República de fugitivos
Tú abandonarás todas las cosas que más entrañablemente amas,
y esto es el primer dardo que dispara el arco del exilio.
DANTE
Cuando Fernando VII y sus secuaces establecieron que había dos Españas y que el destino natural de una de ellas era la horca, liberales y afrancesados supieron de los sinsabores del exilio. Aunque el episodio se repitió periódicamente, ningún movimiento de refugiados adquirió las proporciones del que siguió a la guerra civil: cerca de medio millón de republicanos se precipitó hacia la frontera hispano–francesa en los primeros meses de 1939; y el desastre se remató, semanas más tarde, cuando los restos del Ejército de la Región Centro huyeron al norte de África. Expulsados de su patria, continuó después una formidable campaña de lapidación simbólica. Empezaron por uniformarlos ideológicamente en todos los idiomas: rojos españoles, espagnols rouges, rotspanier… Las consignas lanzadas por los funcionarios del nuevo orden borraron la pluralidad republicana, convertida en etiqueta bolchevique, y la industria de la mentira abocó a los expatriados a políticas de exclusión y rechazo. Las cancillerías occidentales, aprovechando el barullo y el juego de equívocos, decidieron manejar como ectoplasmas a los vencidos. A partir de esa decisión, la solidaridad fue proscrita: países y organismos practicaron un apagón humanitario que laminó las esperanzas —en algunos casos, las vidas— de los infelices españoles. Los desacuerdos entre partidos y sindicatos, pastoreados por rabadanes que sólo representaban sus propios intereses, dispararon el tiro de gracia contra la República en el destierro.
Las circunstancias políticas europeas agravaron la posición de los evacuados. Francia, país de asilo por excelencia, mudó rápidamente en campo de internamiento. El libertario José Borrás confiesa que fue una suerte desconocer el idioma francés para así ignorar los improperios que se inferían de los gestos de sus anfitriones, pero también debe plegarse a la miscelánea de sensaciones que fue el exilio: «Y sin embargo, aun siendo tan mal tratados, debíamos estarles agradecidos porque, al acogernos, a muchos de nosotros nos salvaban la vida». Era un dato irrebatible: Francia se comportó por comparación como un país ejemplar; las otras potencias democráticas, en especial Gran Bretaña y Estados Unidos, tapiaron sus territorios al flujo de refugiados. Las organizaciones humanitarias internacionales, por su parte, no parecían concernidas por la tragedia de los republicanos; como si las funciones asistenciales que tenían asignadas prescribieran automáticamente cuando de españoles se trataba. Fueron ignorados por la Alta Comisaría para los Refugiados de la Sociedad de Naciones, y también por las entidades encargadas de los perseguidos políticos: el Comité Intergubernamental para los Refugiados y la Oficina Internacional Nansen para Refugiados Políticos. Tampoco les alcanzaron los beneficios del Convenio de Ginebra cuando estalló la guerra en Europa. Aunque se ensayaron explicaciones técnicas —Franco fue reconocido y no privó a los exiliados de la nacionalidad española: podían desandar los Pirineos—, la realidad era que los republicanos concitaban la insolidaridad de una Europa polarizada, convulsa y a merced de patriotismos rancios, que perseguía un equilibrio imposible entre los movimientos totalitarios emergentes y las democracias timoratas.
LA FRONTERA DE LA ESPERANZA
Concepción Fernández, madrileña del barrio de Chamberí, estaba casada con Román Vargas, soldado de la República. Huyendo de las tropas rebeldes, que habían entrado el 26 de enero de 1939 en Barcelona, llegó a Figueras. Concepción quería compartir la suerte de su marido, y la acompañaban cinco hijos menores de edad. Un día salió a por alimentos, seguida de los tres mayores, y dejó a dos niñas en el alojamiento colectivo; en el intervalo, la aviación de los «nacionales» atacó el lugar. Cuando Concepción Fernández regresó al refugio encontró a sus hijas muertas y apenas le dio tiempo de unirse a la columna de vencidos que serpenteaba camino de la frontera. Coincidiendo con esa tragedia que se añadía a miles de calamidades parecidas, el 1 de febrero a las diez y media de la noche se reunió el Parlamento republicano en los sótanos del castillo de San Ferran de Figueras. Los 62 diputados eran conscientes de que asistían a un acontecimiento histórico, y la asamblea aprobó por unanimidad una proposición que decía: «Las Cortes de la nación, elegidas y convocadas con sujeción a la Constitución del país, ratifican a su pueblo, y ante la opinión universal, el derecho legítimo de España a conservar la integridad de su territorio y la libre soberanía de su destino político». La sesión se levantó cuando pasaban cuarenta y cinco minutos de la medianoche. Era la última vez que las Cortes republicanas se reunían en suelo español. Mientras Concepción Fernández empujaba su dolor hacia el exilio, sin tiempo para honrar a sus muertos, la República agonizaba en la villa de Figueras, a veinte kilómetros de la divisoria pirenaica.
Fracasados los últimos intentos de conseguir una paz sin represalias, por mediación franco–británica, había que acercarse a la frontera a matacaballo. Como fuera. Mientras los soldados aguantaban como podían la avalancha rebelde, los civiles arrastraban sus mínimas pertenencias y todo el horror de los últimos meses. «Había mujeres que acarreaban sobre sus cabezas cestas llenas de ropa mojada, con cuatro o cinco criaturas llorosas cogidas a sus faldas. Había toda la miseria y la desesperación imaginables y las que no pueden imaginarse», escribe Federica Montseny. Abundaban los niños entre las primeras oleadas de extrañados, y entre ellos los hijos de Concepción Fernández: Conchita, Manuel y Antonio. Algunos pequeños sucumbieron al frío, y a la desnutrición, y a las enfermedades; y también a la metralla. Una imagen golpea el recuerdo de los supervivientes: las madres locas de dolor que abrazaban a sus hijos difuntos, que se negaban a enterrarlos, incapaces de aceptar la realidad. En ese revoltijo de cuerpos y miedos también se movían los adolescentes y los viejos. Antonio Gardo Cantero refiere cómo la aviación ametrallaba las columnas de civiles: «Cuando los aviadores terminaron las bombas de mano que nos tiraban con toda impunidad, nos arrojaron las cajas de embalaje de aquellos elementos de destrucción y muerte». En pocos días, un tropel de civiles se agolpó en la áspera orografía pirenaica, azotada sin descanso por la ventisca, sobre todo en los pasos fronterizos de Port–Bou–Cerbère, La Junquera–Le Perthus, Camprodón–Col d’Arés–Prats–de–Mollo y Puigcerdá–La Tour de Carol–Osseja. Pero la frontera era sólo un medio entre otros de escapar: hubo pilotos que trasladaron a sus familias en avión, y barcos de todo tipo fondeaban en puertos y playas del Mediterráneo francés[1].
