces. Azcárate remata las consecuencias: «Los que les habíamos precedido no pudimos evitar quedar como unos irresponsables»[35].
López Tovar ha reiterado que fue él quien ordenó la retirada: «No es cierto que Carrillo diera la orden. Carrillo no intervino para nada. Vino cuando ya nos íbamos a marchar». Insiste incluso que había decidido abandonar España el día 25, cuando «Mariano» seguía apremiándole para que tomara Vielha. Tenemos por cierto que López Tovar no se atrevió con Vielha y por lo tanto la única solución era retirarse, pero no resulta probable que en un partido de corte estalinista fuera un subalterno quien adoptara una decisión de esa naturaleza. Máxime cuando estaban en el puesto de mando, en territorio aranés, dos personajes fundamentales: «Mariano», responsable político de las invasiones, y Luis Fernández, jefe de los guerrilleros. Un testigo de primera fila, Azcárate, afirma taxativamente que fue una iniciativa personal de Carrillo, quien además se adentró en el valle para hacerla efectiva. Gimeno, miembro de la dirección del PCE en Francia, ha convalidado reiteradamente las apreciaciones de Azcárate. Lo reafirma también un guerrillero nada proclive al futuro hombre fuerte del PCE, Vicuña: «Vino Santiago Carrillo y fue él quien dijo que la operación era un error y que había que suspenderla». Para reforzar esa decisión, Carrillo comunicó a los jefes guerrilleros que había observado en la frontera movimientos de spahis. Como observa Martínez de Baños, no era fácil esa contingencia por cuanto las fuerzas magrebíes fueron desplazadas a la frontera dos meses más tarde, en diciembre. Posiblemente, utilizó esa licencia para apuntalar la decisión y justificarla. De hecho Carrillo ha contado diferentes versiones. Asegura, por una parte, que observó movimientos de gendarmes camino de la frontera y, por la otra, que en una reunión del partido se enteró de que un regimiento del Ejército francés tenía la orden de marchar hacia la frontera y sellarla; nunca se ha confirmado esa noticia. Vicuña ha explicado que «en realidad, Carrillo venía con la vara en la mano para sustituir a quienes habían dirigido el Partido en Francia y lo que temía es que estos lo liquidasen con la excusa de que era un derrotista o un infiltrado, siguiendo las fórmulas estalinianas que tanto conocía y utilizaba el propio Carrillo»[36].
El valle de Arán ha sido reconocido unánimemente como el territorio adecuado para ejecutar una operación de semejante calado. Pero la maniobra era de tal complejidad, que parece como si la hubieran pespunteado solamente para ver luego cómo evolucionaba sobre el terreno. Como ha resumido Fernanda Romeu Alfaro, fue «un plan de operaciones impreciso con jefes militares incapaces». En la operación todos tenían claro el objetivo pero nadie fue capaz de proveer de los medios para alcanzar el éxito: estaban necesitados de una buena inmersión en las teorías leninistas. De todos modos, en un proceso insurreccional intervienen muchos factores incontrolables. ¿Qué hubiera pasado si los guerrilleros hubieran dispuesto de jefes decididos, temerarios, tal vez suicidas, y fieles al PCE? Tipos duros como García Granda, Gabriel Pérez, Amadeo López o Tomás Guerrero; el valle de Arán pudo haber sido entonces la Masada de los maquis españoles. Un ataque masivo y por sorpresa hasta sus últimas consecuencias podía haber forzado a intervenir —incluso con el pretexto humanitario— a las potencias democráticas, aunque no era seguro que les importara la eliminación de unos miles de comunistas. Es la tesis de Miquel Bausá, para quien si el valle se hubiera atestado de guerrilleros y exiliados, el problema habría sido de tal magnitud que las potencias hubieran sentido la obligación de terciar. Por el contrario, los encargados de ejecutarla se revelaron como excesivamente reservados y calculadores. El responsable militar, López Tovar, fotógrafo que llegó a jefe de división en la guerra de España, ha escrito que «Yo redacté la Orden General de Operaciones y la hice cumplir, pero estaba seguro de que no conseguiríamos nada. Por eso al mismo tiempo que tomé las medidas para atacar y ocupar los pueblos preparé la retirada». Daniel Arasa sostiene que «los altos mandos guerrilleros demostraron pocos conocimientos del Arte Militar», y apostilla: «Algunos jefes de la operación, como el propio López Tovar y “Pinocho”, que se dieron pronto cuenta de que las perspectivas eran malas, programaron más el repliegue que el avance. Esto es positivo para salvar el pellejo y muchos guerrilleros lo agradecen, pero es evidente que asegura el fracaso de la operación». Un guerrillero participante, Juan Cánovas, resulta más explícito cuando responde que «la invasión había fracasado y, sobre todo los que en ella participaban, se habían acobardado». El batacazo de Arán devolvió a López Tovar a la fotografía; Álvarez Canosa regresó a la mina en Greasque; la guerrilla, al purgatorio[37].
Fracasada la operación, empezaron las justificaciones. López Tovar concluye su defensa con un argumento definitivo: «Prefiero ser un “bon vivant” que un héroe muerto». Algunos comandantes de la AGE tenían una opinión parecida del máximo responsable de la operación. López Tovar, mientras sus compañeros callaban, llevó a cabo años después una liturgia reiterativa que consistía en repartir las responsabilidades entre los otros y autoabsolverse: «Queriendo saber a qué atenerme, envié a España algunos enlaces para conocer el estado de ánimo de la población. Como ya imaginaba, sus informes no coincidían, ni mucho menos, con los que me comunicaba el EM de la AGE. No solamente los campesinos, sino que había sitios en que salían a nuestro encuentro con el hacha en la mano». Si es verdad que se oponía a la operación porque la consideraba irrealizable y al mismo tiempo se dispuso a dirigirla, Tovar sólo merece dos calificativos: o pelele, o vanidoso; Hernando Villacampa lo trata de «personalidad fatua y veleta». «Pinocho» introdujo con los años una importante novedad que era al mismo tiempo una durísima acusación: «Nos mandaron a España para que nos liquidaran. Perseguían una doble finalidad: realizar una operación de prestigio y eliminarnos para, además de desembarazarse de militantes resabiados difíciles de manejar, reivindicar mártires. Éramos nosotros quienes gozábamos de la confianza de los militantes». Teniendo en cuenta que todo el Buró Político y el Comité Central estaban repartidos por Moscú y América y eran ajenos a la operación, las tesis de «Pinocho» carecen de fundamento alguno. Recientemente, Carrillo confesó a Martínez de Baños que cuando se encontraba en Orán recibió una carta de Pasionaria para que se trasladara a Francia y detuviera la intervención en el valle de Arán. Esa confesión agrietaba las versiones anteriores —que desconocía la operación hasta que llegó a Francia—, y Carrillo, al recordárselo, se decidió por la teología: «Conociendo la valentía y la idiosincrasia del comunista español era de esperar una acción así». Es posible que en Moscú o México tuvieran noticias de proyectos de invasión, aunque no los hubieran planificado ni estuvieran de acuerdo con ellos; mucho menos urdir una operación de liquidación masiva de maquis, como acusa «Pinocho»; en sus memorias. Carrillo ha escrito que «a través de Marty intenté enviar una carta a la organización comunista española en Francia, indicándoles que no realizaran ninguna invasión masiva por los Pirineos y que se infiltraran en pequeños grupos, instalándose en las zonas del interior de España para hacer allí el mismo trabajo de organización que pensábamos iniciar nosotros en Andalucía. Esa carta no llegó nunca a mis camaradas en Francia y tampoco conseguí nunca aclarar por qué. Alguien la interceptó»[38].
Con relación a las cifras, en el conjunto de las invasiones habían participado entre 4000 y 6000 hombres. A los 1000 o 2000 que entraron en España en las operaciones adicionales —por las zonas gerundense, guipuzcoana, aragonesa o navarra— hay que añadir los 3000 o 4000 que lo hicieron por el valle de Arán, considerada el área de invasión propiamente dicha. En la cuestión siempre comprometida de las bajas, las fuentes oficiales hablan de 32 muertos y 216 heridos entre los franquistas. Por parte de los maquis, el cómputo estimado alcanzó los 129 muertos, 241 heridos y 218 prisioneros. Daniel Arasa distingue entre la operación central del valle y las secundarias. En la primera señala que las bajas de los franquistas alcanzaron los 36 muertos y los guerrilleros, apenas 25: parecidos números presenta Ferran Sánchez Agustí. Pero uniendo las bajas de la operación central y de las acciones en los diferentes pasos pirenaicos, los muertos del maquis para Arasa se acercaban a los 200 y a casi 800 los prisioneros. Sánchez Agustí ha cifrado en 271 muertos el coste total de las operaciones pirenaicas, distribuidos de este modo: 194 maquis muertos o fusilados, 68 miembros de las fuerzas de orden público y 9 vecinos de las comarcas invadidas. En aportaciones posteriores, el propio Sánchez Agustí redondea y eleva a 300 muertos y 700 prisioneros entre los guerrilleros. Fernando Martínez de Baños calcula las bajas del Ejército en 30 muertos, 52 heridos y 86 desaparecidos. Entre los maquis, 57 muertos y 172 heridos[39].
Apenas dos centenares de guerrilleros no repasaron la frontera, eludieron las persecuciones de las fuerzas franquistas y lograron ponerse en contacto con los grupos de huidos desperdigados por los montes de España. O alimentaron nuevos focos guerrilleros, como ocurrió en el caso de Valencia. Muchos de los que regresaron a Francia fueron realojados en los campos de internamiento franceses. Mantiene Soriano que, después de volver de Arán, 1475 españoles fueron internados en el campo de Gurs, junto con nazis y vichystas, pero la realidad fue que sólo pasaron unos días encerrados. Todavía en noviembre penetró en España una brigada entera. La razón estriba en que, pese a la retirada, hasta principios de diciembre no se oficializó la liquidación de la teoría de la invasión y de la cabeza de puente. Las guerrillas continuarían en España con otras tácticas, pero el ataque insurgente desde Francia era un asunto amortizado. Como escribe Pierre Bertaux, comisario de la República en Toulouse: «Los guerrilleros se retiran discretamente del Valle de Arán. Ya no se volvió a hablar más de ellos, ni siquiera en los periódicos»[40].
Aunque realizadas bajo el paraguas de la UNE, las invasiones fueron obra del Partido Comunista. Ello no impidió que numerosos libertarios, socialistas y republicanos participaran en las mismas a título individual. También algunos nacionalistas vascos y catalanes, que pensaban que con estas penetraciones se reencontraban con su tierra.
LOS NUEVOS MANDARINES
Después del fracaso del valle de Arán se desencadenó una lucha sin cuartel por el control del PCE, y esa realidad absorbente impidió debatir con la serenidad lo ocurrido. En un primer momento, el fiasco pirenaico fue instrumentalizado por el Buró Político para desalojar del poder a Monzón, de quien Azcárate apunta dos graves errores: el carácter artificial de la Junta Suprema de Unión Nacional, base política del monzonismo en el interior de España, y la tesis de la cabeza de puente, insostenible desde cualquier punto de vista. Con respecto a la JSUN, algunos testigos de la época e historiadores impugnan incluso su existencia. El propio Carrillo, parte interesada por lo demás, escribe que «sólo existía en la imaginación de Monzón». Según parece —la clandestinidad desaconseja los notarios—, se había fundado en Madrid en septiembre de 1943. No obstante, Azcárate expresa que los errores de Monzón fueron menores comparados con los del Buró Político después. Pero la correlación de fuerzas se movía rápidamente en el PCE, y era evidente que la UNE había sido una criatura de Monzón y el político comunista era un estorbo para la jerarquía comunista[41].
Historiadores y testigos evalúan las invasiones con diferentes resultados, generalmente críticos. En muchos casos esas valoraciones está fuertemente influenciadas por los fielatos ideológicos de sus autores o su acomodación política en la época en que se formularon. Azcárate habla de «acción criminal», y la valoración de los anarquistas se reducía a que la Delegación del PCE en Francia utilizó Arán para eliminar a los antifranquistas menos dóciles a las tesis del PCE: explicación estrafalaria a la que, como vimos, se apuntaron los guerrilleros que habían militado en el partido comunista y luego mudaron ideológicamente. A Federica Montseny, ocupada durante el exilio en un revolucionarismo vano, le faltó tiempo después para acusar al PCE de «haber sacrificado estérilmente a lo mejor de las fuerzas antifascistas». Algunos protagonistas de la lucha se agarran a las sutilidades semánticas para negar que lo de Arán fueran unas invasiones, sino «pasos masivos organizados» y simultáneamente un «ataque y una retirada, de lo mejor realizado en toda la lucha guerrillera en España», según Adelino Pérez. Aunque tal vez el mejor resumen lo efectúe Vicuña: «La operación del Pirineo la suspendimos porque vimos que era una quijotada desde el punto de vista militar, pero aún así era necesario luchar contra Franco. Y por eso seguimos con la guerrilla». Jeanne Samaniego, cuyo marido, Samaniego Trujillo, intervino en Arán, ha telegrafiado así las invasiones: «He visto imágenes de cuando pasaban los Pirineos, qué tristeza daba verlos. Qué fascismo, qué Franco». En general, la valoración sobre la operación de Arán puede resumirse en epítetos como improvisada, disparatada o absurda. Pasionaria llegó a París en mayo de 1945[42].
