CAPÍTULO II

El rostro de la bestia

No nos curaremos nunca de esta guerra.

NATALIA GINZBURG

La primavera de 1940 inauguró un tiempo sombrío para Francia. La poderosa máquina de guerra nazi pulverizó la débil resistencia de un Ejército numeroso y anticuado, mal dirigido por jefes engreídos e inútiles. El comportamiento de los militares desconcertó a los europeos de la época, y la respuesta de la población tampoco respondió a las previsiones de un país pionero de las libertades: la docilidad de los franceses representó un duro golpe para los demócratas. Pétain, convertido en títere y cachiporra de los nazis, administró los restos de Francia sin apenas oposición, con el apoyo tácito o expreso de unos ciudadanos reconvertidos en súbditos. Santiago Blanco escribe de «un pueblo hundido en el desastre, en el desbarajuste. Y en una inmensa cobardía colectiva que vengaba su humillación contra los débiles». Los españoles recordaron entonces que, protegidos por las alambradas de Saint–Cyprien, veteranos franceses de la Primera Guerra Mundial les habían llamado lâches (cobardes), una palabra que jamás olvidarían. Ahora los republicanos hacían las cuentas. Ellos habían aguantado durante tres años el acoso del fascismo europeo y los franceses, apenas dos meses. El pueblo de Francia, abismado de perplejidad, aceptó la derrota como parte de un proceso inevitable, fatal, y adoptó la decisión de seguir viviendo como si nada ocurriera. Con el tiempo, unos pocos afrontaron la realidad, que mostraba entonces una disyuntiva peliaguda: combatir a los alemanes o colaborar con ellos. Pero, como escribe Paxton, «la resistencia necesita un mínimo de esperanza, y esta faltaba por completo a finales de 1940». Los españoles, más temprano que tarde, acometieron a nazis y vichystas, y su lucha tenía un doble significado: como prolongación de la guerra civil y ensayo para la batalla definitiva contra el franquismo; al mismo tiempo que peleaban contra Hitler, el odiado aliado de Franco, fijaban la mirada en España.

LAS COMPAÑÍAS DE TRABAJADORES EXTRANJEROS

La primera reacción de los franceses ante la avalancha de fugitivos tenía como objetivo que repasaran la frontera; la Legión extranjera se convirtió en otra alternativa fomentada por el Gobierno Daladier. Pero las autoridades sabían que conforme pasaba el tiempo, quienes permanecían en los campos de Francia no eran refugiados provisionales sino exiliados; conscientes de que no querían volver a España, de que no podían regresar. La solución provisional para aliviar la presencia masiva de los españoles se presentó en forma de compañías de trabajadores.

Pasados unos meses, los franceses rectificaron la orientación con respecto a los republicanos (y demás extranjeros refugiados), considerados ahora, ante el panorama bélico que se presentía, como mano de obra interesante. Un decreto–ley de 12 de abril de 1939 creaba las Compañías de Trabajadores Extranjeros, que empezaron a funcionar desde mayo, y el Gobierno Daladier completó el arsenal normativo con las directivas de 20 de abril y 13 de junio, cuya meta era establecer 79 unidades. Los edictos de abril permitían la movilización (laboral) de los españoles, una especie de servicio militar con pico y pala: zapadores sin fusil, los denominaron con acierto; a cambio de refugio, se les imponían obligaciones que buscaban el beneficio de la economía nacional. El decreto afectaba a todos los varones entre 18 y 47 años y por un período de cuatro años. Pero el miedo a la prevalencia de los foráneos condicionaba las directivas francesas, y otra disposición impedía que los extranjeros representaran más del 10 por ciento de la población activa de una región. En un principio, y para no violentar aún más una situación ya de por sí delicada, se hicieron llamadas para que pareciese un enrolamiento voluntario. Como la petición del general Ménard, responsable de los campos de internamiento: «En cuanto a los refugiados que no sean repatriados… Francia desea utilizarlos y, en consecuencia, solicita para ello la colaboración y la buena fe de todos para que se constituyan equipos de trabajo bajo el mando de españoles para su utilización en la industria, la construcción…». La voluntariedad inicial del trabajo en las CTE no representaba un obstáculo cuando los franceses necesitaban mano de obra o clausuraban un campo de internamiento. Especialmente desde el verano de 1939. José Antonio Alonso, que se encontraba en el campo de Septfonds, asegura que llegaron los reclutadores y ordenaron que se presentaran los cuatro primeros de cada barraca: los engancharon a trabajar a una compañía. Nadie les preguntó su opinión en algo que les concernía tan directa y gravemente[1].

Las compañías dependían de la autoridad militar, que encabezaba el general Mesnard, y estaban gobernadas por un capitán francés, apoyado por soldados y gendarmes, que vigilaban a los trabajadores. Los mandos franceses eran auxiliados a su vez por un oficial republicano encargado de que se cumplieran las disposiciones. Cada unidad la integraban 250 hombres, repartidos en secciones dirigidas por españoles, cuya actuación evoca juicios encontrados. Luis Romero, de la 409.ª CTE, asegura que «el mando español de la compañía y sus satélites se ensañaron con algunos de nosotros, llegando a denunciarnos por insuficiencia de trabajo y rebeldía». Por el contrario, Ricardo Pascual, de la 113.ª CTE, manifiesta que «nada tengo que reprochar a estos compañeros. Hicieron bloque con nosotros y con frecuencia fueron las primeras víctimas del mando francés». Una circular del 5 de julio de 1939 precisaba que la incorporación en las compañías de trabajadores alcanzaba los 13 250 extranjeros. Pero la generalización de las compañías se produjo a partir de la declaración de guerra, en septiembre de 1939, y en unas condiciones abusivas. Al principio no cobraban salario alguno, a pesar de que era un trabajo extremadamente penoso; más tarde recibían 50 céntimos diarios —el coste de un periódico— y un paquete de cigarros, recuerda Lope Massaguer, que pasó del campo de Saint–Cyprien a la 118.ª CTE, destinada a fortificar la línea Maginot, cerca de Dunkerque. En algunas unidades les entregaban además dos sellos —material precioso que hacía posible mantener la comunicación con las familias en Francia o España—. Pero lo que decidió a muchos españoles a inscribirse en las CTE no fue salir de los campos o un jornal a todas luces miserable, sino la promesa de que sus familias desperdigadas por los departamentos del centro y norte de Francia serían conducidas hasta poblaciones próximas al lugar de ubicación de las compañías. Como otras veces, una promesa cumplida a medias. Al lado de los españoles trabajaban también los brigadistas, por quienes los mandos franceses no mostraban excesiva simpatía al considerarlos elementos especialmente peligrosos. Jaime Montane Escalas «León» refiere que en la 252.ª CTE de Gurs había internacionales y el jefe adjunto de la misma, Otto, colaboró después con los nazis[2].

La mayor parte de las compañías de trabajadores se organizó en los campos de internamiento de Septfonds (10 compañías), Saint–Cyprien (10), Gurs (4) y Argelès–sur–Mer (3), entre otros. Los grupos que desarrollaban su quehacer cerca de los recintos concentracionarios residían en ellos; al igual que las compañías que tenían como tarea fundamental el mantenimiento de los campos, como la 886.ª CTE de Gurs. Por lo general, las actividades estaban relacionadas con aspectos militares, como las fortificaciones a lo largo de la línea Maginot y en los Alpes franco–italianos. Amadeo Sinca Vendrell estuvo con la 103.ª CTE, en la frontera franco–belga, consolidando las defensas de Cambrai: casamatas antitanques, blocaos, trincheras y túneles de todo tipo. También fueron enviados a centrales hidroeléctricas —destacaron las de Cantal y Ariège—, minas y bosques. Entre las tareas más comunes estaban la reparación de carreteras, tala de árboles, fabricación de carbón, faenas agrícolas, reforzamiento de lechos de los ríos, extracción de hulla… Numerosos departamentos franceses explotaron la mano de obra española, y el general Mesnard expresó su satisfacción el 31 de julio por la marcha de las compañías[3].

Las circunstancias y condiciones de los trabajadores no resultaban uniformes. Conforme a la documentación de los comunistas españoles, las CTE se dividían en tres categorías: a) Fábricas de armamento. Dieron trabajo a los especialistas, muchos de los cuales se habían autoconstituido libremente como compañías especializadas. Los elementos más cualificados recibían entre 30 y 50 francos diarios, de 8 a 15 los menos especializados. Recibían además idéntica comida que los soldados franceses —incluidos vino y tabaco—, y estaban militarizados. «Los trabajadores voluntarios —escribe Rafaneau–Boj—, empleados por contratos renovables de tres meses, escoltados por gendarmes y no por GRM, reciben un mejor trato y un salario medio de 27 francos. A veces incluso, como es el caso de Sud–Aviation en Burdeos, las condiciones son especialmente correctas: nueve o diez horas de trabajo al día para un salario de 54 francos, que corresponde más o menos al de los obreros franceses»; b) Ministerio de Guerra. Los encuadrados en esta categoría podían trabajar en fábricas militares o en labores de fortificación. Lo mismo eran enviados a cargar mercancías en los puertos que a construir refugios y subterráneos. Las retribuciones se reducían de manera radical, medio franco diario, y la jornada laboral oscilaba entre las diez y doce horas. Comían lo mismo que los soldados franceses pero en menor cantidad, y tampoco recibían vino y tabaco; estaban también militarizados; c) Ministerios civiles. En esta categoría estuvieron enrolados muchos españoles al servicio de los ministerios de Agricultura y Salud Pública, y las tareas más repetidas se realizaban en los bosques franceses, futuras bases de los maquis de la Resistencia[4].

En las fábricas de pólvora del Midi estuvo trabajando la 135.ª CTE de Barcarès, autoconstituida por los propios trabajadores y de la que formó parte Narcís Falguera. Cuenta este exiliado que algunos comunistas, que habían rechazado la incorporación en las compañías, decidieron que la formación de una por los propios trabajadores era preferible a una recluta impuesta por las autoridades. Así lo hicieron. Presentaron el proyecto a las autoridades, que lo aceptaron. «Eramos 250, nos conocíamos todos, y todos éramos del PCE. Estuvimos en el Servicio de Pólvoras, primero en el departamento de Dordoña y luego en Vienne. Alejados de la línea Maginot, y además con sueldo». Los trabajadores no cualificados recibían 5 francos y los oficiales, 20. Como hacía quehaceres de intérprete, Falguera se encontraba en el medio de la escala salarial: 10 francos. Pese a que no cobraban las cantidades de otras compañías, Falguera se consideraba bien pagado: «En esa época, la drôle de guerre, con ese dinero se comía hasta langosta». Hubo otros republicanos de las compañías que gozaron también de condiciones de vida aceptables, como los integrantes de los Grupos Artísticos de los Trabajadores Españoles, compañías teatrales y de variedades que actuaban por los diferentes lugares donde había enganchados compatriotas. De todos modos, la eficiencia de las compañías era más que discutible a causa de la imprevisión y el menoscabo hacia las capacidades de los españoles. José Goytia «Barón» pertenecía a una CTE destacada en Cognac, y casi todos los republicanos eran aviadores con muchas horas de vuelo durante la guerra civil; conocedores por lo tanto de los aeroplanos alemanes e italianos. Podían haber sido magníficos instructores para los jóvenes pilotos, «pero el destino fue el pico y la pala para ampliar una pista de aterrizaje». En las horas libres, pese a todo, impartían conferencias clandestinas a los jóvenes aviadores franceses sobre los artefactos de sus futuros enemigos.

Los trabajadores españoles se manejaban en trances que rayaban la paradoja, algo habitual por lo demás. Eran considerados civiles pero sus actividades estaban militarizadas y vestían además, a su manera, atuendos militares. Lope Massaguer apostilla que se sentía como «un soldado prisionero», obligado a realizar trabajos forzados. «Los primeros uniformes que tuvimos eran de color azul cielo de la guerra del 14, y estaban rotos y con manchas de sangre. Desde la granja donde vivíamos hasta el aeródromo en que trabajábamos había unos cinco kilómetros que hacíamos andando, y la gente que nos veía pasar protestó por esa vestimenta. Cierto día nos llevaron a un almacén de ropa de todo tipo, donde se mezclaban esmóquines, levitas, ropas de mujer, de todo… La organización comunista, en vez de rechazar la ropa, decidió que saliéramos disfrazados cada uno a voluntad. Fue tremendo: unos llevábamos levitas, otros vestíamos de mujeres, y así hasta 250. La efectividad fue inmediata, y al día siguiente nos dieron un pantalón y un jersey», recuerda Goytia. Tampoco olvidan los supervivientes que todas esas tareas las realizaban vigilados por unidades militares y fuerzas del orden. Las alambradas constituían una imagen imposible de sacarse de encima, y José Antonio Alonso insiste: «Cuando finalizaba la jornada, siempre terminábamos encerrados detrás de los alambres». A ello se añadía que eran sondeados periódicamente para incorporarse a la Legión extranjera, y siempre bajo la amenaza de la repatriación. Pero otros testigos se aferran también a los buenos momentos, a los recuerdos divertidos. A los escarceos amorosos. Aunque parezca chocante, destacados españoles de la Resistencia se muestran más interesados en rememorar lances galantes en su época de la Resistencia que de registrar hechos de armas; las situaciones extremas segregan en ocasiones dispositivos de autodefensa. Serge Salaün observa una dicotomía entre los intelectuales republicanos en América y quienes permanecieron en Europa, poetas sobre todo. Mientras aquellos reivindicaron una poesía de combate (León Felipe), los europeos (Cernuda, pero también Alberti cuando se instaló en Roma) se aplicaron a los versos intimistas, amorosos. Al revés de lo que parecería lógico[5].

Por último se encontraban los trabajadores que individualmente o en pequeños grupos eran contratados en fábricas o propiedades agrícolas más o menos próximas a los campos de concentración, y que no estaban militarizados. En este apartado participaban también las mujeres en número elevado. Era un tipo de relación laboral conocida como contrata exterior, que incluía determinados rituales. Antes de ajustar a los trabajadores, los empresarios se acercaban a los campos para comprobar la mercancía: inspeccionaban dientes, manos, músculos… A los republicanos no se les ahorraba humillación alguna. Las circunstancias resultaban tan infamantes que no pocos decidieron permanecer en los campos antes que soportar las vejaciones. En las tareas no militarizadas el responsable de los trabajadores era el patrono, que se convertía en amo de la situación, y muchos empresarios explotaron de modo salvaje a los extrañados; otros incluso se condujeron violentamente. Lo tenían fácil, pues los republicanos que se rebelaban contra esos abusos terminaban en campos de castigo, como Le Vernet. Pero tampoco en este apartado todos los recuerdos se inscriben en la tragedia. Además de la libertad de movimientos que comportaban las faenas agrícolas o fabriles, la nueva realidad permitió algunos reagrupamientos familiares —aspecto fundamental en la vida del exiliado—, siempre y cuando pudieran valerse por sí mismos y el Estado no tuviera que aportar fondos a la unidad familiar. De otro lado, y conforme aumentaba la leva de jóvenes franceses, los españoles se quedaban como únicos varones en determinadas zonas rurales, con lo que pudieron normalizar su universo afectivo. Erasmo Díez, que pasó por los campos de Argelès y Agde, fue contratado por una familia cuyos hombres estaban todos prisioneros en Alemania. Claro que las relaciones entre españoles y francesas no estaban bien vistas ni socialmente ni tampoco por las autoridades, y en tiempos de Pétain fueron reprimidas sin contemplaciones incluso en la esfera legislativa[6].

Cuando estalló la guerra entre Francia y Alemania, se produjo el penúltimo cambio estatutario de los republicanos en su azaroso exilio francés. Una circular del ministro Sarraut de 2 de octubre de 1939 obligaba a todos los refugiados a trabajar en la agricultura francesa, en el supuesto de que no estuvieran empleados en otro tipo de labores, como en compañías establecidas, o que mantuvieran relaciones laborales individualizadas. Los trabajadores se convirtieron además en prestatarios, definidos como «contribuyente sujeto a una prestación en especie». Los prestatarios ya no eran voluntarios, sino que, de acuerdo con la legislación, pagaban con su prestación personal los deberes que imponía el derecho de asilo. Desde entonces la organización laboral de los extranjeros recibirá indistintamente los nombres de compañías de trabajadores o de prestatarios. Estos últimos tenían derecho a sueldo, idéntica comida a la de los soldados franceses y el mismo régimen de permisos. Eran reclamados sobre todo los trabajadores de la construcción, metal y mineros, necesarios para reemplazar a los jóvenes franceses que se incorporaban a filas. Un decreto de 13 de enero de 1940 movilizaba a todos los refugiados varones españoles entre 20 y 48 años. En caso de negarse, las alternativas eran seguir internado en los campos, la expulsión a España o el enrolamiento en la Legión extranjera. Según Jean–Louis Crémieux–Brilhac, a finales de 1939 había 20 000 prestatarios trabajando en la línea Maginot (españoles la mayoría), 1300 en las fábricas de aviones de Toulouse, y de 6000 a 7000 en la agricultura. Pero no todos los testimonios recuerdan la situación de ese modo, y Eulalio Ferrer matiza esas visiones legalizadoras de la esclavitud: «Las inscripciones en las compañías de trabajo, al principio, eran reticentes y casi, casi sospechosas. Ahora sobran voluntarios y hay que hacer triple fila. La desesperación es la esperanza común». Conviene aclarar un aspecto: los franceses insistían para que todos los republicanos inútiles para la economía regresaran a España; cuando se declaró la guerra les importaba sobre todo la presencia de los considerados productivos[7].

Los prestatarios en el norte de África

El grueso de los extranjeros faenó en las compañías instaladas en la metrópoli, pero también hubo trabajadores en los protectorados y colonias francesas de África (Argelia, Túnez y Marruecos) y de Oriente Medio (Siria y Líbano). Pons Prades apunta la existencia de 26 compañías (6500 hombres) en el Cercano Oriente y 16 CTE (1500 hombres) en el Magreb francés; la historiadora Geneviève Dreyfus–Armand incrementa hasta 2500 el número de españoles encuadrados en el norte de África. Los exiliados que trabajaron en África, y que procedían tanto de los campos de internamiento franceses como de los magrebíes —también había legionarios castigados por faltas graves—, estaban encuadrados en el 8.º Regimiento de Trabajadores Extranjeros. «Se nos ordena firmar unas hojas de acuerdo con un decreto por el cual somos movilizados para prestaciones militares y encuadrados en compañías de trabajo, y pasadas estas prestaciones se nos dice que obtendremos la libertad», asegura un testimonio anónimo. Las fuentes directas hablan de 12 compañías, que integraban de 90 a 150 hombres cada una. Aunque las primeras se dedicaron a labores de diversa índole —la 1.ª fue enviada a construir un campo militar y la 2.ª y la 9.ª, al acondicionamiento de carreteras—, poco tiempo después todas ellas fueron destinadas a la construcción del Transahariano, el tramo entre Bou Arfa (Marruecos) y Colomb–Béchar (Argelia), con un ramal a Kenadsa, donde había un rentable yacimiento. En el primer punto estaban las compañías 1.ª, 3.ª, 4.ª, 9.ª y 12.ª; en el segundo, la 2.ª, 5.ª, 7.ª —que procedía de Túnez—, 10.ª y 11.ª; la 5.ª era una compañía disciplinaria. Estaban al servicio de la compañía Méditerranée–Niger, un proyecto decimonónico y quimérico que empezó a construirse oficialmente el 22 de marzo de 1941. En diciembre de ese año, fue inaugurado el tramo entre Bou Arfa y Kenadsa[8].

Los prestatarios de África vivían en marabouts, tiendas de lona utilizadas en el desierto, con una estera para dormir y una manta para defenderse del clima extremo; acondicionadas para seis hombres, acogían por lo general a doce. Los republicanos estaban aislados en el desierto, con el agua racionada y batidos por el siroco. El vestido, como ocurría en Francia, eran uniformes gastados de la Primera Guerra Mundial, amén de una chilaba; calzaron zapatillas hasta que consiguieron botas, un verdadero problema en el desierto, y muchos no disponían de prenda alguna para cubrirse la cabeza. El sueldo era simbólico, un franco, que apenas les daba para comprar tabaco y sellos. Una magra recompensa que no siempre tenían garantizada; cuando eran castigados, y ocurría con frecuencia, perdían el derecho a la paga quincenal. Un anónimo militante comunista relata en su informe: «Nosotros nos ofrecemos para trabajar en la industria, en el campo y en todos los sitios de acuerdo con nuestras profesiones pero a condición siempre de que se nos conceda libertad absoluta. Esto no es concedido y nos encuadran en compañías de trabajo en calidad de prestatarios extranjeros para utilizarnos no en labores útiles de guerra, ni siquiera de la producción nacional, sino en la construcción de un ferrocarril sin objetivo, sometidos a trabajos de tipo forzado y a 1500 kilómetros en el interior del Sahara». El mayor problema lo tenían políticos, intelectuales y funcionarios que no habían desarrollado previamente actividades mecánicas y ahora se veían abocados a quehaceres que requerían un importante esfuerzo físico; también estaban sometidos a un padecimiento especial los viejos, algunos de los cuales sobrepasaban los setenta años. Tanto en África como en Francia los republicanos se vieron obligados a ejercer nuevos oficios. César Álvarez Diéguez, ex gobernador civil de Soria, trabajaba en 1940 como mozo de almacén. Los republicanos eran vigilados por los goumiers (unidades militares integradas por naturales del Atlas) y mohaznis (cuerpo represivo marroquí)[9].

Los franceses de África utilizaban a los propios españoles como elementos de control; un oficial republicano manejaba las compañías a las órdenes de un comandante francés, que era la autoridad máxima. En la 1.ª CTE de Bou Arfa, muchos republicanos se negaron a servir a las órdenes de los mandos franceses; fue reorganizada, aunque la mayoría de sus hombres pasó a la 4.ª. En esta última CTE, muy conflictiva, se produjo una huelga a causa de la comida; algo insólito en el desierto africano. El trabajo consistía en construir terraplenes de más de diez metros de altura a pico y pala, donde luego se colocaban los raíles; al esfuerzo y al calor se unían «un fino polvo rojizo y el irritante siroco», según Victoriano Barroso, quien escapó de la 3.ª compañía el 27 de julio de 1941 y fue detenido el 24 de febrero de 1942 en Orán. En el sector de Colomb–Béchar, Tomás Barbeito, de la 4.ª CTE, consigna en primer término que las compañías de trabajadores en el norte de África eran infinitamente peores que los campos de internamiento franceses. «La comida se componía de un poco de café por la mañana y un plato de lentejas con mucha agua y piedras a medio día; una sopa de verdura a la noche y un cuarto de pan para todo el día». Abundaban piojos, y mosquitos, y serpientes venenosas. Y las diarreas. En general, recibían cuatro litros de agua para beber y la higiene. Por el día las temperaturas alcanzaban los 45 grados, aunque cuando empezaba la jornada, de madrugada, el frío era la nota dominante. «Se nos impuso el trabajo a la tasa; este método consistía en la formación de grupos de cinco o seis para realizar tantos metros cuadrados de vía por jornada. O tres metros cúbicos de piedra picada y transportada por hombre», continúa Barbeito. Los castigos por negarse al destajo o por realizar pequeños sabotajes eran muy severos. Pablo Pérez ha relatado la aventura de uno de los más notables activistas del Magreb, Ricardo Beneyto Sapena, teniente de la 3.ª CTE y fusilado el 15 de noviembre de 1956 por los franquistas. Debido a su comportamiento en favor de los compatriotas del Transahariano, fue castigado con el tombeau pero, como se mantenía firme, «fue atado a la cola de un caballo lanzado al trote. En la imposibilidad de seguir la velocidad impuesta por el caballo, cayó a tierra y fue arrastrado hasta perder el conocimiento»[10].