Aunque las autoridades se mostraban contrarias a la entrada masiva de los republicanos, la noche del 27 al 28 de enero abrieron pasillos para los civiles. El 31 de enero se autorizó el paso de los heridos; la amputación de miembros por falta de cuidados creció de modo exponencial en los últimos días y el miliciano mutilado se convirtió en otra imagen habitual de la retirada. Pero la cuestión clave en la frontera residía en conocer si Francia permitiría la entrada de los soldados. Desde un punto de vista técnico, la solución parecía sencilla: los gobernantes franceses no habían reconocido los derechos de beligerancia de los bandos en guerra y por lo tanto no estaban obligados a responsabilizarse de los vencidos conforme a los convenios internacionales. Las autoridades, pese a todo, no tuvieron el valor de adoptar una decisión que se adivinaba catastrófica y asilaron a los milicianos. Un testigo de la época sostiene que «probablemente les obligaron a ello, tanto las armas que llevábamos la mayoría de los hombres, como los rostros asustados de aquella avalancha decidida a cruzar a cualquier precio»[2]. Un análisis retrospectivo ajeno a lo que acontecía en la realidad.
A las ocho de la mañana de un 5 de febrero friolento se permitió el acceso de los soldados por Cerbère y al día siguiente, a partir de las cuatro y media, por Le Perthus, lugar de entrada de la mayoría de los milicianos. El día 6 salieron de España las autoridades más representativas: Manuel Azaña, presidente de la República; Juan Negrín, jefe del Ejecutivo, y Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes. Melladas las relaciones institucionales, horas más tarde lo hacían los presidentes catalán y vasco, Lluís Companys y José Antonio Aguirre. Otros importantes personajes también buscaron refugio en Francia. Algunos, con polémica incluida. Desde sectores republicanos se censuró con dureza no exenta de amargura la actitud de Francisco Largo Caballero, antiguo presidente del Gobierno, y Luis Araquistáin, que utilizaron ambulancias para trasladar «archivos y enseres domésticos», como si la tragedia que discurría en derredor no les concerniera. Las facilidades para los notables republicanos se producían lógicamente por doquier. Federica Montseny alude a cómo fue sacada de las filas de desgraciados «ante las maldiciones de los miles que esperaban». Pero los privilegiados tampoco escaparon a los rigores del exilio. Montseny fue detenida el 29 de octubre de 1941 y estuvo encarcelada en la prisión de Périgueux; se libró de la muerte y la deportación pero la obligaron a vivir a salto de mata. Largo Caballero pasó parte de la guerra mundial en el campo de exterminio nazi de Sachsenhausen–Oranienburg[3].
Entre los días 5 y 13 de febrero pasaron a Francia todos los integrantes del Grupo de Ejércitos Republicanos de la Región Oriental. Aunque el 6 ya habían entrado más de 50 000 soldados, el grueso accedió a territorio francés entre los días 9 y 11. Fue una operación más o menos ordenada teniendo en cuenta las circunstancias, y se produjeron detalles de gran estilo. José del Barrio, jefe del 18.º Cuerpo de Ejército, penetró con sus hombres el 11 de febrero, con un día de retraso sobre lo previsto, porque quería alcanzar Francia en impecable parada militar, incluido el Himno de Riego, con los hombres aseados y encuadrados en sus unidades respectivas. No buscaba la admiración de los franceses sino testimoniar que eran el Ejército de la República y no la patulea anunciada por la prensa. Los últimos soldados atravesaron la frontera el 13 de febrero por Camprodón–Col d’Arés. Entre ellos se encontraba Narcís Falguera, encargado de inventariar a los hombres que pasaban —«quedamos para cerrar la puerta»—, quien refiere con tristeza que, de los 2700 soldados que componían su unidad en las Navidades de 1938, sólo quedaban 629. Avel.lí Artís–Gener, que también pasó en este grupo, ha descrito las dificultades de la ruta, cómo se deslizaban los pies entumecidos entre la nieve helada y el riesgo de precipitarse por los barrancos. En la frontera afloraron los gestos y las emociones. Antes de entrar en Francia, algunos milicianos recogían y guardaban un puñado de tierra española. El anarquista Borrás califica la acción de blandengue, supersticiosa, que enmascaraba lo que había ocurrido en España: la derrota, los recuerdos de la lucha, la revolución. Las diferentes unidades republicanas pasaron armas —las que no consiguieron destruir—, y camiones, y muchos caballos y mulos[4]. Con el Ejército entraron en Francia entre 5000 y 6000 miembros de las Brigadas Internacionales que habían continuado en España después de la despedida oficial de noviembre de 1938. También lo hicieron unos 2000 soldados «nacionales» apresados en los últimos combates en Cataluña; conducidos hasta Amèlie–les–Bains y Elne, las autoridades francesas los devolvieron a España.
Los rebeldes sellaron la frontera el 13 de febrero y el recuento provisional de refugiados se imponía como primera tarea. Una Comisión del Ministerio de Asuntos Exteriores, presidida por Jean Mistler, cifró en 350 000 el número de los refugiados, repartidos del siguiente modo: 163 107 civiles (niños, mujeres, ancianos, no clasificados) y 190 000 combatientes (180 000, en los campos de concentración y unos 10 000, en hospitales). Los socialistas franceses elevaron a 400 000 los españoles instalados en Francia entre el 27 de enero y el 12 de febrero. El informe Valiere evaluó en 440 000 los refugiados, repartidos entre 220 000 soldados, 170 000 mujeres, niños y ancianos, 40 000 inválidos y 10 000 heridos. También la prensa publicó sus cálculos. Le Midi Socialiste estimó el número en 450 000, de ellos 220 000 combatientes, y La Dépêche rebajaba a 359 000 los evacuados. Finalmente terciaron en la polémica los historiadores. Los más destacados especialistas del exilio español abundan en magnitudes que oscilan entre los 453 000, incluyendo civiles, y el medio millón. En el galimatías de los números, la pretensión de una contabilidad exacta entra de lleno en el territorio de la ficción. En muchos casos, la querella de las cifras busca enmascarar la naturaleza del exilio, ningunear la aportación de los republicanos a la resistencia contra Hitler y, sobre todo, trasladar una imagen amable de la dictadura franquista. El descontrol de la llegada, la clandestinidad de muchos de los refugiados, la distribución por territorio francés y el movimiento simultáneo de repatriación imposibilitan un arqueo riguroso; resulta difícil hasta consignar aproximaciones. La memoria de los supervivientes carece de fiabilidad, ciertamente, pero los recuentos oficiales también fueron manipulados en función de los intereses políticos. Y algunos testimonios aportan información más precisa que las interminables ristras de números. Jean–Maurice Herrmann, corresponsal de Le Populaire y Le Midi Socialiste, quedó sobrecogido por la marcha de los republicanos: «Es de noche. Las estrellas brillan en lo alto. El frío entumece los dedos. El rugido de los motores hace vibrar la tierra. El éxodo de los catalanes parece continuar indefinidamente… un pueblo entero, prefiriendo el exilio a la esclavitud, desfila sin detenerse, sin apresurarse, sin una queja, desde el alba»[5].