El historiador Joan Estruch mantiene que los calificativos anteriores eluden la verdadera naturaleza de las operaciones: «La invasión aparece, pues, no como un acto irreflexivo y al margen de la dirección del PCE, sino como el último y más audaz intento de conseguir logros reales que apuntalaran la hasta entonces estéril política de la Unión Nacional. Podrá calificarse la operación de descabellada o precipitada, en la medida en que no tuvo en cuenta la situación real del interior del país, pero no cabe duda de que en aquella coyuntura específica no carecía ni de lógica política ni de oportunismo táctico». La hipótesis más razonable no conduce, efectivamente, hacia una acción irreflexiva. A la altura de octubre de 1944, con los alemanes retrocediendo en todos los frentes bélicos de Europa y un presidente americano decididamente antifascista, conquistar una franja de territorio e instalar un Gobierno provisional en el país donde gobernaba un autócrata aliado de Hitler y Mussolini hubiera podido desatar reacciones imprevisibles. Y, de paso, la UNE hubiera sacado rédito a su actuación en Francia. En la línea de Estruch se inscriben las sugerencias de Roland Trempe. Los comunistas españoles, al igual que los franceses, vivieron una paradoja cuando la victoria de los aliados parecía asegurada: lucharon con decisión contra el nazismo y después comprobaron que los beneficios se los adjudicaban quienes habían escogido la galbana y el cálculo. En el caso de los españoles, la situación resultaba más sangrante. Había sido el único partido que eligió la resistencia activa contra los alemanes, y ahora se veía cuestionado doblemente. Por una parte, las organizaciones políticas y sindicales que habían vivido la guerra en la confortable lejanía del exilio —si un exilio puede considerarse placentero— aparecían por Francia a cobrarse un trabajo que no habían realizado. Por la otra, los aliados e incluso el nuevo poder francés no manifestaban demasiada simpatía por ellos en su batalla contra el franquismo. El cuasi monopolio de los comunistas en la oposición a Franco fue el pretexto que utilizaron los aliados para no ensayar siquiera la caída del tirano. Pero quedará siempre la duda de si en lugar de un pretexto no fue una razón: una España dominada por un dictador anticomunista que necesitaba tolerancia a bajo precio, resultaba una magnífica inversión en el patio trasero de Europa.
También las razones partidistas y personales pudieron influir en la decisión de invadir Arán. En el primer caso, porque el PCE era rechazado en las organizaciones unitarias del exilio español, o aceptado con desgana, y la invasión podía proporcionarle una cuota de poder. Las organizaciones no comunistas empezaban a sustituir a la UNE como depositarías del exilio español en Francia, una vez los nazis desalojaron el Mediodía. Personales, porque la situación de Monzón Repáraz resultaba delicada a corto plazo y lógicamente tema prisa. En el mundo simbólico de los comunistas, Monzón era un «usurpador», ya que estaba usufructuando un poder por delegación que correspondía en legitimidad al Buró Político. La única posibilidad de mantenerse en el poder pasaba por una maniobra tan audaz como las invasiones pirenaicas. El éxito le habría dado probablemente el poder, y el fracaso lo único que hacía era confirmar el desplazamiento de ese poder a sus «legítimos» dueños. Posiblemente, octubre de 1944 era un tiempo adecuado para acabar con la dictadura de Franco. Antes había sido improbable y luego se demostró imposible. Ahora bien, si Monzón pensaba que una acción del tipo de Arán «obligaría» al pueblo español a levantarse contra Franco o a los aliados a intervenir en España —la tesis más probable—, estaríamos hablando de un político con un discurso tan ambicioso como limitado. Pero su nivel de ingenuidad no podía alcanzar tales niveles: llevaba viviendo un año en España como para desconocer lo que pasaba, aunque la clandestinidad provoca disfunciones insalvables[43].
Pese a los despistes de los servicios de inteligencia, el franquismo conocía las reservas que exhibían franceses y aliados con respecto a una intervención en España. En un telegrama de la Capitanía General de la 6.ª Región Militar al Estado Mayor Central del Ejército (1 de septiembre de 1944) se explica que: «El objetivo del gobierno francés en relación a las fuerzas españolas que actúan intensamente cerca de España es conseguir primeramente cortar su acción luchando incluso con las que no quieren obedecer». Continuaba explicando que pretendía trasladarlas al Jura y los Vosgos, en el norte de Francia, y que les ofrecían también la posibilidad de servir como unidades francesas en la Legión extranjera; el que se negara dispondría de las siguientes alternativas: trabajar en Francia o en el Marruecos francés; en determinados casos se les expulsaría a España. «El proyecto de alejamiento de los españoles de nuestra frontera se quiere llevar a efecto con toda rapidez. El mismo está aprobado en principio como se indica, pero no obstante todavía se estudian otros para buscar algún procedimiento de ingenio y eliminar la influencia de los españoles armados en la frontera franco–española. Es posible que en algunos lugares se organicen revistas sin armas, momento que aprovecharían las fuerzas regulares francesas para apoderarse de las armas y cuarteles rojos. Estos proyectos franceses obedecen a un deseo ya señalado y sobre el cual se informará nuevamente, de evitar la llegada de fuerzas aliadas a la frontera española con pretexto de garantizar el orden»[44]. Este comunicado incide en una de las aprensiones de los franceses con respecto a la frontera con España. Querían tenerla despejada para impedir que los anglo–americanos tomaran posiciones en la zona, cuestionando la soberanía francesa. Tal vez fue este factor el más negativo para las invasiones pirenaicas.
El revés de Arán fortaleció simultáneamente al régimen franquista, a Charles de Gaulle y a las organizaciones republicanas anticomunistas. Como señala Arasa, el franquismo «logró una cohesión de la que antes carecía» y comprendió que los aliados no intervendrían en España mientras durase la guerra; además de multiplicar las defensas fronterizas. El general De Gaulle, con el pretexto de la invasión, consiguió paulatinamente desactivar a los guerrilleros, que habían convertido la divisoria pirenaica en un verdadero feudo; un feudo español y comunista. Aunque el general también les había dado la oportunidad de reconvertirlos en soldados de las unidades mercenarias y mantenerlos al finalizar la guerra en territorio alemán: el caso era alejarlos de la frontera. Contó con la negativa de Carrillo, quien pensaba que los resistentes debían estar en los chantiers del Midi a disposición del partido para utilizarlos en España. Un editorial de Reconquista de España (22 de febrero de 1945) también defendía la desmovilización: «La desmilitarización de los guerrilleros y su incorporación al trabajo y a la vida civil al lado de los trabajadores franceses debe facilitar al Gobierno y a las organizaciones democráticas francesas la movilización de todo el pueblo para la guerra. Será la mejor prueba de que la emigración española comprende la justeza de la política nacional francesa, a la vez que las características de la ayuda a la lucha en España, que no permanece como espectadora pasiva en los momentos de las batallas decisivas contra el hitlerismo, sino que se preocupa de que los soldados aliados cuenten con más materiales para aplastar definitivamente a los hitlerianos». El 31 de marzo de 1945, el Gobierno provisional elaboró un decreto para «desarmar y desmilitarizar» a los republicanos instalados en Francia. En el mes de junio la UNE formalizó su autodisolución; avalaron la defunción José Riquelme (presidente), el doctor Juan Aguasca (secretario), los socialistas Julio Hernández y Enrique de Santiago, el comunista Jesús Martínez y el republicano Serafín Marín Cayre[45].
El final del «monzonismo»
En la batalla política posterior a las invasiones de Arán unos perdieron el poder, como Monzón, y otros la vida, caso de Trilla: le acusaron de organizar la invasión con la complicidad de los franquistas. El Buró Político volvía a coger las riendas del partido en detrimento de la Delegación del Comité Central en Francia, borrada del mapa y depurados muchos de sus integrantes. El mayor beneficiado fue Carrillo, que en la práctica se asentó como el dirigente imprescindible; y entre finales de 1944 y comienzos de 1945 desarrolló una implacable operación de control del partido. Aliándose con los enemigos de Monzón y apoyándose en cuadros jóvenes procedentes de la URSS y Latinoamérica, asumió las riendas del poder en nombre del Buró Político y envió a España a principios de 1945 a dos militantes leales, Sebastián Zapiráin y Santiago Álvarez, para intervenir el partido. Como señala Estruch, resulta sorprendente que los promocionados por Carrillo fueran los cuadros medios que no mostraron interés alguno en luchar contra los nazis; su inhibición en la lucha no sólo no mereció castigo sino que fueron recompensados: sólo debían argüir «disconformidad con Monzón». Carrillo asentó su poder mediante una alianza entre cobardes: quienes escaparon de Francia y los que no lucharon contra los nazis. Pero muchos guerrilleros estaban contra el nuevo mandarín, su piñata de amigos y sus manejos. Pensaban que el metabolismo comunista no podía digerirlo todo. Pedro Galindo, emigrado económico en Francia y participante en las invasiones de Arán, mantiene que en «la base no estábamos con Carrillo, porque había estado al calor cuando hacía frío y al frío cuando hacía calor, mientras nosotros nos jugábamos la vida en la Resistencia, y llegar aquí y ser el amo de todos, pues no estábamos de acuerdo». Miquel Bausá habla de Carrillo como de un «caballo de Troya» interesado en que la invasión no triunfara[46].
Relata el historiador alemán Heine un episodio que ayuda a entender lo difíciles que se habían puesto las cosas para los monzonistas. Pablo de Azcárate recabó un permiso de entrada y residencia en Inglaterra para su hijo Manuel: había que distanciarse lo más posible del «centro rector del PCE en el exilio». Los partidarios de Monzón se alejaron voluntariamente de los aledaños del poder o fueron depurados. Los jefes guerrilleros de la Resistencia y de Arán, Luis Fernández y Juan Blázquez, y uno de los políticos centrales durante el combate contra los alemanes, Gimeno, se vieron excluidos del PCE en 1950; Monzón había sido expulsado en diciembre de 1947. Pero ocurrió algo todavía más significativo. Estigmatizados, infamados y envilecidos, esos militantes no abandonaron los principios y respondieron con el silencio: sin quejas. Una discreción producida por unos sueños frustrados y la certeza de que no había que sancionar al partido por las políticas de sus dirigentes. Un ejemplo supremo de lealtad y tal de vez de dignidad; una dignidad a la antigua. Pero es que además la depuración suponía palabras mayores. El editorial de Nuestra Bandera (enero de 1945) proporcionó las claves para erradicar los problemas de intendencia doméstica: «Pasemos resueltamente a la liquidación física de los agentes de provocación. Cada delator debe pagar con la vida su traición. Y en esta tarea los guerrilleros deben jugar el papel fundamental»[47].
Jesús Monzón había sido uno de los raros dirigentes del PCE —o que al menos había ocupado cargos de cierto relieve en el período republicano— que permaneció en suelo francés cuando los alemanes se hicieron con el dominio del país. Ahora se le exigía rendir cuentas en un comprometido regreso a Francia: amenazador por tener que abandonar su refugio madrileño y también por lo que podía esperarle allende la frontera. Como buen estalinista y conocedor de los métodos usados en el partido con quienes caían en desgracia, intentó retrasar el viaje, hasta que en junio de 1945 fue detenido casualmente en Barcelona durante una operación de la policía contra la Joventut Combatent. En sus memorias, Carrillo sostiene que «lo que perseguíamos era discutir y aclarar todo lo sucedido. De haber venido a Francia lo más que podía sucederle era una sanción política». Juzgado en 1948, sus apoyos entre las élites del régimen —el ministro franquista Tomás Garicano Goñi, el general José Solchaga y el obispo pamplonés Marcelino Olaechea— impidieron que el máximo dirigente del comunismo en Francia y España durante varios años acabase ante un pelotón de fusilamiento. Condenado a 30 años, cumplió 10 de cárcel, de donde salió en libertad en enero de 1959. En 1967 se convirtió en «maestro de empresarios» gracias a una fundación mexicana del Opus Dei[48].