El PCE se opuso en un principio a que sus militantes en Francia y el norte de África se enrolaran en las compañías de prestatarios, y respondieron con la disciplina habitual. Incluso alimentaron movimientos de insubordinación. Los servicios de inteligencia franquista en Francia expusieron que un agente del campo de Agde había sido testigo el 9 de agosto de 1939 de un hecho insólito: tres compañías de trabajadores se negaron a trabajar porque habían recibido la consigna de oponerse. Continúa el informe relatando que los vigilantes apalearon a los cabecillas, hubo una revuelta y terminó interviniendo la guardia mora del exterior. Pero la posición comunista necesita de matizaciones. Incluso antes de que la incorporación fuera obligatoria, el PCE aprovechó la coyuntura para influir políticamente en las CTE y también para obtener mejoras para sus militantes. Un documento de mayo de 1939, que lleva por título «El problema de los refugiados», examinaba los métodos de trabajo y apostaba por la colaboración con el PCF, CGT y SFIO, «para conseguir que la mayoría de refugiados se incorpore al trabajo en Francia misma y de manera controlada para impedir que nuestra gente sea masa de esquirolaje y de envilecimiento de salarios. En este sentido se puede hacer bastante. Muchos obreros metalúrgicos ya trabajan. El gobierno francés saca gente de los campos para formar batallones de fortificaciones en condiciones económicas no del todo malas. Si la movilización se mantiene o se acentúa, las posibilidades de obtener trabajo para gran parte de nuestros refugiados, serán muy grandes»[11].

¿Cuántos españoles pasaron por las compañías de trabajadores? Los estudios y arqueos de la mayor parte de los autores arrojan una cifra de 200 a 250 compañías que encuadraron entre 50 000 y 60 000 trabajadores. Algunas estimaciones parciales ayudan a entender la importancia de los prestatarios: 12 000 españoles trabajaban en la línea Maginot cuando aconteció el ataque alemán; sólo en el campo de Gurs los movilizados para el trabajo alcanzaron un guarismo notable: 9375 internados. La distribución por sectores, según datos aportados por el general Ménard, redondean la visión de conjunto. El 15 de noviembre de 1939 había 25 500 españoles que trabajaban para el Ejército, 5000 lo hacían en la industria para los ministerios de Trabajo y de Armamento, y 13 000, en la agricultura para el de Trabajo. Basándose en fuentes oficiales, aportadas por el EM del Ejército francés, Crémieux–Brilhac especifica que el 25 de abril de 1940 permanecían en Francia 104 000 ex soldados de la República, distribuidos de este modo: 55 000 pertenecían a las compañías de prestatarios extranjeros; 40 000 habían sido contratados por los ministerios de Trabajo, Agricultura o Industria; 6000 se habían enrolado en la Legión extranjera o en los regimientos de marcha, y 3000 republicanos, en general ancianos o enfermos, eran mantenidos encerrados en los campos por su incapacidad para trabajar. Como el Ejército francés subempleaba a los encuadrados a su servicio, unos 70 000 españoles trabajaban en la economía francesa en los momentos de la invasión alemana. Los datos aportados por el SERE en esas fechas incrementaban los porcentajes de algunos conceptos: 70 000 republicanos en las CTE, 6000 en las fuerzas mercenarias y 6000 internados en los campos. La documentación del PCE estima entre 60 000 y 70 000 trabajadores para la primavera de 1940, encuadrados en 245 compañías de 200 a 250 hombres. En el verano de 1940, los informes comunistas registraban 64 000 españoles en las compañías de trabajo, 30 000 hombres y mujeres en las industrias, y 20 000 en los campos militares[12].

Fuentes oficiales comunistas introducen por escrito una novedad relevante. Afirman que había unos 2000 españoles que gozaban de total libertad: eran sobre todo cuadros medios socialistas, republicanos, anarquistas y nacionalistas. El mismo informe señala que una parte sustantiva debía su posición a que trabajaban para el Deuxième Bureau, el espionaje francés. Ignoramos si el dato responde a la realidad o formaba parte de la intoxicación contra los adversarios ideológicos. No obstante, está suficientemente contrastada la colaboración de muchos españoles, sobre todo libertarios y nacionalistas vascos, con los servicios de espionaje. También, oficiales republicanos[13].

LAS CONSECUENCIAS ESPAÑOLAS DEL PACTO GERMANO–SOVIÉTICO

Los meses previos a la declaración de guerra evidenciaron que la diplomacia europea se había convertido en un juego de pillos: no importaba tanto la paz como desviar la atención de los nazis hacia los propios enemigos. El pacto de Múnich (29 de septiembre de 1938) había radiografiado la turbadora posición moral de las democracias europeas, entre el pragmatismo y la resignación, pero también convocado una práctica maquiavélica: impulsar el enfrentamiento entre la Alemania expansionista y una URSS que producía desasosiego entre los políticos del continente. Los rusos devolvieron la bofetada en cuanto les fue posible, y el pacto Ribbentrop–Molotov (23 de agosto de 1939) modificó radicalmente el escenario: la alianza nazi–soviética desplazaba de nuevo el interés de Hitler hacia Occidente. El hecho de que el acuerdo germano–soviético incluyera un anexo sobre el reparto de Polonia introducía sombras a un pacto que, en principio, resultaba lógico por parte de los rusos y acentuaba un discurso dominante en las cancillerías europeas: los intereses de los países estaban por encima de afinidades ideológicas y escrúpulos éticos.

Los efectos secundarios del pacto germano–soviético llegaron rápidamente a Francia, donde se impuso la caza del comunista, y también repercutió gravemente entre los españoles del exilio, algunos de los cuales fueron encarcelados, acusados de conspiración en favor de la Unión Soviética. Según Stein, «se hizo una incursión en las oficinas del SERE y su flota comercial fue requisada. Ce Soir, un periódico izquierdista parcialmente fundado por Juan Negrín, fue suprimido junto con L’Humanité». Incluso se amenazó con la clausura del SERE, una organización capital para los españoles extrañados, y la razón esgrimida fue que entre sus dirigentes había militantes comunistas. La represión también afectó a los brigadistas alemanes y austríacos en Francia. Pero la alianza entre Hitler y Stalin influyó de modo desigual entre los mandos y los militantes de base comunistas, aunque partían de una certeza: el acatamiento a las decisiones que provenían de la URSS. Domingo Malagón lo vio claro desde un principio y participó de la explicación liminar que se mantendrá durante años. Aunque reconoce que el pacto emponzoñó aún más las relaciones entre españoles, aclara que Stalin conocía la intención de Hitler de atacar la URSS y el acuerdo fue una oportunidad única de forzar la participación en la guerra de Francia y Gran Bretaña, que a su vez manejaban la posibilidad de que el conflicto se limitara a una partida entre nazis y soviéticos. «Tanto Churchill como Daladier pretendían desviar el enfrentamiento hacia el este para que se focalizara entre Alemania y Rusia. Una vez exhaustos ambos enemigos, el resto sería un auténtico paseo militar. De hecho, algo parecido ocurrió hasta la constitución del “segundo frente”, el 6 de junio de 1944, con el desembarco en Normandía por parte de los aliados. Los rusos se echaron sobre sus espaldas todo el peso de la guerra. Nadie como el heroico pueblo ruso pagó tan cara la victoria sobre Hitler: veinte millones de muertos dan fe de ello». El pacto acabó por tanto con las dilaciones de las «democracias perezosas» que, como se demostraría entre la declaración de guerra y el conflicto propiamente dicho, querían evitar a toda costa un choque armado. La tesis de obligar a Francia y Gran Bretaña a no eludir el enfrentamiento con Hitler era la posición oficial de los comunistas, y la que aún mantienen en la actualidad los supervivientes que no han renegado del partido. El poeta Louis Aragón defendió incluso que el pacto podía ser considerado «un instrumento de paz contra un agresivo Reich». Pero quien acertó a condensar en una frase la «metodología» comunista fue Pierre Bertaux: «El PC no guarda rencor, en él sólo hay tácticas»[14].

El hombre fuerte del comunismo español después de la guerra, Carrillo, tampoco encontró dificultades para sancionar el convenio entre alemanes y rusos, y no solamente por la confianza incondicional en Stalin. Una de las razones era que los republicanos habían sido vencidos en la guerra civil a causa del tratado de no intervención que tejieron esos países democráticos, ahora concernidos por el pacto entre alemanes y soviéticos. «Por culpa de tales potencias habíamos perdido la guerra. Para mí estaba claro que habían traicionado al movimiento antifascista. Entre los comunistas españoles, que yo recuerde, nadie tuvo crisis de conciencia, ni los intelectuales, ni los obreros. Entonces el planteamiento era así de nítido. Lo que influyó en nosotros fue la admiración hacia la Unión Soviética y el odio hacia esas potencias, aunque, más tarde, pudiéramos opinar de otra manera». El propio Carrillo lo completa más adelante, y recoge una explicación popular que decía así: «Estos cerdos tienen lo que se merecen. No puede uno confiar ni asociarse con ellos; nos traicionarían». Los dirigentes del comunismo español tenían respuestas para todo, subordinadas siempre a los dictados que venían de Moscú. Así, mientras duró el pacto entre alemanes y rusos, la guerra tenía un carácter imperialista. Después de la Operación Barbarroja, que implicó la invasión de la URSS, se convirtió en nacional. En la época de la alianza con los hitlerianos, De Gaulle y sus partidarios eran «belicistas peligrosos a sueldo de los ingleses»; después de la embestida alemana, el general francés se transformó en paladín del antifascismo. Un teoría para cada tiempo[15].

Las reuniones que se desarrollaron en el campo de Argelès antes de la invasión alemana de Rusia mostraron que cuadros intermedios del PCE estaban contra la política de inhibición del partido con respecto a los nazis. Veteranos comunistas españoles, como Azcárate, juzgaron retrospectivamente la alianza con mayor dureza: «El pacto Hitler–Stalin no fue sólo un acuerdo diplomático. Fue la señal de que la Unión Soviética y la Internacional Comunista renunciaban por completo a la lucha contra el fascismo. Había llegado la hora de la colaboración con Hitler, y de sacar el mejor partido posible de ella». Españoles filocomunistas y algunos emigrantes económicos de izquierda tampoco asumieron el pacto, como recuerda Pedro Galindo, quien advierte diferencias entre los comunistas franceses y españoles: «El PCUS había firmado con los alemanes para poder ganar tiempo. Nosotros seguimos en nuestra lucha y tuvimos enfrentamientos con los comunistas franceses porque aceptaban el pacto germano–soviético como un dogma. Tanto en la base como en los niveles medios dejamos de lado las directrices de Moscú. Yo era el secretario departamental del Gard, y el PCE quería seguir luchando por motivos diferentes de los franceses. Estos últimos estaban en sus casas, dormían en sus camas y comían en sus mesas, y los españoles estaban en los campos, en los montes o de esclavos de las industrias francesa y alemana». También algunos notables comunistas franceses se posicionaron contra el tratado. Georges Guingouin o Charles Tillon —hombres fundamentales en el PCF y la Resistencia— defendían que la liberación de Francia estaba por encima de consideraciones partidistas e impugnaban el acuerdo con los nazis. Pero ortodoxos, disidentes y renegados reconocen el esfuerzo supremo que a la postre realizaron los soviéticos contra los nazis. El historiador Eric Hobsbawm reforzó en 2003 la tesis de la centralidad soviética: «Quien salvó a Europa del nazismo fue el Ejército Rojo. Sin el sacrificio de millones de rusos, Europa no hubiera tenido solución. Si los norteamericanos vinieron a Europa fue precisamente por temor al “peligro rojo”». Los soviéticos permitieron además a los occidentales seguir con las manos limpias, manteniendo la imagen de ejemplares demócratas y ciudadanos compasivos. Lo ha recordado Marguerite Duras: «Sin Stalin, los nazis habrían asesinado a todos los judíos de Europa. Sin él habría sido necesario matar a los alemanes asesinos de judíos, hacerlo nosotros mismos, hacer de los alemanes, con los alemanes, lo que ellos, los alemanes, hicieron con los judíos»[16].

Pero los militantes de base no entendían de sutilidades tácticas, y el desconcierto se apoderó de una parte de los comunistas españoles en los campos franceses. Algunos testigos aluden a que hubo afiliados que rompieron su vinculación orgánica con el PCE, incluso aseguran haber visto militantes que se reunían para quemar ritualmente sus carnés; otros lamentaron amarga y públicamente la noticia. Muchos comunistas de a pie acataban el pacto pero no lo entendían: los nazis, decisivos en la derrota de la España republicana, se habían convertido de un día para otro en aliados de los soviéticos. Pero como al mismo tiempo estaban acostumbrados al vértigo de los cambios y a no pedir demasiadas explicaciones, lo arreglaban mediante la fe, expresada en una frase que hizo fortuna en la época: «Cuando Stalin lo ha hecho, sus razones tendrá»[17].

El pacto en los campos de internamiento

El compromiso nazi–soviético fue utilizado por los demás republicanos para abofetear en la cara de los comunistas españoles la decisión de sus homólogos soviéticos. Testigos de la época, como Julián Antonio Ramírez, mantienen que «allí se consumó la ruptura del Frente Popular Español». Aunque la expresión no pasa de licencia literaria, el pacto certificó un final de trayecto: se unía a las fracturas anteriores. La memoria de los protagonistas fija la importancia del pacto y confirma que influyó de manera negativa en las relaciones entre españoles, aunque, como reitera Arasanz, ya estaban comprometidas antes del mismo; en especial con el asunto Casado, factor de división entre los comunistas y el resto de los republicanos. Recuerda el guerrillero aragonés que, cuando el pacto germano–soviético, los miembros del PCE se vieron tratados de fascistas y nadie les escuchaba cuando querían explicar el porqué de ese convenio. Eulalio Ferrer insiste en las graves secuelas que se derivaron para la vida cotidiana: «Hay bofetadas. Dos comunistas desafiantes son cercados por miembros de la FAI que los pisotean salvajemente. Los chaqueteros, los que por serlo se hicieron comunistas en la guerra española, se incorporan a la manifestación antisoviética que va de un islote a otro. “¡Abajo los traidores!”. Es el grito que se repite de manera contagiosa». Continúa su relato: «La tensión creada por el pacto germano–soviético enfrenta a socialistas y comunistas. Los gendarmes observan las peleas con gusto. Vuelven el sectarismo y la intransigencia. La paz del campo de concentración ha quedado rota»[18].

El pacto entre rusos y alemanes fue aprovechado por las autoridades de los campos para que los propios españoles efectuaran un ajuste de cuentas político. Republicanos anticomunistas vieron llegada la ocasión para desembarazarse de la disciplinada infantería del PCE, y aceptaron el juego de la denuncia, fomentado por los responsables de los establecimientos represivos. Los refugiados más sensatos llamaron la atención sobre la inmoralidad de métodos de ese tipo para eliminar a los rivales políticos: «La delación no puede ser una respuesta al error o al fanatismo. Menos en un lugar como este. Stalin es un traidor, pero nosotros no podemos traicionarnos a nosotros mismos. Que a eso equivaldría la delación», escribe el repetido Ferrer. El militante comunista Julián Antonio Ramírez confirma que también en el campo de Gurs «las delaciones fueron numerosas». En el mismo establecimiento, según Vicuña, los partidos y sindicatos no comunistas nombraron una comisión para «entrevistarse con el comandante del campo y pedirle que todos los comunistas fueran encerrados en islotes separados». Los conflictos entre españoles también se trasladaron a los campos de internamiento africanos. En una memoria sobre Ramón Vías, importante guerrillero caído en la resistencia antifranquista, se alude a esos enfrentamientos: «Con motivo del pacto germano–soviético, algunos socialistas y anarquistas plantearon que no querían estar en las barracas con los comunistas. Algunos camaradas indignados querían resolver las cosas a palos, pero Vías aleccionó a los compañeros para que no cayeran en provocaciones y siguieran trabajando por la unidad». Buscó a socialistas y anarquistas, y discutió con ellos: «Hacéis el caldo gordo a la reacción que nos ha metido aquí». Otros testigos puntualizan las secuelas, como José Pámies Beltrán: «Tengo que decir que a nosotros los comunistas se nos acusaba de ser los cómplices de que se firmara ese pacto, lo que nosotros recibimos como una ofensa. Hubo muchas discusiones sobre este asunto pero nunca llegó la sangre al río, ni tampoco hubo puñetazos. Se gritó bastante, se discutió. Luego, las cosas se calmaron». Pluralidad de memorias, variedad de evocaciones. Pero tampoco conviene exagerar la condena de los republicanos no comunistas al pacto germano–soviético. Que lo aprovecharan para dirimir cuestiones internas, no excluía cierto regusto de que los altivos franceses sintieran la intimidación de la bota hitleriana. Después de las reiteradas humillaciones, aquello les parecía una buena lección. Muchos españoles no comprendían que la asechanza sobre Francia les concernía. Otros lo sabían y sin embargo no pudieron ocultar una cierta satisfacción. Había muchos rencores acumulados, un registro infinito de reproches[19].

El pacto germano–soviético también aportó su particular esperpento español, una vez que la Wehrmacht se instaló en suelo francés. Stalin reclamó a las autoridades nazis que excarcelaran al dirigente comunista Francisco Antón, internado en el campo de castigo de Le Vernet, y que le permitieran dirigirse a la URSS. Antón era miembro del Buró Político, el máximo órgano de poder comunista. Pero a la importancia política de Antón se anudaba otro motivo: era el amante de Pasionaria, exiliada en Moscú[20].

REPUBLICANOS EN EL EJÉRCITO FRANCÉS

Desde que atravesaron la frontera, los republicanos fueron simultáneamente invitados y coaccionados para engancharse en la Legión. Fermín Pujol lo recuerda así: «Me obligaron a alistare en la Legión extranjera en Marsella, si no, me entregaban a Franco, y me mandaron al Senegal». Julián Antonio Ramírez asegura que, cuando se produjo la declaración de guerra, una representación de los republicanos dialogó con las autoridades para ofrecer su colaboración militar. La respuesta de los franceses era invariable: la única manera de ayudar a Francia pasaba por apuntarse a la Legión. Los mandos no contemplaron siquiera la posibilidad de unidades independientes bajo bandera republicana formando parte del Ejército regular francés, como se autorizó a checos, polacos y noruegos. La diferencia con los centroeuropeos y nórdicos estaba en que el Gobierno de Francia mantenía relaciones con sus gobiernos en el exilio, mientras que en el caso español reconocía a Franco y no a las instituciones republicanas. El político republicano Antoni María Sbert ha descrito también un proyecto para organizar unidades autónomas de vascos y catalanes, que finalmente no cuajó. Un informe remitido por agentes secretos al servicio de Franco el 6 de septiembre de 1939 ya confirmaba que el Ejército francés no aceptaría tropas republicanas, ni siquiera jefes u oficiales, «pues es grande el deseo de no hacer nada que pudiera enturbiar lo más mínimo las buenas relaciones con España que tanto trabajo le han costado alcanzar»[21].

Tampoco ayudaba el hecho de que todos los «rojos españoles» fueran considerados comunistas, etiqueta que producía especial rechazo entre los mandos militares. Cuenta Stein que el general Maurice Gamelin giró una visita al campo de Gurs, y le pareció que no valía la pena contar con los españoles debido «a la deficiente condición física». Asegura, no obstante, que el factor decisivo para negarles el alistamiento estaba relacionado con el pacto germano–soviético. Pero no todos los franceses actuaron con miopía política, miedo o desprecio. Hubo algún que otro detalle de gran estilo. Como recoge Rafaneau–Boj, el teniente coronel Morel, agregado militar de la embajada francesa ante la República, escribió al ministro de Defensa: «Hace falta que el espíritu partisano haya trastocado todas las nociones de sentido común para que tratemos como sospechosos y sometamos a vejaciones a unos oficiales que cometieron el error de no rebelarse, de haber combatido a los italianos y a los alemanes y de haber sido vencidos». Incluso le parecía una suerte que, en los difíciles momentos que se avecinaban, los bravos soldados republicanos estuvieran en condiciones de prestar una valiosa ayuda a su país. Morel ni comprendía ni aceptaba que a los españoles se les asignara el papel de indeseables y, menos aún, su confinamiento entre alambradas. Tampoco entendía por qué el Ejército francés aceptaba musulmanes y rechazaba a los marxistas. No pensaban igual los altos mandos del clasista y decimonónico Ejército francés, empezando por su jefe de Estado Mayor, el repetido Gamelin. Ni los políticos. Pero unos y otros no mostraron mayores reparos a la hora de encuadrarlos en los cuerpos especiales. En función de ese discurso, reforzaron la presión sobre los españoles después de la declaración de guerra contra Alemania. Luis Reyes recoge el testimonio de Martín Bernal: «Sí, igualico que cuando llegué a Francia, que me cogieron los gendarmes, me esposaron y me metieron en la cárcel por indocumentado, y luego: “O firmas por cinco años en la Legión extranjera o te entregamos a Franco”. Je, je, les dije que por aquí, que yo firmaba sólo para lo que durase la guerra; pero iba en serio, me metieron en un autobús y a la frontera, y cuando me vi en ella, dije: “¡Yeh para!”, trae que firme lo que quieras»[22].

Los republicanos no estaban interesados en formar parte de la Legión extranjera. Era una unidad mercenaria a la que precedía su mala fama, y además sus integrantes estaban considerados como sujetos de conductas dudosas. La Legión «no correspondía a nuestros ideales», observa José Pámies Beltrán. Delincuentes, aventureros e inadaptados constituían la base del personal legionario. Pero hubo también exiliados que se alistaron voluntarios. «Para mí, —aclara Enrique Ballester Romero—, esta guerra representa la continuación de la de España; por ello, sin sentir atracción por la guerra, prefiero los riesgos del soldado en campaña, a la humillante condición de refugiado entre los alambres que nos rodean. Y, cuando la guerra acabe, si vivo, poder gritar a la faz del mundo que gané mi libertad con el fusil en la mano, a tener que agachar la cabeza si se me pregunta qué hice durante ella por permanecer inactivo». Los informes que llegaban al Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid refrendaban que, en el otoño de 1939, a los republicanos no les seducían ni la Legión ni las compañías de trabajadores, porque tanto en la unidad armada como en la llamada «defensa pasiva» estaban en lugares expuestos y sus vidas corrían peligro. Añaden que, como consecuencia de su estancia en los campos, la mayor parte de los españoles se encontraba desnutrida y físicamente incapacitada para la vida militar, lo que coincidía con la apreciación del general Gamelin. Tampoco el recibimiento y posterior trato incitaba a los españoles a involucrarse en la guerra declarada, según los informantes. Muchos pensaban que «era cosa de franceses»[23].