Hubo españoles a quienes las fuerzas sólo les respondieron para morir en una tierra libre. Como Antonio Machado, poeta mayor comprometido con el ideario republicano, cuya vida se apagó en el Hostal Quintana de Colliure el 22 de enero de 1939. Eulalio Ferrer ha evocado su encuentro con el maestro en Banyuls: «En la placita del pueblo, sentados en un banco, Luis descubre a Antonio Machado y a su madre. Nos miran con gratitud cuando les hablamos. Nos han prometido que vendrán a recogernos, dice don Antonio. Pero nadie sabe nada de nada. Observa mi capote militar y se lo entrego impulsivamente, como si así quisiera rendir homenaje a este gran poeta que tanto admiro. Lo junta a la manta que cubre los dos cuerpos, necesitados de más abrigo». Enfermo y agotado, el escritor andaluz fue víctima de una evacuación caótica y de la desidia de la Administración francesa. Tres días más tarde fallecía Ana Ruiz, su madre. La muerte de Machado se convirtió en símbolo de una República errante abandonada por todos. En un bolsillo de su abrigo raído, su hermano José encontró un papelito con estas palabras enigmáticas: «Estos días azules y este sol de la infancia»[6].
POLÍTICA DE LOS FRANCESES
Los expatriados de Cataluña representaban el cuarto flujo de españoles que atravesó la frontera francesa. Coincidiendo con las conquistas de los rebeldes, la población que se consideraba amenazada marchaba a Francia, cuando no podía desplazarse directamente a zona republicana. Había, no obstante, una diferencia radical entre uno y otro movimiento migratorio, y era que mientras el de Cataluña se aventuraba como definitivo los anteriores se juzgaban provisionales. De hecho, la mayor parte de los soldados que salió en las tres primeras retiradas regresó a los campos de batalla.
La campaña de Guipúzcoa en 1936 empujó a Francia entre 15 000 y 20 000 personas, 16 239 según las recientes evaluaciones de Pedro Barruso. Pero los paisanos volvieron rápidamente: de los 4678 civiles vascos que salieron a raíz de la toma de Irún, 4582 estaban en sus poblaciones de origen un mes después. Como es lógico, la situación fue distinta entre los militares, la mayoría de los cuales se reincorporó al Ejército republicano. El epicentro del conflicto se desplazó entre mayo y octubre de 1937 hacia el frente Norte, cuyo desplome ocasionó otro importante movimiento de población. En un reciente estudio se especifica que en toda la campaña del Norte, desde la caída de Irún hasta la de Gijón, se evacuaron 95 777 vascos, la mayor parte de los cuales regresó a Cataluña; y entre 40 000 y 60 000 salieron de nuevo cuando la retirada de febrero de 1939. Como es natural, también marchaban entre ellos 40 087 santanderinos y asturianos. En total, la campaña del Norte llevó a 135 864 españoles camino del exilio. Entre junio de 1938 y enero de 1939 la frontera francesa estuvo cerrada de manera oficial, aunque continuaron las repatriaciones[7]. El tercer y último movimiento migratorio previo a la caída de Cataluña lo ocasionó la conquista del Alto Aragón, entre abril y junio de 1938. Según Stein, en abril cruzaron la frontera de 15 000 a 17 000 soldados, 8000 durante el mes de junio. La mayoría fue repatriada, el 90 por ciento a la zona republicana. Como había ocurrido en los movimientos anteriores, el grueso de los huidos regresaba al país. No obstante, en cada oleada se establecía en Francia un cierto número de españoles. Casi todos ellos fueron dirigidos al territorio que se extiende entre los ríos Loira y Garona, con el fin de alejarlos de la frontera. Una fuente de solvencia, la historiadora Geneviève Dreyfus–Armand, consigna que a finales de 1938 había en Francia 40 000 españoles desplazados, incluidos los niños[8].
Antes de que arribaran a Francia los primeros extrañados de la guerra ya había en el país vecino una importante colonia española formada por emigrantes económicos. Procedían del mundo rural, y eran por lo común reacios a las teorías emancipadoras de la izquierda; conocidos como los extranjeros de las tres pes: plebeyos, pobres y piadosos. Los franceses no tenían mejor opinión de los trabajadores españoles, y los calificativos convocaban tópicos ofensivos: zafios, indolentes, prolíficos, sucios, inconstantes. Entre los emigrantes y los exiliados no existió por lo general simpatía alguna. «La mayor parte de los emigrantes no se entendieron con los exiliados porque ellos querían principalmente ganar dinero. La gente de la inmigración económica hacía verdaderas barbaridades: trabajaban a destajo hasta 20 horas del día para comprarse un coche. Para muchos de nosotros esa actitud era de lo más ruin», expone Floreal Samitier. Manuel de Castro eleva las críticas: «No será entre ellos donde nosotros vayamos a buscar resistentes porque nos arriesgaríamos a toparnos con un franquista». La colonia española de emigrados en Francia —ocupada en el sector primario— era la tercera en número, después de la italiana y la polaca, y estaba asentada sobre todo en los departamentos fronterizos del Mediodía: Bajos Pirineos (en la actualidad, Pirineos Atlánticos), Altos Pirineos, Ariège y Pirineos Orientales. También había un alto porcentaje en Gers y Gironda, además de en ciudades como Marsella y París. El punto de inflexión coincidió con la República. En 1919 había 255 000 emigrados españoles en Francia, 323 000 en 1926 y 352 000 en 1931; al estallar la guerra de España, unos 120 000. La disminución residía sobre todo en dos variables: la crisis económica y las naturalizaciones[9].
