Muerte y esperanza
Ay, si pudiera estar muerta
sin tener que morir…
MILENA JESENSKÁ
Era costumbre de la España católica alfombrar las calles con pétalos de rosas, allá por el mes de mayo, para que discurrieran las procesiones de las vírgenes y los santos de cada localidad. La República y la guerra modificaron el escenario de lo sagrado, y el 28 de octubre de 1938 las avenidas barcelonesas se llenaron de flores para que desfilaran en su adiós, y rotos por la emoción, los miembros de las Brigadas Internacionales. Los exiliados consideraron siempre a los 35 000 brigadistas que combatieron en la guerra de España —7000 judíos entre ellos— portadores de una deuda impagable: la de arriesgar sus vidas en defensa de la República. A cambio, los extranjeros solidarios llevarán para siempre a España en el corazón. Pero la de Barcelona fue una despedida provisional. Los internacionales coincidirían con los republicanos en los campos de internamiento franceses, y en los Lager alemanes, y en la Resistencia contra los nazis. Unos y otros defendieron su identidad y autonomía en el destierro europeo, pero los vínculos de la guerra civil se mantuvieron hasta el final.
OLOR A CARNE QUEMADA: LOS CAMPOS ALEMANES
La derrota de los franceses determinó que miles de españoles encuadrados en las compañías de trabajadores —y algunos integrantes de los cuerpos mercenarios— acabaran en los campos de exterminio. Una orden de 25 de septiembre de 1940 despojó del estatuto de prisioneros de guerra a quienes hubieran combatido en la guerra civil española, a los republicanos detenidos en territorio enemigo y a quienes resistían al expansionismo alemán. Cuando los prisioneros pasaron a la jurisdicción de la Policía Secreta del Estado, su destino parecía sellado. Ni el régimen de Vichy ni por supuesto el de Franco se interesaron por su suerte. Una memoria del Instituto de Historia Cronológica de Múnich confirma que fue un mandato de la Comisión del Armisticio el que desposeyó de su estatuto militar a los miembros españoles de las CTE, requisito indispensable para entender lo que sucedió más adelante[1]. Para los exiliados republicanos no regían las convenciones internacionales de 1929 y 1933, relativas a prisioneros de guerra y refugiados: fueron concentrados primero en Fronstalag (campos de tránsito y selección de soldados prisioneros en territorio francés) y luego recalaron en los Stalag (campos de militares cautivos en la propia Alemania). Algunos afortunados consiguieron escapar en ese intervalo de tiempo y alcanzaron la Francia no ocupada. Otros pocos, como Luis Velázquez González, ensayaron con éxito la artimaña de hacerse pasar por franceses: se mantuvieron en los Stalag como prisioneros de guerra hasta la victoria aliada. La mayoría fue deportada a los campos de exterminio, generalmente en trenes de mercancías pero también en barcazas o camiones. Una vez en Alemania, entre agosto de 1940 y el verano de 1941 los españoles fueron repartidos por los diferentes Lager, ubicados tanto en suelo alemán como en países satélites[2].
La arribada a los campos desbarataba los esquemas de todo lo visto y vivido hasta entonces, incluso para gentes tan castigadas como los republicanos. Para acercarse a la atmósfera de lo que significó el universo concentracionario nazi, los supervivientes aluden siempre al infierno, lo inefable. Neus Català se interrogaba ante los campos: «¿Quién será capaz de describir un día la primera impresión? No he encontrado a nadie que haya dado la respuesta, ni por aproximación, de lo que sentí al traspasar las puertas de un campo de exterminio. No se han inventado palabras para describirlo». Transportados en vagones como animales, el trabajo esclavizado y la cotidianeidad de la violencia los despojaban rápidamente de su humanidad. «Quisieron reducirme a bestia, a animal sólo preocupado por la supervivencia, por la hora de la sopa, por el trabajo mecánico, y nada más», recuerda Enríe Marco i Batlle. Nada más entrar, los obligaban a ducharse con una combinación de agua helada e hirviendo que les advertía de su condición de sujetos sin derechos. Desnudos, golpeados, envilecidos, comenzaba el proceso de cosificación. Proseguía con los uniformes a rayas (drillich), y el gorro correspondiente, y un triángulo que informaba e identificaba: rojo (políticos), morado (objetores de conciencia), negro (antisociales), marrón (gitano), amarillo (judíos), verde (comunes), lila (pacifistas) y rosa (homosexuales). A los españoles de Mauthausen se les distinguía con el triángulo de color azul de los apátridas y una S de Spanier en su interior. Otra paradoja: apátridas y españoles a la vez; en los demás campos los republicanos fueron considerados políticos, triángulos rojos. El remate del proceso era el número; elemento único de identificación y primeras palabras en alemán que debían conocer: les iba la vida en ello. El futuro no se presentaba especialmente halagüeño: la esperanza de vida en Mauthausen, un campo intermedio, era de nueve meses[3].
Los campos de concentración (Konzentrationslager: KL y KZ) habían surgido como instrumento de control contra los enemigos del nazismo y como reserva de mano de obra. También funcionaron oficialmente los campos de exterminio (Vernichtungslager), pero esas divisiones eran relativas. «Técnicamente, Mauthausen no era un campo de exterminio ni tampoco estaba destinado a los judíos, pero exterminó sistemáticamente y hubo judíos entre sus víctimas», escribe Pike. Los primeros establecimientos habían sido creados en febrero de 1933, cuando los nazis llegaron al poder, y estaban ubicados en las proximidades de Dachau y Oranienburg, bajo tutela de las SA, tropas de choque nazis eliminadas en 1934. Cuando empezó la guerra, ya funcionaban seis campos, que desde 1934 administraban las SS (Schultzstafel), encargadas también de mantener el orden y la seguridad. En general, los oficiales de las SS eran personas normales, padres de familia convencionales y ciudadanos hasta cierto punto ejemplares. Los monstruos subalternos que evocan los supervivientes eran en realidad alemanes del común, porque entonces el nazismo formaba parte del paisaje[4].
Los pobladores iniciales de los Lager fueron disidentes políticos de izquierda, religiosos y aquellos que concitaban la inquina nazi por sus vinculaciones raciales, como judíos y gitanos. Las primeras grandes sarracinas se practicaron no obstante con los soviéticos después de la invasión alemana. Hitler había rubricado el protocolo «Sobre el trato que hay que dar a los comisarios políticos», que sirvió para eliminar a miles de soldados soviéticos, tratados con igual o peor saña que los hebreos. El 7 de diciembre de 1941 entró en funcionamiento el decreto Nacht und Nebel —Noche y Niebla—, donde se reflejaba que la cárcel o el internamiento en los campos no constituían, para algunos opositores, instrumentos suficientemente disuasorios. En la práctica, la orden entrañaba la muerte automática para los resistentes que atentaran contra los intereses alemanes en los territorios ocupados; y ante una condena no cabía posibilidad alguna de recurso. Para completar el horror, no se ofrecía noticia alguna sobre los deportados y condenados; de ahí la denominación Noche y Niebla: «Debían desaparecer en la noche y en la niebla sin dejar rastro ni huella». Aunque había NN considerados oficialmente como tales —los maquisards detenidos en Francia, por ejemplo—, se asignaba esa etiqueta de manera arbitraria a quienes decidían los responsables de los campos. Los españoles no estaban por lo general señalados como Noche y Niebla, pero hasta mediados de 1942 los trataron como tales: los nazis impidieron a los republicanos comunicarse con sus familias y tampoco cedieron información a los organismos que la solicitaron. Y el porcentaje de bajas fue aterrador.
El objetivo de los campos era diezmar a los internados, pero después de explotarlos a conciencia. Razón por la que los intelectuales no estaba bien vistos: pensaban mucho, alimentaban focos de crítica y producían poco; llevar gafas no era recomendable. En el negocio del trabajo esclavo destacaron las más importantes corporaciones alemanas. Sociedades como Krupp, Heinkel, Porsche, Opel, Volkswagen, Messerschmidt, IG Farben, Siemens, y otras muchas, apoyaron al nazismo y recogieron fabulosos dividendos. Esas empresas, involucradas en la maraña nazi, estaban al margen de responsabilidades judiciales pero su colaboración con el nazismo tampoco comportó inquietudes éticas: las discusiones se centraban casi siempre en la factura. Las corporaciones y los SS, que recibían de cinco a siete marcos por cada preso empleado, se repartían las plusvalías; los segundos también alquilaban detenidos a empresarios particulares. Los capataces de las fábricas y los patronos podían maltratar a los prisioneros, y asesinarlos no implicaba responsabilidad alguna. Empresas y nazis colaboraban eficaz y lealmente. IG Farben tenía contratados a 30 000 cautivos de Auschwitz, y una filial de esta empresa suministró a los nazis el gas Zyklon B (hidrógeno, carbono y nitrógeno) utilizado en las cámaras de gas. En septiembre de 1941 se utilizó por vez primera en el propio Auschwitz; las víctimas fueron 900 prisioneros soviéticos. El gas significó un importante avance metodológico frente a usos anteriores como ahorcamientos y ejecuciones por fusilería, que eran prácticas caras, escandalosas y poco eficientes. El gas incluía además una dimensión estética: evitaba la sangre, los gritos de los condenados, rematar a los moribundos. Los hornos crematorios completaron el proceso y ahorraron de paso el espectáculo de cuerpos amontonados en fosas o abandonados en los lugares de trabajo. Amén de huellas que desaparecían[5].
El caso de los españoles aparece como excepcional en el sistema represivo nazi. Fueron conducidos a los Stalag en calidad de prisioneros de guerra, y por causas aún no suficientemente aclaradas acabaron en los campos de exterminio. El primer contingente de «rojos españoles» (Rotspanier) alcanzó Mauthausen el 6 de agosto de 1940, a las ocho de la mañana. La experiencia de uno de los 392 republicanos de ese viaje inicial, Amadeo Sinca Vendrell, puede servirnos para conocer el itinerario que seguían los españoles desde Francia hasta los Lager. Fue detenido junto a sus compañeros de la 103.ª CTE el 20 de mayo de 1940. Pasó primero un tiempo en un Fronstalag en Francia y después fue llevado al Stalag Trier, llamado así por estar cerca del pueblo alemán de ese nombre. Después de dos días encerrados en los vagones de un tren, alcanzaron el Stalag XIII A, próximo a Nuremberg; los SS condujeron a los españoles hasta unas barracas especiales y aisladas; allí estuvieron casi un mes, hasta que recibieron orden de partir. Dos días de viaje y llegaron al Stalag VII A, en Moosburg. Finalmente fueron encaminados a los alrededores de Linz, y entonces comprendieron que Mauthausen era el final de trayecto: «Tuvimos la gran decepción al contemplar los trajes rayados que cubrían miserablemente a los hombres famélicos, que agotados marchaban obedeciendo a los cabos de vara que los conducían a trabajos forzados». Desde ese primer desembarco, los flujos de republicanos continuaron durante los meses siguientes; en la madrugada del 13 de diciembre de 1940 llegó a Mauthausen la expedición más numerosa, con 849 españoles. Pero el 24 de agosto de 1940 había acontecido uno de los episodios más extraños y dramáticos, como fue la arribada del llamado «tren de Angulema», ocupado por familias enteras, aunque al final sólo permanecieron en el campo 430 hombres, incluidos los niños desde los 13 años y los heridos y mutilados, mientras que 497 mujeres y niños menores fueron reenviados a España vía Berlín. En el tren de Angulema iba el asturiano Galo Blanco, de 17 años, a quien acompañaban el padre —asesinado luego en Gusen— y un hermano. Un deportado evoca en sus memorias llantos y lamentos indescriptibles cuando padres e hijos fueron separados de manera violenta. Este fue el único convoy que no pasó antes por un Stalag, junto a los «trenes de la muerte» de los últimos meses de la guerra. Los miembros de este grupo no estaban militarizados, ni combatían los intereses alemanes, y por tanto resulta comprometido conocer las causas por las que fueron acarreados a los campos de exterminio[6].
Los franquistas y los campos de exterminio
Una de las mayores controversias historiográficas (y políticas) se centra en la responsabilidad de la Administración franquista, y especialmente de Ramón Serrano Súñer, en el destino de los españoles. Para los testigos de la época no existen dudas: Franco y Serrano fueron culpables. Lope Massaguer, superviviente de Mauthausen, pone en boca del ministro lo siguiente: «La suerte que puedan correr esos rojos no nos importa en absoluto. Son responsables de luchar contra los principios de orden, patria y religión que tanto el III Reich como nosotros defendemos. De haber permanecido en España, nosotros mismos les hubiésemos exterminado para que no quedase ni su semilla. Podéis hacer con ellos lo que os parezca oportuno». Vilanova afirma que Serrano Súñer dio carta blanca a los alemanes para cometer todo tipo de tropelías contra los republicanos españoles allá donde se encontraran. Pero también realiza otra denuncia: en España existían noticias fidedignas de lo que sucedía en los KL porque los alemanes mantenían una fluida comunicación con la embajada española en Berlín y los consulados españoles. La Federación Española de Deportados e Internados Políticos también acusa a los jerarcas del franquismo de negar información sobre los republicanos de los campos, mediante la embajada española en Berlín, cuando se interesaba por ellos un organismo internacional. Una circunstancia que conocían. Incluso un oficial de la División Azul, José María Queralt, estuvo haciendo propaganda de su unidad en Mauthausen. Enríe Marco i Batlle cuenta que nazis y franquistas internaban falangistas y requetés en los campos para que actuaran de confidentes entres los españoles. Cita a dos: Jaume Poch, requeté, y José Rebollo, falangista. Los responsables de la embajada franquista en Viena también conocían lo que estaba ocurriendo en Mauthausen y sus campos anexos, y no hicieron nada. Según Pike, el embajador se interesó por Juan Bautista Nos Fibla, liberado el 22 de agosto de 1941 por deseo expreso de Serrano[7].
Actualmente no existe duda alguna de que los responsables de Madrid estaban al tanto de las deportaciones y de la realidad de los campos de exterminio. Y de que pudieron salvar la vida de los republicanos. Respondieron con el silencio porque tal vez los alemanes estaban haciéndoles la tarea de liquidar a los «republicanos irrecuperables». Existen documentos esclarecedores —por su contenido y fecha— para demostrar que los franquistas conocían lo que estaba ocurriendo. El 9 de julio de 1940 —aún no había españoles en los campos nazis— el cónsul de Hendaya notifica al Ministerio de Asuntos Exteriores (Juan Beigbeder) que las autoridades alemanas de ocupación le habían propuesto dos opciones con respecto a los refugiados: o devolverlos a España o concentrarlos en Bidart, en cuyo caso pasarían los gastos al Gobierno español. El cónsul concluye que «tal vez cabría designar nominativamente a las personas que el Ministerio desee sean traídas a España de entre la masa de refugiados, desinteresándonos del resto»[8].
La información sobre los civiles de Angulema resulta más concreta. Los alemanes enviaron el 20 de agosto de 1940 al Ministerio de Asuntos Exteriores la Nota Verbal 648/40:
«La embajada de Alemania saluda atentamente al Ministerio de Asuntos Exteriores y tiene el honor de rogarle, quiera comunicar a esta Embajada, si el Gobierno Español está dispuesto a hacerse cargo de 2000 (dos mil) españoles rojos que actualmente se hallan internados en Angoulême (Francia).
»Aprovechando esta oportunidad, la Embajada de Alemania se honra en comunicar al Ministerio de Asuntos Exteriores que las Autoridades alemanas están gustosamente dispuestas a prestar a la Policía de Seguridad española, conforme a sus deseos, toda la ayuda posible en la captura de los dirigentes rojos españoles».
En otro documento, fechado el 30 de agosto y con salida de 3 de septiembre de 1940, el Ministerio de Asuntos Exteriores remite un despacho al Ministerio de Gobernación (Serrano Súñer) bajo el título «Repatriación 2000 españoles rojos detenidos en Francia»:
«De orden comunicada por el Sr. Ministro de Asuntos Exteriores adjunto paso a manos de V. E., para su conocimiento y demás efectos, copia de la Nota Verbal número 648/40, en la que la Embajada de Alemania pregunta si el Gobierno español está dispuesto a hacerse cargo de 2000 españoles rojos que actualmente se hallan internados en Angoulême».
El 28 de agosto de 1940 la embajada alemana insistía en la Nota Verbal 673/40 sobre la orientación a seguir con los detenidos de Angulema y que ampliaba además a todos los republicanos residenciados en la Francia ocupada:
«La embajada de Alemania saluda atentamente al Ministerio de Asuntos Exteriores y refiriéndose a su Nota Verbal del 20 del actual —Núm. 648/40—, tiene el honor de rogarle nuevamente, se sirva comunicarle si el Gobierno Español está dispuesto a hacerse cargo de los 2000 rojos españoles que se encuentran actualmente internados en Angoulême.
»Al mismo tiempo, la Embajada agradecería al Ministerio de Asuntos Exteriores le hiciese saber si el Gobierno Español está dispuesto a acoger, además de los mencionados 2000 rojos, a los 100 000 rojos españoles en total que se hallan en los campos de concentración instalados en los territorios franceses ocupados por las tropas alemanas. En caso de que el Gobierno español se negara a ello, esta Embajada le agradecería una comunicación referente a lo que el Gobierno Español opina sobre el futuro de estos internados, ya que las autoridades alemanas de ocupación se proponen alejar próximamente de Francia a los referidos españoles.
»La Embajada de Alemania quedaría particularmente agradecida al honorable Ministerio por una pronta comunicación del criterio del Gobierno español sobre este particular».
Finalmente, el 22 de octubre de 1940 los nazis preguntan a los franquistas sobre la suerte de los republicanos españoles exiliados en Francia:
«Al poner en conocimiento del Ministerio de Asuntos Exteriores lo que procede, la Embajada de Alemania, por encargo de su Gobierno, tiene el honor de rogar nuevamente al Ministerio tenga la amabilidad de comunicar lo antes posible cuál debe ser la suerte de aquellos refugiados rojos españoles que no desean emigrar a México, que no figuran en la relación que el honorable Ministerio se ha servido enviar a esta Embajada con la Nota Verbal núm. 401, del 8 de agosto [de 1940] pasado y contra los cuales no existe tampoco ninguna acusación especial. El Gobierno del Reich agradecería sumamente se le comunicara lo más pronto posible si el Gobierno español está dispuesto a hacerse cargo de estos refugiados o bien de una parte de ellos»[9].
Simultáneamente a los comunicados de los alemanes, también se producían intercambios informativos entre los organismos españoles. Así, el 3 de septiembre de 1940, con entrada del día 16, se recibió en la Dirección General de Seguridad una nota procedente de Irún (Guipúzcoa):
«Se tienen noticias de que un grupo de españoles que residía como refugiados en Angulema (Francia) fue embarcado en un tren especial, con objeto de repatriarlos, haciéndoles seguir el siguiente recorrido: Angulema–Alsacia–Lorena–Austria; en este país fue hecha una selección quedando únicamente en el tren las mujeres y jóvenes menores de 14 años, manifestando a las mujeres que únicamente era por razón de selección, pero que llegarían inmediatamente a la frontera.
»La expedición formada por las mujeres se internó en Alemania, llegando a unos 8 km de Berlín, donde pudieron oír las alarmas y fogonazos de las baterías antiaéreas —y regresando por el mismo recorrido en sentido contrario hasta la frontera española— hicieron el viaje siempre de noche y a grandes velocidades —siendo el mismo tren, y sin dejarles apearse, en el que hicieron el recorrido que se menciona—. Había durado el viaje desde el día 26 de agosto de 1940 hasta el 1 de septiembre que entraron en España siendo el total de mujeres y niños entrados 442 personas, no habiendo llegado hasta la fecha la expedición de mayores de 14 años. Ha sido recogida esta información entre numerosas refugiadas de este grupo coincidiendo todas en lo que anteriormente se menciona. Se ignora el paradero y razones por las que no hayan llegado los hombres y niños»[10].
Con independencia de los «dos mil de Angulema», civiles sin matices, la situación de los republicanos, una vez derrotada Francia, era especialmente compleja, incluso desde el punto de vista administrativo. Estaban militarizados pero en su mayoría no eran militares. La ex diputada Victoria Kent explicaba esa contradicción en una nota al embajador mexicano Luis I. Rodríguez, en la que pedía su mediación para que fueran liberados de los campos nazis. Aludía a «que su prestación no era voluntaria, sino consecuencia de su condición de refugiados beneficiarios del derecho de asilo, al que no podían renunciar ante la imposibilidad de regresar a España y de dirigirse a otro país extranjero». Por lo tanto, «su encuadramiento militar y en algunos casos su uniformación no destruyen el carácter civil de las prestaciones». En un principio, los alemanes aplicaron a los republicanos el estatuto de prisioneros de guerra y los condujeron, con los franceses, a los Stalag. No obstante, en un determinado momento, les fue arrebatado el estatuto de prisioneros de guerra. ¿Cuál fue la razón[11]?.
La explicación más plausible es que los republicanos pasaron del control de la Wehrmacht a manos de la Gestapo. Como vimos, el 25 de septiembre de 1940 una orden de la RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich) condenaba a los «combatientes de la España roja» (Rotspanienkampfer) a los campos de exterminio. La orden señala que los izquierdistas que combatieron en España, tanto españoles como extranjeros, perdían su condición de prisioneros de guerra y pasaban a depender de la policía. Estaba firmada por el Gruppenfürer Heinrich Müller y contaba con la aprobación del máximo dirigente de la Gestapo, el Obergmppenfuhrer Reinhard Heydrich. Pero el 25 de septiembre ya había españoles en los campos de concentración austro–alemanes. Y, por supuesto, también habían llegado a Mauthausen los civiles de Angulema. ¿Quién lo había decidido? ¿Quién fue el responsable de su deportación? Francesc Vilanova i Vila Abadal escribe que la llegada de los españoles a los campos «no puede explicarse de forma mecánica y lineal», porque «factores como el descontrol administrativo, la suerte, la competencia entre estructuras nazis distintas, los recelos entre militares y la RSHA o la falta de medios de transporte en un momento determinado, también parece que contaron, y mucho, a la hora de establecer el destino de muchos refugiados españoles en Francia». Coincidió la orden con el viaje a Berlín de Serrano Súñer, ministro de Gobernación —un mes más tarde también se haría cargo de Asuntos Exteriores— entre los días 20 y 25 de septiembre, acompañado de una pequeña corte de falangistas, entre los que destacaba Dionisio Ridruejo. Martín Casas y Carvajal Urquijo sostienen que «viajó para recabar ayuda en la persecución y exterminio de los exiliados asilados en Francia». Serrano confesó a Montserrat Roig que desconocía lo que pasaba en Mauthausen: «Los nazis me dijeron que no eran españoles, sino gente que había combatido contra ellos en Francia». Pero cuando el entonces todopoderoso ministro giró la visita a la capital del III Reich ya había españoles en Mauthausen, y luego continuaron llegando. No existen pruebas públicas de que Serrano Súñer tuviera que ver con la orden de deportación, pero desde luego resulta inverosímil que no la conociera. Serrano fue precedido en Berlín a finales de agosto por José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, que había sido invitado por el Reichsführer Heinrich Himmler, el hombre que dominaba las policías alemanas. A la luz de los documentos, no pueden quedar dudas de que los franquistas conocieron todo el proceso de deportación y lo que sucedía en los campos. Lo sabían, pudieron evitarlo y nada hicieron. Los alemanes los tuvieron en todo momento informados de los procesos de deportación. Vilanova i Vila Abadal lo ha resumido: «Quizás podamos hablar abiertamente de un “silencio cómplice” o de un “silencio criminal”»[12].
Mariano Constante, superviviente de Mauthausen, relata un episodio que añade sombras a la relación entre la Administración franquista y el destino de los españoles. Manifiesta que en diciembre de 1941 llegaron al campo cuatrocientos compañeros del Stalag XVII B. Precisa que estos exiliados, recibidos en Mauthausen nueve meses después que ellos, habían estado concentrados a un paso de su grupo, que lo estuvo en el Stalag XVII A. Los nuevos inquilinos de Mauthausen llegaban con unas fichas completísimas, por lo que deduce que hubieron de contar con informes de la policía española. Un razonamiento que tenía una base real. Desde las filas republicanas, en concreto desde el sector comunista, se había lanzado el 14 de mayo de 1939 una advertencia sobre la seguridad de la documentación de los españoles en Francia: «El SERE es un centro burocrático que colecciona fichas llenas de datos preciosos para los agentes fascistas. Estas fichas están hoy en poder de Franco. No cabe duda que el robo de las fichas ha sido facilitado por elementos del SERE»[13]. También podemos hacernos una pregunta, impertinente y transversal, sobre la suerte de los españoles en los campos de exterminio alemanes. ¿Por qué la URSS, aliada de Hitler hasta el 22 de junio de 1941, no intervino en favor de los republicanos españoles, o al menos de los comunistas? Recordemos el asunto Antón, que estaba en el campo francés de Le Vernet. ¿Conocían los soviéticos de la presencia de miles de republicanos españoles, muchos de ellos del PCE, en los campos alemanes antes de la invasión de la URSS por las tropas de Hitler? Invadida Rusia, está claro que nada podían hacer. Pike recoge el testimonio del Gauleiter de Oberdonau, August Eigruber, quien afirma que hubo una circular en la que ofrecieron seis mil rojos españoles a los soviéticos, que los rechazaron. Pero testimonio y documento forman parte de la teología de la justificación hitleriana[14].
Mauthausen: el infierno de los españoles
El campo austríaco de Mauthausen fue el más directamente vinculado a los republicanos; estaba próximo a las aldeas de Mauthausen y Marbach, en la confluencia de los ríos Enns y Danubio, y también a la cantera Wienergraben, la mayor del país. Fue el primer KZ construido fuera de Alemania y el último liberado. Se calcula que por Mauthausen pasaron unos 139 000 prisioneros, más otros 25 000 que llegaron marcados con el Código Kügel, que fueron asesinados y no figuran en los registros; recuentos oficiales austríacos estiman en 127 767 el número de muertos. El trabajo fundamental giraba en torno a la cantera, y otras tareas eran la construcción de los muros del recinto, garajes y chalés para los SS, además de las carreteras que conducían al campo. Aunque parezca una paradoja, trabajar siempre era una buena noticia; en los Lager la incapacidad laboral se pagaba con la vida, y escaparse era una quimera. Altos muros, alambradas con púas electrificadas y miles de SS vigilando metralleta en mano —en 1945 alcanzaron los 5948 efectivos— y una legión de chivatos establecían una barrera infranqueable para hombres famélicos que además no habrían encontrado apoyo entre la población del lugar. Aunque los intentos de fuga no eran habituales, se produjeron de cuando en cuando. Antonio Vilanova relata que 17 españoles lo acometieron, fuera de Mauthausen, y diez tuvieron éxito. Juan Adelantado Andreu huyó primero de Vöcklabruck; detenido, consiguió escapar después de un campo de condenados a muerte en el Tirol y entrar en contacto con resistentes checos. El único plan de evasión en Mauthausen lo protagonizaron los soviéticos del barracón 20, marcados con el Código K; de 419 internados que lo intentaron, sólo una veintena logró su objetivo[15].