A partir de 1948, Carrillo prosiguió una durísima campaña contra Monzón y sus seguidores. En los partidos comunistas, la pérdida del poder estaba ligada a un linchamiento simbólico: infamia y olvido, por ese orden, eran castigos adicionales a la pérdida del poder o de la vida. Los mandamases del PCE no encontraron mayores problemas para inculpar a Monzón de preparar la invasión de Arán con la colaboración de los servicios secretos franquistas y también de estar al servicio del espionaje americano; de haberse dejado detener para no responder en Francia de su gestión al frente del partido. La táctica a seguir era la típica de los partidos comunistas: primero se le acusaba de errores políticos, se pasaba a llamarle aventurero —amigo de «amargados, resentidos y ambiciosos»— y finalmente se le imputaban delitos de traición. De ahí se pasó a la descalificación personal. El origen social acomodado y la tendencia al bienvivir del dirigente comunista aportaban «cierta credibilidad» a esas acusaciones. «Monzón y Carmen me tratan muy bien; me llevan a comer a buenos restaurantes —especialmente Chez Pascal, en el Vieu Port— de los que son clientes asiduos. Monzón dice que ahí se puede hablar de todo, pero a mí me cuesta exponer los informes y teorías que he preparado. (…) La noche antes de volver a París, me invitan a ir a un cabaret a escuchar a Edith Piaff», escribe Azcárate. Pedro Galindo tenía una justificación naïve para esos comportamientos «burgueses»: «Monzón parecía un vividor pero lo hacía en realidad para despistar sobre su condición comunista». En todos los penales se discutió durante la posguerra el «asunto Monzón». En la cárcel de Burgos, por ejemplo, se efectuó un debate entre los presos y en las conclusiones se exigía la reeducación de quienes de buena fe «fueron tocados por los métodos monzonistas». Con respecto al debate sobre burgueses y militancia en el PCE, en las resoluciones se defendía que los miembros de la pequeña burguesía militaran en el partido, «aunque sea una organización de la clase trabajadora». Enfatizan este punto, y manifiestan que por culpa de Monzón y algunos elementos afines no se puede condenar a todos los burgueses: «No se excluye la posibilidad y conveniencia que en su seno jueguen un papel dirigente camaradas que, aun procediendo de capas sociales no proletarias, ni obreras, sean fieles intérpretes de la doctrina marxista–leninista–estalinista y capaces de aplicar esta, con toda fidelidad a los intereses de la clase obrera y del pueblo en cualquier lugar donde el P. los sitúe, defendiendo las esencias clasistas de estas y su carácter operativo». Desacreditar a Monzón ante una parroquia de militantes disciplinados, obreros en su mayoría y empapados de dogmatismo, era tarea fácil en manos de políticos curtidos como Pasionaria, Carrillo y sus seguidores[49].
Un comunista ortodoxo como Domingo Malagón confiesa: «Nunca pensé que Monzón tuviera el propósito de apropiarse de la dirección del PCE, sino que cometió un error de cálculo en cuanto al apoyo que pudiera tener por parte de los aliados una operación como la del valle de Arán, así como en la presunción de un levantamiento general del pueblo español». Las descalificaciones del Partido Comunista contra Monzón eran en muchos casos injustas, puro estalinismo. Pero el linchamiento a que fue sometido no puede tener como correlato un proceso de beatificación política. Monzón Repáraz —escritor brillante, señorito y vitalista— no fue víctima de su procedencia burguesa ni de sus inclinaciones a la buena vida. Ocurre que en la batalla que se libró entre estalinistas después del fracaso de Arán, Pasionaria y Carrillo salieron vencedores. Presentar a Monzón como el contrapunto de Carrillo no pasa de una burda manipulación. Carrillo y Monzón resultan en lo esencial biografías paralelas. Aparte de vividor desenvuelto, Monzón era autoritario, como demuestran sus comunicaciones con Gimeno, responsable del partido en Francia cuando el primero atravesó la frontera. El dirigente navarro también utilizó las depuraciones contra sus enemigos, los seguidores del «quiñonismo» y los enviados por el Buró Político, como Casto García Roza (encargado por el Buró para hacerse cargo del PCE en España en 1943; detenido en 1946, murió a resultas de las torturas en la comisaría de Gijón) y Ramón Ormazábal. Ramón Guerreiro Gómez y Jesús Bayón González conocieron bien los métodos de Monzón: cualificados e históricos dirigentes del PCE, se evadieron de la cárcel de Carabanchel el 14 de marzo de 1944. Para que no resultaran unos rivales molestos, Monzón los envió a organizar los grupos de huidos de Extremadura y Ciudad Real; los dos cayeron en la resistencia antifranquista. Como escribe Gregorio Morán, Monzón y Trilla expulsaron en 1944 a Demetrio Rodríguez «Centenera» por «diluir el partido en la Unión Nacional». En marzo de 1944, Tomás Tortajada fue arrojado a las tinieblas porque disentía de las tesis triunfalistas de Monzón[50].
Pero lo más sorprendente fue que las instrucciones de Carrillo una vez tomado el poder apenas diferían de las posiciones de Monzón. Como observa Estruch, «la táctica propuesta por Carrillo para derrocar el franquismo es la misma que había propuesto hasta entonces Reconquista de España: la insurrección nacional». Todavía en noviembre de 1944 se vanagloriaba en una conferencia de las acciones ejecutadas por los guerrilleros en el valle de Arán con un fervor que habría ruborizado al mismísimo Monzón: «En el norte de Cataluña —en el Valle de Arán— los guerrilleros patrióticos ocuparon durante diez días 16 pueblos. Han sido los diez días más felices para aquellas poblaciones desde hace seis años. Diez días de poder de Unión Nacional, durante los cuales no se ha producido ningún acto de represalia y ninguna venganza, y durante los cuales, por primera vez, los españoles han vivido unidos. Cuando al cabo de diez días, alcanzado su objetivo, los guerrilleros se retiraron hacia otra zona de Cataluña, su número y efectos había crecido considerablemente». En esa conferencia, Carrillo marcaba el itinerario a seguir y se expresaba de este modo: «La “teoría” de un “cambio pacífico” frena la lucha de las masas del pueblo y de los patriotas, frena la preparación de la insurrección nacional y da, por consiguiente, un respiro a Franco», y lo justifica en una frase de José Díaz, convertida en latiguillo de las grandes ocasiones: «La vida de los comunistas no nos pertenece; pertenece al Partido y a la Revolución». Pero toda la disertación implica una prolongación de lo anterior. Confirma la importancia política de la UNE: «Las breves experiencias de la Unión Nacional demostraron que es la única política que puede dar a los españoles, con la libertad y la independencia, la paz y la tranquilidad que ansían». Continúa manteniendo el procedimiento de la lucha armada: «Aún hay muchas gentes que no comprenden que Franco tomó el Poder por la fuerza de las armas, y sólo la fuerza de las armas le expulsará de él. Son aún demasiado numerosos los que piensan erróneamente que Franco será expulsado en una conversación diplomática o por un golpe teatral entre bastidores. Estas concepciones de pasividad, son el mejor aliado de Franco». Pone el ejemplo de los yugoslavos, que se liberaron de los gobiernos fascistas por su cuenta y con las armas. En su fervor guerrillero, incluso apela al cura Merino; quizá porque en el siguiente párrafo advierte que la lucha concierne a todos, «creyentes o no, clérigos o seglares». Aludiendo a socialistas, anarquistas y republicanos, acusa: «Están contra Franco, pero temen más a los españoles que a los verdugos falangistas. Su temor al pueblo está inspirado en los más reprobables intereses partidistas». Sobre quienes buscan la solución en las cancillerías europeas o incluso en quienes piden a Franco que se marche por su propia voluntad: «Tanto unos como otros, demuestran tener más confianza en Franco que en el pueblo y que prefieren dirigirse al lacayo de Hitler [Neville Chamberlain] para que traiga a la República, antes que llamar al pueblo, que es el único que puede hacerlo, a luchar por la libertad e independencia de la patria». Luego pasa a defender un sindicato y partido únicos: Partido Único del Proletariado[51].
Pese a todos los fracasos, miles de guerrilleros siguieron acantonados al norte de los Pirineos con la esperanza de entrar en España de la mano de los Ejércitos aliados o los grupos de resistentes enviados por el PCE. Lo que ocurrió luego era algo que escapaba al análisis y sobre todo a las emociones de los combatientes españoles: parecía imposible que el mundo entero los abandonara otra vez.
LA VIDA NO VALE NADA
La UNE tutelaba en el verano–otoño de 1944 a la mayor parte de los españoles en armas, y también mantenía una posición privilegiada en el Mediodía francés. Le duró poco tiempo. Pasado el conflicto, los dirigentes socialistas, anarquistas y republicanos abandonaron los escondrijos, donde habían invernado en los momentos difíciles, y se dispusieron a disputar el poder a los comunistas. Olvidaron incluso que muchos militantes de sus formaciones políticas y sindicales habían combatido contra los alemanes, bien con la UNE, bien en organizaciones francesas de la Resistencia. Pero a los líderes republicanos les convenía orillar el pasado más reciente: también ellos exhibían una «memoria vaga». Aunque teóricamente estaban en desventaja, sabían que el tiempo corría a su favor. En toda Francia, pero sobre todo en Toulouse y su radio de acción, los socialistas decidieron que para agrietar la hegemonía del PCE resultaba imprescindible anudar esfuerzos con la CNT. En la correspondencia entre los socialistas Lorenzo Rodríguez, residenciado en Toulouse, y Benito Alonso, que vivía en Pau, se repite una y otra vez que la asociación con los libertarios era el remedio para acabar con la primacía del PCE. El anticomunismo aparece como elemento capital de toda esa documentación: una especie de argamasa que ligará cualquier alternativa[52].
El 9 de septiembre de 1944, con la mayor parte de Francia libre de la presencia alemana, la facción anticomunista alumbró la Alianza Democrática Española, participada por PSOE, UGT, CNT, FAI, Izquierda Republicana, Partido Republicano Independiente de Felipe Sánchez Román, Unión Republicana de Martínez Barrio y Esquerra Republicana de Catalunya. La ADE se transformó el 23 de octubre de 1944 en Junta Española de Liberación, remedo de la Junta Española de Liberación (o Junta de Liberación Española) creada en México en noviembre de 1943; la sucursal francesa añadía la presencia de las centrales sindicales. Esas mismas organizaciones crearon en España por esas fechas la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. Heine explica que en un principio el único objetivo de esas entidades era «reconstruir sus estructuras organizativas» pero la verdadera meta de la JEL, como reconoce el anarquista José Borrás, consistía en neutralizar la influencia comunista; en todo caso, no aparecía entre sus objetivos ninguna alternativa viable y visible para acabar con el franquismo en España. Retomaba la política cainita de los republicanos: era más importante menguar la influencia de los adversarios ideológicos del campo antifranquista que abatir el enemigo común. Un socialista afín a Prieto, Santiago Blanco, expone que no «existía razón alguna para incluir a los comunistas en alianzas democráticas, puesto que los comunistas no era democráticos, ni lo habían sido nunca». Un razonamiento infantil: como si los anarquistas, aliados tradicionales contra el PCE, pudieran catalogarse de demócratas. Otro socialista, aunque combatiente de la Resistencia, Alberto Fernández, tenía clara la aportación de los comunistas: «Hasta los adversarios más encarnizados del comunismo rinden homenaje a los militantes del PCE por su espíritu de iniciativa, su valor personal, por la firmeza de sus convicciones, por su sacrificio diario en defensa tanto de sus ideales como de la línea política que emana, oficialmente al menos, de la base». Los republicanos no comunistas que participaron en la lucha contra los nazis se mostraban más comprensivos con el PCE: sabían lo que significó oponerse a los alemanes en Francia[53].