Pero el descenso del número de españoles en Francia después de la proclamación de la República también se debía a que algunos regresaron a la patria para vivir los nuevos tiempos. Porque no todos los emigrantes económicos —o de la «vieja emigración»— eran conservadores a machamartillo. En las minas del Gard–Alès trabajaban en 1948 medio millar de españoles que mantenían fuertes vínculos con España y estaban politizados en extremo. Pese a que los exiliados exhibirán siempre sus diferencias con los emigrados económicos, algunos de estos ayudaron a los primeros. La familia Galindo, por ejemplo, incrementó el arrendamiento de tierras para acoger, conforme a la legalidad, a familiares y amigos que de otro modo hubieran terminado en los campos de internamiento. Uno de sus miembros, Pedro Galindo, asegura que la emigración también ayudó a la República durante la guerra con dinero, armas y alimentos. Él mismo viajó en un convoy fletado por los «sudetas» —así eran conocidos los emigrantes— con destino a Barcelona. «Yo iba con la ilusión de contemplar grandes banderas republicanas pero no vi ninguna, todas eran de partidos y sindicatos. Vi banderas de todos los colores menos la tricolor. De hecho, nos recibieron a tiros porque todos querían apoderarse del convoy. La división entre los republicanos fue una decepción para mí, y se me quitaron las ideas de quedarme como voluntario». Otros sí lo hicieron, aunque desconocemos el número de emigrantes que regresó a España para incorporarse al Ejército republicano una vez comenzada la guerra. Sólo disponemos de dos cifras: Sugier indica que en el departamento de Gard, en febrero de 1937, habían vuelto 103 españoles para alistarse en el Ejército Popular, la mayoría de ellos mineros. Rubio apunta que entre 1935–1938 regresaron a España como máximo unos 1700 emigrados económicos. También sabemos que algunos «sudetas» se enrolaron en las Brigadas Internacionales para combatir la sublevación de los militares. Pese a los desencuentros, la pasión por España uniformaba a emigrados y exiliados. María Llenas, española que vivía en Francia desde 1919 y participó de manera activa en la Resistencia francesa, declara: «Fuimos unos emigrados por fuerza, por miseria y por hambre, pero que llevamos todos España en lo más profundo de nuestras entrañas. Somos españoles a parte entera. Así me educaron mis padres y así moriré: ¡Española!»[10].
La Primera Guerra Mundial y la correspondiente movilización de los jóvenes franceses, junto a la neutralidad española, había auspiciado el desplazamiento de trabajadores agrícolas hacia Francia, necesitada de mano de obra. Pero después de la depresión económica de 1930 empezaron a sobrar extranjeros. En una coyuntura de creciente aversión a los foráneos, se produjeron dos oleadas sobre Francia que apuntalaron los movimientos xenófobos: judíos perseguidos a raíz de los decretos de Nuremberg de 1938 y polacos que escapaban a la ocupación nazi. La combinación de gobiernos mediocres, las crisis perpetua de la III República y la saturación de emigrantes permitió el arraigo de un discurso patriotero, incluso en ambientes de izquierda. Pierre Laborie lo expresa de manera atinada: «En un país fatigado y paralizado por el miedo, el extranjero cristaliza precisamente todas las fuentes del miedo». En ese marco histórico adverso discurrió el éxodo republicano. Un Gobierno del Frente Popular, impugnado por los demagogos, fue incapaz de efectuar una tarea de didáctica política imprescindible para que no fraguara la inquina a todo lo diferente.
Durante la guerra civil española, Francia abordó el problema de los expatriados con aprensión, en la línea patriótica, pese a que gobernaban los frentepopulistas. Las primeras disposiciones de la Administración francesa se publicaron los días 20 de julio y 6 de agosto de 1936. Tanto una como otra incidían sobre una presencia molesta pero que todavía no alarmaba. En el primer caso, se permitía a los refugiados residir en el departamento de llegada, y en el segundo, como consecuencia del incremento de evacuados, se les alejaba hacia regiones del interior. Naturalmente, la solución deseada por los franceses, sobre todo cuando se trataba de combatientes, era el regreso a España; apoyándose en la política de no intervención, el refugiado decidía a cuál de las dos Españas se reincorporaba. Pero el arsenal normativo contra los republicanos se fue haciendo cada vez más especializado y restrictivo, y el 27 de septiembre de 1937, con los últimos estertores del frente Norte, adquirían vigencia los decretos que obligaban a repatriarse a los varones entre 18 y 48 años. La medida concernía sobre todo a las regiones de Aquitania y Midi–Pyrénées, especialmente al departamento de Bajos Pirineos, vía de entrada para los confinados del frente Norte. Dos días después, otra norma imponía la salida de Francia a todos los que entraron con posterioridad al 18 de julio de 1936, y todo ello con independencia de las circunstancias personales. Pero tampoco existía unanimidad legislativa en los diferentes departamentos. En Bajos Pirineos se permitía la presencia de españoles no incluidos entre los 18 y 48 años, mujeres y niños, siempre y cuando contaran con familiares en Francia que se hicieran cargo de ellos[11].
El socialista Marx Dormoy, ministro del Interior, firmó el 27 de noviembre de 1937 un decreto que autorizaba exclusivamente la permanencia en Francia de quienes pudieran mantenerse sin trabajar o fueran acogidos por familias. Quedaban al margen mujeres, ancianos, niños y heridos. El problema fue que también el franquismo ponía condiciones para el regreso. A los soldados que pretendían volver a la «zona nacional» les exigían incorporarse al frente, aunque cambiando de bando, y a los civiles, clasificarlos antes de reanudar sus actividades anteriores a la guerra[12]. La llegada al poder de Édouard Daladier el 10 de abril de 1938, que en la práctica significaba el final del Frente Popular, empeoró las circunstancias. El encargado de tutelar la nueva política respecto a los exiliados en tiempos de xenofobia fue Albert Sarraut, ministro del Interior, quien el 14 de abril de 1938 apuntó que se necesitaba una «acción metódica, enérgica y rápida para liberar a nuestro país de los excesivos elementos que por él circulan». Pero Sarraut no se comportó como un cirujano de hierro, y evitó en lo posible repatriar por la fuerza. La situación se enredó poco a poco y las disposiciones represivas se desplegaban en cascada. El 2 de mayo de 1938, Daladier presentó otro decreto para combatir a los inmigrantes irregulares, que incluía servicio de vigilancia de fronteras, normas sobre matrimonios con extranjeros y requisitos para nacionalizarse; quienes lo contravinieran serían vigilados y castigados. El 12 de noviembre de 1938 se permitió el internamiento de los extranjeros «indeseables» que no encontraran país de acogida; eran los precedentes legales que llevaron a los españoles a los campos de internamiento o de castigo, y el primero fue el de Rieucros (Lozère), activo desde el 21 de enero de 1939. Más allá del aluvión normativo, sorprende la actitud de los franceses, que ante la avalancha que se avecinaba —y que les habían anunciado desde 1937 tanto personalidades francesas como españolas— se negaron a considerar siquiera la situación. Al igual que luego frente a los nazis, era como si las autoridades estuvieran incapacitadas para las grandes decisiones. El 17 de agosto de 1939, una orden a los prefectos les exhortaba a redoblar la vigilancia sobre los milicianos españoles y los brigadistas, catalogados como «indeseables» y a quienes habría que tener en una lista, tanto los expulsados como los expulsables, sobre todo entre 20 y 48 años[13].