La entrada principal de Mauthausen estaba coronada por un águila de cobre y un lema: «El trabajo os hará libres». El corazón del campo era la Appellplatz, la plaza central, donde se desarrollaban los acontecimientos fundamentales y donde se pasaba revista, que duraba por lo común media hora. No obstante, cuando escapaba algún preso o había problemas de recuento, podía alargarse durante horas o hasta comenzar las tareas del siguiente día. El trabajo también resultaba agotador. Sinca Vendrell especifica en sus memorias las actividades de cada jornada. Empezaban a las seis de la mañana y la jornada terminaba a las cinco y media de la tarde; a partir de entonces se dedicaban a limpiar las barracas, y a las ocho de la tarde se acostaban. Transportaban piedras al hombro en la cantera Wienergraben, a un kilómetro del campo. La rutina diaria consistía en ascender con las piedras una escalera de 186 peldaños, operación en la que invertían cuarenta y cinco minutos, mientras eran azuzados, increpados o eliminados por los guardianes. Los 186 escalones habían sido tallados en la piedra durante el invierno de 1940–1941, y constituían una metáfora de explotación y muerte. Los testimonios de los españoles inciden en que ellos nunca suplicaban ni lloraban cuando eran castigados con los correspondientes latigazos. El campo se organizaba en tomo a los barracones (blocks) de madera —los españoles ocupaban el 9, 11,12 y 13—, que en el interior se dividían en dos alas; y en el centro estaban instalados los lavabos, en la antesala se situaban las habitaciones de los kapos y sus ayudantes. Las literas eran de tres pisos, y en los camastros descansaban jergones rellenos de virutas. Los sobrevivientes evocan casi siempre que, en medio del infierno, los alemanes persistían en su tendencia al trabajo bien hecho, a clasificarlo todo y a exigir limpieza donde sólo había muerte[16].
Pobremente vestidos, los hombres a rayas calzaban zuecos de madera en vez de zapatos, inventaron calcetines con trozos de tela o papeles, y se mantenían a base de agua caliente y restos de hojas de coles, nabos o pieles de patatas. En conjunto, las circunstancias eran tan extremas que sobrevivir se conseguía a base de juventud, suerte y salud. O de venderse sexualmente a los SS: y seguir teniendo suerte. O de acreditar competencia en el boxeo. O jugar bien al fútbol. Los nazis, aficionados al balompié, protegían a los jugadores destacados. Lo mismo que hacían con los perros que sobresalían en las luchas en que apostaban los cabos de vara y los SS. Lo peor de todo era, como escribe Vilanova, el envilecimiento, «la muerte moral que se va grabando día a día en el preso, de que él, allí, no es más que un poco de basura, de que no saldrá jamás vivo, de que la justicia, el honor y la verdad no existen». A quienes intentaron escapar y fueron detenidos, se les liquidaba con un ritual que incluía el traslado en un carro seguido de una orquesta que ejecutaba exultantes melodías, diez mil hombres formados en el patio central como espectadores, y los condenados que eran obligados a un último acto de ignominia: ahorcarse unos a otros. El mensaje era muy sencillo: humillar a los cautivos, inocular el miedo, advertir sobre la inutilidad de la huida. Asumir en definitiva su insignificancia[17].
A finales de 1940 había unos 7000 republicanos en Mauthausen. Españoles y polacos eran mayoría entre los extranjeros del campo durante los primeros tiempos, y las relaciones entre los dos grupos nacionales resultaron muy difíciles. Los españoles consideraban a los poloneses reaccionarios y mansuetos —zalameros con los nazis, y confidentes, y antisemitas incluso—, mientras que los republicanos eran para los creyentes polacos auténticos comecuras, el paradigma del ateísmo. Tampoco los españoles respetaban demasiado a los italianos, que por lo general entraban en el campo llorando. Pero el personal dominante eran los delincuentes comunes que, procedentes de Dachau, habían construido el campo de Mauthausen en 1938. También había internados políticos, homosexuales, asociales y raciales (gitanos y judíos). La guerra nazi–soviética llenó Mauthausen de rusos, a quienes no se les respetó la condición de soldados. Los soviéticos llenaron el Krankenlager (hospital de internados), conjunto de barracas conocido en Mauthausen como «campo ruso» porque en él se amontonaban más de 6000 mil soviéticos moribundos. Constante evoca el «campo ruso» y la inefabilidad de lo que allí sucedía: «El describir lo que era aquella antecámara de la muerte no me sería posible, falto de vocablos que pudieran calificar la acumulación de cuerpos, que despedían olores nauseabundos debido a sus heridas gangrenadas, a su suciedad y hasta a sus materias fecales, en las que algunos se bañaban»[18].
En Mauthausen se encontraban también cautivos brigadistas de varias nacionalidades. Uno de ellos, Eugen Herzfeld, judío húngaro, llevaba el triángulo azul de los apátridas y la S de Spanier. Herzfeld explicó por qué se identificaba como español y no directamente como judío: «He nacido en Hungría pero no quiero ser húngaro en estos momentos. El Gobierno de la República española me dio el título de ciudadano español y así lo he hecho constar en las oficinas cuando he dado mi filiación. Estoy orgulloso de llevar el triángulo de mis hermanos españoles», escribe Miguel Ángel Sanz. El 5 de enero de 1941 Herzfeld fue requerido por los SS, y comprendió que lo iban a asesinar. Se encaminó hacia las alambradas, seguido de los verdugos nazis y los kapos con picos en la mano. Continúa Sanz: «Eugen, al llegar a las alambradas, dio media vuelta; los SS echaron mano a la pistola temiendo ser atacados y los kapos dieron un paso atrás. Nuestro camarada con un sublime fervor y un perfecto castellano se dirigió a los españoles gritándoles: “¡Camaradas, hermanos españoles, la lucha continúa!”. Después dijo algo en alemán, levantó el puño, irrumpió en la zona de muerte y con un rápido gesto, antes de que las balas segaran su vida, gritó un estentóreo: “Viva la República española”, que los que lo oyeron no lo olvidarán jamás». Herzfeld aparece en los ficheros del campo como el único Rotspanier juden —rojo español judío—. El candidato ideal para morir en un campo nazi[19].
La hora de los asesinos
Pero en Mauthausen no sólo había víctimas, también abundaban los victimarios. El comandante general del campo era el Standartenführer Franz Ziereis, carpintero, y el Hauptsturmführer Georg Bachmayer, zapatero, se encargaba de la seguridad del campo: jefe directo de los cautivos y encargado de la disciplina. Otro nombre destacado en el entramado represivo era el Obersturmführer Karl Schulz, metalúrgico y policía, responsable de la Politische Abteilung (oficina de la Gestapo en el campo). Menestrales al servicio de la barbarie, que incluso se ayudaban de perros, preciosos auxiliares para sus excesos con los prisioneros, atacados por los canes entrenados para matar; Lord, el perro de Bachmayer, alcanzó celebridad entre los internados. Además de los SS: en 1945 llegó a haber unos 10 000 en el archipiélago Mauthausen, 3000 en el campo central. Pero la disciplina en el campo era tarea de los propios internados; otro éxito de los nazis: las víctimas se vigilaban entre sí. Primo Levi, uno de los analistas más rigurosos de los Lager, ha descrito cómo los campos se mantenían gracias sobre todo a los propios cautivos; entre los mandos subalternos destacaban los kapos y prominenten. Los primeros se encargaban de los kommandos, unidades de producción, y los segundos, del funcionamiento de la administración: almacenes, oficinas, talleres, ordenanzas, electricistas, sanitarios… También adquirieron relevancia inmediata los encargados de los barracones. La mayor parte de los kapos y prominenten eran delincuentes y asociales, alemanes o austríacos. Con el tiempo accedieron a esos puestos extranjeros, incluidos españoles. Entre los cautivos encargados del orden interior en Mauthausen sobresalió el Lageraltester Magnus Keller, kapo principal apodado «King Kong», que era un preso político[20].
Aunque los nazis utilizaron todo tipo de recursos para matar, la mayor parte de los fallecimientos se producía por agotamiento y hambre —recibían un tercio de las calorías necesarias—, además de enfermedades derivadas de las adversas circunstancias y de los malos tratos. Ciertamente, los SS también disponían de métodos adicionales de liquidación: «ejecuciones» médicas y gaseamientos sobre todo. En el Revier (enfermería del campo) se encontraban los dolientes, condenados a muerte porque ya no producían, con quienes los médicos realizaban todo tipo de ensayos ajenos a la ciencia. Experimentos con el único fin de ocasionar dolor y muerte. La principal especialidad de los médicos de los Lager era la odontología de saqueo, que consistía en extraer las piezas dentales de los muertos. Su medicina favorita: las inyecciones de benceno. El gas fue luego todo un hallazgo. Primero, mediante los camiones Spezialwagen —llamados por los españoles «camiones fantasmas»—, que incorporaban una caja metálica en la que se distribuían gases asfixiantes. Desde 1942, el campo de Mauthausen dispuso de su propia cámara de gas y el correspondiente crematorio. Francesc Cornelias recuerda que Ziereis les espetó al llegar una frase que al principio no entendieron: «Por esta puerta entraréis y por aquella chimenea saldréis». El poeta Jorge Guillén tradujo a versos la muerte en los campos: «Entre aquellos alambres / El lento asesinato va extendiéndose / Por cámaras / De gas y de razón, / Y los ayes son humos / Frente a nuestra vergüenza»[21].
Resultaron especialmente aterradoras las experimentaciones médicas, eutanasia a la carta, en el castillo de Hartheim, a 35 kilómetros de Mauthausen. En él perdieron la vida unos 500 españoles. Alfaya sostiene que en Hartheim fueron eliminados 20 000 discapacitados —recluidos o no en los campos, víctimas de la operación Aktion T4— y 10 000 internados. Gemelos, personas con deficiencias físicas (o psíquicas) y cautivos escogidos al azar sirvieron de cobayas para experiencias supuestamente científicas. Muchas de esas prácticas las efectuaron especialistas titulados y doctores que gozaban de prestigio social y profesional. En contra de las tesis más escuchadas, esos ensayos no aportaron avance alguno a la comunidad científica. El cometido único consistía en demostrar la superioridad de la raza aria. Y matar. En el origen de estas prácticas estaba la creación en 1933 del Instituto de Investigaciones Biológicas y Raciales de Berlín–Dahlen. Cuando el 20 de enero de 1942 se celebró en la capital alemana la Conferencia de Wannsee, en la que se decretó la solución final para los judíos, eminencias médicas y científicas presentaron propuestas de aniquilación de los hebreos. O al menos para evitar o limitar su descendencia: las prácticas de esterilización también se aplicaron a rusos y gitanos. En el Kommando Erkennungdienst de Mauthausen, Karl Schulz mandó castrar al interno Stefan Grabowski, que trabajaba en el laboratorio fotográfico, a cambio de salir libre: un pacto basado en el poder absoluto sobre la vida. La intervención la realizaron médicos, y después le demoraron la libertad durante tiempo. El castrado acabó perdiendo el juicio antes de salir del campo, y luego, una vez libre, se arrojó al Danubio[22].
Otro aspecto truculento de Mauthausen fue el prostíbulo. Reservado en principio a los prisioneros alemanes y austríacos que ostentaban cargos, como los kapos y prominenten eso al menos aseguran supervivientes españoles. Más tarde se amplió a los internados en general, aunque pocos cautivos tenían dinero para el servicio; y la mayoría, más que en la actividad sexual, pensaba en cómo llegar a la mañana siguiente. Antonio Vilanova refiere que el sexo concertado estaba presidido por una organización típicamente germana. Había que solicitarlo al secretario de la barraca, requisito que incluía el pago de un marco o dos, según los autores. Conseguida la autorización, recibían un vale que daba derecho a visitar el burdel. Según el repetido Vilanova, el horario era de 7 a 8 de la tarde —cumplida la jornada laboral—, y las prostitutas recibían cuatro hombres al día con un tiempo de quince minutos. Pike afirma, por su parte, que trabajaban de 6 a 8 de la tarde, y recibían diez clientes, que disponían de 12 minutos. Las prostitutas, que disfrutaban de mejor comida y vestimenta que el común de los internados, eran alemanas y austríacas; supuestamente, voluntarias. Ni que decir tiene que en ocasiones las obligaban a ello, y tener una buena presencia se convirtió en una virtud comprometida en los campos de exterminio. El testimonio de Sinca Vendrell sobre el burdel del campo anexo de Gusen coincide con el de Vilanova para Mauthausen. Asegura que las prostitutas eran alemanas y polacas, que ellas mismas eran internas y forzadas. Concluye Sinca: «Nuestra conciencia solidaria, generalizada en los españoles, nos impidió (salvo excepción) el solicitar contactos sexuales, con esas hermanas de dolor y de cautiverio». Para los memorialistas republicanos, el sexo —más allá de las circunstancias— aparece siempre como tabú. Más dramático fue el tráfico de niños, sobre todo rusos. En sus textos sobre Mauthausen cuenta Mariano Constante que hubo un simple jefe de barraca que llegó a disponer hasta de diez niños, que los SS y kapos se los prestaban… Algunos de estos muchachos terminaron convirtiéndose en verdaderos victimarios de otros internados, ante el regocijo de «sus protectores»[23].
El 28 de agosto, veinte días después de la llegada, falleció el primer español de Mauthausen. Se llamaba José Marfil, número de registro 3394. El último muerto inventariado, Amado Benedito, cayó el 24 de abril de 1945. Pero a diferencia de judíos y polacos, los españoles, como los rusos, no estaban dispuestos a morir sin oponer un mínimo de resistencia. Tenían además la experiencia previa de los campos de Francia, y la manera de organizarse. Constante recuerda cómo aprovecharon una de las desinfecciones periódicas —duraba varias horas— para constituir «en el patio y en pelotas» el partido comunista en Mauthausen, que incluía a militantes del PCE, PSUC y las JSU. Era el 21 de junio de 1941, y se impusieron como objetivo asociarse con otras formaciones españolas y alumbrar el Comité Nacional Español. Integraban la dirección José Perlado, Manuel Razola, Santiago Bonaque, Bonet, Joan Pagés, Joan Tarrago y Juncosa. Vilanova escribe que Constante «también participó» desde el principio, pese a que no especifica el cargo. El propio Constante añade a Pablo Gascón y a él mismo en la nómina de dirigentes. Aunque en Mauthausen había socialistas, anarquistas y republicanos, no consiguieron organizarse como tales. Los contactos entre la organización comunista y los otros se establecieron de manera individual[24].
Hubo varias fases en la vida y la muerte de los españoles en Mauthausen. Entre el verano de 1940 y los primeros meses de 1942 los republicanos padecieron un calvario sin paliativos; fue un tiempo en que parecían destinados al exterminio total. En la segunda mitad de 1941, todos los días hubo algún muerto republicano en el archipiélago Mauthausen. Durante esos años, los españoles constituían una de las más bajas gradaciones en la «lista de pueblos» de los nacionalsocialistas alemanes. A partir de la primavera de 1942, y sobre todo desde finales de 1943, cambió la posición de los republicanos que, al menos, podían jugar con la hipótesis de la supervivencia. Francesc Cornelias mantiene una teoría sobre esa inflexión: «El segundo comandante, Bachmayer, pasados estos primeros días nos convocó y nos hizo saber que nosotros éramos unos españoles muy distintos de quienes habían llegado en verano. Afirmaba que estábamos mejor preparados y éramos más disciplinados». Aunque ignoramos las causas, lo cierto fue que desde la primavera de 1942 Bachmayer, el «gitano sanguinario», desplegó una «cierta simpatía» hacia los españoles. Pero Mauthausen, como los demás campos de exterminio, significó un progromo interminable. El profesor Michel de Bouard alude así a los republicanos del campo: «Los españoles, junto con los rusos, han pagado el más duro tributo a la creación de los campos de concentración. Su coraje, su ardor, la cohesión de sus grupos, les atrajo después de inmensos sufrimientos una tal vez especial atención entre los SS»[25].
Mauthausen disponía de 49 Kommandos (o campos anexos) en Austria, Alemania y Eslovenia. Algunos Kommandos o Nebenlager, dependientes de los Lager principales, resultaron especialmente devastadores. El ejemplo más visible, relacionado con los españoles, fue el campo anexo ubicado al lado del pueblo de Gusen, un matadero a seis kilómetros de Mauthausen dividido en tres niveles de producción: Gusen I era una cantera de granito; Gusen II, una fábrica subterránea de armamento; Gusen III, una ladrillera. Un episodio relatado por Pike puede acercarnos a la realidad del Kommando. Un noche de 1940, Karl Chmielewski, comandante de Gusen, regresó al campo borracho con sus hombres: asesinaron a 120 prisioneros como diversión. El primer grupo de republicanos llegó a Gusen el 24 de enero de 1941, y dos días después se producía la primera defunción. Desde mayo de 1940, los nazis llevaban a la cantera de ese Nebenlager al personal agotado por el trabajo y las privaciones, inválidos y ancianos, y allí se extinguían lentamente o eran asesinados. En Gusen fue muerto a palos el 21 de agosto de 1941 Donato de Cos Gutiérrez, antiguo alcalde del pueblo santanderino de Riciones, que estuvo en Argelès, luego en las CTE y que acabó deportado en Mauthausen. El pretexto aducido, en realidad no necesitaban de ellos, fue su vinculación a los grupos de resistencia. En enero de 1944 sólo sobrevivían 444 republicanos de los 3846 que habían llegado en 1941: un récord. Aparte de Gusen, era muy importante el Kommando de Ebensee, donde numerosos españoles desempeñaron cargos, y dos de ellos alcanzaron la categoría de Blockaltesten (responsable de Block o unidad). Gusen y Ebensee encerraban un número de prisioneros similar a Mauthausen. Otras sucursales eran los campos anexos de Nudorf, Melk y Florisdorf. Durante los últimos años de la guerra, casi todos los Kommandos estuvieron orientados a la producción de armamento[26].
Los otros campos nazis
Pero las descripciones de Mauthausen no pueden rebajar los sufrimientos de los republicanos esparcidos por algunas cárceles francesas. El guerrillero español José Goytia fue arrestado y terminó cautivo en Mauthausen. Antes de llegar al campo austríaco, había pasado por la cárcel de Burdeos y la prisión de Romainville, en París, adonde fue conducido con las manos esposadas a la espalda y con una bola de hierro a los pies. Goytia confiesa con un punto de heterodoxia que, después de penar en las cárceles especiales francesas, la estancia en Mauthausen fue para él como unas vacaciones. El resistente comunista había sido bárbaramente maltratado en las dos prisiones por la policía de Vichy: ni le cortaban el pelo, ni le afeitaban, ni le curaban las heridas ocasionadas en las sesiones de tortura. En Romainville no disponía siquiera de una celda: ocupaba una especie de perrera individual. Dos precisiones ayudarán a matizar la comparación. Cuando llegó Goytia al campo de exterminio, la situación de los republicanos podía considerarse «privilegiada» y además fue protegido por la organización de los comunistas de Mauthausen.
También hubo españoles en 15 de los 22 campos principales de Europa (10 en Alemania y 12 en el extranjero: 8 en Polonia, 2 en Francia, 1 en Austria y 1 en Checoslovaquia). Uno de los más destacados para los republicanos fue el de Buchenwald. Levantado en 1937, estaba ubicado en el bosque de Ettersberg, cerca de Weimar, patria de Goethe y referencia del saber alemán. Dispuso de casi un centenar de Kommandos. Algunos republicanos cayeron en el campo anexo de Dora–Mitelbau, el más peligroso, donde había una fábrica subterránea que ensamblaba las VI y V2, bombas aladas empleadas para atacar Londres. Entre otros españoles, acabaron en Buchenwald los comunistas juzgados en el proceso de los «200 terroristas de la UNE», entregados por Vichy a los alemanes; los principales dirigentes eran Jaime Nieto «Bolados» y Ángel Celada Gómez «Paco», detenidos el 6 de septiembre de 1942. Otros resistentes notables detenidos en Francia y deportados a Buchenwald fueron Julio Lucas, Fausto Lacuesta, Lacalle y Merino. En el verano de 1943 también llegó al campo Juan Arias, arrestado por los alemanes durante un combate en Labastide (Pirineos Orientales)[27].
En el campo de Dachau, cerca de Múnich, hubo igualmente presencia española. Dispuso de la red de Kommandos más amplia (136), que se extendía desde el Tirol austríaco hasta Nuremberg. En el Kommando de Allach fueron internados los españoles que se rebelaron en el penal francés de Eysses, y se registra la presencia de republicanos en las sucursales de Landsberg, Kempten y Hersbruck. También estuvieron en el campo los líderes poumistas condenados en 1941. En el campo central, los Spanische Kämpfer (combatientes españoles) ocupaban dos barracas y eran por lo general miembros de la Resistencia detenidos en Francia. Había también unos 400 brigadistas, que mantenían contacto permanente con los republicanos. En Dachau estuvieron Joan Escuer i Gomis, que llegó el 20 de junio de 1944, y Ramón Buj i Ferrer, que lo hizo el 18 de junio de 1944. También un personaje singular, Javier de Borbón Parma, detenido por la Gestapo por su apoyo a la Resistencia francesa. El internado español más ilustre estuvo en el campo de Sachsenhausen–Oranienburg. Era Largo Caballero, antiguo jefe del Gobierno republicano, arrestado el 29 de noviembre de 1940 en Trébas–les–Bains y confinado en Nyons, después de que el tribunal de Limoges fallara contra su traslado a España. El líder socialista pasó por diversas peripecias policiales antes de su deportación, en julio de 1943, al campo de Sachsenhausen, que estaba cerca de la localidad de Oranienburg, en una zona pantanosa. El embajador Rodríguez no pudo impedir la deportación, a diferencia de lo ocurrido con Lluís Nicolau d’Olwer; tal vez porque no contaba con dinero suficiente para negociar con los franquistas. Según el profesor Michel de Bouard, un registro del campo de Sachsenhausen (1 de enero de 1945) informa de la existencia de «2187 españoles rojos». Largo Caballero habló de 5000 españoles. Otros datos aportados hasta la actualidad sitúan el número de republicanos en ese campo próximo al centenar. Sachsenhausen–Oranienburg y Buchenwald fueron campos menos severos, valga la licencia, en el universo concentracionario nazi[28].
Fuera de Alemania y de Austria, los españoles estuvieron presentes en los Lager de Polonia, considerados los escenarios de exterminio por excelencia: Auschwitz y Treblinka. El primero, construido en 1940, estaba a orillas del Vístula y al poniente de Cracovia, con tres centros principales: Auschwitz I, Auschwitz II (Birkenau) y Auschwitz III (Buna–Monowitz). Los hornos crematorios se situaban en Birkenau. Además de centro de eliminación, también era una fabulosa reserva de mano de obra para las empresas IG Farben y Krupp. Pasaron por el campo varios centenares de españoles. Entre ellos, Lluís Carreras i Berga, que llegó en mayo de 1944. Aunque no existe información fiable al ciento por ciento, se rastrea la presencia de algún que otro español en los campos alemanes de Treblinka, Bergen–Belsen, Stutthof, Esterwegen, Gros–Rosen, Neuengamme y Flossenbürg. En este último estuvo Enríe Marco i Batlle. También, en el francés de Schirmek y en el checoslovaco de Terezin. En las islas anglo–normandas, archipiélago británico dominado por Alemania, los nazis construyeron un Lager en la isla–prisión de Alderney, dependiente de Neuengamme. Los primeros republicanos llegaron en febrero de 1942. En el conjunto de las islas hubo unos 2000 españoles trabajando; primero, en las CTE y luego, en la organización Todt. Desconocemos cuántos de ellos pasaron por el campo de Alderney[29].
Las republicanas no podían faltar a la cita con la historia de la infamia, y también supieron de calamidades en Ravensbrück, campo de mujeres. Albergó en diferentes fases 133 000 mujeres de 23 nacionalidades, y perdieron la vida 92 000 de ellas. Unas 400 españolas pasaron por el campo, que construyeron presos procedentes de Sachsenhausen–Oranienburg. Según Neus Català, inquilina de Ravensbrück, también había españoles en los barracones de los hombres. Aquí se prodigaron los ensayos médicos, y cientos de niños fueron convertidos en cobayas. Pons Prades asegura que entre 1943 y 1945 nacieron en el campo 863 niños y que la mayoría pereció de hambre y frío, o directamente asesinados. Las mujeres no tuvieron privilegios con respecto a los hombres, y también lucharon por su vida con obstinación[30].
Uno de los aspectos más chocantes fue la actitud de los alemanes y austríacos con respecto a los campos. En todas las aldeas y ciudades próximas se conocía de la existencia de los Lager, escuchaban los lamentos, veían salir a los condenados en dirección a los lugares de trabajo, los vagones de los deportados pasaban por las estaciones civiles… Los granjeros suministraban los nabos, dieta básica del campo, y, por si fuera poco, muchos lugareños colaboraban en la caza de los fugitivos. Los pueblos alemán y austríaco lo sabían todo, y callaban: estaban de acuerdo. Como ha señalado Daniel J. Goldhagen, los alemanes (y los austríacos) fueron «los verdugos voluntarios de Hitler». Pocas veces en la historia unos pueblos habitaron una cloaca moral de las dimensiones de los austro–alemanes, hipnotizados por Hitler y la Alemania de los mil años. Un expresión se convirtió en ejemplo de relativismo moral: Wir Wussten Nichts (No Sabíamos Nada). Hubo excepciones, y los españoles conocieron de alemanes y austríacos que estuvieron dispuestos a jugárselo todo por la libertad; y también se olvida con frecuencia que más de cien mil germanos fueron eliminados por disentir del totalitarismo nazi, que los Lager acogieron a miles de patriotas. En estos últimos se basó Rolf Hochhuth para interpelar a quienes no vieron nada: «Precisamente porque hubo alemanes que escogieron, tenemos derecho a acusar a los demás, a los que se negaron a escoger, a hablar, de una imperdonable cobardía».