La ADE encontró protección en los países que recelaban de los comunistas, y en especial en los anglosajones. Pero era un apoyo con efectos secundarios. Aprovecharon el anticomunismo de la ADE para desactivar a los comunistas pero no dieron el paso siguiente: cambiar el Gobierno de Madrid. Naturalmente, recibió las críticas del PCE, que en un documento interno cataloga a la ADE como fuerza reaccionaria y la sitúa al mismo nivel que militares, falangistas y «ciertos sectores monárquicos». Aparte de afearles su cobardía en los tiempos difíciles, califica a sus miembros de «oportunistas desaprensivos que sacrifican en beneficio propio las aspiraciones de nuestro pueblo. Ciudadanos que al servicio de la reacción arrastran engañados a una gran masa de compatriotas en los que ha arraigado la terrible enfermedad de la pasividad. Personajes que han ocasionado un gravísimo mal a nuestro pueblo creando la desunión, no sólo entre grupos, partidos y organizaciones españolas, sino en el interior de los mismos, dando con su desastrosa posición un arma poderosísima a Franco y Falange, que luchan sin descanso para que la unidad del pueblo español no se realice, puesto que están convencidos que su caída está íntimamente ligada con la unidad de todos los españoles». Finaliza el informe con otra gravísima recusación: los promotores de la ADE han conseguido, haciéndole el juego al fascismo, desviar el espíritu combativo de gran parte del pueblo y dirigirlo contra sus propios «hermanos de clase, en lugar de encauzarlo directamente contra los asesinos de nuestra Patria».
Los diplomáticos franquistas en Francia observaban con satisfacción la dinámica de las formaciones republicanas. El embajador en París constata el 23 de noviembre de 1944 que «comienzan a dibujarse divisiones profundas entre los refugiados para formar grupos entre sí», y a continuación apostilla que las discrepancias también alcanzaban al interior de las propias organizaciones. «Dispone la Unión Nacional Española, en cambio, de elementos muy influyentes en las redacciones de los grandes diarios de la prensa francesa que son quienes insertan voluntariamente los comunicados de este organismo y los que han venido realizando la campaña de prensa a base de acontecimientos sensacionales que, según ellos, ocurren en España y que la realidad se encargó de desmentir rápidamente». El diplomático sólo percibe ventajas de la ADE frente a los comunistas. «Por todo ello la Alianza Democrática Española es actualmente hostil a toda acción violenta contra el territorio español, pues estima que el porvenir político de España está estrechamente unido a la victoria de los aliados. Hasta esa fecha, los adherentes del citado organismo se rehúsan a toda provocación que sería susceptible de favorecer las actividades comunistas y de provocar en España una reacción favorable al Generalísimo». Enfatiza que tanto los vascos como los catalanes pretendían también romper con la UNE en beneficio de la ADE. Considera a la Organización Militar Española como el brazo militar de la ADE, y a sus integrantes los define como «militares honestos y alejados de toda ambición política». El análisis del embajador era correcto: mientras los comunistas se mostraban favorables a derribar violentamente al franquismo, los demás confiaban en la intervención de los aliados. Los despachos diplomáticos insistían en las tesis del embajador. El cónsul español en Toulouse advierte a Madrid el 13 de abril de 1945 que el predominio de la UNE a raíz de la liberación de esta ciudad «ha ido desapareciendo paulatinamente y hoy se jacta la Junta Española de Liberación, de agrupar el noventa por ciento de los exiliados españoles». Puntualiza no obstante que la UNE continuaba gobernando a la mayor parte de los guerrilleros que, pese a haber sido oficialmente desarmados, todavía conservaban un gran número de armas. Anuncia además magníficas noticias para el régimen: los guerrilleros habían sido desalojados de los dos últimos hoteles que mantenían requisados, y entre los republicanos armados se empezaba a criticar duramente a los responsables franceses[54].
El final de la ocupación alemana acrecentó la rivalidad entre los partidos y menudearon los enfrentamientos personales. Algunos mandos guerrilleros del PCE incluso habían puesto incontables trabas al alistamiento en la UNE de miembros de otras ideologías, aunque los cenetistas tampoco fueron ajenos al intento de controlar unidades de la UNE. Lo más grave era que, en ocasiones, las disputas y desencuentros políticos incluían la eliminación física del adversario. Eso puede deducirse al menos de fuentes libertarias, aunque resulta comprometido dilucidar si esas muertes se debían a cuestiones políticas o si, por el contrario, respondían a situaciones personales. Habría que establecer además si estos episodios, en el caso de que pudieran acreditarse, fueron habituales o una excepción. Manuel Azcárate rechaza la existencia de ese tipo de episodios: «Se han hecho algunas acusaciones contra la Unión Nacional por haber cometido actos criminales contra españoles que estaban en desacuerdo con ella. No conozco ningún caso concreto. Presentarlo como actitud general es, desde luego, una calumnia. Pero tampoco podría excluir que se produjese algún caso aislado». Posiblemente, la tesis de Azcárate nos aproxima como ninguna otra a lo que realmente sucedió. Al margen de situarse en una u otra posición, lo cierto era que, en ese tiempo, solucionar las rivalidades entre partidos mediante la muerte del adversario no era algo extraordinario. Lo mismo hacían en sus propias organizaciones para acallar las disidencias. Un documento comunista —«Manera de proceder con un camarada que se niega a seguir el camino»— explica, por si el título no fuera lo suficientemente explícito, que cuando un militante había entrado en España y se negaba a continuar se podía «tomar la decisión extrema sin llegar a tener muchas complicaciones». La eliminación física del adversario no era una actitud exclusiva del universo comunista, sino que estaba interiorizada incluso en un partido tan moderado como el PNV. Mikel Rodríguez cita una frase de Ajuriaguerra en relación con Benito del Valle: «Le contesté que un acto semejante en período de clandestinidad se pagaba con la cuneta, pero que en esta ocasión el Bizkai se había contentado con expulsarlo». La clandestinidad —un estado de excepción permanente— lo justificaba casi todo[55].
Las luchas fratricidas
A los franceses no les preocupaban de manera especial los conflictos de los refugiados; los consideraban «ajustes de cuentas entre españoles». Las fuentes libertarias contabilizan numerosos muertos en Aude, Ariège, Aveyron…, asentados en el haber del PCE sin mayores pruebas. El anarquista José Borrás escribe que la UNE estigmatizaba por norma a sus rivales ideológicos como fascistas, coaccionaba, maltrataba y asesinaba. Relata la matanza de la familia de Ricardo Roy, ocurrida en Castelnau–Durban (Ariège) el 15 de julio de 1944. Responsabiliza a los unionistas. Asesinaron al suegro, esposa, dos hijas —de seis años y ocho días— y tres españoles más que se encontraban en la casa. Los adultos eran todos militantes libertarios, y habían sido conminados a encuadrarse en la UNE. La noticia proviene de un informe de la JEL a las autoridades francesas. En otras ocasiones, las víctimas fueron quemadas en sus casas aisladas en el campo, como la familia Soler, cuyos miembros adultos eran militantes cenetistas. Los asesinatos continuaron: Trujillo, socialista (4 de agosto); Rodríguez (4 de agosto); y José Nana, «Martín» en la Resistencia, agente de enlace en los maquis de Lot. El capitán Francisco Rodríguez Barroso, jefe de una compañía acantonada en Ille–sur–Tech, fue detenido por los guerrilleros y desapareció; en Mirepoix fueron arrestados dos españoles, Belmonte y Molina, que después aparecieron muertos. También se encontraron los cadáveres del matrimonio formado por Francisco Alberich y Mercedes Miralles, militantes de la CNT. Todos los crímenes anteriores se llevaron a cabo en el departamento de Ariège. La libertaria Ana Delso juzga a los comunistas españoles y franceses como continuadores de la obra represiva de los nazis y colaboracionistas: «Entregándose a una nueva cacería, se dedican, tras la huida del Ejército alemán y de la policía de Vichy, a batir las prisiones donde la Gestapo hizo encarcelar a anarquistas, troskistas, socialistas, asesinando en el acto a la mayoría de ellos». Continúa Delso con su requisitoria: «Alguien nos previene de la encerrona que espera a Dioni en el camino que toma por la noche para ir al trabajo. Se prevé igualmente hacerme correr la misma suerte, una vez Dioni eliminado, para que no pueda hablar. Sabemos quién está tras ese plan. Es el estalinista español Serrano, que viene frecuentemente a la obra. Y para más inri, Serrano es el cuñado de Mele, que es anarcosindicalista y cuyo suegro es socialista. Serrano tiene a su alrededor con qué hacer una verdadera matanza familiar. ¿Por qué no pusieron en ejecución sus designios? Nunca lo hemos sabido. ¡Escapamos por los pelos! ¡Los hijos de puta!». Gregorio Morán apunta otras tres víctimas en el haber del PCE: Juan Farré, poumista; García Martínez, cenetista, y Georgeakopolos, socialista. Uno de los episodios más dramáticos del Mediodía lo constituyó la muerte de Auxiliano Benito, secretario de la Agrupación Socialista en Toulouse, tiroteado en la calle; fueron acusados de la acción miembros de la UNE. A su entierro asistieron seis mil personas, y su muerte quedó reflejada en las páginas de CNT y El Socialista. Las represalias se ampliaron: los militantes del PSOE fueron expulsados de Radio Toulouse, y durante un tiempo tanto los socialistas como los cenetistas encontraron dificultades para organizar mítines[56].
La enumeración de esos episodios procede de fuentes anarquistas y socialistas, y conociendo cómo estaban las cosas en el Mediodía francés, no resultaría extraño que ajustes de cuentas particulares se trasladaran al ámbito de la política para justificarlas o cargar contra los rivales ideológicos: hasta ese punto llegaba el sectarismo. Lo que no excluye, ni mucho menos, la posibilidad de eliminaciones selectivas decididas por el PCE o la AGE. O por cualquier grupo con capacidad para hacerlo. Los ajustes de cuentas interpartidarios también se trasladaban a las propias organizaciones, y están documentadas por ejemplo represalias entre los propios anarquistas, que utilizaban idénticos procedimientos de eliminación contra sus propios compañeros. El repetido Borrás refiere el asesinato en Toulouse del militante Miguel Silvestre Talón «Nano», al que califica de «íntegro, inteligente, solidario y de una valentía y audacia poco comunes». Fue apuñalado por la espalda por un correligionario y luego arrojado al Canal du Midi de Toulouse, y el motivo era su adscripción a una facción contraria; el pretexto empleado, que era un confidente al servicio del franquismo. Es decir, exactamente la misma técnica de la que acusaban a los comunistas: primero asesinaban y luego vilipendiaban el recuerdo. Los comunistas no se quedaban atrás en sus acusaciones. El 16 de marzo de 1944 denunciaron un intento de asesinato contra uno de los más importantes dirigentes del PCE, Marty, y la casa donde se preparaba el atentado pertenecía a una española, el responsable de planificarlo era un cagoulard —miembro de la extrema derecha francesa—, el coronel Van Hecke, y «la operación será efectuada por cenetistas»[57].
Los problemas entre republicanos eran ciertos, y de hecho todos los supervivientes almacenan un memorial de agravios. José Montorio, libertario pasado al Partido Comunista, confiesa que el dirigente cenetista de su unidad, Arnau, siempre llevaba una pistola «porque no se sentía muy seguro en una unidad comunista». Pero también los socialistas hacían de las suyas. En Francia y en España. El guerrillero Gerardo Antón cuenta que en la ruta hacia Francia por el País Vasco que utilizaban algunos maquis para escapar de las garras de Franco, se encontró con que los guías desde Pasajes a suelo francés eran socialistas. Pues bien, a los cofrades los pasaban gratis y a los demás les cobraban 6000 pesetas, entonces una fortuna. «Si no hubiera tenido dinero, pues allí me dejan, porque yo era del PCE». Las rivalidades políticas se entremezclaban con las relaciones personales. Los comunistas no fueron sólo verdugos sino que también ocuparon el lugar de las víctimas: de hecho, si mataron más que murieron en estos ajustes de cuentas fue sencillamente porque disponían de más poder. La gresca permanente se trasladaba incluso a las cuestiones humanitarias. Desde 1945 funcionó en Francia el Comité de la Cruz Roja de la República Española, dirigido por José Martí Faced, quien escribe: «Trabajé sin descanso más de cuatro meses, pues tuve que vencer la dificultad del partido socialista que no quería en absoluto, ni en el aspecto de la Cruz Roja, alternar con los comunistas»[58].