Uno de los objetivos del Gabinete Daladier era mantener relaciones de buena vecindad con Franco. La guerra contra Alemania circulaba ya como hipótesis fundada en las cancillerías europeas y España, pese a su debilidad económica y militar, representaba un problema de primer orden para las colonias norteafricanas de Francia en caso de aliarse con Hitler. Francia y España sellaron el protocolo Bérard–Jordana el 27 de febrero de 1939, y el país vecino se desvinculaba en consecuencia de toda ayuda hacia los republicanos españoles, al igual que Gran Bretaña; la premura del reconocimiento del régimen franquista le pareció excesiva incluso al propio Léon Bérard. El llamado Acuerdo de Burgos era favorable a Franco y apenas entrañaba contrapartidas; fue posible por la querencia de Inglaterra al régimen dictatorial —una verdadera red de intereses económicos y geopolíticos— y los temores de Francia, presionada por el Vaticano. El pretexto de unos y otros era que hostigar a Franco tenía como correlato un aumento de la influencia nazi en España. El Parlamento francés autorizó el reconocimiento del régimen por 323 votos contra 261, y el mariscal Philippe Pétain, cuñado del pintor Ignacio Zuloaga, fue nombrado embajador en Burgos[14]. Los refugiados fueron utilizados a partir de entonces por los franquistas como moneda de cambio para negociar contrapartidas, dos especialmente: el armamento y el oro del Banco de España depositados en Francia. La negociación semejó un juego de tahúres, con los extrañados como naipes: los franceses querían desembarazarse de los españoles, mientras que los vencedores, después de las repatriaciones masivas de los primeros meses, no manifestaban interés en recibir a individuos considerados izquierdistas. Franco respondió a las devoluciones del armamento y el oro permitiendo el paso hacia España de 50 000 refugiados a partir de julio de 1939. Las últimas repatriaciones y las reemigraciones a América y algún que otro país europeo dejaron el censo de los españoles en Francia en 180 000 en diciembre de 1939, 45 000 mujeres y niños entre ellos[15].
La situación de los vencidos se complicó sobremanera con el reconocimiento del régimen franquista: perdían su condición de apátridas. Aunque continuaron siendo válidas las cédulas de identidad emitidas por las autoridades republicanas, a partir del protocolo Bérard–Jordana quedó derogada la Ley Daladier–Sarraut de 2 de mayo de 1938 y la documentación pertinente para moverse por Francia debían expedirla las autoridades franquistas o sus representantes legales. Para los republicanos era otra dificultad adicional: su libertad dependía en parte de la voluntad de los representantes consulares y diplomáticos de Franco. Sobre todo, teniendo en cuenta que las autoridades estaban firmemente decididas a que no hubiera españoles indocumentados fuera de los campos. La solución pasaba entonces por conseguir los salvoconductos provisionales de duración variable. Pero, como apunta Marie–Claude Rafaneau–Boj, «hay que esperar al 17 de agosto para que el ministro del Interior dé por fin instrucciones para censar a los milicianos y a los antiguos miembros de las Brigadas Internacionales, internados o incorporados en compañías de trabajo, que deseen beneficiarse del derecho de asilo. Los extranjeros de 20 a 48 años de edad que no hayan sido objeto de algún informe desfavorable se inscriben en un registro y se clasifican por edad». Los llamados «indeseables» quedaban fuera de esas soluciones y su destino estaba ligado a la expulsión o a los campos de castigo: el calificativo les venía dado en la mayoría de los casos por su posición ideológica[16].
La llegada masiva de españoles había creado un importante problema financiero a los franceses. Ocho francos al día le costaba al erario público cada refugiado, una cifra considerable si tenemos en cuenta el número de ellos. Pero las autoridades también contaron con una «inversión española» para esa financiación: joyas, oro y depósitos bancarios en Francia sirvieron para costear en parte la presencia de los republicanos. Varios países aportaron igualmente fondos para su mantenimiento: Suecia, Noruega, Países Bajos, Suiza, Gran Bretaña y la URSS. En la mayor parte de los casos, el dinero fue administrado por la Cruz Roja. Como ya empezaba a constituir un lugar común la ecuación republicano–comunista, Le Matín pedía que los españoles fueran conducidos a Rusia: «Francia se hará cargo de la organización; los Estados Unidos pondrán el dinero; Gran Bretaña, los barcos; Rusia, la hospitalidad; y Ginebra, las operaciones». El diario alemán Völkischer Beobachter (Observador Popular), de tendencia nazi, parecía apiadarse del «gigantesco sacrificio financiero de Francia por los refugiados rojos españoles». Los confinados eran vistos además por los franceses con desconfianza, un enemigo interior a quien daban cobijo y comida: quintacolumnistas de la revolución[17].
ESPAÑOLES EN TIERRAS DE FRANCIA
Las primeras imágenes que los republicanos fijaron en sus retinas al otro lado de la frontera corresponden a las tropas coloniales africanas. Entre los destacamentos encargados de vigilar a quienes salieron por Cataluña se encontraban spahis (caballería africana integrada por marroquíes y argelinos) y tiradores senegaleses (infantería colonial). Fatalidad o cálculo, las autoridades francesas habían encontrado un método infalible de afrentar a sus huéspedes: en el imaginario colectivo de los refugiados, los moros gobernaban las pesadillas más lúgubres después de su participación en la guerra civil. «Para los internados, los spahis eran la sombra de los moros que Franco llevó a España para matar españoles», confirma el guerrillero Victorio Vicuña. Una tradición racista —moro era sinónimo de violento, bujarrón y traidor—, exacerbada por la coyuntura adversa y una historia en común pespunteada de desacuerdos, producía entre ambos grupos un resentimiento sin matices; los senegaleses —«altos, feos y fieros», al decir de Samuel Joukovsky— eran para los exiliados una variedad de argelinos y marroquíes. Algunos testigos distinguen sin embargo la bondad de los senegaleses frente a la maldad intrínseca de los magrebíes. Celso Amieva mantiene que esa diferencia se debía al «odio secular» entre españoles y moros. Muchos testimonios apuntan a los africanos como autores de tropelías sin cuento, y los internados sospechaban que se cobraban en los blancos españoles las humillaciones que sufrían de los franceses. Según el doctor Pujol, «los negros tenían carta blanca sobre los blancos. Podían apalear, insultar, robar, acometer a las mujeres a mansalva, cubiertos por la más magnífica de las impunidades. ¡Y cómo usaban de ese raro y precioso privilegio!». En la playa de Argelès, varios guardianes pagaron con sus vidas la imprudencia de mezclarse entre los expatriados[18].