Los españoles que por uno u otro motivo se decidieron por las armas se enrolaron en dos tipos de unidades: la Legión extranjera y los Regimientos de Marcha de Voluntarios Extranjeros, tropas auxiliares todas ellas. Los legionarios firmaban por cinco años y los voluntarios, por el tiempo que durase la guerra. Pero esa diferencia no siempre fue así, y en ocasiones excepcionales eran los primeros quienes firmaban por la duración de la guerra. Tanto la disciplina como el régimen militar eran parecidos, y la mayor parte de los enganches se efectuó entre finales de 1939 y principios de 1940. Los legionarios tenían su cuartel general en Sidi–Bel–Abbès (Argelia), mientras que los españoles de los RMVE —los había de varias nacionalidades— fueron concentrados en el campo de internamiento de Barcarès. Los republicanos de la Legión en África fueron encuadrados en los regimientos 10.º, 11.º, 12.º, 13.º, 14.º y 15.º. Por lo que respecta a los RMVE, se formaron en Barcarès tres regimientos: 21.º, 22.º y 23.º; el último, en 1940, estaba compuesto sólo por españoles. Los refugiados que se alistaban en la Legión aseguran que lo hacían por España y no por Francia. Alfonso Cañete expone una idea compartida por la mayoría: «Cuando dijimos que estábamos dispuestos a luchar por Francia y a defenderla de las embestidas de la Alemania nazi, estábamos pensando en España. Todos teníamos ese sentimiento: defendiendo a Francia, defendíamos a nuestro país»[24].

Desde un punto de vista ideológico, llama la atención el elevado número de anarquistas —en teoría, los más alejados de un cuerpo como la Legión— en las tropas auxiliares francesas. Una explicación inicial fue que las autoridades amenazaron con la repatriación de manera particular a los miembros de la 26.ª División, la unidad libertaria (y durrutiana) por excelencia, que entró en Francia al mando de Ricardo Sanz. En los campos provisionales a donde fueron a parar los libertarios (La Tour de Carol, Bourg–Madame y Osseja) se produjo una mayor presión para obligarlos a incorporarse a la Legión. Los republicanos conservadores aportaron el segundo grupo más numeroso, y también se rastrea la presencia de socialistas. El PCE fue el único que prohibió de manera expresa la incorporación de sus militantes a los cuerpos expedicionarios, especialmente la Legión. Pretendía que los españoles reivindicaran su condición de exiliados, y sólo aceptaba que sus afiliados se inscribieran en el Ejército regular bajo dos exigencias: que lo hicieran de manera libre y en los mismos términos que los civiles franceses. De todos modos, algún que otro comunista se apuntó a los cuerpos mercenarios. Según Agudo, ello se debió a que Poveda, encargado del asunto, no aplicó a rajatabla las consignas del partido en los campos. Los jóvenes comunistas combatieron con más tesón el enrolamiento legionario y lanzaron la consigna: «Ni a España ni a la Legión. Queremos un trabajo digno». La incorporación a las unidades mercenarias privaba de su nacionalidad a quienes se alistaban, y los revertía en apátridas. Pero el alistamiento también encerraba aspectos positivos. Además de eliminar el miedo a la repatriación, una contingencia siempre presente, reportaba beneficios adicionales: dinero, por ejemplo. El sueldo en los tres primeros meses, fase de entrenamiento, era de 24 francos quincenales y recibían asimismo una prima de enganche de 500 francos. Luego, la paga regular: 10 francos al día para las familias y dos para los legionarios. Pero el mayor atractivo era la prometida liberación de las familias si estaban internadas en refugios o campos —que incluía el pago del alquiler de la vivienda—, o incluso la nacionalidad francesa. Pero también fueron promesas incumplidas en parte[25].

Los mandos de los cuerpos mercenarios procedían en general de la reserva, y los testimonios de los republicanos coinciden en su condición de incompetentes y venales, amén de reaccionarios incorregibles. Los oficiales franceses tampoco veían con buenos ojos a los españoles, tachados de comunistas aunque el número de los mismos fuera irrisorio. Un miembro de la Legión, Serapio Iniesta, apunta un dato curioso: entre los exiliados sólo ascendían a suboficiales quienes habían sido soldados rasos durante la guerra civil. Los antiguos jefes, ajenos al espíritu legionario y fáciles en las protestas de aquellas órdenes que les parecían absurdas, no estaban bien vistos por la oficialidad. Aunque los grados del Ejército republicano —tanto milicianos como profesionales— fueron ignorados en la Legión y los RMVE, hubo una conocida excepción. Miguel Buiza, que había sido jefe de la flota republicana, fue ascendido a capitán y llegó a mandar la Compañía Extranjera de los Cuerpos Francos. Participó con su unidad en las campañas de África e Italia, con mérito y recompensas. A pesar de las críticas por su actitud en Cartagena, cuando abandonó España con la escuadra republicana contraviniendo las órdenes de Negrín, Antonio Vilanova lo consideraba «un técnico naval de gran capacidad y valor, hombre bueno, sereno; una figura extraordinaria». Después de la guerra fletó barcos, al servicio del sionismo, para que los judíos se trasladaran a Palestina. Murió en 1963, en un asilo: abandonado. En agosto de 1944 recibió un homenaje extraordinario; uno de los half–tracks que llegó a París llevaba su nombre. Insiste Serapio Iniesta en que, pese a todo, las relaciones entre españoles en los ejércitos mercenarios fueron óptimas. Era lógico. A las afinidades ideológicas y al paisanaje, se unía el hecho de que la asignatura más difícil en el desierto africano —escenario habitual de sus combates— se llamaba supervivencia, y era una materia de la que se examinaban cada día. El tiempo y sobre todo la guerra modificaron radicalmente la opinión de los militares franceses sobre Buiza y los «rojos españoles». En un tipo de unidades donde señoreaban el individualismo, la violencia y la ausencia de principios, los republicanos trataron de imponer conceptos como lealtad o solidaridad. Y una disposición ejemplar a la hora de enfrentarse a los alemanes[26].

El enganche de los refugiados españoles llevó la preocupación a los franquistas. Una memoria del cónsul de Pau al embajador en París registra que en las tres últimas semanas de octubre de 1939, y sólo en el campo de Gurs, se habían alistado 1200 españoles en los RMVE. Datos confirmados parcialmente por Laharie, quien escribe que, entre el 1 de septiembre de 1939 y el 30 de abril del año siguiente, se enrolaron 1410 republicanos internados en Gurs. El diplomático se lamenta de que el número fuera tan elevado. Otro memorándum al Ministerio de Asuntos Exteriores revela un episodio curioso: las mujeres francesas incitaban a los jóvenes españoles a incorporarse a la Legión. Utilizaban como argumento el hecho de que habían sido acogidos por Francia y que debían corresponder a esa hospitalidad. Aunque algunos testigos estiman en 20 000 los españoles que participaron en la Legión y los RMVE, en la actualidad se considera que el número de republicanos en los cuerpos mercenarios se movió en torno a los 6000 hombres, aumentados por otros autores hasta los 8000. Pese a todo, la proporción de españoles en los cuerpos mercenarios resultaba significativa; según Dreyfus–Armand, de los 6770 voluntarios extranjeros de los RMVE 2709 eran españoles[27].

ENTRE LAS NIEVES Y EL DESIERTO: NARVIK Y ÁFRICA

Los alemanes iniciaron el 9 de abril de 1940 la ocupación de Dinamarca y Noruega, donde los mínimos ejércitos escandinavos resistían el acoso de los cuerpos de élite nazis. La ocupación de los dos países nórdicos tenía una especial relevancia, por cuanto despejaban para Alemania la ruta del hierro sueco y también procuraba bases a la Wehrmacht para amenazar directamente territorio británico. Como vimos, unos miles de republicanos se habían alistado en la Legión extranjera y en los Regimientos de Marcha, y fueron algunos de esos españoles quienes se estrenaron en la guerra contra Hitler. Los fiordos noruegos se convirtieron en el escenario de esa acción.

La importancia estratégica de la región obligó a británicos y franceses a desplazar una fuerza expedicionaria, dos divisiones, con el objetivo de conquistar la ciudad de Narvik y su fiordo. Entre las unidades de la 1.ª División Ligera del Ejército francés —integrada por 3600 hombres— destacaban la 13.ª semibrigada de la Legión extranjera (13ème demi–brigade de la Légion Etrangère), que encuadraba a 500 o 600 españoles, y el 11.º Batallón de Marcha de Ultramar del comandante Noker, donde también había republicanos; unos 600 o 700 exiliados en total. Especial relevancia para, los españoles tuvo la 13.ª DBLE, que desplegó una especie de ubicuidad en la Segunda Guerra Mundial. Constituida en marzo de 1940, era un regimiento con dos batallones y una sección motorizada. El primer batallón se formó en Fez, Marruecos, y el segundo en Sidi–Bel–Abbès, sede oficial de la Legión en Argelia. Como expone un experto en historia militar, Luis Reyes, la 13.ª DBLE combatió en tres continentes (Europa, África y Asia), participó en siete campañas (Noruega, Gabón, Eritrea, Siria, África del Norte, Italia y Francia–Alemania) y estuvo vinculada a tres ejércitos (Vichy, Fuerzas Francesas Libres y ejércitos anglo–americanos). Dirigía esta unidad el teniente coronel Magrin–Vernerey, quien luego adoptó el nombre de Mondar. La 1.ª División Ligera, y en especial el cuerpo legionario, desempeñó en Noruega un destacado papel. El general que la mandaba, A. Bethouart, visitó España el 12 de enero de 1967 e injurió el nombre de los republicanos que habían combatido a sus órdenes. Depositó una corona en el Valle de los Caídos y nombró Combatiente Europeo «en honor de los soldados españoles muertos durante la guerra civil» al abad de la basílica[28].

La fuerza expedicionaria franco–británica tenía como destinos Narvik y Trondheim, adonde llegaron el 5 de mayo. La misión entrañaba importantes dificultades orográficas y climáticas: montañas de hielo, acantilados, temperaturas extremas… Y las tropas de élite alemanas. Los españoles encabezaron los primeros asaltos a Narvik el 12 de mayo, y una de sus acciones más relevantes fue la conquista de la cota 220, en la que 14 de ellos pelearon junto con 25 legionarios de varias nacionalidades. Fueron tres republicanos quienes silenciaron la última ametralladora instalada en la cota; dos de ellos perdieron la vida y el tercero, Gayoso, tomó la posición. La conquista de esa cota, así como la toma del puerto de Bjerkvik, franqueó el paso hacia Narvik, cuyo ataque definitivo se precipitó el 28 de mayo por la noche. La batalla pasó por diferentes vicisitudes, entre ofensivas legionarias y contraataques alemanes. La toma de la cota 457 permitió a los franco–británicos adueñarse de la ciudad portuaria. Los expedicionarios continuaron sus escaramuzas contra los nazis, pero el 7 de junio, cuando ya estaba a la vista la frontera sueca, recibieron la orden de regresar a Francia, que necesitaba de esas tropas ante el avance alemán en el continente. La marcha de franceses e ingleses inclinó inexorablemente la balanza: el 10 de junio capitulaban las huestes noruegas. Pero lo más grave, y sorprendente, fue que unos días después lo hacía el propio Ejército francés. Los republicanos del 11.º Batallón de Marcha de Ultramar, que habían firmado por la duración de la guerra, fueron desmovilizados y adscritos a las compañías de trabajadores o devueltos a los campos de internamiento. No así los legionarios de la 13.ª DBLE, que se habían comprometido por cinco años.

Algunos testigos e historiadores exageran la presencia de los españoles en Narvik. O la menguan sin motivos aparentes. Francisco Sixto Úbeda, participante en la expedición noruega, apunta que el «ochenta por ciento» de las fuerzas expedicionarias eran españolas y también asegura que cayeron unos 500; otros hablan de 800 fallecidos. Antonio Soriano rebaja el número de muertos españoles a 250, y Marie–Claude Rafaneau–Boj estima en 70 las bajas republicanas sólo en Narvik. Javier Rubio elimina toda épica a la expedición. Escribe que eran apenas 4000 alemanes contra 20 000 franco–británicos, que dominaban además el mar; refleja que en el cementerio de la localidad figuran los nombres de 16 españoles identificados y conjetura que murieron algunos más pero lejos de los cálculos anteriores. Las pérdidas del episodio nórdico se estiman en 900 muertos y numerosos heridos para el total de la empresa[29].

La expedición noruega testimonia, por enésima vez, el maltrato dado por la historiografía francesa a la participación de los españoles en la guerra contra Hitler. «De entre la avalancha de artículos que, de abril a junio, cubren Francia entera, ni uno solo hace mención de estos combatientes», observa Rafaneau–Boj. Un monumento en el cementerio de Narvik lleva la siguiente leyenda: «Francia, a sus hijos y hermanos de armas que cayeron gloriosamente en Noruega… Narvik, 1940». Ni una sola referencia a los soldados españoles, que formaban uno de los grupos nacionales más numerosos entre los combatientes. De manera retrospectiva. George Blond, en su obra consagrada a la Legión, los describió del siguiente modo: «Herederos de las virtudes militares de su raza, estos rojos, o ex rojos, luchan ahora como leones en las montañas nevadas de Noruega». Continúa Blond: «Disciplinados, aguerridos, aceptando el duro régimen de Bel–Abbès y unidos por una solidaridad excepcional». Pues bien, esos hombres valerosos fueron ninguneados por los oficiales franceses. Para los jefes del Estado Mayor —que, según Julián García Villapadierna, parecían más rentistas que militares profesionales—, los republicanos eran todos «rojos e indeseables» y como tales no merecían formar parte del Ejército francés. De hecho, estuvieron en contra de su participación en Noruega[30].

Los integrantes de la 13.ª DBLE volvieron a Francia después de Narvik, pero en el puerto de Brest fueron reembarcados para Inglaterra: la partida ya se había jugado y los alemanes dominaban el país. Los 1619 soldados fueron instalados el 21 de junio en Trentham Park, en el condado de Surrey. El 24 de junio se produjo una revuelta de 300 mercenarios y fue precisa la intervención del Ejército británico para sofocarla; algunos desertaron. Los legionarios fueron visitados el 29 de junio por el general Charles de Gaulle, quien los invitó a participar en su proyecto de la nueva Francia. «Su parlamento obtuvo un éxito bastante moderado. Un escaso número de legionarios españoles acaso se sintieron aludidos por la patética llamada, pero la inmensa mayoría permaneció indiferente, y cerca de un millar de españoles volvieron la espalda a las implorantes lisonjas de la Francia libre», asegura un testigo, Serapio Iniesta. Los republicanos se dividieron ante la oferta del general, y mientras unos lo siguieron —entre 150 y 300— otros, cansados de la guerra, decidieron retornar a la sede de la Legión, en el Magreb. Una minoría se incorporó a unidades británicas. También una serie de jefes y oficiales franceses se pusieron desde entonces al lado del general De Gaulle, y alcanzarán renombre en las posteriores campañas militares: el general Bethouart, el coronel Mondar y sobre todo su ayudante, el capitán Koenig. Entre los jefes militares que no participaron en Narvik, sólo dos generales apoyaron a De Gaulle desde el principio, Legentilhomme en Djibouti y Catroux en Indochina, y un coronel, Larminat, en Siria[31].

La expedición africana

El 31 de agosto de 1940, un contingente de 900 soldados de la Francia libre, incluidos los españoles, partió de Liverpool con destino a Dakar, donde fue rechazado por Pierre Boisson, el gobernador «pétainista» del África Occidental francesa. Aunque la avanzada gaullista fracasó ante esa colonia, consiguió asentarse en Camerún gracias al gobernador Eboué; otros dos territorios se definieron en favor de De Gaulle: Chad y el Congo francés. También se produjo un hecho relevante. En el pequeño Ejército empezó a destacar quien con el tiempo se convertiría en personaje fundamental de las fuerzas armadas de la Francia libre, Philippe Marie d’Hauteclocque, el luego celebrado general Philippe Leclerc. Había sido enviado por De Gaulle desde Londres, y después fue nombrado gobernador de Camerún y ascendido a coronel. No obstante, abandonó los cargos administrativos para dedicarse por completo a la guerra. Un expedicionario de Noruega, Koenig, se apoderaba mientras tanto de Libreville, capital de Gabón. Y el general Larminat, nombrado alto comisario del África Ecuatorial, fue mandado en dirección al mar Rojo, para asociarse a los británicos que pretendían expulsar a los italianos de Etiopía. En Brazzaville, capital del África Ecuatorial francesa, 50 legionarios españoles que habían desertado de las unidades vichystas acantonadas en Senegal, se asociaron al Ejército de la Francia libre, que seguía creciendo: de los 7000 hombres que seguían a De Gaulle a finales de 1940, un millar eran españoles. También se ampliaban las conquistas, y el coronel Leclerc alcanzaba Largeau, en Chad. Posteriormente se concentró en el asalto a Kufra, en el desierto libio, donde había un fuerte italiano considerado fundamental para el dominio de la Cirenaica. El 2 de marzo de 1941 aconteció la rendición de Kufra, y el botín incluyó 332 prisioneros. Kufra se convirtió en símbolo para las tropas expedicionarias en África. Después de la batalla, Leclerc pronunció una frase para la historia, el llamado «juramento de Kufra»: «No nos detendremos hasta que la bandera francesa ondee también sobre Metz y Estrasburgo».

Los mercenarios españoles al servicio de Vichy combatieron, por su parte, en Oriente Medio. Llegaron a Beirut en abril de 1940 y se integraron en el 61.º Regimiento de la Legión extranjera que mandaba el coronel Barré. Después fueron llevados a Baalbeck, dond coincidieron con otros legionarios que venían de África del Norte y estaban alistados en los regimientos 10.º, 13.º, 14.º y 15.º. Un año más tarde se reunieron los restos del 11.º y 12.º, encuadrados en la 13.ª DBLE, que había recorrido los frentes de Noruega, Chad, Etiopía y Egipto. Los cambios de unidades e incluso de bando se producían sin descanso. En Siria y Palestina combatieron por ejemplo españoles alistados en la Legión controlada por Vichy frente a otros incorporados en unidades de la Francia libre, que apoyaban al Ejército británico en su defensa de los accesos al canal de Suez. Algunos de los republicanos que se mantenían en los cuerpos mercenarios afines al mariscal Pétain lo hacían por su rechazo a las compañía de trabajadores y, en algún caso, porque esperaban la primera oportunidad para desertar de los ejércitos colaboracionistas y unirse a las huestes que obedecían a Charles de Gaulle; en el primer combate reseñable, Homs, se pasaron todos cuantos pudieron. Y encuadrados en la Francia Combatiente del general Legentilhomme participaron luego en la invasión de Siria y Líbano. En estas batallas entre franceses perdieron la vida numerosos españoles de los dos bandos. El 21 de junio de 1941, los gaullistas conquistaban Damasco y concluía la campaña de levante. Posteriormente, reformadas y reubicadas una vez más, estas tropas fueron conducidas hacia la guerra en África del Norte, donde se producirán de nuevo intercambios entre hombres y unidades. Por lo que se refiere a los republicanos, la permuta más importante se efectuó cuando fueron disueltos los Cuerpos Francos de África —activos entre diciembre de 1942 y mayo de 1943— y la mayor parte de los españoles se apuntó a la División Leclerc. El hecho de que terminaran muchos en el Tercer Batallón de Chad se debió a la labor proselitista del libertario Miguel Campos y también a que su jefe fuera el comandante Joseph Putz, brigadista en España[32].

El embajador español en Vichy, Lequerica, observaba con especial interés el enfrentamiento entre los ejércitos que seguían a De Gaulle y quienes se mantenían fieles a Pétain. En un despacho titulado «La guerra de Siria», el diplomático se felicita porque sospecha que el conflicto acabará «con la pretensión y vanidad francesas de mantener en solitario, sin ayuda alemana, las colonias cuando no existe una poderosa metrópoli». Conviene no perder de vista que las autoridades francesas rechazaron el propósito nazi de ocupar sus colonias africanas y asiáticas: soñaban los colaboracionistas que esos territorios eran como el corazón libre de Francia, su más preciado tesoro. Apunta el embajador que los problemas de Siria podían extenderse a Marruecos, y alertaba a España: podría beneficiarse de una hipotética desintegración del imperio colonial francés. «En este doble juego Francia se expone a perderlo todo. Como español no necesito decir a V. E. con qué interés redoblado es preciso seguirlo de cerca pensando en la hora providencial de reparar las debilidades de la España del siglo XIX y primer cuarto del XX en nuestro espacio vital africano». Un lenguaje a la altura de las circunstancias[33].

LA DERROTA DE LOS FRANCESES

El 1 de septiembre de 1939 los alemanes invadieron Polonia. Franceses e ingleses comprobaron de nuevo que el Pacto de Múnich había sido una humillación sin recompensa, y «muniqués» derivó en sinónimo de cobarde. El ataque ponía a los franco–británicos ante una disyuntiva: la lucha o el vasallaje. El 3 de septiembre se produjo una declaración oficial de guerra —no sin ciertas dificultades— que tuvo un correlato sorprendente: ningún país desplegó movimiento alguno; pasarían nueve meses hasta que los dos bloques europeos entraran en combate. La prensa francesa bautizó ese tiempo de espera como la drôle de guerre. La «guerra tonta». La «guerra rara». Una etapa en que una Francia pasmada y con flojera, sin músculo patriótico, se encomendó al milagro. A la espera de otro Múnich. Azcárate lo ha definido como un tiempo de «optimismo bobalicón».

El conflicto europeo concernía de manera directa a los republicanos. La movilización de los reservistas franceses exigía de una numerosa mano de obra capaz de suplirla, y la mayor parte de los refugiados españoles acabó, como vimos, en las Compañías de Trabajadores Extranjeros; empleados voluntariamente o por la fuerza en las fortificaciones fronterizas. La declaración de guerra también obligó a los mandos militares a impulsar el reclutamiento de los republicanos en los cuerpos mercenarios. A diferencia de muchos franceses, que chapoteaban en una cloaca moral, los españoles reconocían al enemigo, al que habían combatido desde 1936. Pero no esperaban la fragilidad del Ejército francés, anticuado e ineficaz, dirigido por un Estado Mayor anacrónico. Iniciadas las hostilidades en mayo de 1940, las operaciones discurrieron rápidas, al igual que los cambios en el Gobierno. «Los franceses se sabían muy bien la teoría, aunque en cuanto asomaron los tanques alemanes echaron a correr», declara Luis Royo Ibáñez; una observación repetida. El presidente del Consejo, Paul Reynaud, reemplazó a Gamelin por el general Máxime Weygand. También llevó al mariscal Pétain, embajador en Madrid, a la vicepresidencia del Consejo y a De Gaulle, a la subsecretaría de Defensa.