En el recuerdo de quienes escaparon a la muerte pervive sobre todo el olor a carne quemada. Jorge Semprún, jovencísimo huésped de Buchenwald desde finales de 1943, evoca ante la periodista que le inquiere sobre la reclusión: «¿Sabe usted lo que es más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted qué es eso, que es lo más importante y lo más terrible, lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada. ¿Qué haces con el olor a carne quemada?». Neus Català, benemérita compiladora de testimonios de mujeres en los campos de exterminio, escribe: «Todo lo que nos envolvía era terror. Aquel olor a carne quemada y a podrido; aquel incesante rumor, ruido inimitable, mezcla de quejidos, susurros, aullidos, lamentos, gritos, chasquidos, jadeos, ladridos y las mil y una maldiciones de aquella torre de Babel»[31].
LAS REDES DE EVASIÓN PIRENAICAS
La aportación pionera de los españoles a la lucha contra el nazismo, junto a la resistencia urbana parisina, se desarrolló en las estribaciones pirenaicas a partir de las llamadas redes (réseaux) de evasión. Una historia poco conocida, de perfiles borrosos. Lógico que así sea. De una parte, los servicios de inteligencia no tenían por costumbre registrar y difundir sus actividades. Por la otra, los republicanos que participaron de esas tareas asumían que los servicios secretos no eran paradigma de actitudes éticas, y la ética simbolizaba el corazón republicano. Incluso una parte del movimiento libertario —el que más y mejor colaboró— en las redes consideraba «indigno» el trabajo, pero eran conscientes de que debía hacerse. El posterior comportamiento de los aliados con los republicanos no invitaba a la publicidad de esa colaboración. Finalmente, las redes trazaron un escenario donde convivían acciones de heroísmo extremo y episodios turbios de contrabandistas que corrigieron las bases tradicionales del negocio: donde antes había mercancías, después hubo personas convertidas en mercadería. Muchos pasadores (passeurs d’hommes) expusieron su vida por un ideal, pero también abundaron quienes convirtieron la desgracia en una catarata de plusvalías. La mayor parte de las cadenas de evasión desplegadas por el continente europeo estaba al servicio de la inteligencia británica, aunque también las había americanas y de la Francia libre. El objetivo inicial consistía en trasladar desde Francia a España a ciudadanos perseguidos por alemanes y vichystas: aviadores aliados derribados en suelo francés, militares gaullistas, personalidades anticolaboracionistas, agentes de la Resistencia o judíos[32].
Los pasadores tenían una misión comprometida, pese al conocimiento minucioso de las montañas pirenaicas. A las dificultades naturales de la frontera se añadían la vigilancia de las policías alemanas de todo tipo (Gestapo, SS, Abwehr), las fuerzas represivas y los cuerpos parapoliciales de Vichy, los guardias civiles de Franco y, en uno de los extremos de la red, Lisboa, la PIDE portuguesa. También operaban en ese entorno los servicios de espionaje y contraespionaje, así como un tropel de delatores y cazadores de recompensas al servicio de todos ellos. Los guías cruzaban sobre todo por Le Perthus, Saint–Jean–Pied–de–Port e Irún, y los huidos trasladados a España eran desviados a los consulados ingleses y americanos de Barcelona, Madrid o Lisboa. O entregados a la Cruz Roja. El destino final estaba en Argel o Londres. Hasta 1942, los mayores riesgos que corrían los pasadores eran los propios de la naturaleza pirenaica: el frío, la nieve, el peligro de las elevadas cumbres; las redes de evasión eran sobre todo una carrera contra el tiempo y el clima. En caso de trasladar civiles, a muchos había que llevarlos en brazos, sobre todo cuando estaban enfermos o eran niños, y no resultaba fácil caminar durante varios días u horas en esas circunstancias. La intendencia de los mugalaris era mínima en un principio: zuecos de goma, vestimentas inapropiadas y víveres escasos. El entrenamiento, el coñac y la suerte constituían factores decisivos para seguir vivos y continuar con el traslado de perseguidos. La actividad de los pasadores se enredó sobremanera a partir de 1942, cuando los alemanes ocuparon toda Francia y vigilaban directamente la vertiente francesa de los Pirineos. El nuevo escenario puso en peligro las casas–refugio y los enlaces; el suministro de comida y el de ropas para los viajeros; y los falsificadores de documentación tuvieron que perfeccionar sus habilidades: los franceses eran más fáciles de embaucar que los metódicos y aplicados alemanes[33].
Algunos partidos y sindicatos españoles del exilio trataron de mantener relaciones fluidas con las organizaciones del interior, y ello pasaba por manejarse en la frontera. La CNT, el PSOE y el POUM gozaron de numerosos y experimentados guías, y el PCE disponía igualmente de equipos de pasos de fronteras, utilizados sobre todo para hacer posible el trasiego de militantes que entraban y salían de España. También los partidos nacionalistas vascos y catalanes alimentaron un intercambio entre los militantes del interior y exiliados gracias sobre todo a su posición geográfica. Incluso hubo pequeños grupos o personas individuales que actuaron como pasadores por cuestiones humanitarias. O por el negocio. La mayor parte de los pasadores no quiso o no pudo franquear las aduanas de la historia: desconocemos sus nombres, ya que la clandestinidad imponía sus propias reglas. La fundamental, el anonimato.
Los pasadores de Francisco Ponzán
Los primeros republicanos que auxiliaron a los servicios de inteligencia aliados fueron los anarquistas. Algo sorprendente, aunque sólo fuera una facción. El acuerdo consistía en que los ingleses entregaban dinero y documentación a los libertarios y estos, a cambio, entraban en España para conseguir noticias sobre el franquismo; los cenetistas aprovecharon la circunstancia para rehacer sobre bases clandestinas la organización en el interior. Con el tiempo, esa alianza derivó en colaboración con una de las redes de evasión más relevantes durante la guerra mundial, el Réseau Pat O’Leary, conocido en los medios republicanos como Red Ponzán, porque uno de los hombres más destacados era Francisco Ponzán Vidal, «François Vidal» en la clandestinidad. Aragonés nacido en Oviedo, monaguillo, libertario, maestro y espía, Ponzán formó parte del Consejo Regional de Aragón durante la guerra civil como delegado de la CNT. Previamente, había colaborado con los servicios de inteligencia de la República. Pasó a Francia en 1939, y gozó de mejor suerte que sus maestros y amigos, asesinados por los rebeldes en España. A diferencia de los republicanos de su posición política y nivel cultural, Ponzán rechazó el viaje a América: pensaba que su puesto estaba en Francia con los más humildes. Internado primero en Bourg–Madame, posteriormente fue conducido al campo de Le Vernet. El propietario de un garaje de Varilhes. Jean Bénazet le ofreció un contrato de trabajo, gracias al cual salió del campo el 18 de agosto de 1939, y el pedagogo aragonés se convertía de ese modo en aprendiz de mecánico. La invasión hitleriana de Francia relacionó de nuevo a Ponzán con los servicios de información; de acuerdo con su «patrón» de Varilhes, aglutinó a un grupo de compañeros expertos en pasos de frontera. La sociedad alcanzó rápidamente una notable eficacia en las dos vertientes pirenaicas, de la que se beneficiaron las organizaciones anarquistas de Aragón, Cataluña, Navarra y Rioja. También fijaron las vías de penetración. Una ruta de entrada en España partía de Osseja y Bourg–Madame, y discurría por el Puerto de Tossas (Girona), Ribas de Fresser, Ripoll, Campdevánol y Bañólas. El otro paso empezaba en Perpiñán, desde Banyuls, y bajaba por los pueblos de Vilajuiga y Garriguella. Un tercer itinerario se dirigía a Andorra. La red inglesa con participación anarquista disponía de terminales en Lisboa y Gibraltar. También corría por los Pirineos Orientales la línea Ajax[34].
Los proyectos de colaboración entre anarquistas y las redes de evasión —Pat O’Leary o Sabot— encontraron reticencias y descalificaciones entre sus propios correligionarios. El Consejo del Movimiento Libertario rechazó tajantemente la participación en las actividades de los servicios secretos y tachó a sus partidarios de «elementos indeseables y sospechosos»; contaron no obstante con la simpatía de la facción posibilista. Los primeros contactos con los ingleses se establecieron mediante un agente apodado «Marshall», radicado en Foix y que dirigía un servicio de la Military Intelligence; había captado elementos de la CNT, FAI y POUM a través de José Estévez Coll, oficial de la escuadra republicana que colaboraba con los ingleses[35]. Francisco Ponzán viajó a España en mayo de 1940 en compañía de José Albalat Ripollés, Agustín Remiro y Eusebio López Laguarta «Coteno»; el objetivo era ganarse hombres de confianza que se hicieran cargo de los viajeros una vez cruzados los Pirineos, además de afianzar la red de enlaces y distribuir propaganda antifranquista. Tuvieron un enfrentamiento con una patrulla de soldados y Ponzán fue herido: pudo restablecerse gracias a que se encontraba en su tierra, donde contaba con amigos y colaboradores. El 22 de junio estaba de regreso en Andorra con «Coteno», cuando ya era una realidad la victoria alemana sobre los franceses y los servicios de espionaje galos estaban a las órdenes de VIchy. El Deuxième Bureau francés modificaba los objetivos: de vigilar a los alemanes pasaba a controlar a los elementos antiarmisticio, como resistentes y gaullistas. Pero la inteligencia «pétainista» jugaba a varias bandas, y entre las creaciones de esos servicios estaba la Organización de Resistencia del Ejército, nacida en el seno del Ejército del armisticio y de obediencia vichysta, que luego evolucionó hacia posiciones antialemanas. El jefe del servicio era el coronel Paul Paillole, y el máximo responsable en el área pirenaica, Robert Terres «Lieutenant Tessier». Cuando se produjo el desembarco aliado en Argel en noviembre de 1942, fue el Bureau Central de Renseignements et d’Action, de tendencia gaullista, quien administró la inteligencia gala. Ponzán se movió hábilmente entre los servicios de inteligencia franceses, y contó con el apoyo de Terres para su equipo de guías fronterizos. Pero no fue el único libertario que colaboró con el espionaje francés, según los franquistas. Un memorándum de la Dirección General de Seguridad al embajador en Vichy (18 de febrero de 1942) advierte que una serie de cenetistas auxiliaban a los servicios de inteligencia: Dionisio Eróles, José Álvarez, Germinal de Sousa, Francisco Isgleas y Valerio Mas Casas, que había sido consejero de la Generalitat[36].
Francisco Ponzán se trasladó en septiembre de 1940 a Toulouse. Le acompañaban algunos colaboradores y su hermana Pilar. El pequeño grupo de evasión trabajaba a pleno rendimiento, arropados por personalidades locales; como el doctor Camil Soulá, profesor de la Facultad de Medicina y comunista. También fue muy importante la casa del matrimonio Joseph Cathala, donde se escondieron los primeros aviadores británicos antes de proseguir el camino hacia España. Posteriormente, Ponzán alquiló un chalé en las afueras de Toulouse, donde vivía con su hermana y miembros del equipo. Con el tiempo contaron con otras viviendas para completar una pequeña telaraña camino de la frontera: una cerca de Foix, al frente de la que estaba José Ciprés; otra en Tarascón, también en Ariège, cuyo inquilino era Marcelino Massana «Pancho», libertario y después mítico guerrillero antifranquista; una tercera casa alquilada en Narbona (Aude) proporcionaba garantías adicionales. Pero en la lucha clandestina lo habitual eran las malas noticias, y estas llegaron muy pronto. Agustín Remiro fue detenido en Portugal por la PIDE, extraditado a España y condenado a muerte el 27 de abril de 1942. Consiguió escapar de la prisión madrileña de Porlier y refugiarse en una casa, pero en la huida fue herido; cuando entendió que la libertad era imposible, se arrojó por una ventana. Un policía «le descerrajó un tiro en la cabeza», según Téllez Solá, historiador del anarquismo[37].
La red Pat O’Leary había empezado a funcionar en la primavera de 1941, cuando unos 200 oficiales y soldados británicos que estaban retenidos en Marsella, prácticamente en semilibertad, fueron conducidos en marzo a Saint–Hippolyte–du–Fort (Gard), donde recibían trato de auténticos prisioneros. Uno de los oficiales, el capitán Ian Garrow, había escapado antes de producirse el traslado y se dedicó a examinar la posibilidad de establecer una organización capaz de alejar de Francia a los soldados británicos detenidos o en peligro. Al principio participaban algunos franceses, como Louis H. Nouveau «Saint Jean», quien en marzo de 1941 entró en contacto con los españoles. Pero la inclusión definitiva de los libertarios se produjo cuando Garrow se relacionó en Toulouse con Elisabeth Cohén, esposa del profesor Soulá, en contacto a su vez con los republicanos de Ponzán. Garrow, Cohén, Nouveau y Salvador Aguado fueron los encargados de perfilar, según Téllez Solá, las características de la red de evasión y de concretar el objetivo principal: conducir a Londres o Argel, vía España, a los pilotos aliados derribados en Francia. Luego se ampliará el abanico de candidatos.
En abril de 1941 irrumpió en la escena otro personaje decisivo, el médico militar belga Albert Guérisse «Pat O’Leary», miembro del Intelligence Service que se encontraba detenido en Saint–Hippolyte–du–Fort después de un desembarco en las costas francesas. En la cárcel se enteró de los planes de Garrow, y logró fugarse y alcanzar Marsella para entrevistarse con él. Llegaron a un acuerdo, que incluía la presencia de Guérisse en Francia. La Organización —nombre de entonces, luego conocida como Pat O’Leary, el alias de Guérisse— aumentaba el número de sus miembros y las intervenciones. Además de los pasos tradicionales también empezaron a utilizar, por decisión de Ponzán, el de Canfranc (Huesca), especialmente para los correos. Pero un entramado de esa importancia no podía permanecer mucho tiempo al margen de las pesquisas de las policías francesa y alemana. Uno de los muchos colaboradores que ingresó en la red fue Harold Colé, un sargento inglés que manifestaba actitudes sospechosas. La traición de Colé provocó la caída de Garrow en junio de 1941; fue detenido en Marsella, juzgado e internado en el campo de Mauzac (Dordoña). Guérisse asumió entonces la responsabilidad del grupo[38]. Ian Garrow, destinado a Dachau, huyó gracias a los servicios de la red. El 6 de diciembre salió del campo de internamiento vestido de guardia móvil y por la puerta principal: la organización había sobornado a un vigilante.
La Pat O’Leary extendía sus tentáculos por toda Francia, y los guías de Ponzán completaban el rompecabezas pasando a los perseguidos a España. Con antenas y radioemisores en lugares estratégicos, y en contacto con Londres, la efectividad era máxima. En los últimos meses de 1942 consiguieron trasladar a unas 300 personas. Pero las evasiones no se realizaban sólo por la divisoria pirenaica, sino también por mar. Manuel Huet Piera preparaba evasiones marítimas desde los puertos de Sète, Marsella y Niza hasta Valencia; utilizaba barcos destinados al comercio de naranjas que regresaban sin carga al Levante español. Le acompañaban Juan Zafón, Lucía Rueda y Segunda Montero. Hasta noviembre de 1942, casi un millar de personas acosadas por los nazis entraron en España por ese método, que funcionó sin problemas hasta marzo de 1943[39]. Pero las caídas de miembros de las redes eran periódicas e inevitables, y los españoles no representaban una excepción. El 14 de octubre de 1942 Ponzán fue detenido con un grupo de colaboradores —entre ellos, su hermana Pilar— y conducido a la cárcel–comisaría de Rempart Saint–Étienne, en Toulouse. No consiguieron sin embargo identificarlo como personaje central de la red, ni evaluar su relevancia en la resistencia antinazi. Ponzán regresó al campo de Le Vernet y su hermana fue conducida al campo de Brens (Tarn). Ponzán pudo salir gracias al apoyo de la Organización y reintegrarse a la actividad en Toulouse, instalado en el Hotel París, propiedad del matrimonio François y Augustine Mongerland. Pero con puntualidad trágica, las noticias de España acumulaban caídas en la lucha antifranquista. El arresto de Juan Català, inquilino de la cárcel Modelo de Barcelona, fue una de ellas. También empezaron las disensiones en el grupo, la más importante de las cuales fue la petición de que desapareciera la caja común para las necesidades de la red. Era un asunto de la máxima gravedad porque una cadena de hermandad ideológica se transformaba en negocio, aunque fuera un negocio atravesado de buenas intenciones. La petición de los jóvenes, cobrar por cada servicio, comportó un duro golpe para Ponzán. Su hermana Pilar ha escrito que «jamás lo había visto en aquel estado», y también recoge sus impresiones: «Me he equivocado, Pilar… Me creía entre hermanos y he tenido la sensación de encontrarme entre extraños o más bien entre enemigos»[40].
Las delaciones y confidencias ocasionaban también verdaderos destrozos, y la confianza ciega en el camarada se transformaba en sospecha. Para enmarañar más la situación, en noviembre de 1942 ingresó en la Pat O’Leary Roger Leneveu «Legionario» —eliminado por guerrilleros el 27 de mayo de 1944—, que había sido presentado a Nouveau y que en realidad era agente de la Gestapo. Después de investigar minuciosamente el armazón de la red, preparó las condiciones para el desastre de 1943. La traición de «Legionario» incendió la Organización mediante un efecto dominó imparable. Entre los cientos de arrestados se encontraban Nouveau, el matrimonio Mongerland, Jean de la Olla y Albert Guérisse. La mayoría fue deportada a Alemania, como el matrimonio Mongerland: la mujer sobrevivió a los campos de exterminio. Entre tanta desgracia se deslizaban historias conmovedoras. El sastre de la red, el judío Paul Ullmann, también capturado, desapareció a manos de la Gestapo pero su mujer siguió confeccionando prendas para la red de evasión; hasta que fue arrestada y conducida a la deportación, donde también murió[41].
Las felonías también se dieron entre los españoles, como fue el caso del aragonés Comerás, quien denunció los entresijos de la red anarquista. Aunque Ponzán y los suyos escaparon, el suelo se movía bajo los pies de los libertarios. Tenían además problemas añadidos: Català, detenido en Barcelona, rompió con sus compañeros de tantos años; y Bénazet fue arrestado el 13 de junio de 1943, aunque logró huir. En ese marco de ruinas, Ponzán fue víctima de una responsabilidad que se mudó en obsesión: aunque totalmente «quemado», seguía en la brecha porque de ese modo creía contar con medios para rescatar a su hermana Pilar del campo de Brens. Pero fue detenido de nuevo el 28 de abril de 1943 por un policía que lo reconoció en la calle. Otros estrechos colaboradores también fueron arrestados, como Vicente Moriones Belzunegui, deportado a Buchenwald el 17 de junio de 1943. La esperanza de Ponzán era Terres, pero fue detenido por los colaboracionistas franceses[42].
El 15 de septiembre de 1943, Ponzán fue juzgado por un tribunal correccional y le condenaron por indocumentado: seis meses de cárcel. Como los había cumplido en prisión preventiva —estaba en la cárcel Saint–Michel de Toulouse—, quedaba en libertad pero fue acusado de «actividades antinacionales»; continuó en la cárcel y fracasó en varios intentos de huida. Una nueva oleada de detenciones llevó a las prisiones controladas por los alemanes a activistas relacionados con Ponzán, entre ellos José Ester Borrás y José Albalat, que acabaron en Mauthausen. Los nazis controlaban la situación. La presencia del coronel Emilio Alzugaray, llegado a Toulouse procedente de España para colaborar con los alemanes, permitió a estos evaluar y mejorar sus informaciones. El intendente Pierre Marty y la Gestapo terminaron estableciendo la verdadera identidad del aragonés, y lo hicieron en un momento en que el pedagogo anarquista comprobó que sus compañeros lo habían abandonado. Estaba en la cárcel sin dinero para contratar a un abogado y ni siquiera contaba con el sucedáneo de un apoyo moral; nadie se ocupaba de él. Los suyos estaban ya en otras batallas, y también la cadena de evasión que él había contribuido a engrandecer con su arrojo y solidaridad. Ponzán ya era para todo el mundo un elemento amortizado; menos para su hermana, que nada podía hacer. Ni Pilar Ponzán ni su mejor biógrafo y máximo especialista de las redes de evasión libertarias, Antonio Téllez Solá, conocen el nombre de la persona que identificó al activista. El 5 de junio de 1944 pasó de nuevo por el tribunal correccional. Aunque el delito era menor —«paso clandestino de frontera»—, los alemanes movían los hilos contra él. Fue condenado a ocho meses, que había cumplido también en prisión preventiva. Pero seguía catalogado como «detenido político», y ese detalle auspició la intervención alemana[43].
El 6 de junio de 1944, el intendente Marty permitió a la Gestapo hacerse cargo de Ponzán, que fue transferido al sector alemán de la cárcel de Saint–Michel de Toulouse. A partir de ahí, apenas se supo de él hasta después de su muerte: más de dos meses bajo supervisión de la Gestapo. El día 17 de agosto de 1944 Ponzán y otros antifascistas fueron sacados de la cárcel y quemados, al tiempo que se sucedían los agasajos de la Liberación. Un sarcasmo del destino: mientras que los complacientes con los nazis festejaban la libertad, quienes lucharon por ella estaban siendo asesinados. Y su hermana buscándolo. Pilar Ponzán tuvo una primera sospecha el 26 de agosto, cuando La Voix du Midi publicó una noticia sobre la sarracina de Buzet–sur–Tarn (Alto Garona); el 19 de octubre pudo contrastar la mala noticia en la alcaldía de Buzet. Pero la historia del exilio le ha hecho a Ponzán un lugar: la red Pat O’Leary consiguió pasar a España más de 1500 perseguidos por los colaboracionistas franceses y los nazis, y los libertarios heterodoxos manejaron algunos de los eslabones más decisivos. Una vez muerto, americanos, ingleses y franceses alicataron la memoria de Ponzán con medallas de todo tipo. Otros compañeros de la red sobrevivieron a la represión nazi, pero sus vidas estuvieron abocadas a pequeñas tragedias de posguerra y exilio. Por ejemplo, Juan Català, al que dejamos en la cárcel Modelo de Barcelona después de romper con sus antiguos compañeros. Cuando salió en libertad, regresó a Francia. «Viéndose perdido, desesperado, enfermo, sin dinero, y sin ninguna solución a la vista, en enero de 1951 Català participó en un atraco con delito de sangre que salió mal y que lo llevó a la prisión de Fresnes», escribe Téllez Solá. Condenado a catorce años y medio de cárcel, pese a la declaración en su favor de Robert Terres, quien manejó en el juicio un argumento que era todo un programa: «La suerte de los sobrevivientes: dejarlos abandonados, en la miseria, algunas veces sin documentos, por una Francia por la que se habían jugado la vida»[44].
Las redes del PCE
También los comunistas escrutaron las posibilidades en la frontera. La Delegación del Comité Central del PCE en Francia estableció desde 1941 un equipo de pasos, con sede en Toulouse, y que tenía los siguientes objetivos: «Organización y coordinación de los viajes que se hacían al interior del país con el fin de trasladar guerrilleros, cuadros políticos, materiales, armamento, propaganda, correspondencia. Así como la preparación de nuevos guías de pasos, estudios de itinerarios, suministro de alimentos y equipos de viaje, dominio de la información sobre la vigilancia de la frontera y establecimiento de puntos de apoyo». El responsable político de los aparatos «Cara a España» era Arriolabengoa, expulsado del partido después de la guerra. Durante años esos equipos ejercieron una vigilancia meticulosa de la divisoria pirenaica y los encargados podían cruzarla en ambas direcciones con facilidad. La Agrupación de Guerrilleros Españoles, de acuerdo con el PCE, participó de los pasos de fronteras y las redes de evasión, y en el EM había siempre un miembro encargado de esa tarea. Primero fue Alberto Medrano, reemplazado luego por Manuel López Oceja «Paisano», quien ejerció esa tarea hasta junio de 1944[45].
El incremento de las actividades permitió que hubiera equipos de pasos en los diversos departamentos pirenaicos. En un principio, el corazón de las redes comunistas estaba en Ariège, y el trayecto más importante discurría por Foix, Tarascón, Andorra. Entre sus dirigentes principales destacaban Conejero, Jesús Fernández «Chato», Ramón Rubio o Jacinto Caballero. Contaban con un apoyo básico en la persona de Peyrevidal, ingeniero, que vivía en Foix, luego detenido y que falleció en el «tren de la muerte». Alberto Fernández apunta que tenían la colaboración de la red de evasión Bourgogne–Pat François, uno de los ramales de la Pat O’Leary, cuyo recorrido se iniciaba en Bélgica y continuaba por París, Toulouse, Varilhes y Andorra. El otro epicentro de la malla comunista de evasión se localizaba en Bajos Pirineos y lo dirigía Sebastián Zamuz, radicado en Mirepoix. Este destacamento y sus correspondientes mugalaris se dedicaban a pasar a los militantes comunistas, pero también a pilotos aliados y a elementos gaullistas. En Pirineos Orientales, el jefe de la 1.ª Brigada, Francisco Cámara, preparó un grupo de pasadores que estuvo activo hasta julio de 1944. Su centro operativo se encontraba en Perpiñán, la capital, y uno de sus elementos más destacados fue Pedro Puig, quien murió en los días de la Liberación. También estaba vinculada al PCE, mediante la Unión Nacional, la llamada Red Ajax o Transpirenaica, creada a finales de 1942 por José Pía, Luis Pregonas y Vicente Arbiol, de la UNE, con José Mecho «Ajax» y José Alijarde. Luego se incorporaron a la línea dos guerrilleros de la 1.ª Brigada, Jesús Rodríguez «Asturias» y Cristóbal Corbalán «Abril». La Ajax estaba conectada con la Robert Line (en España) y la Alexandre–Edouard (en Francia). En Altos Pirineos había una ruta que partía desde Lannemezan, y que funcionaba como una red de evasión para pilotos aliados y franceses contrarios a Vichy. Estuvo a cargo de Manuel Castro Rodríguez hasta 1943, y contaba con un pequeño destacamento guerrillero. En la provincia de Guipúzcoa el encargado de los pasos era Luis Carraux «Luis» y en Navarra, Manuel Pérez Cortés. También funcionaba otra red específica para trasladar cuadros políticos o guerrilleros a España, dirigida por el matrimonio Arroyo, Modesto Valledor y «Comprendes». Un documento del PCE enuncia de forma contundente la presencia comunista en los pasos: «Para la ida a Francia y viceversa el P español cuenta con varios pasos fronterizos y provisto de buenos guías (camaradas del P) que pueden introducirles hasta Perpignan, Aude, etc»[46].