Las declaraciones más templadas ponen de manifiesto que las relaciones no acontecieron tal como las recuerdan muchos internados. El único delito de los africanos consistía en que, para huir de la miseria, se alistaron en unas tropas coloniales que tenían asignada la misión de vigilar a un Ejército vencido; los medios de comunicación proclives a los republicanos aluden a un trato razonable. El comisario Ángel Granada rememora con agradecimiento la actitud de un senegalés que le sacó herido de una fila y lo condujo en brazos a los servicios sanitarios. Los testimonios sobre los spahis en África de Norte resultan positivos, y los trabajadores de Khenchela evocan con gratitud ejemplos de solidaridad. Pero las imágenes repulsivas de los soldados coloniales apenas se diferenciaban de los sentimientos hacia otros cuerpos policiales o militares. Un dirigente socialista definía de este modo a un policía: «Era un típico sargento de gendarmes: gordo, rosado tirando a rojo, lleno de charcutería y de vino tinto. Allí, en los Pirineos, era un verdadero hombre abominable de la nieves». Zafios, arrogantes y brutales eran los calificativos habituales sobre las fuerzas de orden francesas[19].
Senegaleses y spahis formaban parte del formidable dispositivo que aguardaba a los republicanos en la vertiente norte de los Pirineos; además de 50 000 soldados desplazados para contener a las «hordas rojas». Un despliegue inútil. Los testimonios coinciden en que llegaron de manera pacífica, con el propósito de no añadir dificultades a la dramática situación. Los españoles, vocingleros y alborotadores por lo común, se habían transformado en una masa silenciosa y resignada y la economía expresiva era la característica dominante. Algún que otro Vive la France. Gestos atolondrados. Puños en alto cuando aparecían los fotógrafos o había público. Nada más atravesar la frontera, los guardias registraron con minuciosidad a los refugiados. Oficialmente, para requisar las armas, que habían sido inutilizadas antes de atravesar la frontera. Lo mismo hicieron con los vehículos y el ganado de todo tipo acarreado por los fugitivos; los caballos servirían para alimentarlos durante los primeros días. Pero también confiscaban, contra las leyes de acogida, objetos y documentos personales. Unos servidores del orden codiciosos y venales convirtieron la frontera en un zoco donde los confinados se veían compelidos a malbaratar sus pertenencias: anillos, relojes, prismáticos, estilográficas, medallas, alianzas, pulseras… Otros testimonios afirman que sencillamente fueron robados. Después del tercer grado a la dignidad que significó la arribada, empezaron las primeras lecciones de francés: Allez, allez, allez! Allez vite! Courez, courez, courez! Los españoles se impusieron a la perplejidad y al abatimiento por mor de una leve esperanza: en Madrid y Valencia aún resistían las tropas republicanas, aunque la mayoría ya no tuvo oportunidad de intervenir en esa última batalla. Las Juventudes Socialistas Unificadas consiguieron que numerosos jóvenes se apuntaran para regresar al frente de Madrid y se encontraron con un problema insuperable: no disponían de aviones para llegar hasta la capital porque los franceses de Daladier sólo promovían la repatriación a la España franquista. Las potencias democráticas daban a la República por amortizada[20].
Los episodios pirenaicos desbarataron el mito de Francia como tierra de asilo. Los españoles hubieran entendido que se impusiera un control exigente en la frontera, incluso que Francia invocara dificultades para acogerlos. Pero nunca olvidarán que fueron tratados como criminales y cobardes. Artís–Gener sostiene que ciertos problemas fueron inevitables, pero que en el recibimiento también influyó un cierto racismo; en el verano de 1940, cientos de miles de belgas atravesaron la frontera y no fueron maltratados como los republicanos. Tampoco el pueblo francés aportó calor al recibimiento, y las reacciones podrían sustanciarse en tres palabras: indiferencia, inquietud, hostilidad. Manejados como animales, observados con prevención, quienes tuvieron la suerte de vivir experiencias positivas las rememoran con ahínco. Porque también hubo pueblos que mostraron un comportamiento intachable con los españoles: Condom, Cravant y Binseles, entre otros. Le Glaneur d’Oloron publicó el 16 de febrero de 1939 una carta de agradecimiento de los confinados al pueblo de Oloron, en el Béarn: «Nos hemos visto abrumados por todas las clases sociales de la población y de un cariño y unas muestras de simpatía que no podemos pagar más que con nuestra palabra y nuestros actos. Los niños, para quienes todo os parece poco; las mujeres, a quienes dais el máximo de facilidades para su gran misión de madres; los hombres, a quienes el respeto y las deferencias son incesantes; todos, absolutamente todos, os decimos lo único que podemos en nuestra desgracia: gracias, muchas gracias, pueblo de Oloron». Félix Santos recoge el testimonio de Leonor Sarmiento, quien revive la actitud del pueblo de Saint–Herain–sous–Souvigny: «Hoy, después de cincuenta años, se me saltan las lágrimas al recordar aquellas muestras de solidaridad». Por lo que a colectivos se refiere, los maestros franceses aparecen aludidos con veneración porque trataron con respeto y humanidad a los niños españoles. Y a los adultos.