La marea nazi se extendía incontenible hacia París. El 15 de mayo se rindieron los Países Bajos, y Bélgica siguió ejemplo el día 28. En la patria de Descartes y Montaigne, las rogativas en las iglesias parecían la única manera de frenar a la Wehrmacht, y los franceses del norte, civiles y militares, comenzaron una loca carrera hacia el Mediodía, que imaginaban como territorio de salvación. Carreteras y caminos se mudaron otra vez en revoltijo de cuerpos y miedos, camiones y bicicletas, animales y bártulos; hasta que lo abandonaban todo porque se trataba de correr lo más deprisa posible. «La situación era terrible. Los aviones nazis, dueños del espacio, ametrallaban de manera salvaje a todos aquellos fugitivos indefensos que nada tenían que ver con la guerra. Mujeres, ancianos y niños temblando de miedo, eran los terribles enemigos que estaban logrando aniquilar aquellos “valientes” aviadores alemanes», recuerda Lope Massaguer[34]. Para los republicanos, era una repetición de lo ocurrido en febrero de 1939, y no pudieron por menos que recordar una vez más el menoscabo con que fueron recibidos. Pero no parecía el tiempo adecuado de exhibir agravios sino para la compasión: y seguir corriendo. La mítica e «infranqueable» línea Maginot, que representaba la gran esperanza de los franceses y también del mundo libre, quedó inutilizada el 17 de mayo. Cuando el 14 de junio de 1940 cayó París, dos millones de personas de todas las edades y condición social erraban extraviadas y despavoridas por los caminos de Francia: habían pasado sólo 35 días desde la arremetida a través de los Países Bajos. Los generales Von Studnitz, jefe del Ejército de ocupación, y Von Briese, gobernador militar, se aposentaron en París. La caída de París, una de las capitales del mundo intelectual, llenó de inquietud las mentes más preclaras. Un europeo ejemplar, Stefan Zweig, ante el espectáculo de las cruces gamadas y las paradas militares en París, dejó escrito: «Creo que ninguna desgracia personal me ha afectado, conmocionado y desesperado tanto como la humillación de esta ciudad que, como ninguna otra, había sido agraciada con el don de hacer feliz a todo aquel que se acercara a ella»[35].

En la línea Maginot trabajaban miles de españoles cuando aconteció la embestida nazi, y que soportaron por tanto el primer impacto de la Wehrmacht. Algunas compañías de trabajadores fueron incluso obligadas a combatir en condiciones deplorables, mientras cubrían la retirada de las unidades francesas reconvertidas en soldadesca. Pero a los republicanos también les jugaron malas pasadas sus arrebatos testiculares, empeñados en demostrar que eran más valientes. Las bajas fueron muy importantes, sobre todo teniendo en cuenta que, aunque militarizados, afectaron a elementos civiles. Las explicaciones de los supervivientes tienden a unificar las causas. Aluden a la ineptitud y la galbana de los oficiales franceses que mandaban las compañías. En vez de tutelar un repliegue ordenado y preservar la condición civil de sus hombres en el caso de caer prisioneros, la mayor parte de esos oficiales aprovechó la primera oportunidad para huir. Massaguer constata la paradoja de una libertad condicionada por las circunstancias: «La oscuridad nos impidió saber en qué momento desaparecieron los gendarmes. Lo cierto es que al amanecer pudimos comprobar que estábamos solos y éramos libres. ¡Libres! ¡Qué hermosa sensación!, pero ¿por cuánto tiempo?, ¿hacía dónde dirigirnos? Habíamos soñado muchas veces con escapar de nuestros carceleros, y una vez conseguida la realización de ese sueño, nos sentíamos perdidos». Los actos de heroísmo abundaron. «Muchos españoles prefirieron morir matando antes que caer en manos de los alemanes. Actos de bravura aislados y gestos de grupos que fueron resistiendo mientras quedó uno con vida, suicidándose aquel que se encontró ya impotente para seguir luchando. Otros, con más apego a la existencia o con más confianza, decidimos entregarnos sin condiciones a los alemanes», recuerda Antonio Soler. No todos los españoles estaban por la resistencia contra la Wehrmacht, ni siquiera en el recuerdo. «Con las armas abandonadas por el ejército francés en derrota, se hizo frente al ejército alemán, con mucho heroísmo, pero desgraciadamente en forma totalmente estéril y lo que fue aún más grave profundizando la enemistad hacia Alemania que demostrábamos con nuestra insensatez», escribe Francisco Fernández Urraca. Como observó Roland Barthes, «nada hay más irritante que un heroísmo sin objeto»[36].

El episodio de Tourcoing, en la frontera belga, refleja la posición de una parte de los exiliados. Los miembros de una compañía de trabajadores que habían estado fortificando en la frontera franco–belga fueron dejados a su suerte, y los cien supervivientes consiguieron resguardarse en un castillo. Bajo la dirección de un estudiante de Medicina, capitán miliciano durante la guerra civil, se dispusieron a hacer frente a los nazis. Organizada la defensa con el armamento que encontraron en el recinto, gracias a un suboficial francés al que habían abandonado herido sus propios compañeros, «uno de los españoles de pronto se desnudó y desenrolló una gran bandera republicana que llevaba en torno a su cuerpo desde la retirada en España. La enseña fue de inmediato fijada en un asta y colgada en el balcón». Los republicanos resistieron hasta que se les acabaron las municiones, y entonces los alemanes penetraron en el recinto y arrestaron a los supervivientes. En el combate perecieron setenta hombres. Vilanova relata con aliento épico el suceso, y dedica un párrafo de amor a la divisa tricolor: «El viento ondeaba la bandera y los proyectiles le hicieron multitud de agujeros pero seguía ondeando desgarrada y magnífica»; y añade: «fue el último combate que libró el ejército republicano español». En el departamento de Meurthe–et–Moselle, un grupo de mineros españoles llevó a cabo un intento desesperado de resistencia: la mayoría terminó en los campos de exterminio nazis[37].

Una de las pocas actuaciones que mereció a la historia militar el calificativo de heroica la efectuó el 11.º Regimiento Extranjero de Infantería, una unidad con elevada proporción de españoles perteneciente al 2.º Ejército Francés de Lorena. Durante tres semanas aguantaron el tipo en el bosque de Inor, combatiendo con bravura en medio del desbarajuste, y rompieron el cerco alemán en Saint–Germain–sur–Meuse, cuando el armisticio ya estaba en marcha. La mitad de sus integrantes sucumbieron en la lucha. También resultan reveladoras las últimas palabras —«aplastados por los tanques»— que aparecen en el diario de operaciones del 22.º RMVE, integrado por numerosos republicanos. Otros combates importantes con participación de los refugiados españoles acontecieron en Alsacia, Somme y las Ardenas. Según Stein, unos 20 000 españoles se encontraban en el norte de Francia y la frontera belga, 8000 o 9000 alcanzaron Dunkerque y de ellos sólo unos 1000 o 2000 arribaron a Gran Bretaña. Apunta que unos 14 000 españoles fueron hechos prisioneros y otros 6000 murieron en la batalla de Francia. Una cifra parecida —5000 muertos— aporta Dreyfus–Armand, contando las bajas de las CTE y de los cuerpos mercenarios. Los supervivientes todavía recuerdan con horror (y humor) que llevaban fusiles de la guerra del 14, técnicamente antediluvianos, para hacer frente a las armas automáticas de los nazis[38].

El último acto de la guerra para los republicanos se vivió en Dunkerque, donde discurrió la maniobra aliada de reembarco que libró de la muerte a 330 000 soldados británicos y franceses. La operación, iniciada el 26 de mayo y finalizada el 4 de junio, resultó desastrosa para los españoles, tratados como apátridas cuando lo que más contaba era la pertenencia a un país. Hasta el 31 de mayo sólo reembarcaron los ingleses, y a partir de ese día lo hicieron los franceses. Como el embarque se realizaba por compañías, y los españoles no pertenecían a ninguna unidad militar, se les impidió subir a los barcos. En palabras de Massaguer: «Teníamos noticias de que las tropas británicas estaban preparando embarcaciones para regresar a su país y tratamos de confundirnos con ellas para escapar. Su trato fue cortés en todo momento, pero nos rechazaron. Con su rechazo, los ingleses nos condenaban a un terrible destino». Juan López López «Sevillano» refiere que los ingleses los remitieron a los franceses y estos les aconsejaron que buscaran su unidad. «La cosa aquella era para desternillarse. Vi el momento en que tendríamos que echar una instancia con una póliza de a peseta para que nos hicieran caso», repara «Sevillano». Decidieron actuar por su cuenta y construir una balsa, mientras la Luftwaffe bombardeaba todo lo que se movía. Con el puerto ardiendo, enfilaron el mar hacia Inglaterra. La llegada a Gran Bretaña de unos 2000 españoles de los 8000 que estaban en Dunkerque —la mayoría, en medios de fortuna— no terminó con las sorpresas y desilusiones. Una parte de los recién llegados fue encarcelada y otra, conducida de nuevo a Francia; el resto se alistó en el Ejército británico y acabó participando en la batalla de Creta. Uno de los médicos más destacados en Dunkerque fue el catalán Josep Trueta, instalado en Londres al servicio de las autoridades sanitarias británicas[39].

El Gobierno francés abandonó París el 10 de junio y se instaló en Burdeos. Ese mismo día, Mussolini, comportándose como un carroñero, declaró la guerra a Francia y el Ejército italiano atravesó la frontera: seis divisiones francesas se bastaron para detener el avance de 36 divisiones del Ejército italiano, el hazmerreír de la milicia europea. Pero el generalísimo Weygand estaba presto para la paz a cualquier precio: Pétain se lo reconocería nombrándole ministro de la Defensa Nacional cuando el país había perdido el Ejército y la soberanía. El 16 de junio dimitió Paul Reynaud, y al día siguiente el presidente Albert Lebrun puso al frente del Consejo al repetido Pétain, cuyo único objetivo era el armisticio. La elección del mariscal causó alivio entre una población atravesada de resignación, que buscaba la paz a toda costa. En esa atmósfera de pánico, molestaba incluso el heroísmo de algunas unidades. Robert O. Paxton narra una acción significativa: «En Vierzon, ante el río Cher, el populacho dio muerte a un oficial tanquista francés que deseaba defender los puentes». Los partidarios de Pétain —«doy mi persona a Francia para atenuar esta desgracia»— aumentaban exponencialmente, mientras que Charles de Gaulle y sus adeptos, partidarios de la resistencia, eran desautorizados por ciudadanos y militares. Reynaud y De Gaulle estaban por la rendición en la metrópoli al mismo tiempo que se trasladaba el Gobierno a Argel para seguir resistiendo. Pétain y Weygand, por el armisticio. La primera opción comportaba sacrificios que nadie estaba dispuesto a asumir: una ocupación alemana en toda regla y las secuelas derivadas de una lucha prolongada. Pétain se hizo al final con la administración de una Francia demediada, y se dirigió a los franceses para comunicarles, entre frases retóricas, que el único camino era la rendición: «Con el corazón apesadumbrado, os digo hoy que es necesario poner fin a la lucha». El Ejército francés había tenido 290 000 muertos y 1 200 000 prisioneros.

Una paz deshonrosa

El embajador español, el ubicuo José Félix de Lequerica, se convirtió en mediador entre el mariscal y los alemanes, y el armisticio se rubricó el 22 de junio. Lo hicieron en un vagón de tren estacionado en Rethondes, cerca de Compiègne, el mismo lugar donde los alemanes habían aceptado años antes su derrota en la Gran Guerra: además de la aniquilación material, los franceses asumían otra humillación simbólica. Francia se dividía en dos territorios diferenciados. Una llamada línea de Demarcación separaba a partir de entonces la Francia alemana de la colaboracionista, aunque la soberanía de esta última era pura entelequia. Las joyas de la ocupación alemana eran el dominio absoluto de la costa atlántica y París. Alsacia y Lorena se incorporaban al Reich, y la región de Lille quedaba bajo el control de un gobierno militar residenciado en Bruselas. De poniente a levante, la línea de Demarcación empezaba en Arnéguy (Bajos Pirineos), en los límites con España, y trazaba una L invertida hasta alcanzar el departamento de Alta Saboya, en las fronteras suiza e italiana. La línea discurría al sur de las ciudades de Saint–Jean–de–Port, Orthez, Mont de Marsan, Langon, Angulema, Poitiers, Tours, Bourges, Nevers, Moulins, Le Creusot y finalmente Gex. Vichy, en el departamento de Allier, era la nueva capital de los franceses.

El armisticio no había sido una conspiración de grupos minoritarios de reaccionarios y fascistas, sino el deseo imperativo de casi todo un pueblo. El 18 de junio de 1940, a la seis de la tarde, Charles de Gaulle lanzó su llamamiento desde la BBC en Londres, que terminaba con un deseo: «Ocurra lo que ocurra, la llama de la resistencia francesa no debe apagarse y no se apagará». El día anterior había fundado el Comité Nacional de la Francia Libre, pero el nacimiento oficial de la Francia de las libertades se registró el 7 de agosto de 1940, con la firma de los acuerdos Churchill–De Gaulle. Para los franceses partidarios de la resistencia a ultranza, De Gaulle representaba la soberanía del país, hollada por la actitud claudicante de políticos, parlamentarios y militares. Pero su llamada apenas encontró eco en Francia; los franceses acataron todas las imposiciones alemanas, hasta laminar una de las tradiciones más luminosas de su historia: la de país de asilo por excelencia. La entrega a Hitler de los exiliados antifascistas alemanes y austríacos constituyó una ignominia y el punto álgido del entreguismo. Como lo fue la firma de otro armisticio con los italianos y su Ejército de opereta. Santiago Blanco captó el momento con precisión: «Era demasiado para unos gobiernos sometidos al invasor que trataban de justificar con expresiones de un patriotismo barato, de mercado de verduras, la infamia de su ausencia total de dignidad». La condición pusilánime y acomodada de los franceses la encarnó uno de sus maestros pensadores, André Gide, para quien la débil resistencia del Ejército frente a los nazis había sido un «acto gratuito». Hubo excepciones. El escritor católico Georges Bernanos, autoexiliado en Brasil desde 1938 —tratado de Múnich—, llamó en 1940 a combatir contra Hitler[40].

El 10 de julio de 1940, la Asamblea Nacional francesa —el Parlamento del Frente Popular elegido en mayo de 1936— reunida en el Casino de Vichy, entregó todos los poderes al Gobierno de la República por 569 votos contra 80 y 17 abstenciones. No participaron los diputados comunistas, a quienes en enero de 1940 les habían sido retiradas las credenciales por Daladier. El factótum de todo el proceso fue Pierre Laval, ministro de Estado y cabeza visible de los reaccionarios que también representaba el rechazo de una mayoría de los franceses a la Constitución de 1875. El 11 de julio Pétain se convirtió en jefe de Estado y asumió todos los poderes, refrendando la muerte de la III República (y de la democracia francesa). El «pétainismo» era una mezcla de cobardía, nostalgia de un tiempo pasado, patrioterismo, racismo —la legislación antijudía de 1940 fue decidida por los colaboracionistas—, deseo de seguridad y reacción a la politiquería de la III República. Pétain se convirtió en la cabeza visible del antibolchevismo, que recorría desde los movimientos fascistas franceses a los conservadores, pasando por liberales y algunos socialistas que veían amenazadas sus posiciones por los comunistas. Trabajo, Familia y Patria eran las nuevas referencias mágicas, que postergaban la identidad contemporánea de Francia, basada en los tres iconos conceptuales de la modernidad: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Aunque todo lo anterior no era en la práctica sino un pretexto para que Francia se convirtiera en el país de la táctica única: el apaciguamiento[41].

La ocupación acarreó un nuevo problema a los españoles. Cuando los franquistas —y los alemanes, y los italianos, y los moros— los perseguían en España albergaban la esperanza de atravesar la frontera francesa. Pero ahora, ¿qué frontera podrían cruzar para conjurar un destino trágico? Hitler por el norte y Franco por el sur dibujaban un cuadro que no invitaba al optimismo. Una expresión explica y unifica las sensaciones recogidas de los testimonios de la época: la geografía como ratonera. Las circunstancias mitigarían lo que proyectaba sombras de catástrofe, y de nuevo los campos de internamiento franceses aparecieron en el horizonte de los republicanos. Otros tuvieron menos suerte. También llegaron a campos, pero eran campos de exterminio nazis. Las normativas de Vichy no tardaron en reflejar la nueva situación: «Ningún extranjero debe permanecer en Francia por un período superior a dos meses, sin estar provisto de tarjeta de identidad reglamentaria para extranjeros prevista por los decretos de 2 y 14 de mayo de 1938, o de un resguardo en su lugar. En estas condiciones, todas las solicitudes de cartas de identidad de esta naturaleza deben ser dirigidas a las prefecturas del lugar de residencia». También impartieron normas para moverse por el país, ahora que estaba partido en dos: «Para viajar en zona no ocupada, deben ir provistos según sea el modo de transporte elegido: de un salvoconducto del modelo habitual para el trayecto en zona no ocupada, de su lugar de refugio o del punto de salida en la línea de Demarcación. Las autoridades alemanas de la línea de Demarcación libran ellas mismas la documentación necesaria para el viaje en la zona no ocupada». Normas y más normas, y cada vez más limitaciones, y menos libertad. Con motivo de la declaración de guerra, el Gobierno español impartió a la embajada en París y a los diferentes consulados la orden de que proveyeran a los españoles de la documentación necesaria para volver a España o, en su defecto, para que no tuvieran problemas si permanecían en Francia. El 6 de septiembre de 1939 la embajada había barajado incluso la posibilidad de contratar trenes para evacuar a los republicanos que lo desearan, y el día 9 los franquistas realizaron un último llamamiento para que regresaran los refugiados. A partir del 21, el régimen endureció las condiciones: se exigía pasaporte expedido por los consulados, avalados previamente, y quienes no lo consiguieran debían solicitar el ingreso en la frontera. En España les esperaban el servicio militar o la depuración; si «tenían las manos manchadas de sangre», la cárcel o el patíbulo[42].

Entre los republicanos supervivientes todavía existe una completa incomprensión sobre las razones últimas de la fulminante capitulación del Ejército francés, que el célebre historiador Marc Bloch —asesinado por la Gestapo en junio de 1944— definió como «la extraña derrota». Aceptan la superioridad táctica de la Wehrmacht, pero aluden siempre a razones oscuras para explicar el desplome francés. Falguera mantiene una tesis que suscriben muchos compañeros extrañados: «A mi nivel, creo que el armamento más sofisticado no estaba en la línea Maginot. Francia disponía de más armamento y aviación que Alemania. Es un misterio la derrota de los franceses, y algún día podrá saberse. Tampoco fueron juzgados los jefes, empezando por Gamelin. En mi opinión, que vale lo que vale, las fuerzas de élite francesas se encontraban en el Medio Oriente para proteger el petróleo de Bakú, y estaban de acuerdo con Alemania en que el enemigo era Rusia. Hitler les dio el coletazo pero ellos no opusieron resistencia, no se hace una guerra dejándose armar al contrario durante varios meses. Los intereses económicos estaban por encima de la soberanía de los países». Las interpretaciones populares también merecen el respeto de la historia, aunque sea a beneficio de inventario.

DE VUELTA A LOS CAMPOS FRANCESES

Un censo oficial cifraba en 84 675 el número de españoles refugiados en la Francia no ocupada; el resto, unos 60 000, se encontraba en la Francia alemana. Firmado el armisticio y dividido el país, los republicanos radicados al sur de la línea de Demarcación retornaron a los campos de internamiento. Pero en el intervalo se había producido un cambio revelador. Las disposiciones antisemitas promulgadas por el Gobierno Pétain en el verano de 1940 habían modificado el paisaje de la represión: los judíos sustituyeron a los españoles en algunos campos como el colectivo más numeroso. La vida en el sistema concentracionario también había empeorado: los recintos se encontraban hasta cierto punto abandonados y predominaban los de castigo. La Administración de Vichy no estaba dispuesta a invertir en los indeseables que se encontraban en los establecimientos represivos por motivos étnicos o ideológicos… Aparte de unas instalaciones arruinadas, la situación alimenticia e higiénica resultaba deplorable: productos caducados o podridos, dieta insuficiente y repunte de enfermedades como la caquexia y la avitaminosis. El comercio ilegal se erigió en el elemento más destacado en campos como Gurs o Le Vernet. «El mercado negro se desarrolla hasta convertirse en la principal ocupación», escribe Rafaneau–Boj. A partir de 1941, y una vez constituida la Inspección General de Campos, de la que se hizo cargo André Jean–Faure, mejoró la vida de los refugiados[43].

Un repaso a los campos confirma que siguieron activos todos aquellos considerados estables en la primera fase, aunque alojaban un número menor de internos. El campo más emblemático, Argelès–sur–Mer, cobijaba a una mayoría de españoles. El embajador mexicano Luis I. Rodríguez recopiló información del campo en noviembre de 1940, y el resultado radiografía un establecimiento inhóspito expuesto constantemente a los vientos y atacado de cuando en cuando por las inundaciones. En enero de 1941 las tormentas castigaron Argelès, y los internados estuvieron durante tres días a merced de los elementos, abandonados por todos, guardianes y funcionarios, sin agua potable ni comida. Manifiesta Rodríguez que el campo albergaba entre 15 000 y 20 000 internados, y que el islote de entrada estaba ocupado por mujeres y niños; dos historiadoras francesas, Rafaneau–Boj y Dreyfus–Armand, manejan cifras parecidas. El número de brigadistas en Argelès alcanzaba los 1300, y estaban mejor organizados que los republicanos. A Rodríguez le sorprende la pésima alimentación: «La mayor parte de los internados comen dos veces por día una mezcla de sopa y 350 gramos de mal pan en total; tres veces por semana, una mezcla bautizada de café, acuosa y sin azúcar. En tanto que la proporción media de calorías por día debe ser de 2000, ella no ha pasado nunca de 1300 en el campo». Los internados mejoraban la dieta con carne de ratas, que abundaban, y la elaboración de objetos en los talleres les proporcionaba un poco de dinero que invertían en comida. Años después de la Retirada, el agua seguía figurando como uno de los problemas centrales: «El agua potable, turbia pero desinfectada, es producida por muy escasas bombas (una para cada 5000 hombres en un islote)», señala Rodríguez, que también se refiere a los enfermos. Contabilizó 180 inválidos y medio centenar de enfermos crónicos; los más graves eran evacuados al hospital Saint–Louis de Perpiñán. Pero el tedio del campo no ahorró incidentes. En julio de 1940, los internados atacaron con piedras a los destacamentos que vigilaban el exterior. El teniente coronel Lavagne, comandante del campo, rubricó el 11 de julio una orden que penalizaba con la expulsión automática a España de todos los cabecillas del campo en caso de repetirse nuevos episodios: reservó el mismo castigo para actos de indisciplina y evasiones. Como primera medida delimitó un islote para quienes hubieran cometido faltas graves y quedaban a la espera de la repatriación. La penúltima observación del embajador se centraba en las empresas dedicadas a la caridad: «Conviene subrayar la carencia de organizaciones tales como la Cruz Roja Internacional, que no han tratado de obtener para los españoles e internacionales las garantías elementales de humanidad que se impone a los beligerantes para sus adversarios prisioneros». Pero entre tantos factores negativos, el diplomático constata una noticia magnífica, en la línea del espíritu republicano: el analfabetismo fue erradicado del campo[44].