Los miembros del PCE contaban con el apoyo de sus homólogos franceses, los mandos de los FTPF. Cuando se produjeron altercados entre el Batallón Libertad, anarquista, y la UNE, el comandante franco–tirador Serge Ravanel se puso de parte de los unionistas de manera inequívoca. Una carta del teniente coronel Madier al comandante Manuel Santos (26 de octubre de 1944) resulta indicativa. Le informa de que tiene la obligación de ponerse al servicio de la UNE y de la Agrupación de Guerrilleros, que eran las dos organizaciones reconocidas por los poderes civiles franceses y que en caso de vulnerar la orden no recibirían material alguno, además de entregar el que poseyeran. Otro de los comandantes guerrilleros franceses, el FFI Goy, en Decazeville, contestó a los anarquistas que venían a pedir clemencia para un compañero en peligro: «No tengo ninguna objeción sobre las represalias contra los traidores». Parece comprensible que los franceses dejaran hacer. Al menos, no manifestaban una preocupación especial por las querellas españolas. Pero la rivalidad entre republicanos debía mantenerse en un perfil bajo, porque de lo contrario representaba un problema para las autoridades; desde finales de 1944 disminuyeron los ajustes de cuentas. Según la historiadora Rafaneau–Boj, la CNT convocó una asamblea plenaria en la que denunciaba una vez más las matanzas pero también prometía represabas: «A partir de este comunicado, la CNT ya no está dispuesta a tolerar más actos brutales ni más atentados. Hace plenamente responsable de lo que pudiera suceder a la dirección del PCE, en la persona de sus dirigentes». La «tendencia pacífica» no se impuso porque los comunistas temieran las resoluciones de la CNT sino porque el contexto había cambiado: De Gaulle estaba decidido a imponer el poder del Estado en el Midi francés y los «departamentos rojos» del sur teman los días contados. Finalmente, el hecho de que los republicanos burgueses estuvieron ausentes de los ajustes se debía fundamentalmente a que la mayor parte había huido a México u otros países. «Los republicanos moderados en Francia no son nada, y los más sagaces fueron los que marcharon a México, con dinero abundante», se lee en un informe del Ministerio de Asuntos Exteriores español[59].
Hartmut Heine ha realizado un diagnóstico sobre la situación de los nacionalistas vascos y catalanes una vez derrotados los alemanes, y también detecta las divisiones pertinentes. Entre los vascos existía una fractura entre el Bloque Nacional Vasco, cuyos integrantes exigieron mediante la firma del Pacto de Bayona (31 de marzo de 1945) la restitución del estatuto de autonomía vasco, frente al Consejo Nacional de Euskadi, encabezado por Manuel de Irujo, que estaban por la independencia. Por lo que respecta a los catalanes, Esquerra Republicana de Catalunya, el partido–nodriza del catalanismo, estaba escindido entre el Consell, separatista, el Front Nacional de Catalunya, autonomista, amén de los activistas que se habían enrolado en organizaciones españolas, como la UNE.
POLÍTICOS DE POSGUERRA
Las buenas noticias políticas se agolpaban después de la derrota nazi. En la Conferencia de San Francisco (abril–mayo de 1945), que acarreó la constitución de las Naciones Unidas, se le negó a la España de Franco el derecho de admisión y el 19 de julio emitía una condena contra la dictadura. El triunfo electoral de los laboristas en Gran Bretaña el 7 de junio de 1945 parecía la carta del triunfo. Incluso el pretendiente, Juan de Borbón y Battemberg, ajeno a los ideales de libertad, hacía público un comunicado —«Manifiesto de Lausana»— en el que apostaba por una solución democrática. Pero fue otro espejismo. Los ingleses se definían como antifranquistas pero su política de no intervención, que influyó en los americanos, determinó los apoyos necesarios para que Franco permaneciera en el poder; la receta para España consistía en una mezcla nunca bien perfilada de anticomunismo y monarquía, aunque a la hora de la verdad no les disgustaba el dictador. Como escribe Valentina Fernández Vargas, «un fascismo residual y ambiguo podía tener sus ventajas» para los aliados, que percibían a la Unión Soviética como una amenaza. Con motivo de la presentación en la ONU de una proposición mexicana contra la dictadura, Clement Attlee, entonces candidato laborista, había asegurado a los responsables republicanos desplazados a San Francisco: «Temo que la proposición de México sea derrotada, pero no se preocupen ustedes por eso, pues los laboristas vamos a ganar las próximas elecciones y al desconocer después del triunfo al gobierno del general Franco les prestaremos a ustedes un gran apoyo ante los gobiernos de otras naciones». Cuando Attlee alcanzó la jefatura de Gobierno, continuó con la política española del anterior premier conservador, Winston Churchill, pese a que en la campaña electoral la negación del franquismo había sido referencia constante en busca de los votos de izquierda[60].
El discurso de Churchill el 24 de mayo de 1944 había definido el rumbo de la política británica tanto para conservadores como laboristas: «Los arreglos de política interior española es asunto que sólo a los españoles atañe. No nos incumbe a nosotros mezclarnos en problemas tales como los del gobierno interior de otros países». La alocución del primer ministro inglés culminaba una política exterior dominada por Samuel Hoare, embajador en Misión Especial en España, y sir Alexander Cadogan, subsecretario permanente del Foreign Office, frente al titular de la cartera, Anthony Edén. El socialista Ernest Bevin, que lo reemplazó a partir del verano de 1945, asumió las tesis de sus adversarios políticos: el franquismo era un problema interno de España y sólo concernía a los españoles. Fue una actitud que golpeó duramente las esperanzas de una oposición moderada que asociaba la caída de Franco a la intervención de las potencias democráticas. El Caudillo se cobraba de ese modo la fase de no beligerancia de 1940 a 1942, cuando un alineamiento del dictador con Hitler hubiera ocasionado dificultades a Inglaterra; más que por la capacidad militar de España, por su situación geográfica. Aparte del negocio, Churchill valoraba en la neutralidad de Franco la supervivencia de su eje estratégico más valioso, que sostenía una parte del imperio británico y que además funcionaba como símbolo: Gibraltar. Todo lo que vino después fue un juego de ilusos con ansia de poder y buhoneros de la política. En el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores puede rastrearse la intensa relación comercial entre España y Gran Bretaña durante la primera posguerra. También desempeñó un importante papel en la consolidación de la dictadura Carlton J. H. Hayes, embajador americano entre 1942 y 1945, simpatizante de la causa franquista. Pero incluso los más beligerantes contra el régimen, los franceses, firmaron el 15 de septiembre de 1945 un acuerdo comercial con España. «Franco sobrevivió porque ni Hitler ni los Aliados dieron los pasos necesarios para quitárselo de en medio», escribe Christian Leitz. La guerra fría consolidó definitivamente al franquismo: la «cortina de hierro», un concepto acuñado por Churchill, había caído entre Oriente y Occidente[61].
Franco también había jugado hábilmente sus cartas. Desde 1943, cuando Alemania empezó a exhibir síntomas de fatiga, el régimen modificó rápidamente su política. Clausuró el consulado nazi de Tánger, redujo la entrega de wolframio a los hitlerianos, repatrió a una parte de la mano de obra española en Alemania y desmovilizó al grueso de la División Azul. Incluso toleró el paso por España de aviadores británicos, derribados en suelo francés, con destino a Londres y de gaullistas que atravesaban España para incorporarse al Ejército de la Francia libre en el norte de África. Más tarde, el régimen aprobó una serie de medidas para eliminar las referencias totalitarias. El saludo fascista dejó de ser obligatorio y se concedió el primer indulto; se pasaba del nacionalsindicalismo al nacional–catolicismo, un planteamiento más digerible para las democracias europeas. Pese a la falta de severidad de los aliados, sobre todo británicos, el régimen pasó no obstante por malos momentos diplomáticos. Harry S. Traman se mostraba proclive a presionar a Franco, siguiendo el criterio de congresistas y asesores de su país. Pero las conferencias de Yalta y Potsdam (celebradas en febrero y julio–agosto de 1945) representaron un primer aviso que la oposición no quiso o no pudo evaluar correctamente: la erradicación de la dictadura no era una tarea prioritaria para los nuevos países hegemónicos. El reparto de áreas de influencia a nivel mundial —sancionado en las citadas asambleas— imponía su lógica de poder en detrimento de los principios, y el elemento decisivo de este sesgo político lo aportó la URSS, el único país que había sido atacado por soldados franquistas (la División Azul) y quien tenía, por tanto, motivos para exigir a los aliados una intervención militar en España. Pero Stalin utilizó el «problema español» para sus propios intereses, y a cambio de tener las manos libres en el Este trasladó a Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia la tutela de España. La decisión soviética resultó determinante. A partir de aquí, comenzaba la «tragicomedia española».
El 20 de junio de 1945, la ONU condenó de nuevo sin matices al régimen franquista, y el año 1946 anunciaba para la dictadura peores expectativas. El 9 de febrero la Asamblea General de la ONU reprobaba otra vez al régimen, y el 1 de marzo Francia cerraba la frontera con España como respuesta a la ejecución en Madrid de García Granda y sus compañeros. Los partidarios del dictador temieron durante el primer trimestre de 1946 una invasión respaldada por los países democráticos. El momento más crítico se concretó el 4 de marzo de 1946, que se convirtió al mismo tiempo y paradójicamente en una fecha maldita en la agenda de los demócratas españoles del interior y del exilio. Las potencias occidentales encargadas de gobernar la «cuestión española» —Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia— hacían pública la célebre «nota tripartita», en la que se condenaba sin paliativos a la dictadura española. Pero la repulsa contra Franco y el franquismo incluía una puntualización: «No entra en las intenciones de los tres gobiernos el intervenir en los asuntos de España». La lectura profunda del comunicado, que invitaba a una superación pacífica de la dictadura, representaba en realidad la salvación del franquismo. «La nota tripartita causó una profunda decepción en los medios republicanos españoles. Se esperaba un acuerdo decisivo que comportara la ruptura de las relaciones diplomáticas y económicas con la España de Franco y no pasaba de ser una condena de este régimen como otras anteriores, formuladas por el mundo entero y repetidas en todas las conferencias internacionales que se habían celebrado después de la derrota alemana, pero que no iban seguidas de la adopción de ninguna medida práctica», escribe José María del Valle[62]. Después, ni los franceses quisieron plantear el problema español en la ONU, cosa que sí hizo un aliado de la URSS, Polonia, el 17 de abril de 1946. Pero las disquisiciones jurídicas provocaron que el asunto pasara del Consejo de Seguridad a la Asamblea General —rebajando el nivel—, y que de la condena colectiva a la España franquista se pasara a una recomendación a sus miembros. Cuando el 12 de diciembre de 1946 la Asamblea Plenaria de la ONU, además de catalogar como fascista al régimen español, aconsejó la retirada de embajadores y el bloqueo económico, la oposición más consciente asumía que era «diplomacia de salón». Al reiterar el deseo de no intervención, liquidaba de manera definitiva un discurso antifranquista cuya eficacia pasaba casi exclusivamente por esa injerencia. Como durante la guerra civil, la política de no intervención laminará las ilusiones de los demócratas.
El fracaso de las instituciones republicanas
La modificación de ese escenario sólo habría sido posible mediante una oposición fuerte, tanto en el interior como en el exilio. En el primer caso, presionando mediante movimientos populares —y también el maquis—, y en el segundo, conformando un frente unido y una voz única ante las instituciones internacionales. Pero la realidad era tozuda. En el interior del país, ninguna organización disponía de capacidad para movilizar a las masas; los militantes de partidos y sindicatos estaban muertos, en la cárcel o el exilio. Para la mayoría silenciosa afín al ideario republicano, el objetivo primordial consistía en hacerse invisibles y sobrevivir con los menores costes. Los dirigentes en el exilio, mientras tanto, continuaban con sus querellas personales y sus rebatiñas partidistas. Convencidos de que la caída de Franco era poco menos que un proceso irreversible, se aplicaron más a repartirse un poder que no tenían que a modificar las condiciones objetivas. Pese a todo, entre finales de 1945 y principios de 1946 pareció imponerse un mínimo de cordura entre los prohombres del exilio. El PCE disolvió la UNE en junio de 1945 para ingresar en febrero del año siguiente en la ANFD; en el mes de marzo había desmantelado la AGE. Para aprovechar una coyuntura que parecía propicia, Negrín se trasladó a México, y el 17 de agosto de 1945 se reunieron las Cortes en el Salón de Cabildos del Palacio de Gobierno de la capital azteca con el fin de recomponer las instituciones republicanas. Asistieron 96 diputados que residían en México, se adhirieron 47 que se encontraban en Francia y 69 repartidos por distintos países. Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes y nuevo presidente de la República, encargó por sorpresa la formación de Gobierno a José Giral, catedrático de Química, y no a Negrín, que llegaba de Gran Bretaña, donde los laboristas habían alcanzado el poder; los socialistas negrinistas, los comunistas y algunos republicanos filocomunistas permanecieron al margen del nuevo Ejecutivo. El 23 de agosto Negrín y sus seguidores más cualificados fueron expulsados del PSOE; la exclusión se oficializó en abril de 1946. Los comunistas, una vez Giral en Francia, entraron a formar parte en febrero de 1946 del Gobierno republicano en el exilio, llamado de «la esperanza».