Entre alambradas
El primer destino de los republicanos fueron los llamados campos de selección y clasificación, emplazados en Le Boulou, Bourg–Madame, La Tour–de–Carol, Arlès–sur–Tech y Prats–de–Mollo. Eran estancias provisionales, delimitadas por empalizadas o alambres; o simplemente custodiadas por soldados y policías. Una vida a la intemperie. La primera resolución de calado resultó más dolorosa que los rigores climáticos o el hambre: la separación de las familias. Los milicianos fueron distribuidos por los campos de internamiento, las mujeres y los niños, desperdigados por diferentes departamentos en el centro y norte de Francia, y los civiles —menores de 16 años, ancianos, inválidos y enfermos—, alejados igualmente de la frontera. Luis Romero aún mantiene grabado el momento en que se despidió de su mujer a través de las alambradas de Argelès, antes de que fuera desplazada al norte. Pilar Claver y su madre, con un numeroso grupo de expatriados, fueron enviadas al departamento de Charente, después de toda una noche viajando en tren. Instaladas en una cuadra de vacas en el pueblo de Cognac, las compañeras que no tenían sitio en los establos fueron alojadas en la cárcel del pueblo; cada familia ocupaba una celda de la prisión. También durmió en las caballerizas de un cuartel de los guardias móviles de Arras Filomena Folch, quien recuerda el hambre que pasó, ya que durante tres semanas sólo les proporcionaron al día un pan de 800 gramos para diez personas. Establos de animales aparte, mujeres, ancianos y niños fueron albergados en todo tipo de edificios abandonados: barracones militares, fábricas, sanatorios, escuelas, mercados, cárceles o iglesias; luego fueron sometidos a cuarentena. Una vez establecidos, los responsables les buscaban trabajo en el exterior a las mujeres, además de labores que realizaban en los refugios. Tenían controladas las entradas y salidas, aunque algunas expatriadas vivían con familias en los pueblos. Pero en muchas ocasiones sintieron el desdén de la población: las gentes entornaban puertas y ventanas al paso de las mujeres republicanas y sus niños; o sencillamente las cerraban. Las autoridades francesas se mostraron inflexibles con las familias en que sus miembros entraron juntos y se negaron a desligarse: fueron enviados a los campos de internamiento juntos y una vez allí, separados. Las situaciones eran dramáticas. Luis Allajes estaba internado en el campo de Bram (Aude), mientras que su esposa, hija y nieto fueron conducidos a un refugio de Bretaña, en el norte; el cuñado se encontraba en Rodez (Aveyron) y el yerno, herido de guerra, en el campo de Agde (Hérault). Una lección completa de geografía[21].
Los refugios de civiles eran de tamaño reducido y acogían por lo general a menos de 25 personas. Antes de iniciarse la guerra mundial había 62 600 mujeres, ancianos y niños que vivían en ellos; destacaban 168 refugios en Mayenne (Pays de la Loire), 58 en Eureet–Loir (Centro) y los 52 de Cantal (Auvernia). Algunas mujeres, ancianos y niños también recalaron en pequeños campos de internamiento. Entre los más significativos: Haras (cerca de Perpiñán), Bellacy Magnac–Laval (Haute–Vienne), Verdelais (Gironda) y varios en Clermont–Ferrand (Puy–de–Dôme). El trato variaba de unos a otros: dependía de las autoridades y de los servicios de orden encargados de controlarlos; algunos testigos distinguen la conducta desdeñosa de las autoridades del proceder correcto de los ciudadanos[22]. Las condiciones materiales de los refugios para mujeres eran en general tolerables, sobre todo para quienes venían del medio rural. Las evocaciones que insisten en el hambre y los problemas de higiene olvidan con frecuencia que esas carencias formaban parte del paisaje español. El exilio fue duro pero el destino de muchos no hubiera sido mejor de haber permanecido en España; sobrellevaban peor la ruptura de la unidad familiar. Además de las familias que eran separadas cuando atravesaban la frontera, se producían otras situaciones de quiebra: milicianos en Francia que tenían la familia en España, «niños de la guerra» a quienes sus padres no localizaban, miembros de la unidad familiar que se extraviaron en la retirada… Todos los periódicos editados por los refugiados, y también algunos franceses, salían atestados de interminables listas de nombres buscados por sus familiares. El 10 de julio de 1939 se permitieron las reagrupaciones, pero excluían a los milicianos de los campos de internamiento y muchas mujeres, aisladas con sus hijos, regresaron a España debido a las coacciones.
Pasados los primeros días de aturdimiento y sorpresa, viviendo en muchos casos el trauma de la separación, los soldados fueron conducidos a los campos de internamiento colectivos, campos sobre la playa: Argelès–sur–Mer, Saint–Cyprien y Barcarès. También llegaron las mujeres y niños que se negaron a separarse de sus maridos o padres. La arquitectura era de una simplicidad que ofendía: playas y alambres; los conocían como «campos de circunstancias», porque estimaban que los refugiados serían repatriados con rapidez. Los campos sobre la playa estaban ubicados en el departamento de Pirineos Orientales, región agrícola y de pescadores, cuyos pueblos costeros redondeaban sus ingresos con el veraneo. Argelès, el punto donde confluyó la primera desbandada de españoles, tenía 2945 habitantes en 1939. Al norte se encuentran los pueblos de Saint–Cyprien (1172 habitantes) y Barcarès (508), cuyos establecimientos albergaron también a decenas de miles de republicanos. Aunque los habitantes de Pirineos Orientales no eran especialmente hostiles a la República, la avalancha española y las tensas circunstancias europeas les llenaban de temor. La prensa francesa de derecha y extrema derecha desempolvó todos los tópicos, y en su intemperancia verbal tildaba a los republicanos de ladrones y asesinos. La fama de victimarios perseguía a los españoles, así como dos calificativos repetidos de forma machacona: indeseables y cobardes. Este último resultaba especialmente ofensivo y doloroso para los exiliados, quienes habían resistido el primer embate del fascismo europeo. Pero los periódicos extremistas, verdaderos lazaretos de la palabra, todavía llegaban más lejos en sus insidias: mostraban su extrañeza ante la llegada de mujeres y niños, presentándolos como si fueran rehenes de los milicianos. «¿No trae el general Franco el perdón, junto con el pan y la justicia?», se preguntaba P. J. Sautes en L’Action Française. Entre los supervivientes también se consigna la actitud amistosa de la prensa radical y de izquierdas. Pero resulta razonable colegir, más allá de consideraciones éticas, que la tromba de exiliados complicó sobremanera la vida en ese territorio fronterizo. Un ejemplo basta para comprender la magnitud de lo que sucedía: los campos de internamiento de Argelès, Saint–Cyprien y Barcarès componían los núcleos con mayor número de habitantes de todo el departamento. Perpiñán, la capital, apenas contaba con 30 000 almas[23].
También hubo españoles que escaparon al destino de los campos. Quienes disponían de pasaportes diplomáticos, medios económicos —propios o aportados por el Gobierno republicano en el exilio— o relaciones familiares en Francia, consiguieron el visado y pudieron moverse en libertad. Al menos, hasta la invasión alemana. O marcharse individualmente a América. Políticos que ocuparon cargos institucionales —ministros y consejeros autonómicos, diputados, alcaldes…— recibían subsidio personal en efectivo a cargo de las finanzas republicanas, así como los jefes militares y altos funcionarios. Estos últimos recibían 1000 francos, además de otros 500 por la mujer y 250 por cada hijo. Las élites políticas y profesionales se beneficiaron de la Hacienda en el exilio a costa de los más necesitados. A unos y otros se les prohibió avecindarse en la región de París.