Le Vernet d’Ariège: un recinto disciplinario

El establecimiento más significativo durante esta fase fue Le Vernet. Si desde mediados de 1939 había sido un campo de castigo, la situación empeoró después del armisticio. Lo habitaban españoles y brigadistas mutilados, que carecían de los cuidados imprescindibles. También viejos y muchachos, adolescentes incluso. Y judíos, sobre todo judíos alemanes. Las condiciones eran tan lamentables que en octubre de 1940 los penados se amotinaron; repitieron la acción en diferentes ocasiones. Pero en vez de averiguar las razones de esas revueltas, los responsables se aplicaron a reprimirlas violentamente. El 26 de febrero de 1941 se produjo otro importante movimiento de protesta, debido a la situación sanitaria e higiénica. Los disturbios fueron rápidamente sofocados: arrestaron a 102 internados, incluidos los líderes más significativos. Muchos de los detenidos fueron deportados a Alemania, otros encarcelados y la mayoría, conducida a los campos de trabajo africanos, Djelfa sobre todo. Salvo caso de enfermedad grave, no se autorizaba a recibir visitas de ningún tipo. Las propias autoridades aceptaron retrospectivamente que se habían cometido excesos; especialmente con los brigadistas centroeuropeos que habían combatido en la guerra de España y que tenían en Le Vernet una situación muy desfavorable. En un expediente del Ministerio del Interior de 9 de abril de 1941, referido a la «Repatriación en Alemania de sujetos del Reich y de miembros de la comunidad alemana que hayan combatido en las brigadas internacionales», se explica que «la Comisión alemana de Wiesbaden, viene de dirigir a la Dirección de los Servicios del Armisticio una lista de alemanes, de miembros de la comunidad alemana (ex austríacos), de polacos y de sudetes (ex checos) que hayan participado en las Brigadas Internacionales que acaban de ser autorizados a entrar en Alemania. No serán repatriados los que renuncien a su país o rehúsen a la repatriación». Continúa el despacho: «Los señalados alemanes que hayan rehusado volver a su país de origen serán sometidos a una visita médica y dirigidos próximamente a Argelia». Tampoco descartaban soluciones más radicales. El responsable de la Dirección de la Policía del Territorio y de los Extranjeros, siguiendo consejos nazis, refería al prefecto de Ariège, a quien iba dirigido el envío: «Creo superfluo insistir en el interés que tengo en la eliminación de estos indeseables»[45].

Los anarquistas estaban polarizados entre partidarios y detractores de la Unión Nacional. Además, en Le Vernet se maquinó una experiencia singular, aunque fallida, del movimiento libertario. Los dirigentes anarquistas más conocidos del campo, los coroneles Ricardo Sanz y Miguel García Vivancos, así como un antiguo consejero de la Generalitat, José Juan Doménech, proyectaron la creación del Partido Obrero del Trabajo, a imitación del partido laborista británico. Los promotores —que también sondearon a dirigentes en Londres como Eduardo Val Béseos o Juan López Sánchez— eran partidarios de la no violencia, formulaban tesis decididamente conservadoras y estaban abiertos a la posibilidad de regresar a España. Todos ellos habían sido partidarios del golpe de Casado y tal vez negociaron con elementos de Falange instalados en el Mediodía francés: les unía sobre todo el anticomunismo visceral de ambas ideologías. El mentor intelectual de este movimiento era Joan García Oliver, antiguo ministro de Justicia, residenciado en Suecia. El POT no pasó de esbozo más o menos estrafalario, pero los cabecillas siguieron funcionando como grupo. El 11 de septiembre de 1940, el ministro plenipotenciario de México en Francia, Luis I. Rodríguez, recibió una carta firmada por Sanz, Doménech, García Vivancos, Eugenio Vallejo, Valerio Mas y Francisco Isgleas: «Somos antifascistas españoles que hemos luchado por la libertad y la independencia de nuestro país, a lo cual contribuyó con tanto acierto y desinterés el noble pueblo mexicano y en particular su Excmo. presidente Cárdenas, nos encontramos internados en ese campo a raíz de la declaración de guerra… Creemos que V. E., que representa a un país demócrata, se dará perfecta cuenta de nuestra situación. Ni podemos regresar a nuestro país, ni podemos permanecer en Francia». Por este campo pasó asimismo el libertario Francisco Sabaté Llopart «Quico», con el tiempo el más célebre de los maquis antifranquistas[46].

Desde el otoño de 1940, en Le Vernet empezaron a menguar los republicanos y a engordar el número de ciudadanos de otras nacionalidades. El control político pasó entonces a manos de los comunistas alemanes del KPD y los jefes de las Brigadas Internacionales —un millar procedían del campo de Gurs—, que contaban con el apoyo de los comunistas españoles. Los anarquistas, en minoría, perdieron toda capacidad de maniobra. El mando clandestino no sólo consiguió establecer contacto con el exterior sino que también planificó las evasiones en función de las necesidades de la Komintern o de la Resistencia, y de Le Vernet provenían algunos de los elementos directores de la lucha contra los hitlerianos. Delpla incide en la importancia de Le Vernet como «fábrica» de dirigentes para el combate contra los nazis. Pese a su dureza y la especial vigilancia, se contabilizaron 289 evasiones en cuatro años. Entre los huéspedes de Le Vernet estuvieron notables y numerosos intelectuales y artistas europeos. Entre los alemanes destacaron el dramaturgo Friedrich Wolf y el poeta Rudolf Leonhard. El primero, comunista activo y muy famoso en la época, llegó a ser calificado como el «enemigo público número 1 de Hitler». Los escritores y comunistas húngaros Ladislas Radvanyi y Arthur Koestler, autor este último de unas memorias sobre los campos, La hez de la tierra, y pionero de las críticas contra el estalinismo. También el dibujante Joseph Soos, de la misma nacionalidad. O el periodista italiano Francesco Fausto Nitti. O el escritor español Max Aub. Le Vernet acogió igualmente a una parte significativa de los jefes de las Brigadas Internacionales, así como a notorios dirigentes comunistas europeos: los italianos Luigi Longo y Giuliano Pasetta; el albanés Méhémet Chehu, el húngaro Ferenc Munnich «Otto Flatter»; los dos últimos llegaron a jefes de Gobierno de Albania y Hungría, respectivamente.

Una circular de 10 de enero de 1941 adjudicó a Le Vernet la categoría de «campo de concentración». A partir de esa fecha, y aunque estaba vigilado por militares, pasó a depender del Ministerio del Interior: un traspaso significativo. A finales de 1940 y comienzos de 1941 la población de Le Vernet alcanzaba las 3500 personas, y desde 1942 se convirtió en un campo étnico; de él partió el primer convoy de hebreos franceses con destino a Auschwitz. Durante 1942 y 1943 los republicanos todavía constituían un grupo importante: 405 y 617, respectivamente. El «tren fantasma» de junio de 1944 clausuró el campo, y los últimos 400 internados componían parte de la carga del convoy que los conducía al exterminio. Uno de los pasajeros era el italiano Fausto Nitti, que consiguió escapar. A partir de la Liberación, Le Vernet cobijará nazis alemanes, colaboracionistas e incluso algún falangista. Claude Delpla nos aporta un ejemplo que ayuda a entender su carácter internacional. El último jefe de la dirección clandestina del campo se llamaba Deszö Jasz, era un antiguo brigadista y lo conocían como «Juan de Pablo»; tenía nacionalidad húngara y era un judío de origen español. Le Vernet albergó antifascistas de 58 nacionalidades y de todos los continentes[47].

Otros campos de internamiento

El campo de Gurs alecciona sobre la contingencia de las palabras. Calificado en un principio de «campo semirrepresivo», en 1942, cuando las condiciones empeoraron de forma considerable y habían comenzado las deportaciones, recibió la denominación de «centro de alojamiento vigilado». Lo habitaban entonces ancianos, enfermos y judíos. Muchos judíos. Las familias estaban separadas y las absurdas trabas burocráticas de siempre impedían que pudieran reunirse durante el día. Las mujeres solteras se encontraban aisladas dentro del campo «bajo custodia masculina, o sometidas a un tratamiento particularmente infame e inmoral», según fuentes oficiales recogidas por Rafaneau–Boj. La mayoría de los internados vestía de andrajos, ataviados con ropas multicolores hechas de retazos. Las epidemias acechaban por doquier, y de nuevo se hizo presente la irracionalidad: médicos a quienes se les prohibía atender a sus compañeros de cautiverio en grave estado. Koestler recogió el testimonio de un judío alemán que había estado un tiempo en Dachau (Alemania) y que luego pasó por Gurs: «Entre Dachau y este campo, las diferencias son considerables. Aquí no se nos golpea, pero allí estábamos mejor alojados y alimentados». Una comparación devastadora. Los fallecimientos menudeaban en Gurs. Celso Amieva refiere que la mortandad entre los judíos era muy superior a la que se producía entre los republicanos, algo que avalaban los informes médicos. La explicación para el poeta asturiano residía en que «los españoles no se morían porque no querían morirse, querían volver a España, ver triunfar sus ideas. Los israelitas se dejaban morir porque se les habían roto todos los resortes morales, la esperanza e incluso el instinto de conservación». Por encima de cualquier reduccionismo sociológico, Gurs era un campo de enorme dureza. Posiblemente, la mejor definición, aquella que nos hace comprender su auténtica naturaleza, la proporcionó Santiago Blanco: «En Gurs no había torturas ni palizas; con excepción del islote de castigo en el que se podía morir de frío o de pulmonía. Simplemente, en Gurs había olvido. Estábamos allí olvidados, abandonados al hambre y al tifus. A las ratas gigantescas y al lodazal en el que nos hundíamos hasta las rodillas»[48].

Comenzada la guerra, Gurs recibió presos de diferentes nacionalidades y sexos; los republicanos quedaron en minoría. Entre el 26 y 31 de octubre de 1940 las españolas con hijos fueron trasladadas a Rivesaltes, y permanecieron 300 solteras o viudas. La incorporación de los españoles a los grupos de trabajadores menguó de manera radical el número de internados, y paulatinamente fueron reemplazados por otras minorías, en especial judíos. En noviembre de 1940 sólo quedaban 600 españoles, encuadrados en dos compañías de trabajo, frente a los 10 000 internados de varias nacionalidades. El 15 de febrero de 1941 Gurs estaba habitado por 5000 refugiados, muchos de ellos hebreos, y 32 locos que se paseaban por los marjales. De este campo partieron, entre 1942 y 1944, seis convoyes hacia Auschwitz, la isla de Aurigny y Dachau. Pero el campo aún sería importante en la biografía del exilio francés, y además de manera paradójica. Entre el 12 de octubre y el 31 de diciembre de 1945, 1475 republicanos convivieron en Gurs con prisioneros de guerra alemanes y franceses colaboracionistas. Muchos de esos españoles habían participado en la Resistencia francesa contra los nazis e intervenido en las invasiones pirenaicas. Cuando repasaron la frontera, después del fracaso de Arán, las autoridades francesas arrestaron a una parte de los participantes. Toda una vuelta de tuerca. El cómputo final de españoles que pasaron por Gurs resulta notable: 23 000 hombres y mujeres republicanos, incluidos los vascos (y 7000 brigadistas, tan vinculados a España). Hasta la Liberación, verano de 1944, pasaron por Gurs 60 559 antifascistas de varias nacionalidades[49].

Los republicanos se relacionaron durante esta segunda fase con otros campos, especialmente los de Rivesaltes, Septfonds y Brens. Rivesaltes fue primero un campo de reagrupamiento familiar y luego se transformó en establecimiento de selección (judíos). El 15 de marzo de 1940 estaban encerrados en él unos 5000 niños de entre 4 y 15 años de edad, separados de sus padres, y muchos de ellos eran españoles. También había muchachos gitanos de varios países europeos. «Se ha dicho de este campo que ningún guardián de zoo que se respetara a sí mismo permitiría nunca que los animales confiados a su cuidado fueran alojados en semejantes condiciones», escribe Stein. El 15 de febrero de 1941 se contaban 12 000 internos. Cuando concluyó la deportación de hebreos a Alemania, los españoles que convivían con ellos fueron enviados a Gurs, Noé y Le Récébédou. El campo fue cerrado de manera provisional el 24 de noviembre de 1942. Septfonds, por su parte, se convirtió en «centro de selección regional» el 15 de febrero de 1941, y albergaba a 20 000 internados. Había sido un campo donde reunieron a los trabajadores especializados para su posterior encuadramiento en los grupos de trabajadores. Manuel López, comunista detenido el 15 de julio de 1941, ha dejado testimonio de su paso por el campo. Nada más llegar fue interrogado y apaleado durante ocho horas, y ningún médico le atendió de las hemorragias en oídos y nariz. Se levantaban a las 6 de la mañana y la temperatura en invierno era de 15 grados bajo cero: la comida se componía de nabos y cuatro o cinco pedazos de hojas de coliflor. Tanto en este campo como en el de Noé, adonde lo trasladaron el 13 de abril de 1942, organizaron grupos de oposición. Algunos españoles lo pagaron caro: Emilio Giménez fue apaleado hasta morir. El campo de Brens adquirió una repentina importancia para los republicanos cuando el 23 de marzo de 1941 fueron internadas las mujeres españolas que se habían amotinado en Argelès contra el envío de miembros de las Brigadas Internacionales al norte de África. Aunque había gentes de ambos sexos y de quince nacionalidades, prevalecían los judíos. Desde primeros de 1942 fue una cárcel de mujeres y niños, y la beligerancia de las republicanas se convirtió en legendaria. En 1943 consiguieron que las autoridades las separaran de las comunes y prostitutas; y en mayo de 1944 impusieron un conmovedor minuto de silencio como homenaje a la revuelta que se había producido en el penal de Eysses[50].

Durante esta fase permanecieron algunos campos, otros fueron clausurados e incluso se levantaron establecimientos menores. El madrugador campo de Barcarès, por ejemplo, albergaba a 12 000 internos en febrero de 1941 y tenía fecha de caducidad un año después, cuando, según fuentes comunistas, unos 110 000 españoles vivían en la Francia de Vichy y otros 20 000 en la ocupada. Siguieron en pie otros establecimientos, como Saint–Cyprien, ahora conocido como «campo de alojamiento»; Agde, habilitado para indeseables y extremistas, que al mismo tiempo era la sede del 430.º GTE, integrado por doscientos españoles, y de otros 1500 trabajadores «libres controlados»; o Rieucros, campo para mujeres igualmente consideradas indeseables y extremistas, que a partir del otoño de 1941 fue evacuado. El campo de Bram alcanzó los 17 000 internados, el 60 por ciento mujeres, niños, mutilados e inválidos; la consecuencia fue una elevada tasa de mortalidad. Les Milles, aunque clausurado oficialmente el 24 de octubre de 1940, se mantuvo como campo de tránsito, reservado a los extranjeros pendientes de repatriación, y albergaba a 500 internados el 15 de febrero de 1941. Otros pequeños campos, que acogían entre 1000 y 2000 internados, tachonaban el Midi. Eran por lo general provisionales —casos de Clairfont y La Fagu— y servían sobre todo para redistribuir a los trabajadores extranjeros, en especial españoles, solicitados por los GTE o la Organización Todt. Algunos de estos pequeños campos o refugios recibían enfermos o mutilados, como el de Langlade. Le Récébédou también era un campo sanitario, y lo habitaban unos 2000 lisiados, enfermos y ancianos; fue clausurado en octubre de 1942. Funcionó otro importante establecimiento sanitario–represivo, el Camp–Hôpital de Noé. Creado en febrero de 1941, lo utilizaban como sucursal de los grandes campos del Midi, sobre todo de Gurs. El 15 de febrero de 1941 cobijaba a 2000 internados y en el verano de 1942 acogía a 2500 convalecientes, sobre todo republicanos y judíos alemanes; en agosto–septiembre de 1942 se convirtió en antecámara de Auschwitz: los campos franceses se comunicaban definitivamente con los alemanes. Cuando fue clausurado el 18 de julio de 1946, pasadas las turbulencias de las guerras, contaba con cinco empleados españoles[51].

LOS GRUPOS DE TRABAJADORES EXTRANJEROS

La derrota francesa colocó a los refugiados republicanos en una situación delicada: atrapados entre los dos tercios de la Francia ocupada por los nazis, el Gobierno colaboracionista de Vichy y la España de Franco. Para los españoles, el camino de salvación pasaba por alcanzar la llamada Francia libre (y tener suerte) o reemigrar a América. La primera medida de las autoridades de Vichy tras el armisticio consistió en derogar la legislación sobre los «prestatarios» extranjeros. Todos aquellos extranjeros que no disponían de un trabajo remunerado o que no podían acreditar «un comportamiento ejemplar» —conforme a los esquemas de Vichy— recalaron de nuevo en los campos de internamiento. Pero la demanda de mano de obra, reclamada al mismo tiempo por los responsables de las economías francesa y alemana, modificó rápidamente la situación de los exiliados.

En efecto, el 27 de septiembre de 1940 el Gobierno de Vichy aprobó una ley que establecía un remedo de las compañías de trabajadores, conocidas ahora como Grupos de Trabajadores Extranjeros. Aunque afectaba a todos los extranjeros entre 18 y 55 años, parecía una norma pensada para los españoles; en agosto de 1943, y según fuentes alemanas, 30 999 de los 37 602 alistados en los GTE eran republicanos españoles, el 80 por ciento de todos los efectivos. La nueva entidad estaba vinculada al Ministerio de Producción Industrial y de Trabajo, pero las decisiones correspondían al Ministerio del Interior. Según publicaba el Journal Officiel de Vichy: «Los extranjeros afectados a estos grupos no recibirán ningún salario. Sin embargo pueden recibir, en algún caso, una prima de producción». La contrapartida de esa legalización de la esclavitud consistía por lo general en que las familias accedían a los subsidios. Luego los sueldos dependerán en la práctica de cada GTE, de cada trabajo, y los hubo bien pagados. El marco laboral eran la construcción de presas, las actividades forestales, el acondicionamiento de carreteras y vías férreas. Existían diferencias de matiz y de fondo entre las CTE y los GTE. Imperaba una mayor disciplina en los segundos y los códigos de conducta se apoyaban en «los principios autoritarios» de Vichy. Pero la realidad también impugnaba la teoría; en cada agrupación la vida era diferente[52].

Jaime Montane asegura que existía una cierta facilidad para escapar a los GTE y también para moverse por la Francia no ocupada. La explicación residía en que los administradores de los grupos de trabajadores proporcionaban hojas de permiso —feuilles de congé—, fáciles de falsificar. Esas cédulas les permitían ausentarse de los GTE, eludir la recluta de mano de obra alemana o mantener una colaboración a tiempo parcial con los maquis. El aspecto negativo era la persistencia de uno de los endemismos republicanos: una rivalidad ideológica que ocasionaba además conflictos personales. La reemigración a América no había hecho más que enconarla, y los GTE fueron el escenario de esos antagonismos. Cuando los mandos del GTE eran anarquistas trataban mal a los comunistas, y viceversa. José Antonio Alonso «Comandante Robert» explica que, en su grupo de trabajadores, «los que mandaban eran anarquistas y, aunque no nos daban paga, comían bien, los filetes eran para ellos y nosotros comíamos lo que podíamos». Lo de siempre. Pero también las diferentes manifestaciones culturales se hicieron presentes. Julián Antonio Ramírez, que estuvo en los GTE de Sainte–Sévére, Manzat y Cháteauneuf–les–Bains, alumbró un compañía de teatro con Adelita del Campo: el Grupo Artístico de las Compañías de Trabajadores Españoles, que realizaba giras por los diferentes grupos de Auvernia donde había españoles.

Las autoridades diplomáticas y consulares españolas en la Francia de Vichy vigilan con especial atención el acontecer diario de los españoles en los GTE, y procuran de paso una rica documentación de los mismos, matizada siempre por su orientación política. Una memoria del cónsul español en Marsella, que Lequerica remite a Madrid, registra importantes datos del 16.º GTE de Mandelieu (Alpes Marítimos). El despacho data de 25 de marzo de 1942, y sus informaciones funcionan como paradigma de otros colectivos. El grupo de trabajadores estaba integrado por 2 holandeses, 1 checo, 13 belgas, 1 ruso judío, 15 alemanes judíos, 30 austríacos judíos —el documento alude a ex austríacos: el mismo lenguaje de los nazis—, 1 húngaro y 115 «españoles rojos». Como en todo este tipo de sociedades, los republicanos aparecían como el grupo nacional más numeroso. El informe pasa después a lo que llama «apartado moral», puntualizando que algunos españoles se mostraban desengañados y que pretendían volver a la patria; que el número de quienes deseaban repatriarse aumentaba cada día. Otros dudaban y aún esperaban noticias de España. Un tercer segmento anhelaba volver «a la Patria pero cuando una amnistía les garantice que nada han de temer». El memorándum no olvida a «los fanáticos de siempre, que desgraciadamente no son pocos, los enemigos eternos de España, antes allá y ahora acá, y cuyo odio les permite soportar todas las vicisitudes no pensando más que en el momento de la venganza. Son estos los que intentan envenenar y envenenan a los demás, con su propaganda de forma más o menos descarada, pero siempre activa, constante». Manifiesta más adelante que «esos resentidos» se apoyaban en dos hipótesis para soportar la espera: «Por una parte, la supuesta descomposición del régimen franquista, y por la otra, las victorias soviéticas sobre los alemanes». Matiza que los comunistas españoles recibían la ayuda de los judíos ex austríacos, «rebosantes de odio, los cuales además parecen contar con una fuerte ayuda económica». Especifica asimismo que los mandos del GTE «oponen una nula reacción o medios para cortar este estado de cosas». Tal vez se debiera a que en la primavera de 1942 las fuerzas militares y represivas francesas percibían que las cosas estaban cambiando y querían evitar sobresaltos en el futuro. E insiste en algo muy importante, que explica las facilidades de los guerrilleros para mantenerse al mismo tiempo en la legalidad; o simplemente para utilizar estos GTE como bases de maquis. Y es que había destacamentos alejados del puesto de mando por decenas de kilómetros, en los que además no había ningún oficial francés: disfrutaban por tanto de una completa autonomía.

Por lo que respecta al trabajo, la memoria indica que los refugiados desarrollaban su actividad en faenas agrícolas, tajos forestales, carreteras y canteras. «Los trabajadores más apreciados por su rendimiento son los españoles, llegando a ganar unos 18 o 20 francos limpios por día de trabajo, es decir, comida y alojamiento aparte. Los de menos voluntad de trabajo son los judíos». El antisemitismo atraviesa toda la documentación oficial española, sobre todo en los despachos relacionados con la embajada española en Vichy. Continúa exponiendo que en cuanto a la comida estaban considerados como población civil, y recibían la carta de alimentación «T». Juzga como muy negativo todo lo relacionado con el vestido: «Generalmente llevan ropa militar muy vieja y rota, pantalones sin bandas, guerreras sin botones o rota, zuecos de madera, no hay ni camisas ni calzoncillos ni calcetines ni mantas ni ropa de abrigo ni nada. Hay individuos que hace un año y medio no han percibido ni una sola prenda de vestir». Lequerica estaba también pendiente de los grupos de trabajadores. En un informe que remite al ministro de Asuntos Exteriores el 2 de mayo de 1942 sobre exiliados republicanos en Francia, asegura que «los refugiados españoles distribuidos en campos de concentración y grupos de trabajadores viven en situación de miseria y maltrato constantes. Se les explota, se les paga poquísimo, se les ha hecho suscribir documentos enrevesados para impedirles moverse por Francia. Y como hasta ahora no ha sido nunca posible, por su situación de gentes fuera de la ley, ejercer ninguna acción oficial en defensa suya, los elementos directores de la producción francesa se han aprovechado para montar un sistema de cuasi esclavitud». Más adelante observa que, además de los republicanos en la Francia metropolitana, miles de españoles faenaban en la construcción del Transahariano en el norte de África, «donde el trabajo es particularmente rudo y donde debe haber en la actualidad seis o siete mil españoles, que completan este cuadro nada favorable al sentido humanitario del país donde aquellos connacionales descarriados buscaron asilo»[53].