Los comunistas atravesaban la frontera conforme a su jerarquía y a las funciones proyectadas en España. Si eran guerrilleros, venían indocumentados y caminando; si eran cuadros, con documentación y en tren. Pero esas diferencias no entrañaban un trato discriminatorio; resultaba ilógico que guerrilleros fuertemente armados viajaran en tren, y la documentación, una vez descubiertos, tampoco servía de mucho. Existe constancia, no obstante, de que muchos resistentes se acompañaban de documentación, aspecto que nos conduce a los falsificadores, piezas fundamentales de las redes de evasión y los aparatos de pasos. Un caso paradigmático fue Domingo Malagón Alea, responsable del equipo técnico del PCE y notable pintor que se dedicaba a la preparación de los documentos que permitían a los militantes comunistas moverse por España y Francia. Malagón representa el dilema del artista que renuncia a una carrera artística para cumplir, al servicio del partido, una misión que consideraba superior. Malagón, un militante abnegado que podía catalogarse de monzonista, recibió más tarde los elogios sin reservas del nuevo amo del comunismo, Carrillo: «Yo solía decir de él que era el único insustituible entre todos nosotros y sigo convencido de que el único camarada del que no podíamos prescindir era de él». Seguramente fue eso lo que impidió que fuera depurado. Otro excelente pintor y dibujante, el bilbaíno Celedonio Otaño Madinabeitia, también puso sus habilidades artísticas a disposición de las redes de evasión del Gobierno vasco en el exilio. Un caso célebre fue el de Agustí Centelles Ossó, fotógrafo esencial de la guerra de España, quien montó un laboratorio clandestino en el sur de Francia para falsificar tarjetas de identidad. Colaboró con los hombres de la Resistencia y las cadenas de evasión, sobre todo con la Pat O’Leary a través de Manuel Huet. En la Francia ocupada, y especialmente en el departamento de Finistère, un grabador español, Moreno, elaboraba todo tipo de papeles para los guerrilleros republicanos. Las falsificaciones abarcaban todo tipo de documentación: récépissés de la Francia alemana, un salvoconducto que tenía una validez para tres meses; ausweiss, un pase nazi que permitía circular después del toque de queda por territorio ocupado o para cruzar la línea de Demarcación; tarjetas de identidad francesas, cédulas de nacionalidad española[47]…
La financiación representaba un grave problema para los comunistas en el exilio, porque Moscú no estaba en condiciones de mandar dinero a las sucursales. Por consiguiente, los beneficios obtenidos por los pasadores se empleaban para financiar el partido: todas las organizaciones cobraban por evacuar pilotos, agentes de la Resistencia o judíos a España. Era lógico, por cuanto la inversión era cuantiosa: puntos de apoyo, enlaces, vestimenta y comida. Además del oficio y del riesgo. Malagón refiere cómo Manuel Torres Monterrubio —su jefe en el equipo de pasos— entró en España y se integró en un grupo de contrabandistas hasta que aprendió todos los caminos. Había que prepararse concienzudamente porque la frontera era un lugar peligroso, infestado de agentes y delatores. Si la policía arrestaba a un matutero podía hacer la vista gorda, imponerle una multa o, como máximo, pasaba una temporada en la cárcel. Para un militante izquierdista la detención significaba la cárcel durante años o la muerte. Hubo un intento en el PCE para que el equipo de pasos fronterizos se hiciera cargo de judíos que huían del nazismo, y de paso recaudar algún dinero. El pacto lo sellaron Carmen de Pedro y Azcárate, por el Partido Comunista, y McClean, por los americanos. El arreglo se realizó en Suiza, donde se encontraban los primeros. Según los dos interlocutores españoles, se cumplieron varios encargos, eventualidad que niega Gimeno, responsable del partido en Francia en ausencia de Monzón[48].
También el POUM participó en las cadenas de evasión desde el verano de 1940. El equipo principal estaba dirigido por Josep Rovira «Martín», quien durante la guerra civil había estado al frente de la Columna Lenin y, tras la militarización de las milicias, de la 29.ª División, disuelta en 1937 por sus vinculaciones troskistas. Detenido por orden de los comunistas, fue liberado por un comando de su partido poco antes de la ocupación de Barcelona. Rovira fue uno de los poumistas que, al igual que una facción anarquista, se alejó del derrotismo revolucionario de sus compañeros y se comprometió en la ayuda de los perseguidos por los nazis. Conocido como Grupo Martín, estaba vinculado al Réseau Vic, de René Jeanson «Vic», a partir de 1941. Entre los integrantes más destacados se encontraban los hermanos Jaume y Jordi Arquer Saltó, Andreu Corinas y Margarita Miró. Consiguieron alimentar una ruta segura entre Francia y España por la que sacaron del país vecino a numerosos aviadores y agentes aliados[49].
Espías nacionalistas y otras historias de fronteras
En Euskal–Herria «peninsular» destacó la llamada Red Comete, antes conocida como Dédée–Line —homenaje a Andrée de Jong «Dédée», una de las fundadoras—, organización franco–belga fundada en 1942 que tenía como meta desplazar refugiados entre Bruselas y San Sebastián, para encaminarlos luego hacia Londres. Los fugitivos alcanzaban Bayona en tren, y después la ruta discurría por San Juan de Luz, Ciboure, Urrugne, Bidasoa —cruzar el río era una de las partes delicadas del trayecto—, y por los montes llegaban a Oiartzun. A partir de las caídas de enero de 1943, el último tramo de la ruta se desvió hacia Elizondo, en el Baztán navarro. La marcha era nocturna y la caminata podía durar hasta dieciséis horas. Luego se dirigían en bicicleta hasta Rentería, aprovechando que los vecinos de Oiartzun se desplazaban diariamente a trabajar a esa villa. En tranvía alcanzaban San Sebastián, donde eran acogidos en casas dispuestas al efecto. El final de trayecto tenía como destino la embajada inglesa en Madrid, en tren o coche con matrícula diplomática. Por cada piloto entregado, la red recibía 3200 pesetas. Cinco vascos eran el último eslabón de la línea Comete: Florentino Goicoechea, Alejandro Elizalde, Ambrosio San Vicente, Martín Hurtado y Marichu Anatol[50].
En paralelo a las redes de evasión, destacaron los servicios de inteligencia del nacionalismo vasco: los mejores de entre los republicanos y los que se manejaron con menores escrúpulos. Habían aflorado en la guerra y luego se mantuvieron con la idea de relacionar a los militantes del exilio con el interior. Estaban dirigidos por Antón Irala, secretario del presidente Aguirre, y en contacto con el Deuxième Bureau francés. Pero el Servicio de Información Vasco registró un primer y grave contratiempo cuando la invasión alemana. Las noticias de la Gestapo desde Francia provocaron la ruina momentánea de esos servicios en España, que se concretó en 28 detenidos y la ejecución de su responsable en el interior, Luis Álava, el 6 de mayo de 1943. Los nacionalistas colaboraron también desde 1942 con la Oficina de Servicios Estratégicos americana y con el SOE, organismo central de la inteligencia británica que nació y murió con la guerra mundial, promoviendo movimientos de oposición en los territorios ocupados por los nazis. La sección francesa del SOE se conocía como la red Buckmaster, por ser el mayor Maurice Buckmaster el responsable de la misma. Los servicios de inteligencia vascos alertaban sobre el dispositivo defensivo de los alemanes en el sur de Francia, de las actuaciones que pudieran cuestionar la neutralidad del franquismo en España y de los movimientos de los colaboracionistas en el norte de África. También se movieron en los pasos fronterizos con equipos que integraban tanto mugalaris como contrabandistas. Joseba Elósegui trabajaba en los servicios secretos del Gobierno de Aguirre, y asegura en sus memorias que establecieron una docena de pasos entre el País Vasco y Navarra[51].
La colaboración de los catalanes con los servicios secretos americanos se efectuó a través del Centre Català de Nueva York, y apenas tuvo relevancia. Entre otros motivos, porque eran grupos de amigos y no tenían la representatividad oficial de la Generalitat ni el apoyo unánime de Esquerra Republicana. En un despacho de la Dirección General de Seguridad al director de Política de Europa (20 de abril de 1942) se denuncia una reunión de enlaces de fronteras de Estat Català (rama de Juan Casanovas), en la que participaron Borrell, Cardús, Taltabull, Luis Berrondo y el fiscal Azcue. Y luego, el consejo: «Se participa a V. E. para que por ese Ministerio se cursen las oportunas órdenes a fin de pedir al Gobierno francés el confinamiento a muchos kilómetros de la frontera de los citados, aunque mejor sería que pudieran ser detenidos y entregados a España, ya que son sujetos que están atentando a la seguridad interior de nuestra Nación»[52]. Un diputado de ERC durante la República, Francesc Viadiu Vendrell, dirigió una pequeña red de enlaces que entre 1942 y 1944 salvó la vida a numerosos perseguidos. Al margen de los servicios de inteligencia, de los partidos y de los contrabandistas, también hubo actitudes particulares que influyeron positivamente sobre quienes huían de las redadas nazis. Sorprendentemente, uno de los espacios fronterizos con menor trasiego era Andorra. Las especiales características del territorio lo convirtieron en reducto neutral para todos los contendientes: franceses y españoles convivían con los alemanes sin mayores problemas. Andorra sólo se utilizó en casos de emergencia, cuando coincidían el apremio de la operación y la relevancia del personaje[53].
La historiadora francesa Marie–Claude Rafaneauj–Boj manifiesta que después del desembarco aliado en el norte de África se incrementó el número de pasadores pero menguó de manera radical la eficacia de las redes. Así, durante el año 1943, y dejando de lado las bajas relacionadas con la geografía —muertos por despeñamiento, congelación o ahogados en el Bidasoa—, los fracasos alcanzaron al 75 por ciento. El inspector general de Aduanas señala que en España se detenían 1000 fugitivos cada mes, amén de los arrestados por los alemanes en el Mediodía francés. Ippécourt puntualiza que en 1943 atravesaron la frontera 15 000 personas, mientras que 16 000 habrían sido detenidas antes de lograrlo. Emilienne Eychenne estima que unos 33 000 franceses huyeron por los Pirineos, de los que 3800 fueron capturados y deportados por los nazis y 105 sucumbieron durante la travesía. Más de 1000 de entre quienes salieron con vida eran pilotos[54].
Las cadenas de evasión también tienen su leyenda negra, que a veces coincide con la historia. El heroísmo, la solidaridad y los principios ideológicos convivieron con el comercio de personas, la delación e incluso el asesinato. Ciertos contrabandistas y algún que otro guerrillero robaron y abandonaron a su suerte a los fugitivos. Lógicamente los primeros interesados en descubrir a los victimarios eran los pasadores y guerrilleros, quienes fijaban la línea de separación entre el negocio y la resistencia, incluso entre el negocio limpio y el tráfico de personas. Mikel Rodríguez refiere que trasladar fugitivos se convirtió en uno de los negocios más boyantes de la época. Un francés valía 400 francos, cuatro veces más si eran judíos. La Gestapo, por su parte, pagaba 250 francos por cada fugitivo que fuera denunciado. En la lucha contra la Resistencia, los nazis ofrecían hasta 6000 francos por una confidencia seguida de detención. Victorio Vicuña descubrió a 23 judíos, dos mujeres entre ellos, que habían sido abandonados en la montaña Siguer, porque no habían pagado un recargo a los pasadores. El repetido Vicuña declaró que él mismo y sus guerrilleros recibieron una denuncia de Londres con noticias de cinco españoles que se presentaban como anarquistas y pasadores de judíos, y robaban y asesinaban a quienes llevaban objetos de valor. Los descubrieron y, en efecto, eran libertarios. «Allí mismo los hice fusilar. El mundo estaba ardiendo por los cuatro costados, millones de personas morían y estos no merecían vivir». Después de la guerra se descubrieron fosas de prófugos asesinados[55].
En la zona de sombras de las fronteras sobresale un episodio relatado por el historiador Eduardo Pons Prades y protagonizado por César González Ruano. El periodista estaba detrás de una falsa red de evasión que partía de la embajada española en París y que en teoría se dedicaba a pasar fugitivos a España. La realidad era muy otra, y normalmente los abandonaban después de desvalijarlos. De ello fue testigo superviviente Rosenthal, un ingeniero judío que entró en contacto con la supuesta red de pasadores en la embajada franquista, y cuyo contacto era «don Antonio», imaginario agregado cultural. Luego descubrieron que el tal «don Antonio» era González Ruano. Por cuestiones todavía no aclaradas —lo embrolla todo en sus memorias, aunque nos enteramos de que llevaba encima 12 000 dólares americanos y un brillante de gran valor—, fue detenido por la Gestapo el 10 de junio de 1942 y encarcelado setenta y ocho días en la prisión de Cherche–Midi. «En París, el cronista César González Ruano vendía por dinero (o joyas, o pieles) contraseñas a hebreos para que alguien les pasara a España por los Pirineos. Eran falsas, y cuando llegaban al punto convenido no había nadie», escribe Eduardo Haro Tecglen. También Antonio Martínez Sarrión se hace eco de las actividades del periodista madrileño. Pero «don Antonio» no estaba solo, y otras muchas personas se dedicaron a esquilmar a los judíos; algunas fortunas pirenaicas están en el origen de contrabando de mercancías y personas[56].
Los representantes diplomáticos estaban atentos a los movimientos en la frontera. El 18 de septiembre de 1942, el cónsul español en Marsella, Carlos de Rafael, envió a Madrid una comunicación sobre los judíos que pretendían refugiarse en España y que a su vez recogía opiniones del vicecónsul honorario de Niza: «Corren rumores insistentes de que, aprovechando estas circunstancias, elementos españoles y franceses están ejerciendo actividades relacionadas con el tráfico de divisas, joyas, etc., y sobre todo, dando facilidades para el paso de la frontera española a todos estos extranjeros desprovistos de documentación adecuada y a los que cobran sumas exorbitantes». El centro de tráfico lo ubica el cónsul en Perpiñán, con ramificaciones en Marsella, Toulouse y Niza. Sitúa uno de los puntos operacionales en la secretaria del propio viceconsulado, «la señorita Putzeys». También cita otros nombres: Soria, Corría, los hermanos Darraidu, uno de los cuales estaba ennoviado de Putzeys. El despacho termina con un comentario significativo: «Como complemento a todos estos rumores, es voz pública y notoria que las autoridades españolas no molestan a los que logran pasar la frontera por dichos medios». El embajador Lequerica escribe al ministro de Asuntos Exteriores el 29 de septiembre de 1942 sobre el documento anterior y la actitud de la secretaria del viceconsulado de Niza. El título resulta revelador: «Paso clandestino de la frontera española. El peligro judío». Empieza observando que por el nombre se diría que la secretaria era judía, que había sido despedida, y a quien se le suponía en relación con los judíos franceses y los sefarditas que se proclaman españoles. «Pueden ser peligrosos», advierte. De los sefarditas manifiesta que la inmensa mayoría eran «rojos» y en el mejor de los casos indiferentes durante la guerra civil, no habían hecho el servicio militar y utilizaban el título especial de español, «concedido por el glorioso dictador Primo de Rivera en un momento de generoso optimismo», para respaldar sus intereses. «La tendencia de los judíos, sefarditas o no, a entrar en España, ilegalmente o legalmente, puede llegar a constituir un problema. Me hablaba ayer con preocupación nuestro cónsul en Lyón del número importante de judíos que solicitan visados para España. No necesitan las gentes de esta raza ser excesivamente numerosas para ejercer su influencia, en estos momentos ya se sabe en cuál sentido»[57].
Las autoridades franquistas utilizaban un doble rasero con los fugitivos. Los franceses eran respetados pero judíos, polacos, checos y otros «caían como conejos. Disparaban antes de preguntar. Del centenar de gente del Este que intentó pasar por aquí no recuerdo uno que lo consiguiera», recuerda José Gistau «Barranco». Según fuentes del Ministerio de Asuntos Exteriores, también entraban numerosos ingleses, belgas, holandeses, algunos italianos y noruegos… Los detenidos eran encerrados en las cárceles de Lleida, Sort (Lleida), Salt (Girona) o la Modelo de Barcelona, por lo que respecta a los atrapados en la zona catalana. Pero tanto estos como los detenidos en el País Vasco fueron desviados, desde el 27 de junio de 1940, al campo de concentración de Miranda de Ebro (así se le llama en un documento de la Dirección General de Seguridad de 25 de agosto de 1943), conocido también como Depósito de Concentración de Miranda de Ebro, que a primeros de 1943 albergó el número máximo de internados, 3700. Los jefes y oficiales, por su parte, eran conducidos a Jaraba–Zaragoza. Algunos extranjeros indocumentados eran recluidos en la cárcel de Nanclares de Oca hasta que obtenían los papeles y salían en libertad. El 6 de julio de 1944 había 27 extranjeros en Nanclares, y una nota de Asuntos Exteriores a la embajada inglesa confirma que los apátridas de Miranda de Ebro habían sido deportados al norte de África[58].
ESPAÑOLES EN EL MAQUIS
La acumulación de incidentes puso de manifiesto, desde el momento en que los alemanes invadieron Francia, que un puñado de franceses y españoles (y otros extranjeros: polacos, alemanes, italianos…) protagonizaban acciones de resistencia. Poco significativas, en los límites de la irrelevancia y más cercanas a la ayuda mutua que a una oposición política en el sentido duro del término. Pero resistencia al fin y al cabo: y una firme voluntad de enfrentarse a los nazis. En el campo de Le Vernet funcionaba desde septiembre de 1940 un destacamento clandestino, y en octubre se registraron los primeros movimientos organizados de oposición en Argelès; participaban tanto los republicanos españoles como los brigadistas. Eduardo Pons Prades asegura que la «primera acción colectiva» de los españoles se produjo, en septiembre de 1940, en el departamento de Alta Saboya: una fecha madrugadora en la genealogía de la Resistencia. Los iniciales «núcleos de solidaridad y acción», dedicados al reparto de propaganda y a la protección de ciudadanos huidos, se alimentaron de los grupos de trabajadores 514.º, 515.º y 517.º, ubicados en ese departamento. Durante el invierno, Armando Castillo organizó en Haute–Vienne un grupo de sabotaje en Saint–Junien, cuya acción inicial fue la voladura de un puente en Saint–Bricesur. Puede especularse, por tanto, que el primer embrión armado exclusivamente español cuajó en la región alpina. El asturiano Ángel Álvarez mantiene que en noviembre de 1940 se celebró en Ales, capital de la zona minera de la Grand–Combe, una reunión con vistas a organizar la resistencia activa. Participaron franceses y españoles, destacando entre los primeros Paul Planque, Victorin Duguet y Ferdinand Guiraud, y por los españoles la familia Álvarez al completo: padre, madre y cinco hermanos. Uno de los hermanos Álvarez, Amador, estuvo primero en el penal de Eysses y después en Dachau. Paul Planque, casado con Camilia Álvarez, encontró la muerte el 10 de agosto de 1944 en Decazeville (Aveyron), día de la liberación de la ciudad. En la zona habían recalado durante la drôle de guerre numerosos españoles para faenar en las minas. Procedían de los campos de internamiento, y entre ellos se encontraba Cristino García Granda. La mayor parte de los trabajadores eran naturales de provincias mineras como Asturias, Jaén, Teruel y León[59].
Los episodios anteriores introducen cierta desorientación sobre las actividades de los españoles si advertimos de dos factores correlativos: los soviéticos eran en ese tiempo aliados de los nazis y Moscú, a través de la Komintern, dictaba las órdenes que acataban todos los partidos comunistas nacionales. Por tanto, los pasajes de oposición al nazismo de los comunistas españoles, previos a la invasión alemana de la URSS —anécdotas, en realidad—, se debían a posiciones individuales. O a grupos que impugnaban las tesis de Moscú, pese al centralismo democrático. O que se mantenían aislados. Pero tampoco puede exagerarse la unanimidad entre los comunistas, no obstante la vigilancia soviética. Sanz recoge un llamamiento realizado el 12 de julio de 1940 por Jacques Duelos y Maurice Thorez, dirigentes del PCF, a los republicanos exiliados: «¡Españoles! ¡Tomad las armas, estéis dónde estéis, participad en primera línea, al lado del pueblo francés, en la guerra contra el enemigo común y sus lacayos, por la victoria y la libertad!». Coincidía esa invocación a la lucha con el nacimiento del Estado «pétainista». Otros líderes franceses —Guingouin o Tillon— también eran partidarios de la lucha contra los nazis pese al pacto germano–soviético. Y no podemos perder de vista asimismo que tanto los comunistas franceses como los republicanos se movían en la clandestinidad. Existe otra hipótesis para explicar esa madrugadora aunque insignificante oposición española: no todos los grupos de resistentes eran comunistas; anarquistas y poumistas desarrollaron inicialmente cierta actividad opositora.
La prehistoria de la participación de los españoles en la Resistencia hunde sus raíces en la quiebra del pacto germano–soviético, cuando el 22 de junio de 1941 los alemanes invadieron la URSS. Fue el acontecimiento que trazó la línea del compromiso y acabó con la esquizofrenia comunista, engendrada por la conjunción entre su inquina a los nazis y la quietud que imponía el acuerdo de alemanes y rusos. La Operación Barbarroja los liberó de una contradicción que los había atenazado hasta entonces, y aunque les llevó tiempo proyectar una oposición digna de tal nombre, establecieron las bases de la misma. Como explica Mariano Puzo: «Queríamos hacer alguna clase de resistencia. No sabíamos cómo, pero teníamos que hacer algo». Los primeros grupos se formaron en los campos de internamiento —donde había un importante número de españoles, sobre todo comunistas, pues rechazaron en un primer momento la incorporación en los destacamentos de trabajo—, en los GTE y la Organización Todt. Pero no era tarea fácil, ni siquiera en los grupos de trabajadores, integrados en algunos casos exclusivamente por españoles, si exceptuamos a los jefes. José Caballero apunta que había que tener mucho cuidado con los mandos, incluidos los republicanos, porque los denunciaban —«había muchos españoles traicioneros»— y eso suponía la deportación a Alemania. Los llamados refractarios, indocumentados que huían para eludir la recluta de mano de obra por parte de los alemanes, empezaron a esconderse en los maquis, donde trabajaban ya importantes grupos de españoles, que se convertirán en adelantados de la oposición armada a los nazis. Maquis deriva del corso machia (formación vegetal mediterránea compuesta por matorral y monte bajo), y la expresión «tomar el maquis» significaba echarse al monte, un gesto de insubordinación. En Francia conocían con ese nombre a las empresas forestales o de construcción de pantanos que también servían de bases a los combatientes de la Resistencia[60].
La mínima oposición de los españoles empezó a dibujarse en el verano de 1941, aunque los perfiles todavía resultaban borrosos; los primeros grupos opositores cristalizaron entre los trabajadores de los GTE. Los maquis pioneros estaban instalados sobre todo en los departamentos del Macizo Central —Creuse, Puy–de–Dôme, Loira, Corrèze, Cantal y Alto Loira—, en los alpinos de Saboya y Alta Saboya, así como en los pirenaicos, incluidos Ariège y Alto Garona. Fueron los leñadores que trabajaban en las explotaciones forestales (chantiers) y los trabajadores de los pantanos (barrages) quienes alumbraron los primeros maquis, y lo hicieron en las propias empresas, un método que les permitía al mismo tiempo trabajar legalmente e intervenir en los movimientos de oposición antinazi. Fueron leñadores y carboneros —la madera y el carbón vegetal eran combustibles básicos de la época— quienes establecieron los primeros núcleos armados. El ejemplo más acabado de ese tipo de empresas estaba ubicada en Aude y dirigida por José Antonio Valledor y Luis Fernández, donde se formaron además los primeros núcleos de resistentes españoles. Reseñable fue también el pantano del Aigle, departamento de Cantal, donde convivían anarquistas y comunistas. Las minas del Gard, al igual que las canteras de Alto Garona, acogerán igualmente grupos pioneros de resistentes. Pero lo más extraordinario no era la intensidad de la oposición sino un detalle que se agigantará con el paso del tiempo hasta convertirse en categoría: quienes organizaban los primeros grupos de oposición contra los nazis no eran conocidos líderes políticos ni militares profesionales, sino republicanos de base que asumieron la responsabilidad ante el abandono o la inhibición de aquellos. Militantes de tercer nivel y también jóvenes. Falguera lo confirma: «Sólo quedamos en Francia unos pocos mandos intermedios y sobre todo la base». Puede comprobarse que la participación de los comunistas en la Resistencia debía más a los muchachos de las JSU que a los hombres del PCE[61].
En los maquis había trabajadores legales y elementos de la resistencia; estos últimos vivían clandestinamente en las explotaciones y efectuaban acciones contra los alemanes. Incluso una parte de los opositores compaginaba la vida legal con los sabotajes y el reparto de propaganda. El salario de los «legales» servía para alimentar a todos los integrantes del maquis, amén de realizar golpes económicos cuando las necesidades arreciaban. Así, la gendarmería de Oloron investigaba el 27 de junio de 1941 el robo de cuarenta kilos de pan en una tahona de Capabon Arudy por seis hombres, entre ellos dos españoles. Los exiliados o franceses perseguidos, bien por cuestiones políticas o porque se negaban a engrosar la Organización Todt, también eran cobijados en los maquis. Hubo ciudadanos franceses comprometidos con la insurgencia que ofrecían terrenos para que los republicanos establecieran nuevos maquis, como la familia Bénazet, de Varilhes. Ya en estos primeros tiempos, las mujeres hacían por lo común funciones de enlace. Carmen Buatell asegura que en agosto de 1941 trabajaba como apoyo de la Resistencia, aunque en fechas anteriores le habían pedido de cuando en cuando que repartiera propaganda antinazi[62].