Pero el Gobierno Giral —reconocido por algunos países americanos y otros de la órbita soviética, aunque no por la URSS— formaba parte de una tramoya diplomática, y llegaba además tarde. La política de los demócratas españoles, tal vez deslumbrados por la diplomacia occidental, se había convertido en un juego de representaciones e intereses desconectados de la realidad. Hasta tal punto se tomaban en serio los formalismos políticos, que Azcárate habla de «cretinismo parlamentario». La falta de decisión y una tendencia a la melancolía por parte de ciertos líderes del exilio, motivó la consolidación, primero en México y luego en Toulouse, de una República arbórea. De un lado, una oposición en el exilio que vivía en la resignación más absoluta a la espera de que las potencias democráticas decidieran el destino de España. Por el otro, y con los británicos señalando el rumbo, esos países desentendiéndose desde el principio de cualquier posibilidad de entrar militarmente en España. Unos y otros representaban un sainete que tenía efectos secundarios importantes: millones de españoles seguían bajo el poder omnímodo y arbitrario de un tirano; decenas de miles se adaptaban como podían a las penalidades de un destierro definitivo[63].
Los socialistas y anarquistas, valedores de la vertiente diplomática, se habían reorganizado de cara a la vuelta a España. En el Congreso de Toulouse de 1946 se materializó la reunificación entre los «socialistas mexicanos», dirigidos por Indalecio Prieto y los «socialistas franceses», encabezados por Rodolfo Llopis: el prietismo se convertía en la fuerza única del socialismo español. La asamblea del año siguiente respaldó el deseo personal de Prieto de abrir las negociaciones con los monárquicos, y entonces se quebraron las relaciones con los aliados de siempre: republicanos y anarquistas. El Pacto de San Juan de Luz entre Gil Robles y Prieto, bajo los auspicios de Bevin, representó el espejismo definitivo. Prieto, el «insurgente» de 1934, parecía atacado de una sobredosis de legalismo y abismado en un apagón de seso permanente. Los anarquistas, por su parte, trataron de rehacer la unidad durante 1944. Pero de nuevo se fragmentaron entre ortodoxos y colaboracionistas; entre quienes pretendían adaptarse al marco histórico y quienes ponían la revolución por encima de cualquier contingencia. Pero la realidad se encargaría de convertir las disputas internas de anarquistas y socialistas en algo ajeno a los intereses de los refugiados. Sobre todo en el caso de Prieto, un personaje peculiar que se manejaba entre el posibilismo sin escrúpulos con sus correligionarios y una inocencia de difícil encaje con los adversarios. El resentimiento contra ciertos dirigentes de su propio partido y los sueños de grandeza le llevaron a lesionar la legitimidad histórica republicana con su accidentalismo —que provocó la dimisión de Giral y su relevo por Llopis—, así como averiar severamente el futuro de su partido con su bulimia pactista con cualquiera que le prometía poder. La historiografía española ha juzgado a Prieto de pragmático, un calificativo cuando menos curioso para un hombre que fracasó en todas sus aventuras de calado. Indalecio Prieto ha sobrevivido en los libros —y en el discurso socialista— porque se ha utilizado como contrapunto de un personaje mayor ninguneado por esa misma historiografía: el doctor Juan Negrín.
La política de baja estofa de la élite republicana influía negativamente en los exiliados de a pie. Un memorándum dirigido al Gobierno republicano en el exilio el 29 de abril de 1946 confirma que, como no se restauraba la democracia en España, «todo ello produce un gran estado de desmoralización, de pesimismo, que puede ser peligroso». Constata el informante que, aunque muchos simplemente querrían adaptarse lo mejor posible en Francia, aumentaba el número de quienes escogían dos salidas que consideraba inquietantes: «Los que se preocupan de conseguir pasaportes con su idea de marchar a América, y alejarse y dar la espalda al problema español, o bien la muy diversa y generalizada de la necesidad de una actuación activa, audaz y directa sobre el régimen de Franco». El informe registraba el escepticismo de los refugiados con respecto al Gabinete Giral, que había encargado el informe, y la importante aceptación que aún mantenía la tesis de la lucha armada. Manifestaba igualmente que el Ejecutivo republicano había fracasado, que su presencia no se percibía entre los emigrados y que por tanto no acudían a él para arreglar sus problemas. Los refugiados le reprochaban que actuaba como un poder invisible y que incluso estaba ausente «en las desgracias y calamidades del exilio». Ponía un ejemplo inolvidable: ningún representante del Gobierno recibió a los republicanos supervivientes de los campos de exterminio nazis.
El corresponsal recogía otros reproches, compartidos por los republicanos en Francia y los antifranquistas del interior. El primero, que los exiliados en México vivían a cuerpo de rey y estaban malgastando el «tesoro español», olvidándose de los problemas de España y de los refugiados en Europa; el segundo, que a los líderes republicanos en Francia «les interesa más la lucha entre ellos por el poder que el destino de la masa refugiada». El redactor advierte además que estaba macerando entre los refugiados un sentimiento antianglófilo y paralelamente una simpatía renovada por el bloque soviético; la República portátil estaba en una fase depresiva. Lo único que florecía en todo su esplendor entre tanta miseria eran los periódicos, revistas y folletos. Un verdadero alud. Dreyfus–Armand ha destacado que en 1945 se editaban 144 publicaciones, 134 en 1946 y 131 en 1947. En junio de 1945 reapareció Reconquista de España, cuya publicación estaba prohibida desde marzo. La noticia se puede rastrear en el Boletín del Estado Mayor Central del Ejército español (18 de junio de 1945). Nada menos. Los medios franquistas registraban por esas fechas la edición de 18 periódicos o revistas considerados importantes, adscritos generalmente a partidos o sindicatos. Pero el escepticismo se apoderaba definitivamente del universo exiliado: la Era de la Decepción estaba sustituyendo a la Era de la Euforia o Período de la Esperanza, que se instaló entre los refugiados durante el bienio 1944–1945. Las guerrillas fracasaron, pero no fue mejor la diplomacia. Había que deshacer definitivamente las maletas[64].
Francia reabrió la frontera con España el 10 de febrero de 1948. Al año siguiente, varios países, coordinados por Estados Unidos y Gran Bretaña, empezaron a moverse con vistas a revocar las sanciones contra el franquismo. Los republicanos españoles recordaron entonces las declaraciones de Charles de Gaulle, y de Vicent Auriol, y de Félix Gouin, y de tantos otros prohombres de la Resistencia y la Liberación, cuando pedían (todavía más: exigían) la restauración de la República. Y tuvieron la tentación de llorar. Pero no lo hicieron. Los testimonios coinciden en que no les quedaban lágrimas, y sobre todo no querían darle esa última satisfacción al autócrata que vivía en Madrid.
ÚLTIMA TORMENTAS
Más allá de los conflictos políticos, la vida cotidiana de refugiados y resistentes discurría entre dificultades. Al menos, para un número significativo de ellos. Acabada la guerra, las desgracias del exilio acosaban a los legionarios, que habían firmado por cinco años y acabaron en Indochina. Otros pocos estaban a la espera de la libertad, recluidos todavía en los campos de internamiento. Las memorias de las organizaciones humanitarias —la Unitarian Service Committee, sociedad filantrópica americana que dirigía en Europa Noel Field, o los cuáqueros— registraban múltiples casos de abandono y miseria. Abundaban las víctimas de enfermedades crónicas; había mutilados de todas las guerras; el paro crecía; y no estaban suturadas las rupturas familiares causadas por la guerra y el exilio. La caridad que aportaban algunas instituciones benéficas era insuficiente y, en no pocas ocasiones, el reparto de esas ayudas se administraba de manera sectaria[65].
Especialmente comprometida era la situación de los heridos, a quienes auxiliaba la Liga de Mutilados e Inválidos de la Guerra, creada en Valencia en 1938. La sociedad tenía como objetivo sufragar las necesidades básicas de mutilados e inválidos: prótesis, residencias especiales, sesiones de reeducación para la vuelta a la vida civil. En el verano de 1940 disponía de siete clínicas, con un total de 998 internos, en Soustons (Landas), Ilbarritz (Bajos Pirineos), Capue (Tarn–et–Garonne), Lagarde (Tam–et–Garonne), Les Bordes (Loiret), Pressigny–les–Pins (Loiret) y Argel (Argelia). También prestaba atención a los mutilados que vivían en régimen particular, a quienes habitaban los campos de concentración (541) y a los que trabajaban; en total, 2438 beneficiarios, según noticia de Vicente Carrillo, presidente de la Liga. Pero una parte de los afectados estaba contra la gestión de los responsables: «En el exilio, durante los ocho primeros meses, la Liga no aportó a sus mutilados ninguna ayuda, siendo la situación de estos la común de todos los refugiados españoles», se queja un afectado, que también acusaba a los rectores de procomunistas. «A los que no pertenecemos al núcleo predominante se nos hace la vida imposible. Primero con la provocación y después con la agresión. A un trepanado le agredieron con un palo en la cabeza», manifiesta Pedro Antolín Diez al embajador mexicano Rodríguez. La Liga de Mutilados e Inválidos exhibe un importante lunar en su trayectoria: negó la ayuda a los brigadistas que estaban en condiciones de recibirla. Una actitud insostenible teniendo en cuenta el comportamiento de los internacionales, tanto en la guerra civil como durante el exilio. El campo de Noé (Alto Garona) estuvo reservado para inválidos[66].
Algunos mínimos episodios reflejan las situaciones dramáticas de los mutilados a causa de dos guerras y un entreacto de olvido. En una carta de 29 de agosto de 1946, Luis Guinart (70 por ciento de minusvalía, amputación de antebrazo derecho, casado, con dos hijos) refiere, con los inevitables trompicones sintácticos, la vida miserable que llevaba en el pueblo de Sées, al igual que José Espinet (50 por ciento de minusvalía, hemipléjico, vivía solo). En otra carta anterior, Guinart cuenta que «hace dos días se presentó en casa el compatriota Francisco Montero con unos aires no muy agradables para mí, enseñándome una carta firmada por el compañero Ribas diciéndome que yo le podía facilitar ropa o alguna ayuda; yo me preguntaba de dónde la saco si desde que estoy en Francia duermo sin sábanas, no llevo calzoncillos y casi no puedo cambiarme de pantalones». Añade que se desplazó a París al recibir una carta de la Unitarian Service Committee, que le prometía ropa; fue a la capital, se gastó 800 francos y no recibió nada. Luego le dijeron que escribiera a la organización, lo hizo y tres meses después no había recibido contestación alguna. Termina la misiva registrando que sólo tenía una ayuda de 500 francos al mes.
Las adversas circunstancias implicaron la aparición de la picaresca, y la delincuencia, entre algunos refugiados. Cuando las autoridades de Toulouse emprendieron una campaña contra el mercado negro, descubrieron que estaba en manos de republicanos, ochocientos de los cuales fueron detenidos o multados. Los diplomáticos franquistas en la ciudad abundan en que eran ex combatientes españoles quienes dominaban el negocio ilegal, porque habían recibido fuertes sumas de dinero como consecuencia de la disolución de la AGE y disponían además de fondos provenientes de atracos y saqueos, como el perpetrado al Banco de Montpellier; algunos exiliados también aparecieron vinculados a grupos de atracadores. El 28 de enero de 1947, el diario République salía a la calle con el siguiente titular: «Una banda de españoles, haciéndose pasar por falsos policías, roban en nombre de la Resistencia». Cristóbal Carrasco (considerado el cabecilla), González Campa. Rafael Navas Fernández, Vicente Díaz y Alejandro Moreno fueron condenados por un tribunal correccional francés —benignos, en general, con los resistentes— por diferentes exacciones en nombre de la Resistencia. El documento habla en concreto de dos robos: de 140 000 y 50 000 francos. «El sistema de defensa de estos individuos es clásico. Todos ellos estaban provistos de certificados de la Resistencia elogiosos, y pretenden haber dado una lección a los malos franceses; que el dinero lo habrían entregado a su jefe, un hombre llamado Domingo; su tarea era confiscar los bienes ilícitos». Aunque fueron detenidos y juzgados en 1947, los hechos se remontaban a 1944. Una situación así plantea una sombra entre lo que pudiera considerarse una depuración económica y la realidad de un delito común. De todos modos, no está claro en algunos casos si tratamos de delincuencia pura y dura o de elementos políticos que participaban en las depuraciones de posguerra. Varias situaciones explican parcialmente por qué tuvieron que plantearse vivir en los límites o al margen de la ley. Marie–Claude Rafaneau–Boj cuenta el caso de un español que después de permanecer en Le Vernet, trabajar en un GTE, combatir en las guerrillas de Ariège y estar internado en Dachau, vio reconocidos sus derechos en 1975, 35 años después de ser liberado del campo de exterminio[67].