Pero los buenos sentimientos de Lequerica tenían fecha de caducidad: en su afán germanófilo, le molestaba que los franceses explotaran la mano de obra española y no lo hicieran sus amigos nazis. El embajador manifiesta haber escuchado que los alemanes querían llevarse a sus fábricas de 50 000 a 60 000 republicanos, y apostilla: «Sin datos especiales para opinar sobre el asunto, pero aprovechando los que aquí recojo, me inclino a creer que sería esta una excelente solución para lo esencial de nuestro problema. Llevados a un país de disciplina y de gran espíritu como el alemán, donde podrán apreciar el contraste en la manera de ser acogidos y retribuidos, sobre todo con lo ocurrido en las compañías de trabajadores francesas, sometidos a una dirección inteligente basada en el régimen de fuerte fundamento popular, aparte de vivir mejor y sostener con decoro a sus familias, el espíritu de estos españoles, en buena parte maleado por las circunstancias, podría llegar a depurarse y hasta ser enteramente sano. Prestarían además con su concurso un servicio a la producción del Eje». Toda una declaración de principios. Termina el diplomático: «Francia opone dificultades a la salida de estos trabajadores». No estaba de acuerdo con la falta de disciplina «francesa» Max Massot, quien escribía en el Journal: «Cuando aparece el oficial francés que les manda, se cuadran como es debido. Yo no sé si le querrán o no. Pero sí sé que han tenido que venir a Francia para enterarse de lo que es un jefe. Sus mandos eran a veces analfabetos elegidos invariablemente por su ardor en los mítines y por su violencia sindical». Todos pedían mano dura para los rojos españoles en el destierro[54].

En otro memorándum previo (9 de febrero de 1942), remitido al ministro de Asuntos Exteriores, Lequerica se interesa por el envío de prensa y libros a los grupos de trabajadores, materiales reclamados por los propios republicanos, aunque le matizaron que fueran diarios y libros «puramente recreativos, no de propaganda». También alude a la visita que ha recibido de M. Lagarde, capellán de los campos. Según el citado clérigo, «los peores elementos se encuentran desde luego en los campos de concentración, mientras que en los grupos de trabajadores la mayoría la componen gentes humildes en su gran parte, deseosas de regresar a España si bien las propagandas ejercidas directa o indirectamente sobre ellos no dejan de infundirles un cierto temor sobre el trato a que habrían de ser sometidos a su regreso a la Patria». Aprovecha para comunicar que Lagarde también le solicitó capellanes españoles, «cuya labor en estos medios habría de ser muy eficaz»[55].

El cónsul de Séte, Ramón Ruiz del Árbol, envió el 22 de septiembre un despacho al Ministerio de Asuntos Exteriores referido a los españoles radicados en el departamento de Gard, y que puede valer como ejemplo para los republicanos del exilio después de la victoria nazi. Reseña tres categorías:

— Los republicanos encuadrados en tres GTE: el 17.º (Aulas, 121 españoles), el 803.º (Beaucaire, 156) y el 805.º (La Grand–Combe, 170). Un total de 447 hombres. No tiene constancia de mujeres en estas compañías.

— Los trabajadores «libres controlados». Vivían libremente en las localidades donde obtuvieron el contrato de trabajo, y estaban empleados por lo general en la agricultura y la industria. Desarrollaban sus actividades en las explotaciones forestales de la misma región, en las fábricas de productos químicos de Salindres y en la cuenca minera de Alès. En esas condiciones había 1800 españoles, 1695 varones y 105 mujeres. Disponían de tarjetas de identidad con validez para uno o dos años en vez de tres, que era lo normal. Estaban «requisados», es decir, encontraban dificultades para la repatriación por parte de las autoridades francesas y entregaban además el 10 por ciento de su sueldo a la caja de la compañía. Mantenían «buena conducta», según los informes recibidos por el diplomático. A los que desarrollaban «actividades comunistas» se les enviaba a Le Vernet, puesto que en el departamento no existían campos de castigo apropiados.

— Los no asalariados —unos 100— eran quienes habían justificado que disponían de recursos para subsistir. También con tarjeta de identidad con validez reducida.

El cónsul fija el número de refugiados políticos en Gard en 2347 hombres y mujeres, sobre una población de 11 169 españoles. La mayoría eran por tanto emigrados económicos anteriores a la guerra civil[56].

La Comisión Alemana del Armisticio en Bourges (24 de junio de 1943) confirma que tanto las CTE, antes, como los grupos de trabajadores, ahora, estaban integrados en su mayor parte por republicanos. Informa que en el sur de Francia había 53 000 «rojos españoles» y más de la mitad estaban encuadrados en los GTE. Observa que también había 65 000 polacos y sólo 2535 pertenecían a los grupos de trabajadores extranjeros, y de 10 000 judíos sólo 1546. Rafaneau–Boj, basándose en fuentes oficiales, confirma la situación de los españoles en 1940: había en Francia unos 100 000 refugiados, de los cuales 75 000 estaban en zona libre (35 000 en los GTE y 12 000 en los campos)[57].

LA ORGANIZACIÓN TODT

Los nazis también necesitaban mano de obra, tanto en la Francia ocupada como en la propia Alemania. Para encuadrar la primera, alumbraron la Organización Todt, así llamada como homenaje al ingeniero Fritz Todt —ministro de Armamento y Munición, que murió en accidente aéreo en febrero de 1942—, encargado de dirigir una obra ciclópea conocida como el muro del Atlántico —trincheras, casamatas, blocaos, refugios y bases para submarinos—, que tenía por objetivo levantar una barrera infranqueable para los ingleses y que discurría por la costa atlántica francesa: se extendía entre Hendaya (Bajos Pirineos) y Saint–Malo (Ille–et–Villaine). La mayor parte de los centros de trabajo estaban ubicados en núcleos como Burdeos, Cherburgo, Calais, Brest y La Rochela. Pero los hitlerianos también demandaban obreros para trabajar en las fábricas alemanas: aumentaba la movilización de efectivos nacionales —incluidos adolescentes— para los distintos frentes que soportaba la Wehrmacht y precisaban mano de obra. La recluta laboral con destino a Alemania atañía tanto a los asilados españoles como a los propios franceses.

Los nazis iniciaron el enrolamiento de refugiados arrestando a los integrantes de las antiguas compañías de trabajadores que no alcanzaron el sur de la línea de Demarcación. Pero como necesitaban más efectivos, trataron de alistarlos en territorio de la Francia no ocupada. Con poco éxito, en un principio. Francisco Fenestres testimonia que de su grupo sólo uno se presentó voluntario para trabajar en la Organización Todt. Celia Llaneza confirma que los nazis realizaban una intensa propaganda cerca de los republicanos, recordándoles el maltrato de los franceses y prometiéndoles magníficos sueldos. El 4 de septiembre de 1942 el trabajo en la Todt devino en forzoso, porque los obreros de la Francia llamada libre se resistían a incorporarse en la organización alemana. Cuando la recluta se convirtió en obligatoria, los españoles contaron con la neutralidad de los responsables policiales en caso de que rechazaran la incorporación. El escultor Manolo Valiente confirma que cuando los alemanes llegaban a los campos para enganchar mano de obra, algunas autoridades y guardianes hacían la vista gorda y les permitían esconderse, incluso por las granjas y pueblos vecinos. Pocos españoles querían trabajar voluntariamente para los nazis. Fuentes comunistas indican que de 900 trabajadores reclamados en el departamento de Tarn–et–Garonne, sólo consiguieron detener y enrolar a diez. El desembarco aliado en el norte de África tuvo como correlato la ocupación alemana de toda Francia, y a partir de ese momento se multiplicaron las necesidades de mano de obra por cuanto se vieron obligados a fortificar también la costa mediterránea francesa. El imperio alemán empezaba a mostrar las grietas[58].

Desde el verano de 1940, los convoyes —vagones de ganado y mercancías— conducían a trabajadores residentes al sur de la línea de Demarcación a la Francia ocupada y a Alemania, y el porcentaje de españoles siempre era alto. Cuenta Ricardo Pascual, trabajador de un GTE ubicado en Alto Garona, que un día los gendarmes y la Gestapo los embarcaron en un tren y aparecieron trabajando para la Todt. Los enrolamientos forzosos alcanzaron su apogeo desde finales de 1942. La Organización Todt alistó entre 1942 y 1944 alrededor de 25 000 españoles, pero no resulta fácil determinar cómo y dónde fueron empleados. Sabemos que en el verano de 1943 había 6000 republicanos trabajando en el muro del Atlántico. A estos siervos del nazismo se añadían quienes se incorporaron, voluntarios u obligados, a las actividades económicas en la propia Alemania, cuyo número varía conforme a los autores: entre 15 000 (Vilanova) y 30 000 (Pike). Las estimaciones de Pike se aproximan a las de Vilanova por cuanto contabiliza también a los internados en los campos de exterminio. Los trabajadores de la Todt, así como los familiares, recibían un salario, y la paga incluía productividad por rendimiento[59].

La voraz demanda de mano de obra por parte de los alemanes provocó que el Gobierno de Vichy señalara a los españoles como sujetos de reclutamiento: tal actitud evitaba que los propios franceses fueran encuadrados en la Todt o conducidos a Alemania. Los testigos recuerdan las mil y una tretas de los picaros españoles ante el administrativismo de los germanos, de quienes se reían en no pocas ocasiones. Primero, para evitar la recluta; luego, para trabajar lo menos posible. Desde 1943 se incrementaron exponencialmente las evasiones. Para cortarlas de raíz, los alemanes llevaron a numerosos españoles de la Organización Todt —4000, según Pike— a las islas anglo–normandas, de donde resultaba difícil fugarse. Pero no eran en general deportados al campo de concentración de la isla de Alderney, dependiente de Neuengamme, sino que formaban parte de los grupos de trabajadores locales.

En el balance final de trabajadores españoles en Alemania conviene no olvidar a los más de 8000 republicanos en los campos de exterminio; tampoco a un colectivo de trabajadores que nada tenía que ver con el éxodo de 1939: eran «los esclavos españoles de Hitler», según expresión de José Luis Rodríguez Jiménez, enviados por Franco desde España para apoyar la economía nazi gracias a los oficios de la Comisión Interministerial Permanente para el Envío de Trabajadores a Alemania. Alcanzaron los 10 569 productores, como los catalogaba el franquismo. La documentación alemana, tan precisa, diferencia a los trabajadores republicanos de los llegados directamente de España: a los primeros se les denomina «españoles rojos» y a los segundos, «españoles de transporte»[60].

Un despacho del cónsul español en Burdeos el 11 de diciembre de 1941 aporta detalles relevantes sobre los trabajadores españoles en el muro del Atlántico, del que Burdeos era el centro administrativo. Un párrafo capital, que al mismo tiempo desmitifica la actuación de los republicanos, sobre todo de aquellos que estaban al margen del entramado comunista: «Muchos de estos obreros españoles, y en especial los que estuvieron y continúan estando afiliados a la CNT, me expusieron la actuación de los obreros franceses frente a las empresas alemanas, los cuales sistemáticamente saboteaban la labor del Ejército con una resistencia pasiva y desesperante y muchas veces entregándose al robo y al sabotaje directo». Apunta Beltrán Manrique que los franceses estaban controlados por el PCF y el PCE o por los servicios secretos antialemanes. Prosigue el diplomático: «Como la CNT se mostró y se muestra enemiga acérrima del comunismo y como por otra parte el Ejército alemán les daba unos sueldos magníficos y un buen trato, de ahí que estén laborando con un rendimiento positivo sumamente estimado por los dirigentes alemanes en contraposición a lo obtenido con el obrero francés». Niega que los españoles en general participaran en la política de boicoteo contra los nazis, y confirma que quienes saboteaban las instalaciones nazis eran los comunistas franceses (y españoles). En el activismo comunista y la galbana de los demás coinciden historiadores y supervivientes. Pilar Claver testimonia que «los de intendencia saboteaban en Angulema los productos alimenticios, y que eran muchos. Se escogía lo peor. Los alemanes no dejaban sacar comida a los que trabajábamos allí. Entonces, nosotros íbamos donde tenían las patatas y nos poníamos a orinar sobre ellas. “¡Qué se les pudran!”, decíamos. “¡No las podemos comer nosotras, pues vosotros tampoco!”. Todo lo que se pudiera hacer para dañar lo de los alemanes lo hacíamos. Cuando teníamos ácido sulfúrico para limpiar los baños, guardábamos una parte y con la escobilla lo echábamos en sus botas para hacerles un agujero. El caso era hacer algo que les perjudicara»[61].

Asegura también el cónsul de Burdeos que los alemanes preferían a los obreros españoles, a quienes buscaban con ahínco, «siendo hoy una verdadera legión de ellos los que se encuentran al servicio del Ejército de Ocupación». Tantas buenas noticias incluían un aspecto negativo para los franquistas: los refugiados eran tan felices trabajando para los nazis, que difícilmente querrían regresar a España. Critica a las autoridades francesas porque, ante la petición de la Organización Todt para que les remitieran a los españoles que estaban internados en los campos, los franceses «comenzaron a detener a los que circulaban libremente para entregarlos con unos pocos de los que se encontraban detenidos». Pero no todo era dicha para los españoles de la Todt. Pese a los buenos sueldos que percibían, según el diplomático franquista, los horarios alcanzaban en ocasiones las doce horas diarias por turnos, además de largos desplazamientos entre los barracones que servían de vivienda y los lugares de trabajo. Otra nota del Servicio Interior de la Dirección General de Seguridad reitera que «los obreros españoles son los preferidos por los alemanes y todo español que pide trabajo se lo dan inmediatamente». Documentación perteneciente al Instituto de Historia Cronológica de Múnich confirma la querencia alemana por los trabajadores españoles, «alabados por los dirigentes de la Todt». Pero matiza otros aspectos, como la ausencia de dirigentes comunistas: «Presumiblemente no hay ya entre ellos ningún líder comunista. Los elementos peligrosos han sido previamente conducidos a prisiones o a campos de concentración. Los que están todavía eran en su mayor parte medianías cooperantes». Los españoles, aunque apreciados como trabajadores, no eran tenidos en mucha consideración por los alemanes: «Los españoles rojos pertenecían a una colectividad que según la valoración nacionalsocialista era una de las más despreciables». La posición de los republicanos se enredó a partir del 21 de octubre de 1941, cuando murió en atentado Reimers, consejero de Guerra alemán, y los franceses culparon a los españoles. Como consecuencia de ello, en la región bordelesa aparecieron refugiados dispuestos a repatriarse, muchos de ellos habían entrado en Francia con 13 y 14 años de edad. Solicita el diplomático al Ministerio de Asuntos Exteriores si debe insistir ante las autoridades alemanas en el regreso de los menores —«que lo piden con lágrimas en los ojos»—, de aquellos que estaban en edad militar o de quienes acreditaran su condición de no peligrosos para España[62].

Otro despacho de 13 de abril de 1942 empieza confirmando algo que sabían los españoles del exilio: el trasvase de información sobre los republicanos entre el Ejército de Ocupación alemán y los cónsules de la dictadura, en este caso el de Burdeos: «Este consulado ha venido colaborando con dichas autoridades, facilitándoles cuantos datos e informes necesitaban para ello: tanto informaciones personales como políticas», reza la memoria. Plantea después el problema de los jóvenes en edad militar, entre 19 y 24 años, que desean regresar a España pero que al mismo tiempo resultaban imprescindibles para los nazis, necesitados de mano de obra. La solución de los diplomáticos franquistas aparece como un monumento al simulacro y la subordinación: podían seguir trabajando para los alemanes y, finalizada la tarea, volver a España para cumplir el servicio militar sin ser considerados desertores. No obstante, y como ratifica Rafaneau–Boj, «extrañamente, a principios del año 1941, los consulados del suroeste (Montpellier, Toulouse y Perpiñán) incitaron a los españoles en Francia a que se negaran a firmar los contratos por cuenta de las autoridades alemanas. Proponían establecer con urgencia un certificado de nacionalidad y una cédula que atestiguara que su titular goza de la protección del Estado español y, en consecuencia, está exento de todo reclutamiento o prestación personal». Un tiempo de contradicciones[63].

En relación con los republicanos y la Organización Todt existe un personaje que salpica de pistas contradictorias los recuerdos de los supervivientes; un individuo atravesado de perfiles tan esquivos que se aproxima a la leyenda. Todos lo conocían como Otto. Otto de Burdeos. Algunos testimonios informan de que era un alemán que había luchado con las Brigadas Internacionales durante la guerra civil, y que una vez ocupada Francia por los nazis se dedicó a reclutar republicanos para trabajar en la Organización Todt y en Alemania. Según Jaime Montane, Otto de Burdeos era el jefe de la 252.ª CTE del campo de Gurs. Santiago Blanco, por su parte, escribe: «Hay una razón poderosa para no presentarnos: Morlanes ha reconocido al oficial de la Wehrmacht: es un “internacional” conocido como Otto, ex capitán de la 125.ª Brigada, de la 28.ª División, que más tarde fue comandante del Centro de Reclutamiento Militar de Manresa». Julio Martín Casas y Pedro Carvajal Urquijo recogen testimonios que lo sitúan como natural de Barcelona, algo improbable, y Guillermo Rodríguez, que confiesa haberlo conocido, deriva hacia lo personal y sostiene que «era un poco amanerado». Alemán instalado en la Ciudad Condal, en 1936 era representante de la FAI en el centro de Reclutamiento e Instrucción Militar de Manresa. Después de la derrota nazi, escapó a las depuraciones y se trasladó a Dusseldorf, donde se convirtió hipotéticamente en delegado del Gobierno de la República en el exilio; algo extraordinario de ser cierto. Julián Antonio Ramírez ha proporcionado una serie de datos sobre un sujeto que asocia a Otto Tarnke, quien en el 100.º GTE se había presentado como José María Boto Ribas, catalán, pequeño empresario y anarquista. En el 414.º GTE reapareció con su verdadera personalidad: era agente de la Gestapo y reclutador de mano de obra entre los españoles; Ramírez también asegura que en 1942 envió a 30 españoles del 100.º GTE a Buchenwald. En un reciente archivo fotográfico aparecido en medios del exilio español en Burdeos, una de las imágenes con su efigie la firma como José María Otto. Parece que su nombre verdadero, asociado a una compañía de la OT, era Otto Weddigen. El discurso para ganarse a los refugiados era siempre el mismo: aludía a su participación en la guerra de España al lado de los republicanos, alababa el valor de los españoles, criticaba a los franceses por el trato inhumano que les proporcionaban y les prometía salario y libertad si trabajaban para los nazis[64].

LOS CAMPOS DE CASTIGO AFRICANOS

En el norte de África se produjeron, como vimos, dos flujos migratorios diferenciados. El primero lo aportó la flota republicana, que zarpó de Cartagena y alcanzó Bizerta (Túnez) el 7 de marzo; lo integraban 4150 republicanos (3800 marinos y 350 civiles). Poco después se desarrolló la segunda oleada, compuesta por civiles y militares que escaparon desde las costas levantinas y andaluzas hacia Argelia —y en menor número, a Marruecos— al concluir la guerra. En total, entre 10 000 y 13 000 republicanos. También la prensa promovió en las colonias una campaña contra los exiliados, cortada por el mismo patrón que la vivida en la metrópoli. Pero la población indígena mostró un comportamiento más comprensivo que los franceses, imitados en este caso por los pieds noirs. La actitud del pueblo constituyó uno de los factores que hicieron posible el desembarco; también la ayuda de los españoles de la Casa de España, así como la presencia de diputados socialistas y comunistas franceses. Pero en el norte de África se encontraban también los campos disciplinarios más severos. A las durísimas condiciones climáticas se unían una explotación laboral propia de tiempos olvidados y la brutalidad de los guardianes, algunos de ellos ajusticiados por «crímenes contra la humanidad». «Polvo, tormenta y tormento», escribió en verso Max Aub. Los internados en el Mediodía francés y desplazados luego al África septentrional evocarán con nostalgia los campos metropolitanos.

Los marineros de la flota republicana fueron conducidos a los establecimientos tunecinos de Maknassy, Gafsa y Kasserine. Dormían encima de paja, y no les proporcionaron ropa para defenderse de la noche. Ni comida. Ni siquiera agua. El objetivo declarado era que regresaran a España; lo hicieron poco después 2285 marinos y algunos civiles en los mismos barcos de la flota, que le fueron entregados a Franco. Rechazaron la vuelta 1850 republicanos, distribuidos por una serie de campos de trabajo tunecinos: Ghardimau (construcción de carreteras), Kasserine (actividades agrícolas), Djebel Chambi (tala de árboles) y las minas de Cap Bon. Trescientos de entre ellos fueron llevados a un campo disciplinario; los testimonios insisten en que tal vez mediaron denuncias de quintacolumnistas que habían «apoyado» la defección en Cartagena y que luego se repatriaron. Posteriormente, esos represaliados formaron la 7.ª CTE, destinada en Túnez, y conocida entre el exilio por el «Grupo de Gabés», pues fue en la citada región donde estuvieron trabajando en el ferrocarril. La compañía fue trasladada más tarde a Khenchela (Argelia), montañas del Aurés, un paisaje de nieves perennes, y donde la combinación de inviernos rigurosos y terrenos malsanos provocó una epidemia de paludismo. En los campos de Túnez murieron algunos republicanos, como el bilbaíno Miguel Cavia y el cántabro Eugenio Luna. Otros acabaron en los campos de exterminio alemanes, como Felipe Nogueral Otero, deportado el 2 de abril de 1943 al campo de Sachsenhausen–Oranienburg[65].

Los civiles y militares que llegaron a Argelia, al margen de la flota, pasaron una cuarentena —que duró días o semanas, según los casos— antes de permitirles el desembarco. La mayoría se concentró en el puerto de Orán, donde las autoridades abandonaron a los españoles varados en buques atestados e impedían además a los oraneses acercarse con sus bolsas de comida. La situación de los refugiados nada tenía que envidiar a lo ocurrido en la frontera francesa un mes antes. Según fuentes comunistas, «el Stanbrook carecía a bordo de las más elementales condiciones de higiene. El barco contaba con un solo retrete para tan gran cantidad de personas, y era normal que, al pedir un número para ir a evacuar sus necesidades, se le diese el 1500, aproximadamente, con el cual le correspondía ir al retrete a las 48 horas de haber pedido el número». También aparecieron en aluvión los piojos, compañeros inseparables del exilio. «A resultas de todo esto empezó a declararse el tifus en el barco, lo que sirvió de pretexto para mantener los cuarenta días a bordo en pésimas condiciones», continúa el informe, que también repasa la comida: «Un día, dos hombres se repartieron un dátil como única comida para toda la jornada». El pintor Orlando Pelayo recuerda que «se dieron también casos de locura». Los pasajeros del Campillo estuvieron embarcados durante doce días; los del Stanbrook, veinticinco[66].