Los republicanos que se echaron inicialmente al monte lo hicieron para evitar que alemanes o vichystas los arrestaran. Aunque los dueños de los chantiers sabían que eran ilegales hacían la vista gorda porque el negocio con los clandestinos españoles era redondo: sueldos bajos y beneficios sustanciosos. Hasta ese momento los franceses por lo general no colaboraban con los extranjeros antifascistas: estaban tan tranquilos en sus casas. En algunos departamentos los integrantes del maquis financiaban además a la dirección política comunista, bien con sus labores en las empresas forestales o mediante golpes económicos. «Los grupos de leñadores, en el monte, en Aude y Ariège, manteníamos a la Dirección comunista. No teníamos ni zapatos, nos cubríamos los pies con trapos de sacos atados con cuerdas, no teníamos ni ropa y, por supuesto, de las pagas no veíamos un duro. Eso lo contrataban los capataces que se quedaban con el dinero para las necesidades del Partido, que estaba en el llano, con sus mujeres. Si matábamos algún ternero u oveja, nos comíamos la cabeza y las vísceras y las mejores tajadas se las mandábamos al Partido», testimonia Vicuña. La siguiente fase se centró en conseguir armamento, tanto dinamita como armamento ligero[63].
A finales de 1941, el PCE había aglutinado grupos de resistencia en el departamento de Cantal a partir de los trabajadores del pantano de Laroquebrou. Al frente del equipo estaban Silvestre Gómez «Margallo», Mariano Ortega y Manuel López Oceja «Paisano»; posteriormente la organización se consolidó en el pantano del Aigle (Corrèze). En los tajos se apoderaban de dinamita y detonadores, y a comienzos de 1942 ampliaron el radio de acción a los departamentos de Puy de Dome y Alto Loira. También había un valioso grupo español de oposición en las minas de Salsigne, cerca de Carcasona. Madrugadora fue también la oposición en el departamento de Aude. El libertario Luis Menéndez Viña apunta que a principios de 1941 recalaron en Auzat, procedentes de Montauban, Jesús Ríos «Mario Martín», Antonio Molina «Paco Martínez» y el asturiano Ramón Álvarez «Pichón», adelantados de la resistencia organizada en los departamentos de Aude y Ariège. Y pese a sus desacuerdos con los comunistas, Menéndez Viña describe la realidad existente en su testimonio a Félix Santos: «De todas formas hay que rendirles el honor de reconocer que fueron los únicos en aquella época que han hecho algo para movilizar a la gente. En nuestros medios confederales no sólo no había coordinación sino que había mucha gente que no estaba de acuerdo con el hecho de que había que estar tratando con comunistas. Allí, los comunistas que había a mí no me estorbaban porque me dieron bastante facilidad para mandar algo». Un antiguo resistente, Ángel Álvarez, señala como personaje decisivo de los movimientos armados del Suroeste a Juan Delicado[64].
El departamento de Ariège se situó pronto como epicentro de la resistencia española. Algunos de quienes encabezarían más tarde a los guerrilleros españoles —Luis Fernández «General Luis», Victorio Vicuña «Julio Oria», Juan Cámara «Paco» y Eduardo Pedrosa— se encontraban a caballo entre Ariège y Aude, el otro departamento precursor. En la segunda quincena de diciembre de 1941, los republicanos hicieron balance en una reunión en la capital de Aude, Carcasona, y decidieron pasar a la acción, a la lucha armada. Un peldaño decisivo fue la creación de un Estado Mayor que se impuso como objetivo relacionar a los diferentes grupos instalados en los maquis del Mediodía. El cargo recayó en Jesús Ríos García, y sus primeras decisiones tuvieron un carácter simbólico: pensaban que la lucha contra los alemanes en Francia era continuación de la guerra civil. Ríos denominó a su unidad 234.ª Brigada, de igual nombre que la mandada en España, y la primera organización armada de los republicanos unidos fue el XIV Cuerpo de Guerrilleros Españoles, un homenaje al XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero de la guerra civil. Por su parte, los políticos comunistas, encabezados por Monzón, hacían proselitismo mediante la Unión Nacional Española, una vez abandonada la táctica de los frentes populares. También instituyeron un órgano de expresión propio, de nombre Reconquista de España. Apareció en 1941, primero manuscrito, luego mimografiado y, desde julio de 1941, impreso y de periodicidad mensual. A partir de 1942 el diario fue editado en una explotación de leñadores del Vaucluse y después de la conferencia de Grenoble, 7 de noviembre de ese año, en una imprenta de Cavaillon. Llevaba como subtítulo «Órgano de Unión Nacional de todos los españoles», que en 1944 se transformó en el «Órgano de la Junta Suprema de Unión Nacional»[65].
Los miembros de los maquis habían funcionado en un primer momento como redes de solidaridad, autodefensa y reparto de propaganda antinazi. Con el tiempo empezaron a realizar acciones armadas: sabotajes, golpes económicos, atentados… La actividad fundamental consistía en descarrilar trenes y destruir locomotoras, pero también atacaban instalaciones eléctricas, puentes o torre tas de alta tensión. Narcís Falguera alude a estos primeros momentos: «No había aún muchos resistentes, y sólo los “quemados” subían al maquis. Era absurdo incentivar la pertenencia a ese tipo de organizaciones si no estaban perseguidos: había que darles de comer, encontrarles un lugar, moverse de un lado para otro para no ser detectados por las fuerzas policiales; era una situación desesperada, y además en aquella época la opinión francesa estaba contra este tipo de lucha. El comienzo de la resistencia estuvo en trabajadores legales que interrumpían la producción y realizaban sabotajes. Había una organización que controlaba todo esto pero lo desconocíamos, cada uno trabajaba a su nivel. Los grupos apenas se conocían entre sí. Era la clandestinidad. Cada cual sabía lo que tenía que saber, nada más». La violencia se convirtió rápidamente en protagonista. La guerra irregular no sabe de líneas de frentes ni de prisioneros, y los ejércitos que combaten la insurgencia ignoran las obligaciones derivadas de los convenios internacionales. La dialéctica represión–contrarrepresión se impone como método de lucha por encima de cualquier tipo de consideración. Un participante en la guerra contra los alemanes, Vicuña, confirma en sus memorias que el discurso de la guerra de guerrillas era la ausencia de prisioneros en las dos direcciones: «Español que caía en sus manos, no lo salvaba nadie», pero también «alemán que veíamos que nos venía brazos en alto, allá lo matábamos».
Pero no todos los republicanos estaban por la oposición activa al nazismo. Según Pedro Olea Salas, que luchó contra los alemanes encuadrado en el 11.º RMVE y luego se refugió con unos compañeros en el bosque de Creuse, cerca de la línea de Demarcación —donde trabajaron como carboneros y fundaron una especie de escuela de guerrilleros—, a su maquis llegaron muchos españoles y lo que buscaban era ayuda para pasar a la zona no ocupada. Por lo general no eran partidarios de colaborar en la resistencia contra Hitler, ni siquiera de reemplazar laboralmente a los guerrilleros mientras estos llevaban a cabo sus acciones. Goytia enfatiza y ajusta el hecho: «No puede hablarse de los refugiados españoles de la Resistencia, sino de algunos resistentes españoles». La actitud de los republicanos frente a los nazis no fue ni mucho menos uniforme. Antonio Vilanova, pionero de los estudios de la lucha contra el fascismo, observa que no puede hablarse de Resistencia entre los españoles hasta finales de 1942. La misma tesis sostiene Antonio Soriano, autor de una importante historia oral sobre el exilio. Pero en ese año la mayor parte de los franceses aún se oponía a la intervención de los guerrilleros. Los alemanes los dejaban en paz y ellos querían conjurar a toda costa las represalias. Era lógico, en parte. Además de que la conquista de la libertad por medios violentos siempre es consecuencia de la lucha de una minoría, a mediados de 1942 los nazis parecían desde un punto de vista militar un pueblo superior, invencible. Esa constatación retraía a los ciudadanos, que siempre necesitan de una cierta esperanza para embarcarse en una aventura de tanta entidad como arriesgar la vida. Para la Francia burguesa no era fácil decidirse por el combate: tenía mucho que perder y determinados conceptos inscritos en el código genético del republicanismo —libertad, amor a la patria, independencia— habían desaparecido del cuerpo francés. O al menos permanecían aletargados. Situarse fuera de la ley requiere un instante de emoción extrema seguida de una decisión irreflexiva o un análisis del que se extraigan ventajas. Como escribe Paxton: «Sólo los jóvenes y los ya totalmente desarraigados logran adaptarse fácilmente a una vida de rebelión continua, y ello explica el hecho de que la Resistencia en Francia contuviese una proporción desmesurada de jóvenes, de comunistas y de veteranos de la lucha callejera». Era también el caso de los españoles: fogueados en la guerra y la revolución, exiliados en un país extraño y perseguidos como indeseables por las autoridades ilegítimas de Vichy[66].
REPUBLICANOS EN LA UNIÓN SOVIÉTICA
Como si se hubiera convertido en una segunda naturaleza de los republicanos, la guerra también los alcanzó en la URSS. En el país de los soviets podían haberse librado de intervenir, siguiendo las directrices oficiales, pero los españoles, madrugadores y tozudos en el combate contra los nazis, no se consideraban huéspedes dignos si permanecían inactivos mientras los nazis hollaban la Unión Soviética. Una vez más cogieron el fusil contra las indicaciones de los jerarcas rusos y el criterio de los rabadanes del comunismo español en Moscú. Y otra vez ocurrió un hecho que no por reiterado resultaba menos llamativo: los republicanos que se alistaron «salieron de la masa modesta y sin nombre», al decir de Alberto Fernández. Pese a que en Rusia se encontraban algunos de los militares más prestigiosos del Ejército de la República: nombres míticos y con una ristra de unidades mandadas.
Cuando se produjo la invasión alemana, había una significativa colonia española en la URSS. Por orden cronológico, los primeros que llegaron en cuatro viajes fueron los «niños de la guerra». Aunque las cifras iniciales aportadas por los testigos fueron muy elevadas, en la actualidad se acepta que frieron evacuados 2895 niños de entre 3 y 15 años, la mayoría asturianos, vascos y leoneses. Los llevaron a las Casas de Niños de Leningrado y Moscú, pero también a Ucrania, Bielorrusia, Georgia, Armenia y repúblicas bálticas. Dispusieron además de una colonia–sanatorio en Crimea para combatir la turberculosis, enfermedad que fulminó a unos 90 muchachos. Alrededor de 300 profesores, educadores y auxiliares acompañaron a los chavales, a quienes se concedió la nacionalidad soviética. De los 33 000 niños evacuados por la guerra, únicamente los de la URSS, así como los de Morelia (455), en México, no regresaron hasta muchos años después o no lo hicieron nunca. Los niños y adolescentes fueron recibidos como héroes en la Unión Soviética y tratados de manera correcta. Manejando la literatura de renegados, casos de Jesús Hernández o Enrique Castro Delgado, se ha descalificado el proceder de las autoridades, aportando ejemplos de muchachas que ejercieron la prostitución o chicos que acabaron en la delincuencia. Pero esas muestras representaban una singularidad; incluso los tribunales soviéticos se comportaron benevolentes en extremo con los españoles, a los que dejaban en libertad a cargo de su nacionalidad. Existe un acuerdo básico entre testigos e historiadores: los niños españoles recibieron mejores atenciones que la media de los soviéticos y una excelente formación técnica y humanística. Lo que no podía hacer el Gobierno soviético era sustituir a los padres, protegerlos durante el ataque alemán ni integrarlos sin problemas en una sociedad tan diferente a la española. Cuando estalló la guerra nazi–soviética, los niños españoles fueron evacuados a Siberia y Urales, donde prosiguieron la escolarización en castellano y con regularidad[67].
El segundo grupo en importancia fue el de dirigentes, cuadros y jefes militares. El 11 de mayo de 1939 alcanzaron la URSS dos buques, Maria Ulianova y Cooperazya, que transportaban a numerosos refugiados en Francia. El 9 de mayo había partido de Orán con destino a Rusia el Lamaricière, y seis días después otro paquebote condujo a la URSS a 86 comunistas internados en los campos argelinos de Morand y Suzzoni. Para embarcar con destino a la Unión Soviética los candidatos eran «examinados» por un comité de selección presidido por Togliatti y del que formaban parte, entre otros, Pasionaria, Antón y Mije, además de los franceses Thorez y Marty. También aquí el balance difiere entre las cuentas de los supervivientes y la contabilidad posterior; en la actualidad se estima en 891 el número de refugiados. Con la salvedad de los dirigentes más notorios y de los militares de más alto rango, los españoles fueron distribuidos por diferentes fábricas soviéticas. Los agruparon en colectivos —grupo de personas al frente del que había un responsable—, y encontraron dificultades para adaptarse al medio de producción soviético —en especial el destajo— y al modelo de sociedad. El piloto Juan Blasco Cobo apunta que los españoles se vigilaban en los colectivos y menudearon las acusaciones habituales: «falta de espíritu revolucionario» o «desviaciones de la línea oficial». Incluso un comunista ortodoxo como José Gros evoca las dificultades para encajar en la sociedad soviética[68].
Por lo que respecta a los militares que llegaron a Moscú, los de carrera fueron enviados a la Academia Vorochilov y los más destacados entre los milicianos, a la Academia Frunze. Un tercer grupo, muy reducido y que incluía a varias mujeres, fue derivado a la Escuela Leninista Planiérsnaya para realizar cursos de marxismo–leninismo. En la Academia Vorochilov ingresaron seis jefes militares, entre ellos el general Antonio Cordón. En la Escuela Leninista Planiérsnaya estuvieron, entre otros, Miguel Bascuñana, José Fusimaña y José Luis Vara Rodríguez, mayor, jefe de brigada. En la Academia Frunze admitieron a 29 jefes milicianos, entre los que se encontraban algunos de los más populares durante la guerra civil, como el general Juan Modesto Guilloto, el coronel Enrique Líster y el teniente coronel Valentín González «El Campesino». Este último y Feijoo recibieron las peores calificaciones. Ambos fueron expulsados de la Academia, aunque al segundo se le permitió seguir con los estudios: sucumbió luchando heroicamente contra los nazis[69].
El tercer grupo de españoles lo componían marinos cuyos barcos fueron confiscados y aviadores a quienes sorprendió el final de la guerra española en territorio ruso. La mayor parte de los marineros pudo regresar a España antes de concluir la guerra. Los restantes aguantaron en la URSS hasta abril de 1939, y entonces se les planteó un espinoso dilema: volver a España o permanecer en Rusia. Las autoridades les negaron todas las demás opciones, y por tanto no se les permitió cumplir el deseo de la mayoría, que era reemigrar a un tercer país, especialmente México o Francia. Para los soviéticos era natural que un español quisiera volver a su país, aunque fuera un régimen fascista, pero les parecía inadmisible que un hombre de izquierdas menoscabase a la URSS en beneficio de terceros países. Quedaron en la URSS 69 marinos, repartidos entre diferentes colectivos[70]. También había aviadores españoles porque, desde 1938, grupos de jóvenes fueron enviados a Azerbayán con el cometido de hacer un curso de pilotos y familiarizarse con los modelos soviéticos. Los 157 pilotos que permanecían en Rusia al finalizar la guerra no deseaban volver a España, pero casi todos querían marchar a un tercer país; al final, fueron obligados a quedarse en la Unión Soviética. Un hijo de Negrín, Rómulo Negrín Friedelman, que hacía el curso de piloto en Kirovabad, no tuvo sin embargo problemas para reemigrar a México, vía París, después de que su padre se lo reclamara a Sourit, embajador soviético en la capital francesa[71].
Los grupos anteriores, y sus situaciones particulares, conformaban la representación española cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. En total, 4299 personas.
La guerra en el Este presentó características especiales, y a la violencia propia de un conflicto se unieron factores adicionales. A diferencia de lo ocurrido en Francia, los rusos no aceptaron la ocupación y se dispusieron a combatir hasta el final. Para los soviéticos, fue la Gran Guerra Patria; y la disyuntiva era vencer o morir. Para los nazis, un enfrentamiento al que debía seguir el exterminio. Para conseguirlo, Hitler desplazó a la Unión Soviética 211 divisiones (en el frente Occidental había 35). Tampoco exhibió inconvenientes morales: «Los soldados alemanes que no respeten las leyes internacionales de guerra, serán considerados inocentes. En el Este no es posible aplicar los métodos humanitarios que se tienen frente a los occidentales. Los jefes militares no deben caer en Rusia en ningún tipo de sentimentalismo». En el primer año de guerra, el Einsatzgruppen D, dirigido por el general SS Otto Ohlendorf, que acompañaba al 11.º Ejército del general Von Manstein, asesinó a 90 000 rusos según fuentes occidentales[72].
Españoles en los sitios de Leningrado, Moscú y Stalingrado
Desde el primer momento, los españoles —incluidos los adolescentes— solicitaron el ingreso en las filas del Ejército Rojo; lo pidieron y lo suplicaron: recibieron un rechazo tras otro. Desconocemos si la decisión fue tomada por las autoridades soviéticas al margen de los dirigentes del PCE o inducida por estos. Los militares profesionales, ante las negativas soviéticas, recurrieron a Dimitrov, responsable de la Internacional Comunista. A los argumentos rusos de que ya habían hecho una guerra y «les tocaba descansar», o de que «tenían que reservarse para cuando lucharan contra Franco», los jefes republicanos contraponían otros asimismo lógicos: «Es cierto que hemos hecho una guerra, pero no una guerra de la escala de la actual. El empleo en masa de tanques, aviación, etcétera, nos es prácticamente desconocido y ello supone un defecto muy sensible en nuestra capacitación militar». Y otro razonamiento contundente: «Como usted conoce, puede afirmarse, sin que ello suponga menosprecio por la teoría, que es en la guerra donde de verdad se hacen los ejércitos y sus mandos». Nada consiguieron. Los rusos no querían a los españoles en el campo de batalla; los preferían en los colectivos, trabajando. En una carta a José Fusimaña le insistieron en esta última razón: «Conviene que advirtáis a todos los jóvenes que os pregunten que, por ahora, no pueden ingresar en el Ejército Rojo, pues en muchos casos esta perspectiva influye de manera negativa en ellos, desinteresándose por el trabajo». Pero los republicanos no entendían por qué era más importante trabajar en los colectivos que combatir. El estado de ánimo de muchos lo reflejó en su diario un futuro héroe guerrillero, Francisco Gullón, quien aclara su posición a base de amalgamar cacofonía y pleonasmo: «Quiero luchar y lucharé porque me dejen luchar»[73]. Pese a todas las trabas impuestas por las autoridades, muchos españoles se las ingeniaron para estar presentes en la guerra. La participación se concretó en varias unidades y cuerpos: combatieron junto a las Milicias que dependían del Comisariado del Pueblo del Interior, la temida NKVD; un puñado de ellos se integró en la aviación, otros pocos en el Ejército Rojo y la mayoría se enroló en las guerrillas. En la guerra de la URSS los españoles coincidieron por enésima vez con brigadistas.
Un grupo de españoles participó en la defensa de Moscú. La tradición asegura que fueron 120 jóvenes republicanos de la Escuela Leninista de Planiérsnaya quienes defendieron el Kremlin y la Plaza Roja, símbolos soviéticos. La realidad fue otra, y uno de los testigos, Agustín Vilella, lo explica: «Los españoles estuvimos en la Plaza Roja y en el Kremlin durante la retirada y después en la ofensiva, pero formando parte de otras fuerzas muy importantes en las que la mayoría eran soviéticos». En efecto, 125 republicanos, incluidas mujeres, participaron en la batalla de Moscú. Estaban encuadrados en la 4.ª Compañía de la Brigada Motorizada Independiente de Tiradores de Designación Especial, adscritos al 1.er Regimiento Motorizado de Tiradores; dirigía la unidad republicana Peregrín Pérez Galarza, Celestino Alonso era el comisario y las jefaturas de sección correspondían a Roque Serna, Américo Brizuela y Justo López de la Fuente[74]. Los españoles no formaban parte del Ejército Rojo sino de la Brigada Internacional de la NKVD, acaudillada por Mijail F. Orlov, y donde ejercía una influencia decisiva Caridad Mercader, cubana establecida en Cataluña a raíz de la independencia de la isla. Todos los integrantes de la Brigada Internacional de la NKVD eran extranjeros. Quienes no tuvieron cabida en esa unidad formaron una sección en otra compañía completada con austríacos y rusos. Pero a los españoles apenas se les permitió combatir y, estabilizado el frente moscovita, fueron trasladados a Kalinin (República Rusa), en la retaguardia. El batallón especial de Peregrín fue disuelto en octubre de 1944. También participaron en la defensa de Moscú españoles encuadrados en el 2.º Batallón de la 1.ª Brigada Autónoma de Misiones Especiales. El objetivo fundamental de la BAME era minar los accesos a la capital para impedir la entrada de los alemanes. Igualmente hubo algún republicano en el Regimiento de la Guardia de Moscú, así como 16 pilotos que combatieron en los cielos de la capital moscovita, encuadrados en la 1.ª Brigada Aérea Especial de Guardafronteras, dependientes de la NKVD[75].
En la defensa de Moscú destacó la presencia de Santiago de Paúl Nelken. Nacido en Madrid en 1920, era hijo de la escritora y diputada socialista Margarita Nelken, que se había pasado al PCE durante la guerra civil, y Martín de Paúl, cónsul de la República en Amsterdam. El joven Santiago ingresó en las avanzadas milicianas de la República cuando contaba 15 años; sus padres consiguieron de las autoridades que le concedieran la baja, enviándolo a continuación a Valencia, lejos de los frentes madrileños. Pero De Paúl logró incorporarse a la Escuela de Ingenieros Militares de Godella y, con 17 años y el grado de teniente, fue enviado al frente del Ebro. Joven idealista, atravesó la frontera camino de Francia pero rechazó la posibilidad de refugiarse en la casa de su abuela en Banyuls porque deseaba correr la misma suerte que sus compañeros: acabó en el campo de Saint–Cyprien. Su madre consiguió liberarlo y que fuera trasladado a Moscú, donde estudió becado en la Escuela de Ingenieros: se graduó de teniente con el número uno de su promoción. Después de mucho insistir fue enviado al frente, como responsable de una batería. Estuvo primero en la defensa de Moscú, y luego en Ucrania durante dos años. Continuó con el Ejército soviético cuando inició la progresión hacia Alemania. El 5 de enero de 1944, mientras atacaban Küstrin —primera localidad alemana tomada por los soviéticos—, un proyectil cayó sobre la batería de lanzacohetes que mandaba, y murió con sus hombres. Le concedieron la Medalla de la Defensa de Moscú y la Orden de la Guerra Patria. En octubre de 1942 su madre había sido expulsada del PCE por desacuerdos con la política de Unión Nacional. Según un informe de 8 de marzo de 1940 relativo a cuadros, ya entonces repudiaban a Margarita Nelken: la acusaban de intrigas, derrotismo y sabotaje[76].
Al igual que Santiago de Paúl Nelken, otros españoles que combatieron en la URSS siguieron a las unidades soviéticas camino de Alemania. En Rumanía lucharon Baltasar Ripoll, Carlos García Fermín y Manuel Souto. En Yugoslavia, Américo Brizuela Cuenca y Facundo López Valdeavero; y Manuel Martínez peleó en la ciudad polaca de Poznan. Algunos tuvieron el privilegio de llegar a Berlín y poder contarlo. Como el teniente Manuel Alberdi González, alumno de la Escuela Militar de Leningrado, quien tendió el 30 de abril de 1945, con sus compañeros de unidad, uno de los últimos puentes que permitieron el paso del Ejército Rojo al Reichstag, el corazón de Berlín, dominada a partir del 2 de mayo. También alcanzó la capital de los nazis el teniente Alberto Rejas Ibárruri, sobrino de Pasionaria. Lo acompañaban Fermín Roces Ribo y Francisco del Castillo, hermano del teniente José del Castillo, asesinado en Madrid por los falangistas los días previos a la guerra civil. Otros tuvieron menos suerte, como José Guerrero Hernández, que cayó en la batalla de Berlín. O Manuel Nieves Fernández, muerto en Prusia Oriental. Enfrente de los republicanos que avanzaban hacia la capital, había españoles de la Legión Azul, expedicionarios de la División Azul que no volvieron a España cuando se repatriaron los voluntarios franquistas. También acompañaron al Ejército soviético media docena de pilotos, que combatieron en el paso del Danubio rumbo a Berlín: «Guerásimov», Marciano Diez, Leoncio Velasco, Manuel Orozco o Celestino Martínez Fierro. Este último, alcanzado por la metralla enemiga, pereció dirigiendo el avión contra un objetivo alemán[77].
En el Leningrado asediado durante veintiocho meses también perdieron la virginidad de las armas (y la vida, en algún caso) los jóvenes republicanos, adolescentes bastantes de ellos, que se encontraban trabajando o estudiando en la ciudad. El 3.er Regimiento de Voluntarios contaba en sus filas con 74 muchachos españoles, casi todos asturianos y vascos. Pertenecían al colectivo de la fábrica Elektrosila, y se habían presentado voluntarios. También hubo republicanos en la 20.ª División, 264.ª Batallón Especial de Ametralladoras, 1.ª y 2.ª División de Voluntarios y 4.º Regimiento de la Guardia. Otro destacamento en los alrededores de Leningrado era el gobernado por el bilbaíno Vicente Alcalde Fuster —pereció en septiembre de 1942—, que actuó entre Leningrado–Chudovo–Luga, y estaba integrado por soviéticos y españoles, sólo dos de los cuales sobrevivieron. Una cincuentena de muchachas republicanas se inscribió en los servicios auxiliares y entre ellas, María Pardina Ramos «Marusia», que se convirtió en el mito español de la defensa de Leningrado. Los niños de menor edad fueron evacuados por un pasillo que no pudieron cortar los alemanes, y tampoco participaron en la guerra los maestros que estaban a cargo de los chavales. Hubo excepciones. En junio de 1943 perdió la vida en Briansk, cerca de Moscú, el aragonés Leonardo García Cámara «El León Rojo», maestro en España y de los niños españoles en Rusia. Recibió dos medallas, una por sus hazañas guerrilleras y otra previa por su comportamiento en la defensa de Moscú. Conocemos a otro maestro enrolado, Enrique Fábregas Carrión, que cayó en octubre de 1943 en Novorossiisk. El asedio de las principales ciudades soviéticas —especialmente Leningrado— plantea preguntas inquietantes: ¿por qué las autoridades pusieron más dificultades para que se enrolaran en el Ejército los jefes militares que los jóvenes y niños? ¿Por qué se permitió a los muchachos jugarse la vida y no lo hicieron sus maestros? Ciertamente, nadie fue obligado a combatir. El sitio de Leningrado convirtió a sus ciudadanos en muertos vivientes a causa de los constantes bombardeos, agravados por el frío y el hambre. Sólo en febrero de 1942 sucumbieron 10 000 personas cada día, sobre todo viejos y niños; un millón hasta la retirada nazi en mayo de 1944. En Leningrado o en sus inmediaciones fallecieron, según fuentes oficiales, 72 republicanos. Daniel Arasa estima en 100 los muertos españoles del asedio, 80 de ellos en combate. En diciembre de 1941 fueron desmovilizados todos los republicanos, y los últimos fueron evacuados de la ciudad el 19 de marzo de 1942[78].