Que existía vinculación entre el mercado negro y algunos resistentes lo confirmó la detención en Pau de un republicano llamado Luciano Blasco, que se dedicaba al tráfico de cuero entre Francia y España. Cuando la Policía de Aduanas fue a detenerlo a su residencia, se encontró con un verdadero arsenal: treinta ametralladoras y dos morteros, además de todo tipo de armas ligeras. Según el informe, era militante comunista y «tenía camufladas por orden superior todas las armas». Desconocemos, y es lo importante, si Blasco ejercía el contrabando para su lucro personal o para la organización. Una agencia republicana recogió el 24 de agosto de 1946 noticias sobre Benítez, un anarquista que había sido capitán del Ejército Popular de la República. «Voluntario en la Legión extranjera francesa, vino con una unidad de la misma al territorio metropolitano, tomando parte en la liberación de Francia, combatiendo después en Alemania. Al terminar la campaña pasó por Marsella de regreso a la base militar de la Legión en África, y era portador de alhajas y efectos por valor de más de un millón de francos, fruto de las sustracciones en Francia y Alemania. En Marsella permaneció oculto hasta después de la partida de la Legión para África, de la cual ha desertado, dedicándose a una vida de despilfarro y vicios hasta la dilapidación de la fortuna, habiéndose dedicado además en todo tiempo al asalto y robo de títulos de alimentación y textiles en las alcaldías de diferentes municipalidades y tráfico de todas clases en el mercado negro». Los agentes republicanos registraron el arresto de Ortiz, barcelonés de la CNT no colaboracionista, que «ha sido detenido por la policía francesa y trasladado a Toulouse acusado como autor o cómplice del asesinato de un súbdito francés y utilizó como pretexto sus ideas supuestas o reales de derechista, para robarle dinero y alhajas de incalculable valor». Ya conocemos la historia del libertario Juan Català, quien después de una vida cuasi novelesca —que incluía prisiones en España y Francia— realizó un atraco en enero de 1951, acabando en la prisión de Fresnes. Los informantes pagados por el Ejecutivo republicano en el exilio eran los primeros interesados en que los españoles no se vieran envueltos en episodios de ese tipo. Por tanto, denunciaban a la policía francesa cuando alguno cometía delitos y quería pasar por resistente. También insisten los agentes en dos matizaciones obvias: los republicanos involucrados en esos episodios eran estadísticamente irrelevantes y no siempre queda aclarada la naturaleza —común o política— de las acciones[68].
Algún que otro español fue ajusticiado en Francia por moverse en los intersticios de la ley. Uno de los episodios más cruentos ocurrió en Créchets–en–Barousse el 22 de diciembre de 1944, cuando un grupo de exiliados asesinó a cuatro personas, una de ellas el alcalde de la localidad. Luego desvalijaron la casa, llevándose dinero y alhajas. Los autores fueron Julio Prieto Agudo y José Ramiro Bernal, guillotinados en la prisión de Tarbes el 31 de enero de 1948; habían sido condenados el 26 de septiembre de 1946. El otro autor material de los hechos, José Sánchez Muñoz, también fue condenado a la última pena pero tuvo que ser trasladado a Tour para responder por la muerte de un refugiado español apellidado García. Lo ejecutaron finalmente el 23 de abril. Según La Dépêche, el periódico de Toulouse, pidió los auxilios espirituales, aceptó el cigarro y el vaso de ron habituales para la ocasión y se dirigió «con coraje» hacia la guillotina. Fueron condenados a prisión Jesús Bermejo (20 años de trabajos forzados) y Pedro Ávila González (18 meses de prisión); este último, por encubridor. Asegura el informe que «los tres asesinos pertenecían en aquella época a la organización de guerrilleros, de la cual desertaron, y anteriormente habían trabajado voluntariamente para los alemanes en la organización Todt. Se recuerda que al descubrirse el hecho y durante la vista de la causa los españoles de Tarbes mostraron su repugnancia a los asesinos, demandando que se les aplicara la máxima pena»[69].
Muchos republicanos recobraron la libertad cuando los alemanes abandonaron los departamentos pirenaicos; fundamentalmente, aquellos que estaban prisioneros en cárceles administradas por la Gestapo y los vichystas. También salieron españoles de campos de internamiento todavía activos: Le Vernet, Gurs, Rivesaltes, Noé… La situación en ellos no se guio por un principio que parecía básico: acabados el régimen de Vichy y la ocupación nazi, todos los retenidos antifascistas se convertían en ciudadanos libres. Sin embargo, la realidad resultaba más compleja. El 22 de agosto de 1944 quedó liberado el Béarn, y por tanto el campo de Gurs pasaba a estar gobernado por las nuevas autoridades, pero sorprendentemente siguieron llegando republicanos al campo. Así, el 12 de octubre el campo de Gurs recibió a 105 detenidos porque habían repasado la frontera. Procedían de Navarra, y eran guerrilleros que intervinieron en las penetraciones por los valles del Roncal y Roncesvalles. Entre el 12 de octubre y el 8 de diciembre fueron conducidos a Gurs 975 republicanos españoles, de los que 512 lo fueron en octubre, el mes de las invasiones pirenaicas. Los sometieron además a una humillación añadida: sus compañeros de internamiento eran nazis alemanes y «collabos» franceses. El embajador franquista en París, Miguel Mateu, confirma el 26 de julio de 1945 que en el campo de Gurs, además de detenidos políticos franceses, había también extranjeros, entre ellos 140 españoles. Alude a problemas entre «un grupo de rojos españoles que insultó a otro más pequeño que llaman “fascista” teniendo que intervenir la guardia. Hubo cuatro o cinco contusionados». Los republicanos fueron puestos en libertad, bien es cierto, y desde mediados de diciembre hasta febrero del año siguiente no se rastrea la presencia de los exiliados en ese campo; pero entre febrero y diciembre de 1945 pasaron por Gurs 505 huidos de la España de Franco, algunos de ellos guerrilleros antifranquistas. A finales de 1945 salieron casi todos en libertad y se integraron laboralmente en la zona[70].
Las autoridades gaullistas no premiaron a los guerrilleros republicanos. Era lógico por cuanto los nuevos gobernantes también manejaban la ecuación comunista–resistente. Por si fuera poco, los españoles, coligados a los comunistas franceses, representaban un problema regional en un país fuertemente centralizado. Aunque ya conocemos que la URSS nunca promovió proceso revolucionario alguno en el Mediodía francés, de nuevo se agitó el fantasma del comunismo, como antes de la guerra. Marc Édouard habló de «los cien días de la república roja de los maquis», y anunciaba que los comunistas de la Francia meridional estaban dispuestos a tomar el poder. Era una patraña, pero no resultaba menos cierto que la autonomía de los hombres de armas producía recelo entre las autoridades. «Los excesos de algunos españoles no hicieron sino agravar la percepción de los republicanos. La leyenda más famosa se centró en la “República roja” de Toulouse, creada a partir de mitos y exageraciones, y la leyenda del “sanguinario revolucionario español”, que estaba en contacto con los comunistas franceses. Protegidos por los comunistas franceses, que detentan parte del poder regional, los españoles ejercen el poder e incluso el exceso de poder», escribe Marie–Claude Rafaneau–Boj. El general De Gaulle temía la fuerza del PCF, su capacidad insurreccional, y como los guerrilleros eran aliados naturales de ese partido, se convirtieron en parte del problema. El 23 de septiembre de 1944 las autoridades ofrecieron la posibilidad de que los miembros de las FFI se alistaran en el Ejército, lo que reportaría facilidades para adquirir la nacionalidad. En el otoño de 1944, el Estado francés empezó a controlar efectivamente la divisoria pirenaica, además de restringir las actividades de la AGE en el Mediodía. Las medidas de las autoridades tendían, por una parte, a integrar a los guerrilleros en la sociedad francesa desvinculándolos de las organizaciones armadas, y por la otra, alejarlos de la frontera[71].
Aprendiendo a vivir en un país extranjero
El correlato de lo anterior se plasmó poco más tarde en una magnífica noticia para los republicanos: el Gobierno francés les concedió el 15 de marzo de 1945 el estatuto de refugiados, con seis años de retraso y ante las protestas de los diplomáticos franquistas, quienes afirmaban que los españoles disponían de nacionalidad y estaban por tanto en condiciones de «invocar la protección consular». Los exiliados ya habían sido acogidos a partir de 1944 por el Comité Intergubernamental de los Refugiados. El Estatuto Jurídico de los Refugiados Españoles beneficiaba a todos los republicanos que no estaban protegidos por el Gobierno de la dictadura, y les era favorable, sobre todo en el aspecto asistencial; una recompensa tardía. Pero el estatuto no proporcionó a los españoles el pasaporte Nansen, por cuanto Franco nunca privó a los republicanos de la nacionalidad y en consecuencia no podían considerarse apátridas en sentido estricto. Un certificado de identidad lo sustituyó sin efectos secundarios para los españoles del exilio, que por fin podían regularizar su vida en Francia. En el mes de julio de 1945 contaron con un organismo propio para resolver los problemas planteados a partir del estatuto de refugiados, la Oficina Central de Refugiados Españoles[72].
Los diplomáticos franquistas estaban especialmente interesados en la evolución de las disposiciones jurídicas que afectaban a los españoles. Desde que comenzó la guerra mundial se había producido un intento de repatriar a una parte de los republicanos, que se aceleró curiosamente a partir de 1944, cuando peligraba en Francia la posición de los alemanes. Un despacho de Lequerica el 20 de junio de 1944, resume todo ese proceso: «Todos, sin distinción de ideas, desean que la repatriación concedida por el Gobierno español a las mujeres, niños y ancianos, se extienda a los refugiados con la sola excepción de los que se encuentren condenados a extrañamiento. En consideración, dicen, a las presentes circunstancias que han convertido a Francia en campo de batalla, suplican que se autorice a los cónsules para facilitar pasaporte a todos los compatriotas que lo soliciten, sin perjuicio de las responsabilidades que estos tengan ante los tribunales competentes de nuestro país». Miguel Mateu, heredero en París de Lequerica —nombrado ministro de Asuntos Exteriores en agosto de 1944—, dirige el 2 de marzo de 1945 un despacho a Madrid sobre la política francesa de nacionalización de refugiados españoles, asunto que le parecía fundamental. Refiere que, a causa de la débil natalidad, el Ejecutivo francés estaba decidido a «la concesión de la nacionalidad a la mayor parte de los extranjeros posibles de los que residen actualmente en Francia». Adelantaba la sospecha de que quienes se negaran tendrían como mínimo dificultades desde el punto de vista laboral. «El Gobierno francés está decidido a resolver de una vez la cuestión de los refugiados españoles: a una gran mayoría se les propondrá la nacionalización en condiciones ventajosas». El embajador observa que se había perdido un tiempo precioso para impulsar una política de repatriaciones, aprovechando que la ocupación alemana condujo a los republicanos a un «momento de depresión y pesimismo, del que acaso hubiéramos podido aprovecharnos con ventaja». Advierte que ahora será más difícil porque, aunque la minoría más enterada sabe que la vuelta resultará improbable, la gran masa tenía el convencimiento de que el regreso a España como triunfadores estaba próximo. El embajador termina diciendo que como el Ministerio de Justicia está en manos de De Mentón, proclive a los comunistas, privilegiarán en las solicitudes de naturalización a quienes pudieran presentar títulos de resistentes o antiguos combatientes, por lo que afectaría sobre todo a los voluntarios de la División Leclerc, los legionarios y todos aquellos guerrilleros encuadrados en las FFF[73].