En el mes de abril se establecieron tres campos de albergue en Orán para completar la cuarentena. Al primero, situado en la prisión civil de Orán y llamado Centre d’hébergement núm. 1, fueron conducidos unos 600 niños y mujeres del Stanbrook y otros buques; posteriormente se les unieron algunos maridos. Al principio vivían separados, y las parejas sólo fueron autorizadas a convivir después de una protesta. El 6 de abril se abrió otro albergue en un antiguo almacén de la Avenida de Túnez, donde asentaron a los enfermos. Una parte de los hombres del Centre d’hébergement núm. 1 y la Avenida de Túnez fue conducida, pasada la cuarentena, al campo de internamiento de Morand, en Boghari. En el muelle de Ravin–Blanc, puerto de Orán, se habilitó el 11 de abril otro campamento a base de marabouts, que acogió a quienes habían alcanzado Orán en pequeños barcos[67]. Tiempo después, se abrieron en el distrito de Argel los campos propiamente dichos: Carnot, Orléansville, Moliere, Relizane, Campo Morand–Boghari, Campo Suzzoni–Boghar y Ben Chicao (mujeres). Los tres primeros fueron reconvertidos en campos de mujeres y centros de reagrupamiento familiar, lo que no implicaba necesariamente una mejora sustantiva. En Carnot por ejemplo no había «ni comida, ni vivienda, ni ropa, ni calzado e incluso algunas veces ni agua, acompañado todo de un régimen carcelario». Fernando Pradal, entonces un niño, estuvo en Carnot y confirma que en los campos para mujeres y niños la comida era calamitosa, que los malos tratos resultaban habituales. Pero lo que más ha perdurado en la memoria del científico era la sensación de tristeza de los allí reunidos. Todos ellos republicanos de raigambre, antifascistas militantes. Porque, a diferencia de lo que ocurrió en Francia, y con independencia de los marineros de la escuadra republicana, en el norte de África las repatriaciones fueron mínimas: eran exiliados muy politizados y poco dispuestos a convertirse en víctimas de los tribunales franquistas; los regresos no alcanzaron el 5 por ciento, y en ese porcentaje mujeres y niños fueron dominantes. Quedaban en el norte de África más de diez mil republicanos[68].

Morand y Suzzoni

Los dos recintos de internamiento más destacados de la primera fase fueron Campo Morand (Boghari) y Campo Suzzoni (Boghar), en Argelia. Morand estaba localizado a tres kilómetros de la aldea de Boghari y a cien de Argel. Un habitante del campo, José Muñoz Congost, nos ha dejado una vívida descripción de su paso por Morand, enclavado en los límites de un desierto de piedras. Además de un paisaje lunar, las altas temperaturas y el siroco convertían el recinto en un lugar de castigo para los republicanos. Una parte de los internados procedía del Stanbrook, otros llegaron de Orán y, como siempre, sobresalía la presencia de brigadistas. Alcanzó los 2500 hombres, el número más alto entre los establecimientos africanos. Alrededor de la plaza se organizaban tres manzanas o barrios con sus correspondientes barracones y el cuarto lado estaba cercado por alambradas de espino. Había un «alcalde» español para cada barrio, y entre 48 y 50 hombres en cada barraca. Un lavadero con varios caños y otra fuente en la plaza constituían el alivio principal para defenderse del calor y la cochambre. Al principio los detenidos no estaban obligados a trabajar, salvo en asuntos de intendencia: limpieza de las barracas, recogida del rancho y mantenimiento de los útiles de comida. Luego los encuadraron en las compañías de trabajo. Un informe comunista aclara que la mayor parte de los republicanos jamás había trabajado con pico y pala, que les daban 50 céntimos de franco y una comida insuficiente: patatas, zanahoria y nabos; una parte de los víveres era financiada por el SERE o la JARE. En el campo reinaba la disciplina militar, y el comandante, cojitranco y huraño, pasaba revista a los internados como si fueran prisioneros; lo auxiliaban oficiales españoles. Cada dos metros, un africano, fusil al hombro, vigilaba los movimientos de los internados.

Las relaciones entre españoles nunca fueron fáciles en Morand. A las divisiones tradicionales entre los republicanos se unía una última fractura: casadistas y anticasadistas. Y era una inquina reciente (y creciente): concernía de manera especial a los refugiados en África, que, a diferencia de los exiliados en Francia, habían vivido el golpe de Casado y Besteiro. El pacto germano–soviético enmarañó aún más las relaciones entre los comunistas y los otros. El PCE estaba organizado en grupos de 10 o 12 personas; en cada barrio había un comité de tres camaradas y en el vértice, la dirección clandestina. En Morand estuvieron internados importantes dirigentes comunistas: Sebastián Zapiráin (Comité Central), Luis García Lago (comisario del 8.º Cuerpo de Ejército) y Peláez (comisario del 23.º Cuerpo de Ejército); y un militante del PCE que se haría célebre en la resistencia antifranquista, Ramón Vías Fernández, madrileño llegado en el Stanbrook, y que en junio de 1939 fue nombrado responsable del partido en el campo. También los anarquistas se reagruparon. Muñoz Congost, militante de la CNT, apunta que se reunían por regiones para elegir delegados y ayudarse entre ellos, sobre todo ante posibles embestidas de los comunistas. El libertario más conocido del campo era Cipriano Mera, jefe del 4.º Cuerpo de Ejército de la República y uno de los protagonistas del golpe de Casado. Según un documento comunista, Vías era instructor de la unidad que mandaba Mera durante la guerra civil y se opuso al movimiento sedicioso, por lo que «Cipriano Mera lo buscaba por el campo con afán de fusilarlo». Mera tuvo problemas en Morand hasta su extradición a Madrid en 1940.

Lo primero que organizaron los republicanos en Morand fueron escuelas y talleres —además de duchas y retretes—, y entonces comenzó el milagro de siempre: de la nada surgía un poco de todo. Aparecieron maestros y discípulos —había «fiebre por aprender»—, y después la intendencia: mesas, bancos, encerados, tizas, lápices, libros… Para que el prodigio tuviera consistencia ayudó y mucho la tienda que montó al lado del campo un judío bogharí. El público asistía masivamente a las conferencias. También fueron muy apreciadas las representaciones teatrales a cargo de los internos, así como las actuaciones del Orfeón conducido por el maestro Ariznavarreta. Pero la lotería improvisada para jugarse los escasos cuartos tenía más éxito que las charlas culturales, al igual que los partidos de fútbol, entre los miembros de las diferentes barracas. El inevitable emisario enviado por el franquismo transmitía de vez en cuando el mensaje de un regreso a España envuelto en promesas de perdón y felicidad, siempre y cuando «no tuvieran las manos manchadas de sangre»; la muletilla favorita del régimen[69].

A seis kilómetros al norte de Morand se encontraba Suzzoni–Boghar. Lo habitaban unos 300 republicanos, oficiales la mayor parte. En Suzzoni había un importante número de pilotos —doce de ellos de orientación comunista—, marinos y numerosos agentes del Servicio de Información Especial Periférico. También se encontraban destacadas personalidades del PCE, como Pedro Fernández Checa (Buró Político), y jefes militares del Ejército Popular, como Artemio Precioso, Ramón Soliva, Francisco Romero Marín, Valentín González «El Campesino» y Domingo Ungría. El reducido número no erradicó ni el hacinamiento ni la mala vida, condiciones agravadas por unas temperaturas extremas. Otro campo destacado fue establecido en Relizane, cerca de Orán. Inaugurado en julio de 1939, recibió españoles procedentes de Suzzoni y de Morand, hasta alcanzar los mil internos. Tanto las condiciones naturales como los servicios eran mejores que en los campos anteriores[70].

En septiembre de 1939 se acondicionó un recinto que representaba una excepción en el universo concentracionario argelino. Estaba en Cherchell, una pequeña ciudad de colonización romana a 50 kilómetros de Argel, y era un campo abierto, con libertad para moverse por los alrededores, especialmente los fines de semana. Aunque oficialmente se desconoce el cometido del campo y los métodos de selección, uno de sus pobladores, Muñoz Congost, mantiene que fue creado por el alcalde de Cherchell, que era francmasón, y que tenía por objetivo librar de los recintos más duros a sus correligionarios. Como medida para confundir, trasladaron también a Cherchell a profesores, pintores, médicos… El repetido Muñoz Congost atestigua que los francmasones españoles —funcionarios, cargos públicos, jefes militares…— ocupaban una parte del campo, conocida como «el Barrio de Salamanca», y la otra estaba habitada por los intelectuales incorporados en el último momento. Pero los privilegiados no se mezclaban con los internados de base, y raramente utilizaban las instalaciones comunes: comían por ejemplo en los restaurantes de la ciudad. Cuando estalló la guerra, y como consecuencia del pacto germano–soviético, los comunistas fueron trasladados a campos más duros o grupos de trabajo. La lista fue elaborada desde el interior del campo por los «funcionarios» españoles, lo que provocó enfrentamientos y la búsqueda de chivatos. Hubo otra excepción en el panorama represivo argelino, el pueblo de Beni–Saf, donde los propios republicanos montaron una especie de campo de refugiados y fueron tratados de forma excepcional por las autoridades y la población, de origen español. Un detalle puede hacemos calibrar la diferencia: los sábados y los domingos los internados salían del campo invitados a casas particulares[71].

Pero no todos los republicanos en el norte de África acabaron en los campos. Un número importante consiguió avecindarse en Marruecos, Túnez y en especial Argelia; unos, en situación legal y otros, en una ilegalidad tolerada. Los dirigentes más representativos pasaron a la clandestinidad; contaban con facilidades sobre todo en Argelia porque hacia 1939 residían 92 290 españoles, de ellos 65 000 en la plaza de Orán. Entre una colonia tan importante resultaba fácil pasar inadvertido y recabar ayuda para eludir el acoso de las autoridades. Orán era la capital de los españoles antes de la llegada de los exiliados, y estos también se encaminaron hacia la ciudad, pese a la ideología conservadora de la mayor parte de los compatriotas. Según noticias procedentes del PCE, en la plaza se hallaban 532 militantes comunistas, procedentes de Murcia, Almería, Valencia y sobre todo Alicante. Uno de los organizadores del PCE en Orán fue Ricardo Beneyto Sapena, comisario de tanques durante la guerra y, con el tiempo, personaje decisivo de la resistencia antifranquista en la Andalucía de posguerra. Una nota de Alejandro del Castillo, comisionado por la JARE en África del Norte, y firmada en Orán el 27 de noviembre de 1940, confirma la pésima situación de los españoles en ese continente; asegura que por esas fechas había en libertad 2540 republicanos en los tres departamentos de Argelia y en el Marruecos francés[72].

Los exiliados en África estaban abandonados tanto del SERE como de la JARE; sólo 208 republicanos se beneficiaron del viaje a México. El sueño de la mayoría era embarcar para Francia —descartada una vez comenzó la guerra—, Rusia o América. Las listas circulaban por los campos, y cada partido exponía las suyas. Conocemos las del partido comunista, que envió gente a América pero que además tenía el monopolio de las salidas hacia Moscú, adonde marcharon 100 dirigentes y cuadros en mayo de 1939. En el PCE todo orbitaba en torno a la jerarquía, y los listados de los candidatos de Morand y Suzzoni a la reemigración especificaban incluso quiénes debían embarcar en el primer viaje y el segundo. La relación inicial estaba encabezada por los cargos de relumbrón. En primer término, los miembros del Buró Político; detrás, otros jefes y después, los demás. Entre los miembros del Buró se encontraban Pedro Fernández Checa, Isidoro Diéguez y José Antonio Uribes. En una segunda lista aparecen los miembros del Buró Jesús Hernández y Josep Palau, además del diputado Pretel, componente del CC. El tercer escalafón estaba reservado para jefes militares: Precioso, Soliva, Manuel Belda, Ungría o «El Campesino». También aparecían las compañeras de jefes como Uribes, Diéguez y Claudín: Agustina Sánchez, María Carrasco y Josefina López, respectivamente; y la compañera de Monzón, Aurora Gómez Urrutia, con un hijo. Antes de aprobar los listados se realizaban minuciosos informes de los candidatos, y las fichas radiografían los demonios de los mandos comunistas: «de origen pequeño burgués»; «comerciante pero pobre»; «en la sublevación se ha comportado con debilidad»; «cuando lo de Casado demostró miedo»; «calificado de inmoral». Al secretario de José Díaz, Vicente Sánchez, lo despachan con dos palabras: «Muy débil». Llama la atención que en el listado figuren como militantes del PCE muchos afiliados también a la CNT: el entrismo era otra de las aficiones endémicas de los comunistas[73].

El trabajo esclavo: el Transahariano y las minas

Como en Francia, también en el norte de África el trabajo voluntario se tomó obligatorio, y los campos de internamiento se convirtieron en bases estables para los grupos de trabajadores. La situación de los «prestatarios» en las colonias francesas revestía unas condiciones más adversas que en los ubicados en la metrópoli. El trabajo resultaba mucho más penoso que en la metrópoli, sobre todo para quienes bregaban en el Transahariano y en las minas de hulla de Kenadsa. La geografía endurecía hasta el límite las condiciones de vida. Paisajes desolados, temperaturas extremas y un siroco interminable —hasta nueve días ininterrumpidos— que levantaba espesas nubes de arena. «La arena fue la constante pesadilla de los prisioneros. Se encontraba en la comida, en el pan, en la ropa, en el pelo y terminaba por incrustarse en la piel», escribe Antonio Vilanova. Víboras, escorpiones, arañas venenosas… eran acompañantes habituales por los desiertos africanos. Todo por 1,50 francos al día, cuando el castigo no anulaba la paga, y un litro de agua para cada trabajador. África constituía además un territorio ideal para desembarazarse sin demasiadas complicaciones políticas y legales de los extranjeros tachados de conflictivos —anarquistas y comunistas, sobre todo— y también de algunos franceses[74].

Después del armisticio, y hasta 1943, las condiciones de los trabajadores extranjeros en las colonias francesas del norte de África empeoraban conforme pasaba el tiempo. Un despacho del cónsul general de Orán, Bernabé Toca, al ministro de Asuntos Exteriores (3 de agosto de 1940) señala que «como consecuencia de la desmovilización y el cierre de muchas empresas relacionadas con la guerra, el paro amenaza a los españoles, entre ellos a los rojos». Apunta que los desempleados buscaban repatriarse en gran número pero lo evitaban las autoridades francesas, sobre todo con «los comprometidos en el llamado derecho de asilo que están en Colomb–Béchar y en Bou Arfa, sujetos a desmovilización para poder repatriarse». Como siempre, concluía que «los directivos rojos y los asesinos son los que no desean volver a España, y continúan sus gestiones para conseguir un barco que los traslade a México». Según Arme Grynberg y Anne Charaudeau, los grupos de trabajadores en África se constituyeron en noviembre de 1940, afectaron inicialmente a 2660 españoles encuadrados en 13 GTE, con sede en Boghar–Suzzoni, Colomb–Béchar, Khenchela y Bou Arfa; entre Colomb–Béchar y Bou Arfa se repartían diez GTE y 2200 trabajadores. El 1 de abril de 1941 fueron enganchados 487 españoles procedentes de la Marina republicana, lo que elevó el número a 3147. El trabajo esclavo en el norte de África se completaba con los GTE ubicados en dos de los campos disciplinarios más duros: el 5.º GTE se localizaba en Meridja y el 6.º, en Hadjérat M’Guil. También enrolaron a numerosos miembros de las Brigadas Internacionales procedentes de Le Vernet y Gurs. Una de las diferencias fundamentales entre los GTE en Francia y el norte de África residía en el control militar de los segundos. El jefe de todos los campos de trabajo africanos era el coronel Lupi, inspector general de los GTE[75].

Las palizas, castigos y maltratos psicológicos fueron habituales durante la etapa vichysta. Las sanciones recorren los discursos de quienes las sobrevivieron. Entre las más recordadas estaban el «ataúd», el «pozo» y la «noria». Antonio Soriano ha resumido esas modalidades de castigo: «El “ataúd” era una tienda de lona en la que sólo se podía estar tumbado. Allí quedaba el castigado sin poder sentarse ni levantarse un mes o más. La lona se calentaba con el sol. Dentro la temperatura podía alcanzar los 80° C y daban un litro de agua al día. El “pozo” era un hoyo grande y redondo donde dejaban al detenido día y noche sin nada para protegerse; durante el día se asaba de calor y por las noches se helaba de frío. La “noria” consistía en atar al castigado a la cola de un caballo y ponerle un saco de 25 kilos de arena a las espaldas, y hacerle dar vueltas todo el día a la manera de una noria». Una «noria», como se ve, todavía más cruel que la conocida en la metrópoli. Los expedientes comunistas reiteran la crueldad de los castigos: «Si los trabajadores no realizaban la tarea, o por cualquier otro pretexto, eran enviados al 21.º GTE, donde al llegar el castigado era amarrado, los brazos a la espalda, se le cargaban sacos de arena y atándolo a la cola de un caballo montado por un goum y seguido por otro jinete, se le obligaba a correr hasta que caía agotado, siendo después golpeado y luego metido en el tombeau o tumba, una trinchera de 0,80 por 1,50 m, con una manta por única protección tanto de día como de noche». Las sanciones se producían en los propios campos de trabajo; pero cuando las víctimas eran reincidentes o estaban considerados como políticamente indeseables, los remitían a unidades disciplinarias. La primera compañía especializada en castigos fue la 6.ª, ubicada primero en Abadía, al sur de Béchar, y después en las cercanías de Beni Ounif. En ella se apaleaba a los hombres, y a los penados se les daba por toda alimentación una pequeñísima porción de pan al día, acompañada de un litro de agua. «Las torturas aplicadas a los españoles sólo pueden ser comparadas a las que los bandoleros hitlerianos hacen sufrir a la Europa dominada por ellos», reseña un documento republicano[76].

Los campos se esparcían por los desiertos norafricanos, y servían como base de los GTE o directamente como espacios disciplinarios. Clausurados Morand y Relizane, otros los sustituyeron. El cónsul en Orán, Bernabé Toca, consiguió sacar del último 60 enfermos que fueron trasladados primero a Orán y luego repatriados a España. El grueso de los internados trabajaba en el Transahariano, y se asentaba en los campos de Bou Arfa (Marruecos) y Colomb–Béchar (Argelia). En el primero no se podía ni comer porque las moscas lo inundaban todo, incluidos los alimentos, pero existían contratiempos más graves que las deficiencias laborales y alimenticias. El 21 de julio de 1941 fueron detenidos varios refugiados, entre ellos Emilio Fradera y Rafael Barrera; en el mes de noviembre se multiplicaron los arrestos, con la detención de 64 trabajadores, que fueron torturados y posteriormente conducidos a la prisión marroquí de Port–Lyautey (hoy, Kenitra); el gallego Sintes murió cuando trataba de evadirse. Pero otros lugares de internamiento en Argelia empezaban a considerarse como paradigma de la represión, comparables en algunos aspectos a los campos alemanes menos severos: Méridja, Djelfa, Hadjérat M’Guil, Ain–El–Ourak, Caffarelli… Una orden de diciembre de 1941 legalizó los campos disciplinarios[77].

El 5.º GTE estaba ubicado en Méridja, un campo donde reinaban el comandante Favre —cada recinto disciplinario disponía de su tirano particular— y un ayudante famoso, el sargento Burgher. Los internados, la mayoría republicanos españoles, padecían las condiciones habituales del norte de África: el calor insoportable, los pies descalzos y la amenaza del paludismo. Pero tan lamentables como las condiciones materiales eran los aspectos simbólicos, y el trabajo que realizaban era una faena sin objeto: transportar piedras de un lugar a otro. Tampoco podían recurrir a la ilusión tradicional de los reclusos, la huida. La primera población, Colomb–Béchar, estaba a más de cien kilómetros. En medio, el desierto y sus olas de arena. Algunos lo intentaron pese a todo, aunque eran cazados por los jinetes árabes, que cobraban 50 francos por cada español vivo o muerto que devolvieran al campo. Unos pocos consiguieron el milagro de escapar vivos, pero entonces el castigo lo sufrían los compañeros. Cuenta Vilanova que en 1941 seis internos burlaron la persecución de los goumiers: todos los pobladores del campo, en pleno desierto, estuvieron privados de agua durante veinticuatro horas. Otros nueve republicanos sortearon posteriormente todos los peligros y escaparon: entre ellos Tomás Barbeito y Jesús López. Entre los cautivos ilustres de Méridja se encontraba Esteban Martínez, ex gobernador civil de Granada, quien llegó en un estado lamentable procedente de Aïn el Ourak. En Méridja también recalaron 25 españoles, que habían pertenecido a la 5.ª CTE, confinados durante varios meses en los «Pozos de Djorf Torba», un pequeño oasis en el desierto, adonde fueron conducidos con el objetivo de diezmarlos[78].

Campos de castigo en el desierto africano

En la jerarquía de la explotación y el sufrimiento en el norte de África destacaban otros dos centros: Djelfa y Hadjérat M’Guil. El primero se creó en 1939 para desterrar a los comunistas franceses, pero quedó libre en abril de 1941, cuando fueron trasladados al campo de Bossuet; desde entonces se reservó para extranjeros. Enclavado en el desierto, en los Montes Ouleds, era conocido como «el campo de la muerte» y acogía desde 1941 a numerosos republicanos y brigadistas; una media entre 800 y 1000. La primera imagen del campo era una noria arrastrada por reclusos, azuzados por el látigo de un carcelero; y las letrinas, que estaban al aire libre. Luego venía la bienvenida del señor feudal del lugar, el comandante François Cavoche: «Españoles: habéis llegado al campo de Djelfa. Estáis en pleno desierto. Pensad que de aquí sólo os liberará la muerte». Cavoche es recordado como un tirano y un sádico, que pasaba revista con una fusta en la mano. Fuentes exiliadas lo definían como «un hombre típicamente brutal, y todos los trabajos que se realizan en el campo van a su beneficio particular». Sus ayudantes —Grissard, Schneider y Gravela— lo superaban en crueldad. Max Aub dedicó un libro de poemas a Djelfa, y los doloridos versos también retrataron a uno de los sicarios que disponía de sus vidas, el ayudante Gravela: «Cómo quieres que te olvide, / tú, Gravela, hijo de puta, / hiel surcada de vinagres / todo tú pura pezuña, / y matador a mansalva, / diciendo con risa tuna: / Aquí dejaréis los huevos. / Ganará la guerra Prusia, / calla cochino españolo». Las penas eran reforzadas con castigos suplementarios. A pesar de las condiciones climáticas, los sancionados no podían acompañarse de prendas de abrigo para defenderse de las severas temperaturas nocturnas, y la alimentación, insuficiente por lo común, se reducía de forma drástica; en caso de recibir comida, era salada o picante. Un vademécum de la abyección humana, que ocasionó una cincuentena de muertos. Aunque el trabajo era voluntario, muchos se apuntaban porque era el único medio de conseguir las calorías necesarias y sobre todo de ocupar el tiempo. Pasados los primeros momentos de zozobra, los días transcurrían uniformes y el hastío era uno de los peligros que acechaba la integridad de los internados. Cavoche aprovechó esa necesidad para sacar adelante varios negocios paralelos, además de traficar con la ración diaria de los internados: huerto, carpintería, pocilga, forja, curtido de pieles y jabonería; les pagaba 20 francos por día y les retenía la mitad para sufragar la comida. Quienes trabajaban en el taller de esparto y descargando trenes recibían a cambio un poco más de comida, nunca dinero. El campo estaba a cargo de spahis.