En Stalingrado, el asalto masivo de los nazis se desarrolló en el verano de 1942. Pero entre enero y febrero de 1943 aconteció un hecho que convulsionó el desarrollo del conflicto: la rendición de los ejércitos nazis de la zona, encabezados por el mariscal Friedrich Paulus. Una de las batallas más cruentas de la Segunda Guerra Mundial, con casi dos millones de bajas: soviéticos, alemanes, italianos y húngaros, principalmente. El sitio de Stalingrado mereció los versos militantes de Pablo Neruda: «¡Honor al combatiente de la bruma; / honor al comisario y al soldado; / honor al cielo detrás de tu alma; / honor al sol de Stalingrado!…». Los republicanos que combatieron en la actual Volgogrado estaban encuadrados en la 43.ª Brigada de Ingenieros. Pero un personaje desplazó de la historia a los compañeros que lo acompañaron en la defensa de la ciudad castigada. Se llamaba Rubén Ruiz Ibárruri, y era hijo de Pasionaria. Había llegado a Moscú en 1939, donde ingresó en la Academia Militar. Aceptado en la 1.ª División Motorizada de Moscú, cayó herido en Bielorrusia en 1941 y fue desmovilizado. En julio de 1942, el teniente Ruiz Ibárruri fue admitido en el Batallón de Instrucción del 100.º Regimiento de la Guardia. Mandó en un principio una unidad de ametralladoras y después fue enviado a combatir a las cercanías de Stalingrado, adscrito a la 35.ª División de Tiradores de la Guardia. Le encomendaron la misión de resistir a los alemanes en Kotluban, y una ráfaga de ametralladora lo hirió gravemente el 31 de julio de 1942, cuando defendía con sus hombres la aldea de Vlásovska. Tres días después, el 3 de septiembre de 1942, moría el hijo de Pasionaria; tenía 22 años. En la Avenida de los Caídos de Stalingrado tiene un cenotafio con esta leyenda: «Rubén Ruiz Ibárruri. Héroe de la Unión Soviética». Durante la guerra civil, había combatido en el Ejército del Ebro con 16 años. Feliciano Páez, desde Argel, escribe a Pasionaria: «Aunque tarde, tuvimos conocimiento de la muerte de tu Rubén, caído tan heroicamente en defensa de la Patria Soviética. Todos hemos compartido aquí tu dolor. ¿Habrá un solo comunista en el mundo que, en esta ocasión, no haya tenido el más cariñoso de sus recuerdos para nuestra Dolores?». De manera retrospectiva un disidente político, Jesús Hernández, sostuvo que el hijo de Pasionaria se hizo matar para no sentir la vergüenza de ver que la madre andaba amancebada con Antón mientras a su padre Julián Ruiz —quien intervino como guerrillero en Rostov— se lo comían los piojos trabajando en los Urales. Los mismos argumentos que habrían utilizado los policías franquistas. En la defensa de Stalingrado también participaron aviadores españoles, como el capitán Francisco Cañizares[79].
La Brigada Stárinov–Ungría
Pero donde los republicanos participaron más activamente fue en las guerrillas soviéticas, que tuvieron una relevancia indiscutible en la victoria sobre los nazis. Los embolsamientos producidos por la táctica de la blitzkrieg (guerra relámpago) favorecieron la transformación de las unidades regulares en partidas armadas. Eran unidades controladas por el Ejército Rojo —aunque no pertenecían orgánicamente al mismo—, y el número de partisanos alcanzó cifras fabulosas. La mayor parte de los españoles que combatió a los nazis en la URSS lo hizo en destacamentos guerrilleros, ante la imposibilidad de encuadrarse en unidades regulares. Y de nuevo fueron los militantes de a pie quienes encabezaron esa lucha. Ninguno de los militares profesionales de la Academia Vorochilov participó en las guerrillas, y sólo seis de los mandos procedían de la Academia Frunze: Boixó, Belda, Carrasco, Feijoo, Casado y Alhama, quien adoptó el nombre de Abenchandrof. También intervinieron algunos integrantes de la Escuela Planiérsnaya. Aunque hubo españoles en varios escenarios, fueron Ucrania (Jarkov, mar de Azov y sobre todo en Crimea), Rusia, Bielorrusia y el Cáucaso (Georgia, Armenia, Azerbayán, la península del Kubán) los territorios más transitados por los republicanos.
Entre las funciones de los guerrilleros estaban las de informar a los mandos militares de los movimientos alemanes, efectuar sabotajes y embestir a la retaguardia enemiga para distraer tropas de los frentes, manteniendo un clima de insurgencia en las regiones ocupadas. Además de disuadir a la población de apoyar a los nazis. Una de las tareas más decisivas consistía en minar los caminos y carreteras por donde pasaban los hitlerianos; y, vencido el enemigo, desactivar las minas colocadas por los nazis y ejecutar a los colaboracionistas. También sirvieron como instructores. La vida de los partisanos era muy difícil, pues a los riesgos que les eran propios se unía una meteorología extrema en muchas de las áreas de actuación. Uno de los supervivientes, José Gros, confirma que los españoles, en especial los meridionales, pasaban mucho frío —el termómetro alcanzaba 40 grados bajo cero— y lo combatían doblando las prendas de vestir: dos calzoncillos, dos jerséis, dos abrigos…, hasta tal punto tiraban de prendas, que por ejemplo les resultaba difícil circular por los pasillos de los tranvías debido al perímetro que adquirían. Así y todo, el mayor Manuel Belda Tortosa, activista valenciano, murió de congelación en Shabélskoe, cerca de Rostov.
El valenciano Domingo Ungría González fue el hombre decisivo de las guerrillas españolas en la Unión Soviética. Militante del PCE desde 1933, había sido inspector jefe del XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero durante la guerra civil. Estaba mal visto por los dirigentes españoles, sobre todo por Pasionaria —le parecía un tipo poco fiable— y los expedientes oficiales sobre su persona resultan críticos en extremo, insidiosos. En una indagación del partido, anónima y sin fecha —puro estalinismo—, se notifica: «Durante los años 1932 y 1933 se dedicó a realizar atracos, respaldado por el carné del Partido. A la organización no le entregó ni un céntimo». Especifica que ante los delincuentes se presentaba como comunista y ante estos, como hombre de acción. No tenía oficio ni trabajaba, y desaparecía durante meses para reaparecer sin explicación… Un personaje poliédrico, sin duda: «Casi siempre andaba comprando y vendiendo pistolas, haciendo trapicheos, inventando aventuras». Añade el comunicado que durante la guerra se había instalado en un piso donde se dedicaba a realizar «paseos» e incautaciones. «Tuvo que intervenir el Partido por dos cosas: porque liquidaba sin ningún control y porque requisaba cosas de lujo, alhajas, etc., que nadie sabía adonde iban a parar. Después, marchó de guerrillero». Continúa el despacho lanzando la mayor calumnia contra un comunista en aquellos tiempos: ambigüedad con respecto a la Junta de Casado. Tampoco le respetan el trabajo como jefe máximo de los guerrilleros republicanos en la guerra de España. «Permitió con su pasividad matonesca que cogieran sin ningún preparativo el cuartel de guerrilleros de Benimamet. Él mismo se encerró en su casa de la calle Ribera con dos fusiles ametralladores, dispuesto, según comunicó, a resistir. No hizo ningún trabajo práctico durante ese período tan difícil para todos». Como en muchos juicios comunistas en la época, el expediente se detiene luego en la vida personal que, según el informante, no seguía los códigos de conducta establecidos: «Se casó con una mujer del barrio chino, las mujeres del barrio de Jesús que lo conocían estaban indignadas. Esto era tres días antes de salir de España. Mi impresión es que se trata de un lumpen, aventurero, sin ningún principio moral, aunque el P lo haya utilizado en determinados momentos como elemento de choque». Además de abandonarlo en España sin instrucciones, Ungría no fue propuesto para la Academia Frunze cuando llegó a la URSS, una humillación contra la que incluso, rebelde incorregible, protestó: no se privó de comparar su caso con el de «El Campesino», al que consideraba analfabeto y que había sido aceptado. Lo enviaron a trabajar a un colectivo de Jarkov, Ucrania.
Como otros españoles, cuando la invasión alemana quiso alistarse en los ejércitos soviéticos y, como los demás, fue rechazado. Pero Ungría —heterodoxo, testarudo y un punto indisciplinado— estaba decidido, y lo intentó primero por los conductos reglamentarios. El 22 de julio de 1941 escribe una carta a Pasionaria y José Díaz: «Insisto nuevamente en mis anteriores envíos solicitándoos la correspondiente autorización para marchar al frente, y si insisto en lo mismo es porque es esta la tercera carta que os escribo sin que hasta la fecha hayáis contestado». Termina con el argumento más socorrido, inevitable pero lógico: «Soviéticos, polacos, checos, etc., vinieron a nuestra España a ayudamos; y yo os pido que al igual que ellos vinieron, vayamos junto a ellos a luchar, si como español no, como checo, como polaco, como queráis, pero enviarme es lo que os pido y espero». La posdata resulta hiriente para los jerarcas comunistas: asegura que las mujeres de su fábrica les insistían en que los hombres deberían estar en el frente, puesto que ellas se valían en el trabajo. Él estaba de acuerdo.
El azar vino en auxilio de su obstinación cuando entró en contacto con el coronel soviético Ilya G. Stárinov, que había sido compañero suyo en el XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero y con el que había anudado una estrecha amistad. El apoyo del militar soviético fue decisivo para que Nikita Jruschov, entonces miembro del Consejo Militar del Frente Sudoeste, autorizara el 12 de octubre de 1941 la creación de una brigada de guerrilleros españoles para misiones especiales, mandada por Ungría y el propio Stárinov; formaba parte de unidades de voluntarios extranjeros. Muy pronto se convirtió en la organización armada más importante con participación republicana y vivero de capacitación para otros guerrilleros. La noticia del enrolamiento se la confirma de manera indirecta a Pasionaria en otra misiva. En ella alude a que afloraron en el colectivo dos posturas: quienes pretendían seguir con el trabajo y los que estaban por la participación en la guerra. Asegura que, cuando evacuaron Jarkov, se presentó a las autoridades soviéticas con 22 camaradas que deseaban combatir y los aceptaron con la ayuda de Stárinov, jefe de la Escuela Superior Operativa de Misiones Especiales. Los partisanos de Ungría fueron llevados para colaborar en la defensa de Moscú, pero apenas intervinieron. Luego se encaminaron a Rostov (Rusia Central, junto al Lago Negro), donde participaron en los combates, pero también fueron retirados; sólo aceptaron la presencia de unidades especiales mandadas por Francisco Gullón y Manuel Belda en el mar de Azov. La hipótesis más lógica para entender esas actitudes habría que focalizarla en las presiones del PCE o de la Komintern: debían ser preservados para combatir en España. Por otra carta a Pasionaria sabemos que el jefe guerrillero se entrevistó con Dimitrov, responsable de la Komintern, y que este le afeó que hubiera llevado a los pilotos y a los maestros al Ejército Rojo, cuando eran necesarios en otros lugares. Ungría dejó claro a los dirigentes del comunismo español que la participación en su unidad era voluntaria e individual, que advertía a sus reclutas de que el partido no les obligaba a alistarse. Aunque mantuvo las formas con la dirección del PCE, Ungría sacó a los españoles de las fábricas por su cuenta, sin avisar al partido, y en contra de los apparátchiki. Cuando fue desmovilizado, continuaron sus problemas con la dirección comunista. Protegido por Stárinov, pasó al Servicio de Información Militar Soviético, un puesto que le resguardó de Pasionaria y su camarilla. Desapareció en la frontera franco–española en 1945, según Morán. Delpla sostiene que falleció en París en 1954[80].
Los primeros guerrilleros republicanos procedían de los colectivos de Jarkov y más tarde se les unieron otros, instalados en Stalingrado y Moscú; a finales de 1942 había 237 hombres enganchados. Uno de los primeros territorios soviéticos con participación republicana fue Bielorrusia, donde sobresalieron el mayor Miguel Bascuñana y Aleksandrov, español pese a su nombre, especializados en la voladura de trenes. Otros guerrilleros destacados en Bielorrusia fueron Felipe Álvarez Arenas, Juan José Otero García y Salvador Lorente Gómez, y en la brigada de Basiliev brilló la presencia de Antonio Esmeralda. También el guerrillero Justo López de la Fuente, cuya avanzadilla, mandada por Kiril Orlovski, ejecutó en 1941 al gobernador alemán, general Friedrich Fens, autoridad suprema de la región de Baranovichi, responsable de las torturas y represalias en masa de la población civil. En el invierno de 1941–1942 sólo murió un español de las unidades de Stárinov–Ungría, el mayor Belda, pero a partir de 1942 las bajas aumentaron. En Bielorrusia se desarrolló una de las mayores tragedias entre los guerrilleros españoles; en septiembre 1942 fue exterminado el destacamento encabezado por el bilbaíno Vicente Alcalde; cayeron el propio jefe y otros doce partisanos[81].
También se desarrolló una importante actividad en el Cáucaso y en el mar Negro desde el otoño de 1942. Algunas regiones y localidades de renombre fueron Tuapsé, Novorossiisk, Guelenzhik y la península de Crimea. Al principio la unidad de Stárinov–Ungría destinada al Cáucaso recibió el nombre de Grupo Operativo Independiente de Designación Especial de la Unidad Militar (00125), conocida como Grupo Operativo n.º 4. En septiembre de 1942 se articuló la unidad republicana más relevante, el 4.º destacamento, formado por 137 guerrilleros, de ellos 124 españoles, que fueron repartidos en cuatro grupos operativos controlados por la NKVD y dirigidos por los mayores Alejandro («Aleksandrov»), Volrov, Kostin y Baldomero Garijo «Balandín». El centro operativo estaba en Tuapsé y también en la Escuela Superior de Cuadros para Trabajos Especiales, creada en agosto de 1942. Los objetivos estaban situados en Kubán, Rostov y otras regiones caucásicas. Pero las unidades republicanas empezaron a calibrar sobre el terreno la falta de previsión y disciplina de los soviéticos: algo grave viniendo de un español. Ungría argumenta en sus informes que las primeras operaciones se retrasaron veinte días por mala planificación. Asegura también que el primer grupo operativo fue lanzado en una llanura desnuda —el bosque era para los guerrilleros «el gran amigo verde»—, sin puntos de apoyo y temperaturas de 35 grados bajo cero. En la operación desaparecieron 100 hombres, de los cuales 19 eran españoles. También refiere que los miembros del tercer grupo operativo, dirigidos por un soviético, estuvieron caminando durante 28 días sin objetivo conocido, hasta que el jefe los abandonó. Puntualiza que los supervivientes sirvieron luego como exploradores para el Ejército Rojo, y que fueron los primeros que penetraron en la ciudad de Krasnodar, capital del Kubán[82].
Algunos guerrilleros republicanos se concentraron en Salsk–Rostov, donde realizaron sabotajes coincidiendo con la ofensiva del Ejército Rojo. En un memorándum del PCE se indica que fueron lanzados varios grupos para combatir a los alemanes y como instructores estaban Casado, Garijo, Boixó y Feijoo, mayores de la Frunze; el comisario era Fusimaña. En el verano de 1942, una operación en Kubán comandada por el capitán Chapak, con el objetivo de minar las comunicaciones de los alemanes que habían ocupado Novorossiisk, provocó la muerte de una docena de españoles y la hospitalización por congelación de otros ocho; durante 22 días tuvieron por única comida pellejo de caballo muerto. En 1943, otro destacamento republicano de la brigada Stárinov–Ungría actuó en el Kubán, especialmente en torno a Novorossiisk. El comisario político de la unidad era José Macarro Alonso, y en el mes de febrero de 1943, un grupo comandado por Macarro, Francisco Rioja y Felipe Álvarez Arenas «Madrileño» se internó en territorio enemigo; al igual que los grupos de Lorente y Campillo, que se incorporaron a la región procedentes de Rostov. Las operaciones terminaron en desastre, en especial las de Lorente y García Campillo, con varios muertos. El mayor Baldomero Garijo «Balandín», en un informe de 1943, menciona que el capitán Chapak había reemplazado a Ungría como jefe del grupo operativo especial BOWOH B/R 00125. Alude igualmente a que un grupo de 19 republicanos y 5 rusos habían llegado el 11 de enero de 1943 al frente del Cáucaso, y que estaban distribuidos por varios puntos de la zona, incluida la ciudad de Novorossiisk. Algunos de ellos procedían de Kalinin y Smolensk. A partir del Cáucaso, partisanos españoles participaron en actividades de sabotaje en la península de Crimea y también en Ucrania[83].
Las unidades de Medvédev, Alekseev y Gullón
Al margen de la Brigada de Stárinov–Ungría, los republicanos combatieron en las unidades de Sidor Kovpak, Rudnev, Liventzev, Mokliakov y, sobre todo, en las brigadas de Medvédev y Alekseev. Con el tiempo, otros se emanciparon de Ungría y encabezaron fuerzas guerrilleras, como fue el caso de Gullón, jefe del destacamento Vorochilov. Conocemos la presencia de republicanos en la brigada acaudillada por Dimitri N. Medvédev por los testimonios del jefe del destacamento y de uno de sus integrantes, José Gros. Creada el 25 de mayo de 1942, combatió en tierras de Ucrania y formaban parte de la misma 15 republicanos pertenecientes a la 4.ª Compañía de la NKVD. María Fortús era la delegada del PCE, y también iba otra española, África de las Heras, militante del PSUC y que hacía de radista, una tarea reservada por lo general a las mujeres. Entre los españoles sabemos de Felipe Ortuño, José Flores, Paulino González «Cartabón», Jesús Rivas… Este último fue destacado por Medvédev en sus memorias debido a la habilidad —«el de las manos de oro»— que desplegaba para reparar armas averiadas con los elementos más inverosímiles cuando, algo habitual, menguaban los repuestos. Las misiones en Ucrania resultaban especialmente peligrosas, pues los ucranianos eran antirrusos y habían recibido a los alemanes como libertadores. Luego trataron de independizarse, pero los nazis rechazaron semejante proyecto; incluso arrestaron al líder independentista, Stephan Bandera, internado en el campo de Sachsenhausen–Oranienburg. En la primavera de 1943, el destacamento Medvédev procedió a dividirse, debido al excesivo número de guerrilleros, 700. La mitad se fueron con Stéjov, el comisario político; los españoles acompañaron a este último, replegándose a Rovno–Sarni. Entre las operaciones que recuerda Gros figura una de mayo de 1943 que tenía como objetivo la destrucción de un tren especial que supuestamente llevaba a Hitler, pero el dictador alemán no se encontraba entre los pasajeros. También Gros y otros dos españoles —Ortuño y Cecilio— formaron parte de la comitiva, presidida por el coronel Lukin, que se entrevistó con el otro líder nacionalista ucraniano, Borovets, que se hacía llamar «Tarás Bulba».
En junio se reagruparon las unidades de Medvédev Stéjov, y desde esa fecha los españoles tuvieron que repartirse entre los diferentes destacamentos. En el otoño se encontraban en los bosques de Berestiany y Lopaten, donde intentó liquidarlos una unidad alemana conocida como Fuerzas Especiales de Castigo de Ucrania. Pero los partisanos estaban al tanto de lo que ocurría y se desató uno de los combates más recordados. La refriega duró catorce horas, sucumbieron unos 600 alemanes de los 3000 presentes —entre ellos, el general Pipper, que los mandaba—, y los guerrilleros perdieron 22 hombres. El 6 de junio de 1943 recibieron una magnífica noticia: los soviéticos habían tomado la ciudad de Kiev, capital de la Ucrania colaboracionista, y la guerra en la región tocaba a su fin. Todos los guerrilleros del grupo Medvédev fueron condecorados, algunos por segunda vez, el 1 de mayo de 1944. Cuenta Gros con arrobo que, de vuelta de la guerra, Pasionaria los invitó a comer y que ella misma había preparado una rica fabada asturiana. Pero no todo fueron medallas y cocina regional. En la incursión a Tolsti Lles fue herido José Flores en un brazo por una bala explosiva; el madrileño Enrique Flores de la Sierra pereció en 1943 durante la conquista de Kiev, y el asturiano Antonio Blanco murió en el combate de la estación de Bucki–Snovidóvichi. Uno de los republicanos condecorado una y otra vez fue Felipe Ortuño, quien recibió cuatro medallas; pasó a Francia acabada la guerra, luego a España, y en 1948 terminó perdiendo la vida en las guerrillas antifranquistas[84].
Otra unidad donde combatieron varios españoles fue en la brigada conducida por Alekseev, que actuó en la región rusa de Kalinin. Entre los más destacados aparecen los nombres del capitán José Viesca Fernández, especializado en la destrucción de infraestructuras viarias, y el mayor Enrique García Canell, cuya operación más celebrada fue la voladura de un tramo de la vía férrea Vitebsk–Smolensk en el verano de 1942. En Kalinin también operaron los españoles de Stárinov y Ungría, encuadrados en el Grupo Independiente de Designación Especial (00125), y entre los integrantes más destacados estaban Gullón, Ángel Alberca, Salvador Campillo o Juan Iglesias. En el mes de septiembre salió para Smolensk un grupo de 15 camaradas mandado por Iglesias. Resultó un desastre de planificación, puesto que parachutaron a cada uno en lugares diferentes. Uno de ellos estuvo siete meses aislado del grupo, trabajando con grupos partisanos encontrados al azar. Otro grupo notorio de la zona lo dirigía el piloto Francisco Gaspar: como las autoridades soviéticas no le proporcionaban un avión, en vez de protestar se dedicó a descarrilar trenes. O José Ortiz Cañas «El Americano», un personaje extravagante fusilado en septiembre de 1942 por los nazis en Velikiye Luki; con él cayó Juan Beltrán «Tinqui». Los muertos de la guerrilla —si daba tiempo— tenían derecho a una fosa, el cuerpo envuelto en una tela, lecho de follaje y un puñado de tierra[85].
El inventario de guerrilleros españoles en la Unión Soviética no puede cerrarse sin registrar a Francisco Gullón Mayor. Madrileño de 1920, activista de la FUE, intervino en los enfrentamientos contra los falangistas en la capital. En la guerra civil estuvo adscrito a los servicios de información y participó en la batalla del Ebro con el 15.º Cuerpo de Ejército. Pasó la frontera cuando la caída de Cataluña pero regresó a la zona Centro embarcándose como polizón en un aeroplano que partió del aeródromo de Toulouse. Después de la derrota definitiva, se encargó de formar la guardia y vigilar el despegue de los aviones que sacaron de España a los políticos y militares más representativos. Detenido por la Junta de Casado, embarcó finalmente en el Stanbrook; luego fue internado en el campo de Morand–Boghari, Argelia, donde llegó a ser «alcalde» de un barrio siguiendo las indicaciones del partido. En agosto de 1939 reemigró a la URSS. Entró a trabajar en una fábrica de Jarkov, y en septiembre de 1940 ingresó en el Instituto de Lenguas Extranjeras (parte de su diario lo redactó en un más que correcto francés). Gullón pertenecía al colectivo de españoles de Jarkov y ardía en deseos de alistarse en alguna unidad. El 5 de octubre de 1941, cuando la Wehrmacht estaba a las puertas de la ciudad, escribió en su diario: «Quiero luchar contra los alemanes. Pero ¿por qué hostias no me dejan hacerlo? Me veo obligado a quedarme en casa cuando veo ir a otros al combate… Hoy tengo veintiún años y permanezco en casa con los niños y los viejos, y cuando tenía sólo dieciséis combatía en el frente en España como capitán».
Gullón se presentó voluntario en la unidad de Stárinov–Ungría para la misión de examinar el dispositivo alemán en el litoral en la península de Crimea y el Kubán. Luego continuó en el Batallón de Zapadores de Nikolai I. Mokliakov; destacó en Rostov, al igual que Juan José Otero, José Flores y Pedro Chico. En junio de 1942 fue enviado a Moscú, región de Smolensk, y en septiembre, al frente de un batallón, marchó a los alrededores de Leningrado. Estaba integrado por 120 hombres, 29 españoles entre ellos, y la meta era aglutinar a los guerrilleros de la retaguardia de Leningrado, labor que desarrolló durante casi siete meses. Tenían asimismo entre sus objetivos atacar a los voluntarios franquistas de la División Azul, 60 de los cuales se pasaron a los soviéticos. El primero fue Antonio Pelayo Blanco y el más famoso, el castellonense César Astor. Este fue un desertor consciente, capitán de carabineros republicano que se apuntó a la Legión y luego a la División Azul con el objetivo de pasarse a los aliados en el momento propicio. Además desertó llevando importante información; lo hizo con Leopoldo Saura Calderón, también republicano. El problema de los desertores divisionarios era que luego seguían vigilados por los soviéticos, que terminaron en muchos casos internándolos en campos de concentración: nadie se fiaba de ellos aunque presentaran un currículo transparente como Astor.
Gullón refleja en su diario que el 17 de enero de 1943 sólo quedaban cinco supervivientes en su grupo, después de cuatro meses en las proximidades de Leningrado. En el trayecto fueron quedando amigos y compañeros: Ángel Alberca Niera, que murió en marzo de 1943; y un año antes, y cerca de Leningrado, cayeron en combate Pedro Padilla Redondo, Salvador Lorente Gómez y Benito Ustarroz Calonge. La baja de Alberca, su amigo del alma, le impulsó a escribir el 23 de junio de 1942: «Yo cojo la pluma siempre en los momentos más tristes en que no sé qué hacer: ponerme a pegar tiros o tumbarme a dormir». Gullón fue herido en marzo de 1943, cuando atravesaba las líneas enemigas. Pasó un mes en el hospital y luego fue trasladado a Moscú, después de haber recibido por su actuación la orden de Lenin y la medalla de la Defensa de Leningrado. Disponible hasta junio de 1944, cuando fue desmovilizado, ingresó como traductor en la redacción española de la Radio Soviética, puesto en el que permaneció hasta su muerte el 2 de noviembre de 1944, a causa de heridas mal curadas. En su diario siempre manifiesta una fe absoluta en el comunismo y en el pueblo soviético. «Siento que me he formado como un verdadero comunista. La vida soviética me ha enseñado mucho y cuando hablo con otros camaradas españoles veo que muchos de ellos no han logrado comprenderla hasta el fin. En la lucha el pueblo soviético ha demostrado de lo que es capaz y yo he tenido el gran honor de luchar junto a sus mejores hombres y en el combate he probado que soy digno de estar en su filas. He recibido una orden. La orden de Lenin. Y quiero probar en el futuro que no la he recibido en balde», anota el 1 de mayo de 1943[86].