Después de la guerra, condenado el franquismo pero no asfixiado por la comunidad internacional, el movimiento desafecto se trasladó a la frontera franco–española, un espacio donde se manejaba la vida ajena a la dictadura. Cruzarla para muchos españoles significaba la libertad o el pan. O las dos cosas. El flujo clandestino de exiliados a través de ella aumentó exponencialmente a partir de 1945. El historiador Javier Rubio estima que 30 826 españoles solicitaron el estatuto de refugiado de 1946 a 1950 (7000 de promedio cada año) contra 12 000 de 1950 a 1956 (2000 al año). Aunque desconocemos el método para evaluarlo, apunta que sólo entre un 10 y 20 por ciento eran verdaderamente refugiados políticos. Guy Hermet estima que desde el final de la guerra mundial hasta 1951 se incrementó en unos 80 000 el número de refugiados, y todavía en 1948 estaban bajo la influencia directa o indirecta de los partidos y sindicatos del exilio entre 50 000 y 100 000 españoles. Pero Franco trataba de impermeabilizar esas fronteras. Al mismo tiempo que se apuntalaban los pasos fronterizos, los servicios secretos franquistas se instalaron en el Mediodía con la intención de infiltrarse en los medios exiliados. Incluso se realizaron secuestros de republicanos, repatriados irregularmente y luego condenados; y se disparaba sin mayores problemas contra quienes pretendían atravesar irregularmente la frontera. Las patrullas fronterizas de los moros tenían «una recompensa por cada desertor capturado vivo; la mitad de la prima por cada hombre muerto». Los servicios policiales franceses, a contracorriente de la postura oficial de su Gobierno, practicaban el corporativismo y no pocas veces avisaban a la policía española del paso de los exiliados. Un cablegrama de 18 de diciembre de 1945 comunica al Gobierno republicano en el exilio de la presencia de ocho espías franquistas en la frontera catalana. También destacaba la presencia en la zona de un famoso comisario barcelonés, adscrito a la Brigada Político–Social de Barcelona, «el tristemente célebre Quíntela», «ignorándose por el momento los motivos de su viaje», según los agentes al servicio del Gobierno republicano en el exilio. El comisario Eduardo Quintela Bóveda, jefe de la Brigada Político–Social de Barcelona, se dedicó de manera contumaz a perseguir a los anarquistas catalanes de la guerrilla urbana y llegó a convertir la captura de Francisco Sabaté Llopart «Quico» en una verdadera patología[74].
La emigración clandestina era una lluvia de oro para la economía francesa, necesitada de mano de obra. Internados en Rivesaltes, los indocumentados eran trasladados luego al campo de Noé, donde aguardaban su regularización; finalmente eran adscritos a centros de reinserción laboral. El Comité Intergubernamental para los Refugiados y la Oficina Nacional de Inmigración colaboraban en este proceso. Pero muchos clandestinos, tanto políticos —comunistas sobre todo— como emigrantes económicos, fueron también coaccionados para enrolarse en la Legión extranjera, pese a las protestas de los partidos de izquierda y de las organizaciones humanitarias. Hasta el 7 de enero de 1952 los prefectos continuaron intimidando a los recién llegados para que se alistaran en el cuerpo mercenario. La odisea de cuatro guerrilleros leoneses —Silverio Yebra, Francisco Martínez, Manuel Zapico y Pedro Juan Méndez—, que cruzaron la frontera en 1951, confirma las dificultades para los refugiados «más políticos». Advertidas las autoridades francesas de la ideología comunista de los recién llegados, el primer intento de los responsables policiales consistió en trasladarlos a la comisaría de Hendaya y repatriarlos por la fuerza. Ante los problemas derivados de esa decisión, les ofrecieron una segunda alternativa: ingresar «voluntariamente» en la Legión extranjera, que en aquellos momentos equivalía a viajar a Indochina. Durante varios días los retuvieron en el fuerte San Nicolás de Marsella, donde concentraban a los reclutas. Pero las gestiones del Gobierno republicano en el exilio y el Servicio de Refugiados Españoles consiguieron resolver el problema. Cuando pudieron sentirse seguros en suelo francés, habían pasado tres meses de sobresaltos. Otros tuvieron menos suerte. Francisco Moreno Gómez recoge la peripecia del guerrillero José Caballero y su esposa, que alcanzaron la frontera por dos veces y en las dos fueron repatriados por la fuerza. En sentido contrario, prosiguieron después de Arán las penetraciones selectivas de guerrilleros para alimentar el maquis antifranquista. Para que sirviera de escarmiento y la frontera fuera considerada un barrera infranqueable, Franco sancionó bárbaramente a quienes entraron desde Francia y combatieron a su régimen. La condena a muerte fue casi siempre el destino manifiesto, pese a las repetidas peticiones de clemencia encabezadas por el propio Gobierno francés. Haber luchado en Francia y recibir peticiones de magnanimidad por parte de los franceses terminó siendo un agravante para los tribunales franquistas[75].
Las secuelas de la guerra fría
A principios de septiembre de 1950 todo se complicó de nuevo, cuando las autoridades francesas desencadenaron la operación Bolero–Paprika contra los comunistas. Días antes habían sido declarados ilegales el PCE y sus «partidos hermanos» catalán y vasco, además de organizaciones paralelas y medios de comunicación. La prohibición alcanzó a las Amicales des Anciens FFI et Résistants (Amigos de Antiguos FFI y Resistentes), aunque Fortunato Hernando Villacampa mantiene que las amicales desaparecieron por falta de dirigentes, por cuanto no hubo una prohibición expresa contra ellas. En la operación subsiguiente fueron arrestados más de doscientos militantes comunistas, entre ellos el personal médico del Hospital Varsovia, que pasó a manos de la Administración francesa. Muchos de los detenidos fueron echados de Francia o desterrados; a estos últimos les ofrecieron tres alternativas: un país del Este, Córcega o Argelia[76]. El Comité Central del PCE se marchó a Praga, y en París se constituyó un Comité Clandestino para la Liberación de España presidido por Antonio Mije y Juan Modesto Guilloto. Uno de los pretextos para la expulsión fue el armamento encontrado en poder de los comunistas españoles, a quienes se le suponía quintacolumnistas de fuerzas extranjeras en la época de la guerra fría; una de las consecuencias más graves de la nueva andanada contra el PCE fue el desmantelamiento de la empresa Fernández–Valledor en Gincla, fruto de una delación que luego dio lugar a varios ajustes de cuentas con muerte. El descubrimiento en Barbazan de un importante alijo de armas, y las presuntas vinculaciones con la empresa Fernández–Valledor, condujo a la clausura definitiva del chantier. Pero el PCE arrastraba por entonces importantes problemas estructurales. A comienzos de los cincuenta ya se había producido una notoria merma entre la militancia. Como observa Violeta Álvarez, muchos de los afiliados que hicieron la guerra civil y las guerrillas en Francia habían sido expulsados del partido, además de quienes fueron acusados de «titismo»; una verdadera carnicería simbólica[77].
También en Alemania y Austria permanecían republicanos españoles después de la caída de Hitler. Un informe de 29 de julio de 1946, un año después de concluida la guerra, especifica que fueron las autoridades francesas quienes se encargaron en Austria de los republicanos allí radicados. Asegura que había 54 españoles que deseaban volver a Francia: liberados por los soviéticos en Alemania, fueron conducidos a Rusia donde estuvieron en campos durante un año y luego fueron devueltos a territorio austríaco. Acomodados en un centro de acogida, llevaban una vida aceptable. La razón por la que aún no habían reemigrado a Francia se debía a que los franceses permitieron el retorno de los españoles sin requisitos especiales sólo hasta octubre de 1945, pero a partir de esa fecha les exigían idénticos papeles que a cualquier extranjero. Observa que permanecían también en territorio austríaco otros cincuenta republicanos, pero no le constaba que quisieran regresar a Francia. Anota también que en la zona americana de Austria había unos 12 españoles, ex deportados en Mauthausen, que habían decidido quedarse allí; en la región de Viena había entre 30 y 40 españoles, trabajadores deportados. Todos querían permanecer en Austria, tanto los ex deportados como los ex trabajadores. Por su parte, en Alemania había unos 200 españoles, de ellos 30 productores franquistas o miembros de la División Azul. El deponente republicano escribe: «Es urgente cuidarse de los españoles que se encuentran en Alemania aislados y sin comunicación posible con sus familiares y con el extranjero, y sobre todo conviene darles la impresión moral de que no se hallan abandonados por el Gobierno de la República y en lo posible debería también ayudárseles materialmente con envío de paquetes». Pero existía una diferencia. Mientras que en Austria españoles republicanos y españoles franquistas permanecían separados, en Alemania compartían en algunos casos los centros de acogida. «Sería necesario separarlos, dada la vida imposible que los republicanos deben llevar en los campos donde los franquistas son mayoría». El agente republicano manifiesta asimismo que los obreros enviados por Franco desde España que permanecían en la zona estaban abandonados por el régimen, al igual que los restos de la División Azul[78].
Resulta comprensible que el régimen de Franco quisiera desentenderse de esos españoles, sobre todo si eran divisionarios, después del «incidente de Chambéry», capital del departamento de Saboya, ocurrido el 15 de junio de 1945. Era un tren que venía de Alemania con trabajadores, mujeres y niños españoles: unas 400 personas. Entre los viajeros se suponía que regresaban 12 miembros de la División Azul y, entremezclados, algunos integrantes de la Gestapo y vichystas. El Gobierno de Madrid defendió lógicamente que todos los pasajeros eran comerciantes, obreros y personal subalterno de legaciones diplomáticas de Alemania y países limítrofes. A causa de la situación existente en Francia, y la identidad de los pasajeros, se procuró que el viaje se desarrollara en el máximo de los secretos, pero trayecto y horario terminaron convertidos en un secreto a voces. Nada más cruzar la frontera entre Suiza y Francia, el tren fue apedreado en las diferentes estaciones, pero en Chambéry discurrieron los acontecimientos más graves. Unas mil personas rodearon el tren, increparon a los viajeros, primero, y los apedrearon, después; hasta el maquinista se bajó del tren y se unió al populacho. La situación se enmarañó por cuanto las fuerzas de orden público se inhibieron de los acontecimientos. «Mientras tanto, la muchedumbre inició el asalto a los vagones, agrediendo con piedras, barras de hierro y armas blandas a quienes se hallaban en su interior, al tiempo que los desvalijaban; a algunos los arrojaron por la ventanilla y a continuación los golpearon en el suelo», escribe José Luis Rodríguez Jiménez. Pese a las posteriores manipulaciones de la prensa franquista, los violentos manifestantes eran en su mayoría franceses de izquierdas y no republicanos. El tren regresó a Suiza, ya que era una aventura imposible continuar camino de España. Las fuentes oficiales españolas, después de un silencio inicial, hablaron de 171 heridos, 22 desaparecidos y un número indeterminado de muertos. Todas las informaciones coinciden en que hubo bastantes heridos pero resulta improbable la existencia de muertos. El régimen franquista, que no se había ocupado de esos españoles acampados en campamentos suizos, reclamó luego indemnizaciones a los franceses por los heridos y los equipajes de Chambéry[79].
También los agentes del Gobierno republicano en el exilio estaban pendientes de los españoles en el norte de África. Un memorándum de 29 de abril de 1947 calculaba el número de refugiados en 10 000, encontrándose la mayoría en Orán, Argel y Casablanca. Manifiesta el informante que muchos tenían dificultades para sobrevivir en el Magreb y lo intentaban como podían: «Un número considerable de refugiados encuentra sus recursos económicos en la fabricación o venta clandestina de jabón»; era habitual tropezar con republicanos indigentes. Una segunda comunicación informaba de la opinión general de los refugiados en Argel y pueblos limítrofes sobre el problema español y el Gobierno republicano: «Para un observador imparcial, el aspecto de la masa de refugiados españoles ofrece dos características evidentes: una que sorprende, por la diversidad de opiniones y forma personal de enfocar el problema; y otra uniforme, porque tal vez no existe ni un solo refugiado, ni siquiera entre los que se hayan naturalizado franceses, que olviden el país y dejen de interesarse ávidamente por la cuestión, sus incidencias, estado del franquismo y posibilidades republicanas». Asegura igualmente que la inquina contra el régimen franquista es «contundente e implacable». Aunque muy polarizados, opina que coincidían en una cosa: «Franco se mantiene en el poder por razones de Inglaterra y América del Norte»[80].
Los problemas afectaban a los republicanos, aunque repercutían con menos intensidad en los comunistas, blindados al desaliento. El hombre fuerte del PCE durante esos años, Santiago Carrillo, no albergaba dudas: «Ser comunista nos daba en aquellos momentos una ventaja moral y psicológica sobre los demás antifranquistas. Teníamos algo que no tenían los otros: la fe. Fe en que marchábamos en el sentido de la historia. Fe en que teníamos un punto de referencia de la justeza de nuestros ideales, un apoyo real de la Unión Soviética. Fe en el valor de la solidaridad de los comunistas de todo el mundo. Fe en nuestro sentido de la organización y de la disciplina». Nada más. Nada menos.