En junio de 1941, cuando Hitler atacó la URSS, la situación se enredó. En Djelfa había entonces 400 ex combatientes republicanos, 10 españoles detenidos por simpatías izquierdistas, 75 brigadistas y 122 políticos. El número de internados en 1942 era de 1088 hombres. Había entre ellos de 20 a 30 tuberculosos, que malvivían sin tratamiento médico, ni alimentación especial y mezclados con los refugiados sanos. Otros 50 internados padecían problemas cardíacos, reumáticos, nerviosos…, también sin atenciones específicas; además de 15 mutilados, algunos anémicos y 70 hombres viejos «de más de cincuenta años». Los informes republicanos insisten en la profusión de enfermedades epidémicas: 150 fueron víctimas de la ictericia y 70 padecieron cólicos desinteriformes con defecaciones sangrientas y diarreas febriles; estas últimas afectaban a casi todos los presentes. «La enfermería del campo está instalada en una barraca de madera, que no tiene techo, y donde el viento sopla por las numerosas rendijas que hay en las paredes. En la sala de consulta no hay apenas instrumental médico, ni siquiera una cama para los enfermos», continúa el informe. Casi todos los internados mostraban llagas cutáneas, sobre todo en el verano. En esas circunstancias, la alimentación se reducía a 600 gramos de pan por día, sucedáneo de café por la mañana y sopa en las dos comidas. La severa situación de Djelfa provocó que unos 150 internados eligieran la repatriación, pero la mayoría prefirió las penalidades a la vuelta a España. Por Djelfa pasaron republicanos ilustres, como Cañas, gobernador de Murcia y Almería, pero el español que asocia su nombre a Djelfa es Max Aub. Este escritor fue detenido «por comunista» —ideología que no profesaba— en marzo de 1940, y estuvo cautivo en la cárcel de Roland Garros antes de ser enviado a Le Vernet, de donde salió en mayo de 1941. Un año más tarde, la denuncia de Lequerica lo llevó por segunda vez a Le Vernet. A primeros de noviembre fue deportado a África: Argel, Djelfa y finalmente Casablanca. Cuando la Liberación, Cavoche fue condenado a dieciséis meses de cárcel: una ganga[79].

Hadjérat M’Guil era un apeadero entre Saida y Colomb–Béchar, y fue conocido como el «Buchenwald francés». Los trabajadores vivían en marabouts rodeados de alambradas, a la sombra de un antiguo fuerte. Funcionaba en realidad como el 6.º GTE, un grupo disciplinario, y el teniente coronel Viciot, a cargo de todos los GTE de Colomb–Béchar, tenía en él su centro de operaciones. Habitualmente, entre los 250 miembros del grupo había 60 o 70 que estaban aislados en zonas de castigo. Los pobladores de Hadjérat —entre ellos, 27 marinos que desembarcaron en Bizerta— provenían sobre todo de las compañías de trabajadores. El campo también reunía a brigadistas traídos de Argelès y Le Vernet, republicanos considerados extremistas y destacados antifascistas; y a judíos. Para los guardianes, dos palabras uniformaban a todos: canalla comunista (rocaille communisté). Una parte del quehacer cotidiano en Hadjérat incluía la humillación de los internados y su agotamiento, aspecto que lo emparentaba con los campos de exterminio nazis. Uno de los trabajos consistía en subir bloques de piedra de varios kilos de peso —a manera de sanción— hasta lo alto de una colina y luego bajarlos a paso ligero. Para impedir las evasiones, los internados tenían que entregar los zapatos durante la noche, que les eran devueltos de madrugada para trabajar; sin zapatos era imposible imaginar siquiera una fuga. Las cuchillas de afeitar estaban prohibidas porque tenían la consideración de armas. Cuando un cautivo huía, sus compañeros estaban obligados a excavar una tumba para el prófugo. Si los cazadores de recompensas árabes lo devolvían al campo con vida, era apaleado hasta morir al lado de la fosa que le serviría de sepultura. Los domingos podían lavar la camisa, pero sólo esa prenda, y el resto de la vestimenta permanecía meses sin lavar. Tampoco lo hacían con los utensilios de comida, porque había que administrar el agua. Por supuesto, no había espacio ni tiempo para la intimidad. Las cartas que llegaban o se remitían eran leídas por los carceleros. Los paquetes de familiares, y también los de la Cruz Roja, inspeccionados y sisadas las cosas de valor. En el campo se formó un fondo colectivo para ayudar a los más necesitados, para que la pobreza pareciese al menos decorosa.

Hubo españoles que perdieron la vida en Hadjérat, el «valle de la muerte», algunos de manera infame. Testigos y cronistas espigan en sus relatos los casos más conocidos. Como el de Francisco Pozas Olivier, oficial de la Marina española. Harto de las vejaciones, atacó al cabo Riepp con una cuchilla marcándole el rostro para siempre. Aunque consiguió escapar, al final fue detenido por los jinetes árabes. Herido de bayoneta, lo dejaron morir como a un perro. O Loredo Ruiz, que expiró en el hospital de Colomb–Béchar, después de que lo apalearan los vigilantes. Una muerte horrenda soportó Moreno, golpeado en Colomb–Béchar incluso por el propio comandante Viciot y sus ayudantes. Enviado a Hadjérat con el único objetivo de que lo eliminaran, fue torturado reiteradamente. Falleció al octavo día. Muñoz Congost sostiene que lo estranguló Dourmenoff con sus propias manos, mientras Riepp le sujetaba las piernas. Aunque ya estaba medio muerto de trabajos y de heridas, lo remataron porque le habían dado ocho días para morir, y el republicano Moreno, un gigante bonachón, era terco hasta para eso: lo asesinaron el 25 de septiembre de 1942 para que se cumplieran los plazos. En los papeles oficiales figura como fallecido «de muerte natural»: una expresión que aparece en todas las latitudes como el eufemismo más repetido del crimen de Estado. Hadjérat era un campo de concentración sin paliativos, y mereció los peores calificativos del orden represivo francés en las colonias. En él reinaba el todopoderoso comandante Santucci «Bocanegra», al que Muñoz Congost califica de «zamarro, grosero, brutal y egoísta». El mismo testigo nos ha proporcionado retratos vividos de los vicarios de Santucci, aún más crueles que el propio jefe. Como el jefe–adjunto Finidori —«el hombre de las torturas brutales, sádico, criminal uniformado»—, y otros dos corsos, Mosca y Dauphin. Por último apostilla sobre los dos cabos de vara, el alemán Otto Riepp y el ruso asiático Dourmenoff: «Brutos sin cerebro, desperdicios humanos, ramplones». Los testimonios de los supervivientes homogeneizan los adjetivos: degenerados, violentos y borrachos. Después del desembarco aliado en el norte de África, Santucci y Riepp fueron juzgados y ejecutados. Finalizaron así su carrera de patriotas etílicos que tenían el Talión por toda fuente jurídica. Los demás salvaron la vida. Condenados y conmutados por trabajos a perpetuidad, Finidori y Dauphin. También recibió el mismo castigo el teniente coronel Viciot. Lupi fue absuelto[80].

El cuarto campo de castigo era Ain–El–Ourak, ubicado en un terreno pedregoso del Atlas argelino, donde se pasaba de un sol de justicia a un paisaje de nieves. Reemplazó a Méridja como campo disciplinario. Como en los otros, se producían maltratos al llegar y la alimentación resultaba insuficiente. El castigo conocido como el tombeau llegó a su máxima crueldad: 1,80 m de largo, 0,80 m de ancho y 0,80 m de profundidad; los propios castigados cavaban la zanja, y una cantimplora con agua y un pedazo de pan era lo que recibían cada día. No resultaban mucho mejores las condiciones para quienes seguían las pautas de los capataces: macarrones hervidos y doscientos gramos de pan para compensar diez horas fabricando y transportando adobes. En Ain–El–Ourak había un peligro adicional: un variopinto elenco de escorpiones y víboras. El hecho de que caminaran descalzos y que durmieran al aire libre, entre piedras y espinos, incrementaba su peligrosidad. Juan Beneyto nos ha dejado testimonio de que en los campos africanos desaparecía la civilización y se convertían al mismo tiempo en laboratorio del darwinismo: «A fuerza de andar descalzo sobre la arena, la planta de los pies y en especial los talones se endurecieron dando lugar a una especie de carne muerta, que tenía la ventaja de que era inmune a las picadas de los escorpiones». Un aspecto relevante de Ain–El–Ourak, al igual que en otros campos represivos, fue que llegaba ayuda en forma de pequeñas cantidades de dinero, alimentos y ropa de los republicanos enrolados en los grupos de trabajadores, a quienes nada sobraba pero que practicaban una solidaridad conmovedora. La mínima ayuda era repartida gracias a los chóferes de los camiones de suministros entre las compañías y los campos disciplinarios, que se arriesgaban a graves represalias en caso de ser descubiertos. Gracias a ellos también se organizaban fugas de líderes que encabezaron más tarde la resistencia en Orán, Argel o Casablanca. Según Lucio Santiago, Barrera y Lloris, autores de un libro sobre los campos africanos donde estuvieron internados, entre los chóferes de la solidaridad destacaron José González «Nene» y Antonio Mascareñas[81].

Todos los establecimientos anteriores no alcanzaban el envilecimiento de la prisión–fortaleza de Caffarelli, adonde llegaban aquellos condenados que las autoridades carcelarias querían atemorizar. No resultaba fácil salir con vida de Caffarelli, conocido como el Colliure africano, o por lo menos sin lesiones. Los castigados —procedentes sobre todo de Djelfa— eran enclaustrados en calabozos en los que apenas podían moverse, abandonados a su suerte en muchos casos. Lo habitual eran 15 días en Caffarelli, donde las celdas tenían 2,50 por 1,25 m, y los penados dormían encima del cemento, tres cuartos de litro de agua al día y tres internados por celda, sin luz, 150 gramos de pan y dos raciones de cuarto de sopa por día. Otros campos de extranjeros fueron los de Bossuet (Dhaya) y Djenien Bou Rezg, en Argelia; Sidi El Ayachi, Qued Zem y Missour, en Marruecos. Cuando se produjo el desembarco aliado en el norte de África, todavía permanecían activos en Marruecos y Argelia varios recintos que albergaban extranjeros, españoles sobre todo. Como era un protectorado, fuentes republicanas afirman que en Marruecos la «represión no había sido tan encarnizada»[82].

Los penales argelinos y marroquíes

Además de campos de trabajo y disciplinarios, la organización represiva de la Francia colonial se completaba con una red de penales: Barbérouse, Maison Carrée, Prisión Civil de Orán, Lambèse y Bérrouaghia, en Argelia; Missour y Port–Lyautey, en Marruecos. A estas prisiones iban a parar los españoles detenidos por faltas graves o bien aquellos que eran condenados por los tribunales coloniales. Aunque las cárceles no eran precisamente lugares de recreo, los condenados concitaban más y mejores atenciones que los internados en los campos disciplinarios. Una verdadera paradoja. La prisión de Barbérouse era una antigua fortaleza de Argel, y pasaron por este penal hasta finales de 1942 unos cuarenta republicanos, entre ellos Lucio Santiago y Alfonso Arguelles, dirigentes del PCE en el norte de África, así como Manuel Rodríguez Martínez, ex gobernador civil de Alicante. Fueron famosas sus celdas de castigo. La Maison Carrée, también en Argel, era una cárcel moderna. Los detenidos estaban distribuidos según la categoría: diputados comunistas, presos políticos franceses, argelinos y españoles; aquí se encontraban cuatro republicanos condenados a muerte. Los diputados comunistas fueron liberados en febrero de 1943 y los demás, durante el verano de ese año. En la Prisión Civil de Orán se hallaban los republicanos detenidos en la construcción del Transahariano, y los procesos del invierno de 1941–1942 llevaron a ese penal otra veintena de españoles. La prisión argelina de Lambèse, en Constantina, disponía además de un lazareto. Era una habitación alejada de los otros edificios donde se arracimaban doscientos reclusos en condiciones higiénicas insoportables; los españoles estaban encerrados en celdas de castigo de 2,50 por 1,80 metros. «Una ventana muy alta, un catre, una cubeta y un jarro para el agua. Como vestido: una larga camisa remendada que hay que llevar de manera ininterrumpida durante tres semanas», evoca un superviviente. Los republicanos salieron de Lambèse el 15 de julio de 1943: una liberación tardía, seis meses después de la derrota de los vichystas en África del Norte. Próxima a Suzzoni–Boghar se encontraba la cárcel de Bérrouaghia, al lado del pueblo del mismo nombre. Un penal duro, donde el jefe Sandra recurría habitualmente a métodos violentos. Una veintena de españoles pasaron por este penal, entre ellos José Mallo Fernández. Los republicanos detenidos en el protectorado francés de Marruecos eran llevados a Missour; también los hubo en la Prisión de Port–Lyautey, entre ellos medio centenar pertenecientes a la Resistencia[83].

Pese a todas las dificultades reseñadas, los españoles participaron en la oposición de las principales ciudades del Magreb, sobre todo en Argel y Orán. Entre los hombres más destacados estaban personajes conocidos de los campos, como Ricardo Beneyto, Ramón Vías, José Mallo y Lucio Santiago, que se manejaban en la clandestinidad. Los activistas políticos, al igual que los pobladores de los recintos de castigo, contaban con la solidaridad de los trabajadores de las diferentes compañías; también de las formaciones políticas y sindicales argelinas de izquierda. Vías se convirtió incluso en el máximo dirigente de los comunistas argelinos cuando fueron detenidos los miembros más representativos de la cúpula del PC local. No resulta extraño que fuera primero condenado a muerte en ausencia y, cuando la libertad, lo nombraran Ciudadano de Honor de Argel. Pero antes de la Liberación, los republicanos pasaron por momentos críticos. La invasión alemana de la URSS significó un incremento exponencial de la represión, y tanto en Marruecos como en Argelia las cárceles se atiborraron de exiliados. Las fuentes comunistas informan de los más de 30 condenados a trabajos forzados —entre 5 y 25 años— en los juicios celebrados en Orán entre el 26 de enero y el 7 de febrero, y que fueron conducidos después al penal de Lambèse. Notifican asimismo sobre los procesos de Argel y Casablanca, en los que varios republicanos fueron condenados a trabajos forzados. En el primer caso, 40 españoles, trasladados al penal de Maison Carrée. En el segundo proceso, la condena afectó a 30 refugiados, conducidos a Port–Lyautey. Hubo penas más graves. Más de un centenar de españoles fueron condenados por las Secciones Especiales de los Tribunales Militares en Argel, Orán y Casablanca. Seis de ellos lo fueron a la máxima pena —«recibieron la lectura de la sentencia con un aplomo de gigantes»—, y se salvaron gracias al desembarco aliado. Otros cuatro españoles, Ramón Vías y Remedios Martínez entre ellos, fueron condenados a muerte en rebeldía[84].

Los testimonios confirman que entre el armisticio y el desembarco aliado (junio de 1940–noviembre de 1942) menudearon los delegados franquistas en el norte de África —diplomáticos, militares, agentes…— para incitar a los republicanos a repatriarse. Con poco éxito, como sabemos: la mayoría eran portadores de inequívocas trayectorias políticas y sindicales, que en la práctica abortaba el retomo. De todos modos, por la correspondencia consular sabemos de la existencia de algunos movimientos de repatriación. El consulado general en Orán notifica el 4 de agosto de 1941 que 187 españoles en Argelia trasladados a Djelfa solicitaban el regreso a España. Ese mismo día el cónsul general en Argel, José Cortés, completaba el comunicado: explica que, efectivamente, unos doscientos internados en Djelfa se habían puesto en contacto con el consulado para su repatriación, manifiesta desconocer el número exacto de españoles en ese campo y advertía de un problema importante: el alto comisario de España en Marruecos había detectado que sobre algunos pesaban graves acusaciones. El armisticio y el subsiguiente dominio de Vichy comprometió la situación de los republicanos. Incluso se persiguió por vez primera a los instalados en la ciudad marroquí de Casablanca, que disponían de salvoconductos. La solución en todas partes pasaba por embarcar hacia América. Bernabé Toca, en un despacho de 23 de agosto de 1940, alerta de que Antonio Pérez Torreblanca, delegado del SERE en Orán y antiguo diputado de Izquierda Republicana, se había trasladado a Casablanca con el objetivo de dirigirse a América vía Portugal, y asegura que «la vida se hace cada día más difícil aquí para los elementos dirigentes rojos». Explica que muchos dirigentes republicanos trataban de escapar. «Este consulado sigue vigilando muy de cerca los manejos de estos rojos. La Prefectura nos ha prometido que hará cuanto pueda para que los peligrosos abandonen el territorio lo antes posible», concluye[85].

La liberación del norte de África

En noviembre de 1942 se registró un episodio capital en la guerra y especialmente en el norte de África: el desembarco anglo–americano. Cuando se produjo la liberación había en el norte de África unos 7100 internados en los campos: 900 franceses, 3200 españoles y 3000 extranjeros. Contra lo que cabría esperar, este hecho apenas influyó en la situación administrativa de los refugiados: siguieron funcionando los GTE y también los establecimientos disciplinarios. Lo confirma Félix Gurrucharri: «Cuando el desembarco aliado, a nosotros no nos liberaron. Continuamos en el mismo campo, con los mismos jefes y con el mismo régimen ignominioso. De la misma forma que en Francia las comisiones alemanas visitaban los campos invitando a inscribirse a los refugiados para ir a trabajar para ellos, aquí vinieron los ingleses invitándonos a alistarnos en sus rangos…». Una explicación de por qué el cambio de régimen no entrañó una modificación inmediata y radical en la situación de los refugiados pudiera deberse a que el desembarco se había realizado con la aquiescencia de notorios vichystas, como el almirante Darían y el general Nogués, que hacían algo tan humano como negociar el cambio de bando. También el jefe militar del norte de África, el general Henri Giraud, era conservador y antirrepublicano. La suerte para los españoles fue que estos elementos reaccionarios perdieron el pulso por el poder con el general De Gaulle. Aunque la situación de los campos no se corrigió, automáticamente las condiciones mejoraron pronto. Lo afirma Muñoz Congost: «Y a las pocas horas, todo había cambiado en el campo. Se redujeron los ritmos de trabajo… no se oían gritos… corría un aire fresco de esperanzas. Al fin: algo nuevo. Desaparecieron los capos. Desapareció el mando. Por desaparecer, hasta lo hicieron las obligaciones». Unas cifras aportadas por Rubio evidencian la situación próxima a la esclavitud de los trabajadores de los GTE africanos y al mismo tiempo el cambio producido a raíz de la invasión aliada. En el campo de Bou Arfa, los trabajadores cobraban a mediados de 1942 un franco diario, pasaron a cobrar 20 en noviembre de ese año y en febrero de 1943 les ofrecían 100 francos. Los republicanos fueron exigiendo poco a poco nuevas condiciones. Donde primero impusieron la normalidad fue en las minas de Kenadsa, lo que repercutió en mejores sueldos y un trato civilizado. Las autoridades coloniales hicieron después un ofrecimiento envenenado a parte de los trabajadores: le proporcionaban documentación si aceptaban vivir y trabajar entre Ain–Sefra y Kenadsa, con lo que su única posibilidad laboral eran las propias minas de Kenadsa[86].

Los aliados no eliminaron los GTE y los campos de internamiento hasta el 27 de abril de 1943, cuando rindieron visita las comisiones aliadas, y la liberación de todos los presos políticos —como sucedió en el penal de Lambèse— no se concluyó hasta junio. Una vez en la calle, los republicanos barajaron cuatro alternativas: la reemigración a México; un contrato de trabajo para la producción industrial, acompañado de una autorización de residencia en las colonias francesas; el alistamiento en el Ejército inglés —361.ª Compañía de Pioneros Británicos— mientras durase la guerra, sin garantía de asilo posterior en Gran Bretaña; y la posibilidad de trabajar para los americanos, igualmente sin promesa de regularización de residencia. También podían enrolarse en la Legión extranjera francesa o los Cuerpos Francos de África. Javier Rubio radiografía la situación de los 3192 refugiados españoles en Marruecos y Argelia, que a partir de mayo de 1943 quedó de la siguiente manera: 987 marcharon a México, 1771 recibieron contratos de trabajo, 42 se alistaron en los Pioneros Británicos —Vilanova escribe que en los pioneros combatieron «cientos de españoles»— y 392 ingresaron en centros de reposo. En junio de ese año, algunos marinos de la flota republicana volvieron a contemplar el mar después de varios años de nieves y desierto[87].

Producido el desembarco, una parte de los exiliados empezó a colaborar con los servicios de inteligencia británicos y sobre todo americanos. Conocemos poco de esa participación. Al tradicional secretismo de los movimientos de espionaje se añade la constatación de que los republicanos tenían mala conciencia de haber participado en ese tipo de actividades. Como sucedió en Francia con las redes de evasión. Con la ayuda de los servicios de inteligencia americanos, en 1943 se introdujeron en el Marruecos francés elementos comunistas para establecerse en la colonia y contactar con los correligionarios andaluces. Los americanos, ante la posibilidad de invadir España, armaron incluso grupos guerrilleros con destino a las costas andaluzas. Las operaciones estaban controladas por los servicios secretos americanos mediante la Office of Strategic Services y la Office War Information. La intermediación fue llevada a cabo por Julio Álvarez del Vayo (ministro de Estado con Negrín), Antonio Velao (ex ministro republicano) y Benigno Rodríguez (secretario de Negrín). El proyecto contaba con la creación de una escuela de formación en las proximidades de Argel. Los españoles seleccionados desembarcaban en las playas de Cantarriján y La Caleta con el cometido de recoger información para los americanos, y estos, a cambio, auspiciaban el enlace entre los republicanos que pasaban de África y los grupos de huidos de las sierras próximas. Además de introducir armas. Personaje decisivo en esos desembarcos fue Joaquín Centurión Centurión, que logró relacionarse con antifranquistas de la comarca partidarios de la acción. Este movimiento acabó brusca y momentáneamente en febrero de 1944 como resultado de una importante caída de comunistas en Málaga, que luego se extendió por toda España; un confidente o los propios americanos pusieron a la policía tras su pista. El PCE, como era su costumbre, criticará más tarde estas actividades, que se cortaron con la llegada de Carrillo al norte de África en octubre de 1944. De todos modos, se impone una pregunta: ¿la razón principal de Carrillo para romper la colaboración no sería el apoyo previo a ese pacto por parte de Monzón[88]?.