Fuentes oficiales registran la situación de los partisanos españoles en enero de 1943. Había un destacamento a las órdenes de Francisco Gullón, con 28 españoles y rusos. Una unidad operativa, encabezada por el teniente Juan Iglesias, con 13 españoles y soviéticos. Además, 10 republicanos formaban parte de batallones como instructores. La mayoría de los exiliados estaban en el 4.º Destacamento, mandado por Stárinov y Ungría, que contaba con un teniente coronel (el propio Ungría), 4 comandantes, 3 capitanes y 46 tenientes; amén de 2 capitanes y 6 tenientes que fueron aceptados en Aviación. El destacamento estaba formado por cuatro compañías, cuyos jefes eran el mayor Manuel Bascuñana, el capitán José Viesca Fernández, el teniente José Creus y el teniente Juan Novo. Gobernaba el destacamento Ungría, auxiliado por el mayor «Balandín» (jefe suplente), el mayor José Fusimaña (comisario político) y el mayor Borov (jefe de EM). La otra agrupación relevante era el 3.er Destacamento, dirigido por Francisco Ortega, que estaba acompañado de Enrique García Canell, Juan García Puertas y Lino Martín, mayores. Lo componían 54 españoles, y el resto de los partisanos eran de nacionalidad soviética. La contabilidad se completa con 15 españoles que trabajaban en los laboratorios, 11 que habían sido trasladados a la aviación, 3 hospitalizados, e incluso anota que en la unidad había 3 detenidos por deserción: Alfredo Guerra, Fernando Morales y Luis Ros. También nombra a 22 republicanos desplazados en Alma–Ata, capital de Kazajstán[87].
Los desastres de la estepa
La participación de los republicanos en la guerrilla soviética estuvo atravesada de chapuzas y muerte. La invasión alemana había desbaratado de forma severa el funcionamiento de la URSS, y el Ejército y la Administración se precipitaron en el caos. Acosados por un enemigo formidable y bastante inclinados a la improvisación, arreciaron por toda Rusia los obituarios, que también afectaron a los españoles. Entre las bajas más notorias por imprevisión se contabilizaron las de Miguel Boixó y José Fusimaña, ambos mayores de la Frunze, que sucumbieron el 12 de marzo de 1943 en Shúbino (Crimea), junto con José Luis Vara Rodríguez, Juan Armenteros Mateos, José Peral Valdovinos, Pedro Panchamé Alpons y Juan Pons Guilla, además de cuatro soviéticos. El piloto ruso les ordenó arrojarse antes de tiempo y cayeron sobre una aldea tártara de Feodosiya, próxima al mar y proclive a los alemanes, que se presentaron rápidamente; los españoles resistieron durante dos días. En otra expedición a Crimea en 1943 desapareció el mayor Joaquín Feijoo, parachutado directamente al mar. Parecida suerte corrió en los países bálticos Diego Pastor, quien fue lanzado en medio del Ejército alemán. El 1 de enero de 1943, los pilotos lanzaron a la compañía de Bascuñana y Alhama en la retaguardia nazi: unos cayeron en un aeródromo utilizado por los alemanes, otros en aldeas dominadas por los colaboracionistas; de los 31 republicanos sólo regresaron 12, y Bascuñana y Alhama consiguieron recuperarse de un principio de congelación; a Antonio Martín tuvieron que amputarle una pierna y a Germán Vozmediano, las dos; las causas: falta de ropa adecuada. Otro grupo de guerrilleros, mandado por Antonio Coronado Alcántara, fue eliminado en su totalidad en la aldea caucasiana de Kushovkaina, al ser arrojados, en enero de 1943 sobre los nazis. Todos esos siniestros fueron ocasionados por la mala gestión de los pilotos[88].
Pero también los republicanos participaron del desastre general, agravado por las rivalidades políticas y las rencillas personales. Un informe de Juan Martínez Fuentes refiere que Juan Lorente Bueno y Salvador García Campillo fueron enviados a la zona de Novorossiisk, en abril de 1943, para averiguar dónde se encontraban los grupos de Juan Novo Úbeda y Ramón Torrecilla. En la primera refriega, mal planteada, ya murieron José García Monterrubio, José López Abadía y el radista. Constata que el «jefe de todos los grupos, Lorente, y su ayudante, Campillo, pudieron coger al enemigo por la espalda con el fuego de sus automáticas y facilitar la salida de la casa de sus compañeros, pero optaron por lo contrario y abandonaron a su suerte a los cercados, contribuyendo a que hubiera más víctimas». Además de los aludidos, cayeron también Jacinto Pérez Loaisa, Justo Rodríguez y Antonio Pérez Yudes. Existe una animadversión evidente entre el deponente y los tenientes Lorente Bueno y García Campillo, a quienes acusa de que «odian al partido aun siendo miembros del Partido» y también de haber creado, antes de la operación de rescate, división entre los guerrilleros y los delegados del partido en las guerrillas. Otro informe de José Antonio Uribes, miembro del Buró Político, registra también una crítica radical contra los tenientes Lorente Bueno y García Campillo, a quienes se acusa de abandonar a sus hombres en una aldea en la que pernoctaban por orden de ambos, contra toda lógica militar, y desamparo de los heridos. El partido solicita a las autoridades su desmovilización después de durísimos reproches. «En conclusión: Por el abandono cobarde durante el combate de los hombres que estaban a sus órdenes; por la conducta indigna seguida hacia los combatientes heridos; por los actos de imprudencia y de abandono que han ocasionado pérdidas tan dolorosas, la Delegación del PC de España, después de recoger la documentación necesaria, de aquilatar la veracidad de los hechos denunciados, de escuchar al interesado, adopta la siguiente resolución: Que el teniente Juan Lorente Bueno, no debe continuar en el Ejército Rojo. Independientemente de la responsabilidad que pueda exigírsele por los organismos competentes, por su conducta, la Delegación del PC de España propone sea desmovilizado y enviado a trabajar a la producción». Parecida resolución correspondió al teniente García Campillo, quien publicó una versión que contradecía la oficial del partido. Pero el coronel Stárinov no tuvo en cuenta las acusaciones y los trasladó al Ejército del Sur durante varios meses, «hasta que el mando decidió enviarlos a nuestra disposición». «Cuando llegaron de regreso a Moscú, discutimos reiteradas veces con ellos, con el fin de hacerles comprender sus defectos. Se resistieron a la crítica, y a una entrevista para proseguir las discusiones, no acudieron ambos, ni el mayor Juan García Puertas, sobre el que por otros motivos recayó idéntica resolución y posteriormente la de separarle del Partido». Continúa explicando que, durante las conversaciones con los miembros del PCE, los aludidos consiguieron enrolarse en el Ejército polaco. Los españoles pidieron que los desmovilizasen pero no les hicieron caso. «En la misma unidad polaca había ingresado un joven español procedente de la casa de Leningrado, llamado Vicente Climent. Un día el mayor García Puertas abofeteó a Climent, y este disparó sobre Puertas su pistola matándole y suicidándose después. Bajo la presión del hecho fueron desmovilizados Lorente y Campillo», prosigue el informe. Uribes termina diciendo que regresaron a Moscú, se reanudaron las discusiones pero no reconocieron sus errores. Aceptaron por contra trabajar en una fábrica de Moscú, donde trabaron relación con «El Campesino». Era el peor aliado posible, y tal vez el motivo de la inquina del aparato comunista, al margen de las conductas de los propios guerrilleros. García Puertas y Climent no figuran en el censo oficial de muertos en la guerra[89].
Comunistas indisciplinados
A las calamidades se unían los problemas de insubordinación, como el llamado «incidente de Sochi». El protagonista de uno de ellos fue nada menos que el mayor Baldomero Garijo «Balandín», quien se había incorporado en septiembre de 1942 al destacamento de Ungría, quien lo nombró jefe suplente. Procedía de la Academia Frunze y era por tanto de los llamados «mayores académicos». El conflicto se desencadenó ante la negativa de Garijo de embarcarse con sus hombres el 27 de enero de 1943 para efectuar una operación en la retaguardia alemana en el Cáucaso. Tenemos dos versiones, la del propio interesado y la de varios de sus hombres. Garijo basó su defensa en que cuando les mandaron formar y subir al avión eran ya las 21.25 horas, y, según sus cálculos, resultaba imposible cumplir la misión. A las dos de la madrugada del 28 se presentó Ungría en la base y dispuso el arresto e incomunicación de Garijo: «Me recogieron el armamento y me encerraron en una habitación que tenía cinco pasos de largo por tres de ancho. Sin ventilación ni luz y terriblemente húmeda». Allí estuvo cinco días y, después de varias peripecias, no se cumplieron sus pronósticos: temía que lo eliminaran. Luego fue llevado ante el coronel Stárinov, quien le reprochó que los «mayores académicos» no valían para nada.
La línea de defensa de Garijo consistió en contraatacar, algo que le beneficiaba porque tanto Stárinov como Ungría estaban mal vistos entre los dirigentes del PCE y la Komintern. El mayor declara en su descargo que Stárinov era «un aventurero que vio en los españoles no cuadros del Partido Comunista Español sino materia mercante», y de Ungría, que «llevó la política de desacreditar a todos los mayores provenientes de la Academia Frunze». Seguidamente le califica de incapaz, mentiroso y cobarde. Además de borracho. Termina con unas palabras agradables para los oídos del aparato: «Ungría no quiere ni aprecia a nuestros cuadros políticos ni militares por lo que considero que es enemigo del partido». Garijo había descubierto que su acusador estaba enfrentado al partido y se aferró a ello como tabla de salvación. Los miembros del 4.º Destacamento también elaboraron su informe sobre de Garijo. Confirman que Ungría tomó la siguiente resolución: «Destituir al mayor “Balandín” como jefe del grupo operativo, reducirle a arresto y entregarle al tribunal militar de Sochi; a nombrar en su puesto al teniente mayor Bacal y al camarada Fábregas como su sustituto». Entre otros puntos, y además de mostrarse de acuerdo con las medidas tomadas, puntualizan las acusaciones: «Para todos era noticia, desde hacía tiempo, la incapacidad militar del mayor “Balandín”, que unía esta falta de confianza en él a la antipatía que inspiraba por su carácter autoritario, por su lenguaje agresivo y por su temperamento despótico. Su incapacidad militar era manifiesta a través de la infinidad de órdenes contradictorias que de continuo daba, de su ignorancia en todas las cuestiones técnicas, su falta de discreción en lo concerniente a la conservación del secreto militar de las operaciones, algunas instrucciones disparatadas…». Continúa un rosario de acusaciones[90].
Una memoria enviada el 16 julio de 1942 a Francisco Ortega y Domingo Ungría por Juan Iglesias Berenguer —murió en septiembre de 1942—, que estaba en el frente de Kalinin, confirma la falta de disciplina en algunas unidades y anuncia otro problema que consideraba capital: no todos los republicanos estaban entusiasmados por la Gran Guerra Patria de los soviéticos. Relata Iglesias que tres guerrilleros —Ros, Morales y Guerra— pretendían darse de baja en las guerrillas y volverse a Moscú. Como no lo habían conseguido, decidieron saltarse la disciplina militar: pernoctaban en casas particulares, mostraban desinterés en las clases, hacían vida al margen de los compañeros, contaban chistes sobre el Ejército soviético… Los pretextos para justificarse eran variopintos. Morales decía que era piloto y no guerrillero, Ros aducía un asunto familiar y Guerra, que estaba enfermo. Cuando les pidieron tiempo para arreglarlo, «Guerra no aceptó y lloraba y pateaba como un niño». Un día salieron a por setas y no volvieron. En enero de 1944 estaban detenidos por deserción, según información oficial, una acusación que pudo costarles cara. Según Arasa, la causa de su defección fue que pretendían incorporarse a la aviación por lo que, ante la falta de respuesta de las autoridades, abandonaron la unidad y se encaminaron a Moscú para solicitarlo; les salvó la vida el hecho de ser extranjeros[91].
La picaresca y el poder
Tampoco las relaciones personales resultaban precisamente cordiales entre los republicanos. Las acusaciones cruzadas de robos y chapuzas se inscriben en la mejor línea de la picaresca española. En un documento que Alhama despacha a Jesús Hernández, le explica que había participado en una expedición guerrillera al Cáucaso y que el viaje desde Moscú había sido una calamidad. Lo resume en tres palabras: «bebida, comida y mujeres». Anota que «el jefe de batallón y su ayudante, rusos, habían venido borrachos durante el viaje. Se habían bebido diez botellas y la comida destinada al frente había disminuido un treinta por ciento. El mayor ruso Ivanov boicoteaba todas las iniciativas de los españoles, pero cuando llegaron expuso a Ungría que los mayores Alhama y Bascuñana habían estado borrachos durante todo el viaje. Y lo malo era que Ungría le creyó e iba diciendo a todo el mundo que éramos unos borrachos». En otro viaje a Tiflis, Juan Martínez Fuentes denuncia que los guerrilleros españoles y rusos se bajaban del tren para vender prendas de vestir en las poblaciones por donde pasaban, y en una estación robaron la sal que almacenaba un tren varado. Según el deponente, Ungría simplemente les dijo: «Hacedlo sin que nadie os vea y con vista». Por su parte, Justino Frutos sostiene que Ungría y el capitán Chapak sustraían parte de las raciones de la tropa para quedárselas. El asunto de los robos se fue complicando. Ante la enésima acusación de hurto, Ungría y Chapak habían decidido, según Garijo, culpar de las sustracciones al teniente Torrecilla. Para silenciarlo más tarde era necesario acabar con su vida en alguna acción armada. Según Garijo, estas fueron las palabras exactas de Ungría: «¿Tú no te has dado cuenta que el teniente Torrecilla es un cabrón, es el tío que no quiere salir de aquí, tiene miedo y es indisciplinado? Con motivo de esto yo te voy a dar un encargo. Como marcha contigo de operación, cuando formes los grupos lo pones en el que haya de trabajar en la retaguardia enemiga y a las primeras de cambio, cuando no te vea nadie, te lo llevas a un sitio seguro y le pegas un tiro, informas que lo ha matado el enemigo y esto que no lo sepa nadie, nada más nosotros dos. Yo le contesté que estaba bien. Pero cuando llegamos a Sochi y tuve que formar los grupos, lo primero que hice fue poner a Torrecilla en el grupo del teniente Rioja». La animadversión entre Ungría y Garijo —y del primero hacia todos los mandos afines al partido— hace de los comunicados un campo de batalla[92].
Tampoco las relaciones entre el partido y los guerrilleros fueron especialmente plácidas, y se evidenciaron en el choque sistemático entre Ungría y los jerarcas del partido. El jefe partisano sacaba de sus casillas a los máximos dirigentes del comunismo español en la URSS, especialmente porque la mayor parte de los combatientes se incorporaron a las guerrillas por Ungría y sin el consentimiento del partido. Una nota de la dirección del partido a Dimitrov, presidente de la Komintern, proporciona algunas claves. «Los que aceptaron enrolarse sin previo consentimiento del Partido fueron aquellos camaradas de más dudoso comportamiento en la producción, y sobre todo un grupo de aviadores, la mayoría sin partido». Stárinov y Ungría «designaron como jefes a todos aquellos elementos que en Stalingrado habían aceptado sin órdenes del partido la invitación hecha por Ungría». De donde deducían que todos los jefes eran unos irresponsables. «Cada camarada que se mostraba afecto y disciplinado al partido, era eliminado sistemáticamente de toda función de mando». Incluso los más ortodoxos al partido eran preteridos en las medallas. «A nuestros camaradas se les sometía a toda clase de humillaciones. Cuanto más alta había sido su calificación política o militar en España, más soez y groseramente se les maltrataba de palabra y eran los candidatos preferidos para las misiones más pesadas del cuartel». Ungría se cobraba en las guerrillas todas las humillaciones del partido, y en la patria del comunismo se estaba produciendo un gigantesco acto de indisciplina, al lado de las narices de los mandamases del PCE. El correlato de todo ello: les privaron de autonomía y pasaron a depender de la NKVD, un territorio donde las disidencias se pagaban con la vida: «Como viéramos que no era posible modificar este estado de cosas, y que el coronel Stárinov pretendía seguir la misma trayectoria en lo sucesivo, la delegación del partido tomó la decisión de trasladar a los camaradas de dicha unidad a las fuerzas de la NKVD». Los jefes de los guerrilleros españoles se opusieron con vigor: todo fue inútil[93].
La tensión entre el partido y los militantes menos dóciles se reflejó también en las relaciones entre estos últimos y los mandos salidos de la Academia Frunze, fieles a la línea ortodoxa. Los comentarios más benevolentes sobre los mayores académicos los tachaban de «ineptos e incapaces». Había inquina en la base contra los mayores, y los veteranos no estaban dispuestos a dejar sus cargos a los de la academia. En septiembre de 1943, y según Garijo, Ungría convocó una reunión de los mandos, y en la asamblea declaró que «los mayores no sólo no le ayudábamos sino que estorbábamos su trabajo». A los procedentes de la Frunze no les pasaba ni las órdenes y además les hacía el vacío. De Garijo decía que le faltaba tacto político y era antipático, y, como vimos, estuvo a punto de ser entregado a los tribunales militares. De Alhama y Bascuñana manifiesta que, cuando esperaban en el aeródromo su salida, se dedicaron a la conquista de mujeres y se comieron las provisiones que llevaban para diez días. Domingo Ungría publicó una «Orden Política» en la que criticaba la conducta de los tres mandos; estos negaron las acusaciones y se agriaron aún más las relaciones. «En cuanto a Feijoo, la opinión que tienen los compañeros de más responsabilidad militar es de un incapaz. Lo mismo ocurre con Casado. A Boixó le consideraban el más inteligente, le utilizaron como instructor y al propio coronel le avisaron de que es el mejor de ellos. Lino Carrasco no cumplió la única misión encomendada, y a Justino Frutos lo consideran otro incapaz». La memoria de Juan Martínez Fuentes, respetuosa con las pautas de la dirección, señala que se había utilizado a los mayores de forma poco eficiente. Pero el informador también coincide con los guerrilleros en que los mayores de la Frunze no estuvieron a la altura esperada; les faltaban carácter, tacto y capacidad[94]. Ungría no comulgaba con el partido, y los más fieles a la organización trataban de controlarlo, sobre todo los comisarios Nemesio Pozuelo y Francisco Ortega. Pero ni Ungría ni Stárinov aguantaban tampoco a los comisarios políticos. El último había dicho en público que «en la unidad no hay nada más que dos clases de hombres, los que van a la retaguardia y los instructores; los comisarios no sirven para nada»[95].
Tampoco eran idílicas las relaciones entre los españoles y los mandos soviéticos. Ramos del Oso refiere que los rusos huían por menos de nada, eran desordenados —y alborotadores, y anárquicos—, y que los españoles tenían que hacer todas las guardias porque «los soviéticos se dormían». El 23 de enero de 1943 Baldomero Garijo «Balandín» registra en un memorándum la desastrosa gestión de los recursos guerrilleros por parte del EM soviético. Insiste en la falta de formalidad, que nadie cumplía con su deber, que las órdenes de hoy no servían para mañana y que además no se preparaban para los parachutajes. Menciona como ejemplo que, después de llegar al frente del Cáucaso, no les asignaron tareas durante un mes; y estaban hasta cuatro meses sin cobrar. Describe problemas de alojamiento, comida y traslado de material. También señala el exceso de jefes, las órdenes contradictorias y la alergia al trabajo: las jornadas en la escuela comenzaban a las diez de la mañana o más tarde y por las tardes se producían pausas hasta de cuatro horas «mientras el Ejército Rojo pelea sin descanso en el frente y derrama torrentes de sangre de los mejores hijos del pueblo soviético». Los mandos se quedaban con los haberes, la comida y la ropa; y «nadie pedía responsabilidades». En otro informe sobre los partisanos españoles se precisa que los oficiales rusos querían salir de operación con los republicanos porque estos eran muy echados para adelante y valientes, y por tanto los soviéticos ascendían fácilmente si los acompañaban. «Las relaciones con los soldados son buenas, cordiales, incluso prefieren ser mandados por españoles»[96].
Para complicar definitivamente el panorama, también se estaba produciendo en la cúpula del PCE una lucha por el poder. Primero, entre el secretario general desde 1932, José Díaz, un hombre respetado por la militancia, y quien había sido la responsable de facto desde los últimos meses de la guerra, Pasionaria, apoyada por los más altos dirigentes del PCUS y de la Internacional; era más ortodoxa y manejable que Díaz. La dirigente comunista había sido evacuada a Ufa, en Siberia, al igual que otros líderes extranjeros y los mayorales de la Komintern. En 1940 sólo quedaban en la URSS como dirigentes más representativos del partido Díaz, Ibárruri, Antón y Rafael Vidiella, del PSUC. Los demás habían sido enviados a América o trabajaban para la Internacional, como Jesús Hernández. Díaz fue apartado, y con el pretexto de su enfermedad lo enviaron a Tiflis; el 19 de marzo de 1942 se precipitó por una ventana del sanatorio. Las hipótesis manejadas frieron el accidente o el suicidio. Los mejores conocedores de los entresijos del PCE, Gregorio Morán y Joan Estruch, se apuntan a la tesis del suicidio. El «resentido» Enrique Castro Delgado, el «derrotado» Hernández y el policía–historiador Eduardo Comín Colomer se aventuran por la hipótesis del asesinato. Lo único cierto, además de la muerte de Díaz, fue que Dolores Ibárruri —con el aval de la Internacional Comunista— se hizo con el cargo frente al otro candidato, Hernández, de gran predicamento entre las bases.
Durante la primavera de 1943, la mayor parte de los 500 guerrilleros españoles fue concentrada en Moscú, formando parte de la Brigada Autónoma de Designación Especial (OMSBON) de la NKVD, lo que entrañaba un desastre al concurrir la rigidez de la policía política con la indisciplina de los republicanos: pagaban la independencia de Ungría y Stárinov. En junio de 1943 se llevó a cabo una desmovilización parcial que interesó a 45 republicanos. Las causas aducidas aportan noticias significativas: 14 lo fueron a petición propia, 8 por edad avanzada (en torno a los cincuenta años) o enfermedad, 6 por estar considerados como «turbios, sospechosos o desertores», 6 por robos, 3 por cobardía, uno por anarquista y otro por ser «un degenerado y un borracho». El resto, por causas diversas, como «muy vago y sin ningún interés por luchar». Fueron devueltos a sus colectivos de trabajo, desde Gorki a Samarkanda, pasando por Alma–Ata, Tashkent, Rostov y Moscú. En marzo había desaparecido la Komintern o Internacional Comunista, lo que permitía «nacionalizar» a los partidos comunistas de los diferentes países. Y también ese año el Ejército Rojo pasó a convertirse en Ejército Soviético, una fuerza regular impresionante donde los militares primaban sobre los comisarios políticos: había que ganar la guerra. Desde esa fecha, se desmovilizó de manera gradual a la mayoría de los españoles, que regresaron a los colectivos. Unos pocos permanecieron en las guerrillas o como instructores hasta marzo de 1945, cuando se dio por finiquitada la participación republicana en los cuerpos de voluntarios extranjeros. Otro puñado siguió enrolado en el Ejército regular que proseguía camino de Berlín. Terminada la guerra, varios españoles se dedicaron a tareas de espionaje entre los colectivos de republicanos. Arasa y Tagüeña señalan a Soliva, Caridad Mercader, Carlos Díaz y Carmen Brufau[97].
Como vimos, hubo otros españoles que lucharon en la URSS y nada tenían que ver con los exiliados. Eran los voluntarios de la llamada División Azul, que fue, en palabras de Denis Smyth, una «sustitución simbólica de la verdadera beligerancia española en el bando germánico». Después de una manifestación de jóvenes falangistas el 24 de junio de 1940, Ramón Serrano Súñer pronunció su famosa frase: «¡Rusia es culpable!», que permitió a España pasar de la «no–beligerancia» a la «beligerancia moral», según expresión del propio jerarca franquista. Aunque la plantilla de la División sólo alcanzaba los 18 000 voluntarios, pasaron por el cuerpo expedicionario —para sustituir a las bajas y a quienes regresaban— unos 47 000 hombres, movilizados en menos de cuatro años. El primer contingente llegó al frente en enero de 1942, y estuvieron desplegados en torno a Leningrado. Agustín Muñoz Grandes y Emilio Esteban Infantes fueron sus jefes. El 22 de febrero de 1944 las autoridades españolas recibieron la autorización de Hitler para repatriar la División Azul, donde militaron personajes como Dionisio Ridruejo, Luis García Berlanga o Agustín de Foxá. Las bajas fueron importantes: 4956 muertos, 8466 heridos, miles de congelados y enfermos, 326 desaparecidos o prisioneros. De estos últimos, muchos volverían a España después de la muerte de Stalin en 1953[98].
Aviadores republicanos en la URSS
Pese a las reticencias oficiales, también hubo republicanos en la aviación rusa. Relatan las crónicas que, en uno de los incontables combates que se producían en los cielos soviéticos, Alexander Guerásimov se lanzó de manera suicida en su IL–2 contra un Messer–109 que llevaba dibujada una culebra en el fuselaje. El capitán Guerásimov exigió a sus compañeros de escuadrilla que nadie le arrebatara el privilegio de abatir al avión alemán. La escaramuza era un ajuste de cuentas aplazado en el tiempo: había sido el aeroplano de la culebra el que había derribado en Cataluña el Katiuska de Guerásimov cuando la guerra civil. Recogen las crónicas que el capitán se llamaba en realidad Alfonso García Martín, apodado «El Madrileño». Había realizado el curso de pilotaje en la URSS, vuelto a España y combatido en la guerra. Se exilió en Moscú después de la derrota y consiguió un avión a partir de 1942 en el 208.º Regimiento de Aviación de Asalto. «El Madrileño» luchó en Vorójezh, Stalingrado y en Oriol–Kursk. Luego siguió al Ejército Rojo por Polonia, Checoslovaquia y Alemania. En su unidad de Stalingrado tenía como compañeros a Anselmo Sepúlveda, quien murió en combate, y a José María Pascual «Popeye»[99].
El 25 de julio de 1941 ingresaron en la 1.ª Brigada Aérea Especial de Guardafronteras de Moscú varios pilotos, encabezados por el capitán Antonio Arizona: fueron los primeros admitidos por el Ejército Rojo. Con Arizona estaban Domingo Bonilla, Vicente Beltrán y Francisco Meroño, entre otros. Un segundo grupo lo componían Leoncio Velasco, Basilio Mesa, Carlos Aguirre, José Rodríguez, Francisco García, Francisco Gaspar, Jacinto Gutiérrez, Antonio Peinado y José Crespillo. Los dos últimos perdieron la vida. Gutiérrez tuvo más suerte. Derribado por aviones enemigos y herido gravemente, superó esas lesiones y también su estancia en un campo de concentración alemán; fue liberado por soldados rusos, aunque salió del campo con una sola pierna. En el registro de aviadores españoles destacaron también los capitanes José María Bravo Fernández, el teniente Antonio Uribe y el sargento José Luis Larrañaga; los tres perecieron en combate. Pero el héroe republicano de la aviación soviética fue Manuel Zarauza Ramalit. Según Reconquista de España: «El comandante Zarauza es no sólo el aviador de los aliados que ha alcanzado el honor de derribar más aparatos alemanes, sino el piloto del mundo entero —incluidos los criminales nazis— que ha derribado más aviones enemigos». Zarauza, que pertenecía al 481.º Regimiento de Aviación, murió degollado por un obús en pleno vuelo. Era el mes de octubre de 1942, y estaba instruyendo a un aprendiz ruso. Recibió la Orden de Lenin. Según Arasa, Zarauza, José Carbonell y Juan Pallarás pertenecieron también al 962.º Regimiento, en Bakú, y José María Bravo y Joaquín Díaz Santos, al 481.º Regimiento, sito en Shijikai. Igualmente hubo pilotos encuadrados en el 17.º Regimiento de Aviación de Reserva de Penza y el 439.ª Regimiento de Aviación de Leningrado. En el Cáucaso operó una mínima escuadrilla mandada por Andrés Fierro, destinado luego a Bielorrusia con Juan Arias[100].
También destacó en la aviación soviética Manuel Orozco Rovira, quien adoptó el nombre de Piotr Manuilovich Orlov. Piloto encuadrado en el 785.º Regimiento de Caza, donde era el único español, ascendió por méritos a inspector de combate aéreo de la 36.ª División. Participó en la batalla de Kursk, en julio de 1943, una de las más decisivas de la Segunda Guerra Mundial y la mayor concentración de carros de combate y artillería de la historia. Otros pilotos españoles participaron en esa batalla decisiva, como Manuel Rodríguez, quien antes había combatido en las unidades guerrilleras mandadas por Stárinov y Ungría. También estuvieron presentes en Kursk, en diferentes escuadrillas, los pilotos Celestino Martínez Fierro, Juan Lario Sánchez, Marciano Diez Marcos y Antonio Uribe. Este último era hermano de Vicente Uribe, uno de los hombres fuertes del comunismo español, miembro del Buró Político del PCE. Pese a la destacada participación de los republicanos en la aviación soviética, fueron contados los pilotos que consiguieron ingresar en las Escuelas de Aviación o disponer de un avión. De hecho, varios de los 157 aviadores que permanecían en la URSS decidieron alistarse en las guerrillas, a la espera de hacerse con un avión. Entre 40 y 70 pilotos consiguieron un aparato para combatir, 36 sucumbieron en la guerra; de ellos, 12 en combate aéreo y los 24 restantes, en las guerrillas.
La URSS pagó la mayor cuota de vidas en la lucha contra los nazis: 21 millones de muertos. Una comparación aporta perspectiva: los franceses tuvieron 600 000 bajas. Por lo que respecta a la aportación de los españoles a la Gran Guerra Patria, fueron movilizados 550 hombres, de los que murieron 165. De ellos 70 en el asedio de Leningrado: 51 en la defensa de la propia ciudad y 19 en acciones guerrilleras en sus proximidades. Quienes sucumbieron en el sector de Leningrado eran por lo común niños de la guerra —murieron 51, el 42 por ciento de los movilizados—, y cuando empezó la contienda muchos de ellos tenían apenas 16 años, como Alfredo Álvarez López y Luis Frades Murga; 32 contaban entre 16 y 18 años recién cumplidos. Un caso dramático lo constituyeron los hermanos Julián y Mariano Balaguera Ruiz, valencianos, muertos en Leningrado en 1941, a los 16 y 17 años, respectivamente. Pero algunos españoles de Rusia también encontraron la muerte por Europa: Finlandia (el bilbaíno Isaías Gómez Ortega, 17 años), Checoslovaquia (el guipuzcoano Juan Inda Uranga), Yugoslavia (el madrileño Facundo López Valdeavero), Hungría (el ovetense Celestino Martínez Fierro), Polonia (José Manuel Martínez). Según algunos autores, a los muertos previos habría que añadir las bajas de 211 niños que fallecieron de hambre y enfermedades en la etapa reseñada. Las recompensas también fueron notables. Un héroe de la URSS (Rubén Ruiz), tres condecorados con la Orden de Lenin (Francisco Gullón, Manuel Zarauza y José Pascual Santamaría, que falleció en combate aéreo sobre Stalingrado), 70 condecoraciones individuales y 650 medallas colectivas. Pero no todo fueron premios. Ángel Pozo Sandoval denuncia que Juan Ruiz, quien había combatido en las guerrillas, pasó diez años de cautiverio acusado de traición[101].
Españoles en el Pacífico
Los republicanos tampoco podían faltar en la guerra contra Japón. Los exiliados en Estados Unidos, y también los emigrantes y descendientes de españoles en ese país, se pusieron a disposición de los americanos. Entre quienes ofrecieron sus servicios estaban poetas como Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o Jorge Guillén; militares como José Asensio Torrado, políticos como Fernando de los Ríos o cineastas como Luis Buñuel. Pero fueron los pastores vascos y navarros emigrados desde hacía años —algunos, nacidos en la nueva patria— y no los exiliados quienes aportaron el grueso de la presencia española. En la compañía del teniente Ernesto Carranza marchaban 110 combatientes de origen euskaldún, y en la batalla de Guadalcanal se encontraban algunos vascos; las órdenes de ataque en algunas compañías fueron dadas en euskera: por los vascos y por la dificultad de los japoneses para descifrarlo. Un vástago de una de las familias vizcaínas más señeras, Ramón de la Sota, fue sargento de infantería en la US Navy y participó en Guadalcanal[102].
Daniel Arasa aporta una historia singular en su estudio sobre la guerra en el Pacífico. Está protagonizada por Leoncio Peña, dirigente comunista bilbaíno que alcanzó el grado de sargento combatiendo en el Pacífico con el Ejército americano. Había participado en la guerra civil, estuvo en el campo de internamiento de Gurs, reemigró en 1939 a la República Dominicana y fue enviado con otros compañeros —José Gómez Gayoso y Casto García Rozas: personalidades relevantes en la guerrilla antifranquista— a la selva, de donde escapaban cuando se lo indicaba el partido. Comisionado por el PCE para volver a España, estuvo en Cuba y luego pasó de polizón a Estados Unidos con la intención de alcanzar Portugal. Gayoso, Casto y Peña fueron detenidos en Norfilk (Virginia). Peña se encaminó a Nueva York y fue arrestado de nuevo, y además perdió la comunicación con el partido. Dada su situación, los americanos le aconsejaron el alistamiento; cuando llegó la orden del PCE para que volviera a España, ya estaba uniformado. En febrero embarcó hacia el Pacífico. Luchó en Guam, Leyte, Okinawa, y participó en la ocupación de la isla de Hokaidó. Condecorado en varias ocasiones. También intervino en el Pacífico el ingeniero Heraclio Alfaro Fournier, notable especialista aeronáutico vinculado a la saga de los naipes. Participó en la guerra con diversos inventos que se adaptaron a los bombarderos americanos[103].
Los españoles tenían una notable influencia social en Filipinas, y en la resistencia local contra los nazis destacó un personaje llamado Higinio Uriarte Zamacona (nacido en Filipinas de padres bilbaínos), especialmente en la región de Negros, donde alimentó una guerrilla a partir de 1942; un hacendado metido a partisano y que realizó numerosas acciones. En la región de Batán sobresalió otro español, Carmelo López Manzano, quien desarrolló una intensa tarea como enlace entre los americanos y los patriotas filipinos. Otro vasco, Román Arruza Ansorena, destacó en el contraespionaje americano en Batán y la isla Corregidor. Uno de los tanques liberadores de Filipinas llevaba rotulado Fighting Basques (Luchadores Vascos), porque lo conducían soldados de Idaho de procedencia vasca. Por el contrario, los españoles pertenecientes a la Falange Exterior colaboraban con los japoneses y los filipinos pro–nipones, coordinados por el cónsul de España, José del Castaño y Cardona, jefe de los joseantonianos en Filipinas, país donde fueron asesinados 130 españoles y 47 murieron como consecuencia de los bombardeos; entre ellos, 66 religiosos. También se rastrea presencia hispana en Japón, donde el 6 de agosto de 1945 caía la primera bomba atómica sobre Hiroshima. En esa ciudad se encontraban varios sacerdotes españoles, uno de los cuales alcanzaría celebridad: el padre Arrupe, futuro prepósito general de los jesuitas, que trabajaba como médico[104].
LOS PARTIDOS POLÍTICOS
Socialistas y republicanos estaban desarticulados en el verano de 1940 a causa de las desavenencias internas, la ausencia de liderazgo y la reemigración americana. Durante la guerra mundial, el PSOE se encontraba dividido entre prietistas y negrinistas, con sus respectivos círculos y periódicos; la mayoría de los socialistas del exilio permaneció al margen de la resistencia antinazi, en la inactividad. Los anarquistas continuaban atomizados, así como el POUM. Sólo el PCE, fuertemente centralizado y capaz de manejarse en la clandestinidad, mantenía un cierto nivel de organización. Podemos inferir por tanto que, en el invierno de 1941–1942, en el PCE funcionaban el partido y los militantes; en la CNT no funcionaba la organización pero sí algunos militantes; en el PSOE no funcionaba el partido ni eran visibles sus militantes, y los republicanos burgueses simplemente habían desaparecido. La nota característica entre los partidos era el enfrentamiento. Hasta tal punto, que doce notables del exilio, entre ellos el escritor Corpus Barga y el doctor Juan Aguasca, hicieron público un Manifiesto de Unidad Republicana. Aunque detrás de ese llamamiento a la unión y la concordia, posiblemente estaba el largo brazo del PCE, acostumbrado a promover y gobernar plataformas unitarias[105].
Manuel Azcárate ha insistido en las malas relaciones del PCE con el PCF, que se negaba a transmitir las sugerencias de los españoles a Moscú. Pero las fuentes oficiales impugnan esa tesis: «La dirección suprema del P en España mantiene contacto directo y frecuente con la dirección del P español en Francia, y este lo tiene con el P francés. Por este conducto el P español está en condiciones de hacer llegar todo cuanto sea posible a los camaradas franceses». Aunque se produjeron tanteos previos, la auténtica reorganización del PCE había comenzado en el verano de 1941, coincidiendo con la invasión de la URSS, y en 1942 los comunistas españoles contaban con presencia más o menos significativa en todos los departamentos de la Francia de Vichy; aunque la reorganización se asentaba sobre todo en los departamentos próximos a la frontera. El entramado del PCE en la Francia ocupada desde el verano de 1941 partió de los departamentos de Sena, Sena y Oise, y Sena y Marne, extendiéndose luego a Loiret, Loir y Cher, Cher, Yonne, Nièvre, y Eure y Loir. Según Miguel Ángel Sanz, Jaime Nieto, Ángel Celada y Manuel Sánchez Esteban formaban el comité sur del PCE, la Francia «libre», y Josep Miret, Emilio Nadal y Daniel Sánchez Vizcaíno administraban la zona ocupada. Azcárate trataba de ponerlas en contacto. Paralelamente afloraban comités de Unión Nacional, que galvanizaban la resistencia contra los nazis después de la invasión alemana: el PCE había llevado a cabo en agosto de 1941 el famoso llamamiento a todas las fuerzas antifranquistas para alcanzar la «Unión Nacional de todos los españoles». Azcárate habla de muchos miles de personas que apoyaban los comités de la UNE. Desde la diferencia ideológica, el socialista Eulalio Ferrer manifiesta que «hay que admirar a los comunistas, infatigables en el activismo y en la propaganda, multiplicándose por sí mismos». El vértice de todo este proceso reorganizativo era la Delegación del Comité Central, presidida nominalmente por Carmen de Pedro y, en realidad, por Monzón y su adjunto, Gabriel León Trilla. Un destacado colaborador de Monzón, Manuel Gimeno, regresó a España para evaluar la situación política y la realidad de los grupos armados[106].
Entre los objetivos del PCE, y ciñéndonos a las resoluciones de la reunión de Argelès, confirmadas en Marsella —capital del comunismo español en esos años—, sobresalía el intento de paralizar las reemigraciones a México para hacer posible la creación de grupos que entraran en España para proseguir la lucha contra el régimen franquista. El 21 de julio de 1941, los comunistas pusieron en funcionamiento una radio convertida en leyenda durante el franquismo: Radio España Independiente, Estación Pirenaica, conocida popularmente como «la Pirenaica», portavoz del exilio, y que era en realidad una sección de Radio Moscú Exterior; posteriormente emitió desde Rumanía. Otras emisoras representaron y mantuvieron informada a la España peregrina: las emisiones en español y catalán de la BBC y de Radio París. En el verano de 1941 también apareció, como vimos, el primer numero de Reconquista de España, un periódico dirigido por los comunistas pero abierto a los otros partidos, incluidos los conservadores. Monzón y sus compañeros empezaron a divulgar en ese medio la teoría de la «Unión Nacional de todos los españoles», que excluía solamente a los franquistas más recalcitrantes. Pero al mismo tiempo que asentaban la organización, Monzón y su adjunto Trilla observaban lo que sucedía más allá de los Pirineos. El PCE se había reorganizado en Madrid gracias a Heriberto Quiñones González, un personaje de perfiles legendarios que introdujo métodos conspirativos en la organización y formuló una nueva política. Redactó en 1941, con Luis Sendín, un manifiesto —«Anticipo de orientación política»—, que no llegó a ser conocido por los militantes por falta de tiempo. Aunque reproducía los «trece puntos» formulados por Negrín en 1938 y avalados entonces por el Buró Político del PCE, también significaba una superación de esa tesis y constituía el comienzo de la futura política de Unión Nacional. Este planteamiento, que respetaba las orientaciones oficiales del partido comunista, tenía como objetivo ampliar la base a elementos conservadores contrarios a la perpetuación de la dictadura. Monzón y Trilla pasaron a España una vez asegurado el control en Francia, porque el objetivo central consistía en derribar el franquismo[107].
Los gobiernos democráticos habían perseguido a los comunistas a raíz del pacto germano–soviético, y Vichy continuó el acoso contra los miembros del PCF y PCE. En mayo de 1941 se había producido la huelga de mineros del norte, organizada por los comunistas franceses, y ese mes el PCF pergeñó el Frente Nacional, primer movimiento armado de oposición a los nazis. Por consiguiente, habrá que pedir la cuarentena para otro de los mitos más persistentes de la Resistencia: que los comunistas sólo combatieron a los alemanes a partir del 22 de junio de 1941, cuando los hitlerianos entraron en la URSS; aunque esa oposición merezca todo tipo de matizaciones conceptuales. Pero también las organizaciones españolas fueron duramente reprimidas después del armisticio, sobre todo a partir de 1942, cuando los alemanes acabaron con la ficción de la Francia libre. El POUM sufrió las primeras redadas en febrero de 1941, que afectaron sobre todo a los refugiados en las ciudades de Montauban y Toulouse. Aunque los miembros del Comité Central estaban en México —Julián Gómez «Gorki», Gironella o Molins i Fábregas—, fueron arrestados 15 dirigentes representativos que se encontraban en Francia: entre ellos, José Rodes Bley, Wilebaldo Solano Alonso, Pedro Bonet, Ignacio Iglesias y Juan Andrade. Juzgados los días 17 y 18 de noviembre de 1941, los condenaron a penas de entre cinco y veinte años de prisión, además de trabajos forzados. Fueron llevados al penal de Eysses, y algunos de ellos —Rodes Bley, Iglesias y Bonet—, deportados a Dachau[108].
En noviembre y diciembre de 1941 la represión alcanzó a los anarquistas. Las detenciones de los líderes que no estaban en los campos se desarrollaron también en Montauban y Toulouse. Las bajas atañeron tanto a quienes seguían las tesis del apoliticismo, como los «Amigos de Londres», conocidos como moderados y representados por Manuel González–Marín y Eduardo Val Béseos, que colaboraban con los servicios secretos británicos, como a los partidarios de Germinal Esgleas, oficialistas y que seguían las tesis del apoliticismo. El ex ministro Joan García Oliver también era partidario de combatir a los alemanes. «La primera de estas tendencias se hallaba dominada por las preocupaciones del momento. Eran los posibilistas. La segunda jugaba a fondo la carta revolucionaria y se negaba a ser —una vez más— cabeza de turco en las situaciones que aquí y allá preveía, con arreglo a su óptica particular. Eran los maximalistas», escribe Borrás. Los tribunales de Toulouse condenaron a varios libertarios a penas de cárcel, y, más grave todavía, deportaron desde Le Vernet al norte de África a los cautivos considerados peligrosos. La medida fue totalmente arbitraria, propia de la situación excepcional que se vivía en Francia[109].
El año 1942 resultó nefasto para la militancia del PCE y el PSUC en la Francia ocupada, y las redadas de 24 de junio y 30 noviembre averiaron severamente la organización y pusieron en entredicho su capacidad operativa al norte de la línea de Demarcación. Las detenciones de la policía francesa y la Gestapo alcanzaron tanto al aparato político como a quienes estaban en la lucha armada, y todo comenzó por la delación de un español. En dos redadas fueron arrestados 74 activistas en París y otros 73 en diversas ciudades, principalmente Burdeos y Nantes, donde se concretaron las primeras redadas. Entre los capturados se encontraba Josep Miret Musté, uno de los responsables del PCE y PSUC en la Francia alemana. En el Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid se recibió de París, con fecha 17 de septiembre de 1942, un despacho que notificaba de la detención de 131 activistas republicanos en París, La Rochela, Rennes, Bourges y Saint–Nazaire. «Como ampliación a nuestros informes anteriores sobre la detención de elementos comunistas españoles en la zona ocupada de Francia, podemos manifestar que, según nos comunican las autoridades alemanas de Policía, dichas detenciones fueron llevadas a cabo por el descubrimiento en París de una banda comunista española, encargada de editar hojas y revistas, de tipo comunista, como Reconquista de España, Mundo Obrero y otras, de las que adjuntábamos diversos ejemplares de muestra, que posteriormente repartían por provincias, principalmente en la zona costera, naturalmente la más vigilada por el ocupante por los motivos que pueden suponerse». Explica que la edición estaba a cargo de Luis Claude Marrasé «Pedro», ciudadano francés de origen español que había pertenecido a las Brigadas Internacionales. Adjunta una lista de 27 detenidos españoles, entre ellos una mujer, Constanza Martínez. Las detenciones concluyeron con el «proceso de los cuarenta» o de los «terroristas de la Unión Nacional», que se desarrolló entre marzo y mayo de 1943. Unos 150 españoles fueron juzgados, incluidas seis mujeres. La mayoría de los procesados fue condenada a penas benignas para la época —entre un año de prisión y tres de trabajos forzados—, gracias a la habilidad de los abogados. Los castigados a trabajos forzados fueron conducidos al cuartel de los Tourelles, campo de Pithiviers y al penal de Eysses. En este último lugar, ubicado en el departamento de Lot–et–Garonne, se reunieron con los españoles procesados en la zona sur y tanto los unos como los otros participaron en la sublevación del presidio–fortaleza. Entre las mujeres condenadas estaban María González, Paquita Velas y la repetida Constanza Martínez[110].
El separatismo vasco visto por los franquistas
Entre los políticos de la dictadura existía una honda preocupación —una patología, en realidad— con respecto al separatismo vasco. Un memorándum del consulado de Bayona (9 de octubre de 1942) lleva un encabezamiento significativo: «Nota informativa sobre actividades de los vascos separatistas refugiados en la jurisdicción del Consulado de Bayona». Para el diplomático, el principal problema para el régimen en Francia lo representaban los vascos. «En primer lugar, las afinidades idiomáticas, de raza, de costumbres e incluso geográficas, les colocaban en un ambiente tan proclive que para muchos, como luego veremos, en lugar de destierro Francia se convertiría en verdadera tierra de promisión». Formula dos medidas: o auspiciar su regreso a España, o interceder ante los alemanes para que los alejen a 100 kilómetros de la frontera y privarles así de un medio tan favorable. Para esta última alternativa sólo había que exigir el cumplimiento de una de las cláusulas del tratado Jordana–Bérard. El cónsul comprueba con asombro cómo se han adaptado al territorio —para muchos «su país», dice—, hasta confundirse con los vascos franceses. Además de las consideraciones previas, se refiere a las circunstancias que han permitido la inserción social de los vascos: «La práctica asidua de sus deberes religiosos les ha creado la estima y el respeto de los medios eclesiásticos, incluso entre los no sospechosos de vasquismo». La conclusión no admitía dudas: «En pocas palabras podría decirse que los emigrados vascongados son buenas personas pero malos españoles». Le llama también la atención que los curas no vayan tocados de la teja clásica sino que usen «una boina del más puro casticismo… vasco». También los conceptúa de buenos curas y malos españoles.
Pero las sorpresas continúan. Manifiesta que la llegada de los alemanes a la zona, en vez de penalizar a los vascos, les ha supuesto la definitiva tranquilidad. No entiende el diplomático cómo los nazis pueden ser tan «condescendientes y cordiales con los vascos», que fueron aliados de los comunistas y de los ingleses. «En una fiesta de canciones y bailes populares vascos organizada para el Ejército de Ocupación y con la participación naturalmente de “nuestros” coros, estos, a requerimiento del oficial organizador, se vieron obligados a desplegar la bandera separatista y a entonar el himno de idéntica significación Gora ta gora Euzkadi a pesar de que el director de los coros, Sr. Olaeta, les advirtió de que les estaba prohibido». Ataca a revistas, grupos de teatro y agrupaciones folclóricas en que participaban los euskaldunes. Resalta la importancia fundamental de los sacerdotes de ambos lados del Bidasoa en este proceso —constata que los obispos de la zona también eran favorables a los vascos de España—, y se queja de que en una revista aparezca el escudo de las «siete provincias» vascas, cuyo lema es «siete en una». Finaliza su preocupada misiva advirtiendo de que en la región se habla de «causa vasca», «pueblo oprimido», y se alude al «español como idioma extranjero»… Sugiere protestas ante el Vaticano y Berlín para acabar con esa situación: el Gobierno de Vichy y el Ejército de Ocupación no parecían darle demasiado relieve. Asegura finalmente que detrás de todo ello está Euzko Deya, periódico vasco editado en el exilio desde 1936[111].
Otra nota de la Dirección General de Política Exterior (23 de octubre de 1942) insiste en la cuestión vasca pero focalizándola en la actitud de los alemanes. Señala que como los vascos parecían personas honorables, los alemanes los trataron bien, con lo que aquellos empezaron a hablar «con libertad contra España». En vez de causarles problemas los nazis, estos parece que acentuaron su interés por aquellos. La explicación de los diplomáticos era correcta: «Quizás pensando en la conveniencia de fomentar el separatismo vasco–francés, creando así para el día de mañana un problema interno en el país vecino». Manifiesta que los «separatistas vascos» gozaban de total libertad para publicar y defender sus ideas, y que editaban un periódico donde se formulaban sus aspiraciones y se atacaba con crudeza al régimen. Una expresión fija la relevancia y naturaleza del problema para los franquistas: cuando contrapone los vascos a los otros republicanos, a quienes llama «nuestros verdaderos compatriotas». Incluso matiza «que al mismo tiempo que se dan facilidades de todas clases a los separatistas vasco–españoles, nosotros nos encontramos con que se nos cierra el Consulado de Bayona, se nos crea toda clase de dificultades respecto a la protección de nuestros compatriotas y en suma se nos somete a un trato mucho menos favorable y benévolo que se da a nuestros enemigos». La relación entre las autoridades vascas en el exilio y los nazis aparece como un campo de minas histórico y semántico. «Los verdaderos parámetros de la relación entre nacionalistas vascos y nazis durante la ocupación constituyen un tema espinoso que ha sido eludido tanto por sus protagonistas como por los historiadores», escribe Mikel Rodríguez, especialista de la última historia del País Vasco. Existe una tradición interesada que defiende la hipótesis de un pacto entre vascos y alemanes que permitió, por ejemplo, que los líderes nacionalistas escaparan a la deportación a España. Pero sí está acreditado que los hitlerianos consideraban a los vascos como «genéticamente valiosos» y que, lo mismo que en el caso de los bretones, flamencos, corsos, valones… manejaban la posibilidad de utilizar a esas minorías nacionales para presionar, en caso de necesidad, a los países colaboracionistas: si Vichy se desmarcaba, independencia para Bretaña; si Franco se desmandaba, independencia para el País Vasco, incluido el territorio francés… El proyecto alemán incluía balcanizar Europa, y los partidos nacionalistas seguían la lógica bretona, «Bretaña ante todo», para justificar la colaboración con los nazis. Continúa Rodríguez: «El ala del NSDAP que se proclamaba socialista y de izquierdas, los racistas más beligerantes, era quien promovía los contactos con los nacionalistas. Conversaciones, por otra parte, nada clandestinas, lo que provocó que al final de la contienda la fiscalía francesa pidiese la pena de muerte para Goienetche. Autorizado o no por el Gobierno vasco, lo cierto fue que el PNV le protegió económicamente y arropó socialmente hasta su muerte en 1989»[112].