¿Cuántos republicanos sucumbieron durante la retirada y los primeros días en Francia? La pregunta tiene un carácter necesariamente retórico. Neus Català sostiene que entre ancianos, enfermos, niños y heridos de guerra hubo 15 000 muertos. Los historiadores impugnan esas magnitudes y las autoridades francesas trataron de rebajar en lo posible el número de fallecimientos. Los archivos departamentales de Ariège registran el intercambio de numerosos despachos entre el ministro de la Sanidad Pública y el prefecto, que demuestran la preocupación por la salud de los expatriados. Una misiva del ministro instaba el 16 de febrero a la puesta en marcha de «hospitales temporales destinados al tratamiento de los heridos o enfermos refugiados de España», bien en locales específicos o bien en hoteles o casas de huéspedes. Al día siguiente, una nueva carta del ministro expresa que «mi intención ha sido llamar la atención por las condiciones sanitarias defectuosas en el funcionamiento de los centros de refugiados españoles en algunos departamentos. A pesar de mis instrucciones, el aislamiento de los refugiados para cumplir la cuarentena de 14 días no se ha realizado siempre. En fin, que me ha sido señalado que, sin atender la finalización de la cuarentena prescrita, los refugiados habían sido trasladados una o varias veces a otros centros de acogida, o en los comunes desprovistos de medios profilácticos. Tales hechos revelan un total desconocimiento de las normas sanitarias, puesto que podían causar epidemias entre la población civil». Los decretos, notas y circulares se acumulaban; en noviembre de 1939, el prefecto de Bajos Alpes decía haber recibido 150 circulares sobre los exiliados españoles. Incluso se habilitaron barcos–hospitales en Port–Vendres y Marsella[24].
LAS PESADILLAS DE ALICANTE
Los refugiados de febrero de 1939 podían fantasear aún con la victoria de las tropas republicanas. Incluso volver a España para proseguir la lucha. Pocos lo hicieron, dadas las circunstancias, y uno de ellos fue el doctor Juan Negrín, quien regresó el 10 de febrero. Pero el reconocimiento del régimen de Franco por parte de Gran Bretaña y Francia diecisiete días después representó un contratiempo insuperable. La dimisión de Azaña —que se había negado a volver con Negrín— y la renuncia de Martínez Barrio a reemplazarlo en la presidencia descabezaron a la República. Las razones esgrimidas por Azaña, según Francisco Giral, fueron «las informaciones responsables sobre el final de la guerra y en su incapacidad para conseguir una paz ajustada a condiciones humanitarias, sintiéndose disminuido en su representación jurídica internacional a causa del reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra». La posición de Azaña y Martínez Barrio fue uno de los argumentos que utilizaron Segismundo Casado y Julián Besteiro para justificar el posterior golpe de Estado.
Pese a los reveses, Negrín abundó en sus esfuerzos bélicos: pensaba que prolongar la guerra era la única manera de negociar una paz sin represalias, y siempre cabía la posibilidad de que una conflagración europea dibujara un nuevo escenario. Pero sólo los comunistas y algunos sectores republicano–socialistas acompañaban al jefe del Ejecutivo en un discurso resistencialista que para sus adversarios desconocía la realidad. El doctor Negrín, que tenía su puesto de mando en las proximidades de Elda, la llamada posición Yuste, no dispuso de tiempo para evaluar su proyecto. Las designaciones militares de 3 de marzo —favorables a los comunistas: un error de bulto— precipitaron el movimiento sedicioso, y el 5 de marzo Casado encabezó un golpe de Estado contra el Gobierno republicano. El Consejo Nacional de Defensa, el nuevo órgano de poder, estaba presidido por el general Miaja —un nombramiento más nominal que otra cosa—, y entre sus miembros había socialistas —largocaballeristas y prietistas—, republicanos, anarquistas y militares; destacaban el socialista Besteiro y el propio Casado en la cartera de Defensa. Estaban en contra comunistas y negrinistas, además de una facción anarquista, abanderada por Serafín Aliaga, miembro del Comité Nacional de la CNT. «Yo os pido, poniendo en esta petición todo el énfasis de la propia responsabilidad, que en este momento grave asistáis, como nosotros le asistimos, al poder legítimo de la República, que transitoriamente no es otro que el poder militar». La alocución radiofónica de Besteiro a los madrileños resultó decisiva para el control del poder, y su mensaje justificaba el movimiento golpista con argumentos simétricos a los empleados por los militares sublevados en 1936.
El golpe de Casado y Besteiro llevó la desolación a los internados en los campos franceses, pendientes de lo que ocurría en España. «La onda expansiva de la traición casadista, cuando nos alcanzó, suscitó primero la indignación y después una desoladora noción de derrota hasta ese momento desconocida en nuestro ánimo», asegura Domingo Malagón. Una tesis que refuerza otro internado, Antonio Gardo Cantero: «La caída de Madrid y los hechos luctuosos que la precipitaron, si en España sonó casi el fin de la resistencia, en nuestros corazones sembró la angustia, la desesperación». La noticia del final de la guerra canceló entre los republicanos del exilio toda esperanza, y no por prevista fue menos dolorosa[25]. Los comunistas madrileños, que desconocían la caída del Gabinete Negrín, respondieron militarmente al golpe de Casado en Ciudad Real y Madrid, aunque reaccionaron al margen de una jerarquía del partido desorientada, incapaz de actuar con criterio. A los dirigentes máximos del PCE les favorecía incluso el nuevo escenario, porque serían los casadistas quienes en definitiva rendirían la República a los sublevados. Las operaciones partieron de los jefes militares, ante las noticias de que las nuevas autoridades estaban efectuando redadas contra cuadros comunistas. Los sediciosos lograron imponerse gracias a los ejércitos del general Escobar y el anarquista Cipriano Mera, que el 10 de marzo restablecieron la situación. Una de las primeras medidas consistió en fusilar a José Barceló, jefe del 1.er Cuerpo de Ejército y responsable de la resistencia antigolpista, y al comisario José Conesa, adscrito a la 8.ª División; los comunistas habían ejecutado previamente a tres jefes del EM casadista: el coronel López Otero, y los tenientes coroneles José Pérez Gazzolo y Arnal Fernández Urbano. Las escaramuzas habían costado la vida a dos mil republicanos.
El doctor Negrín, con sus ministros, salió definitivamente de España el 6 de marzo desde el aeródromo alicantino de Monóvar: un importante trofeo que se le escapaba a Casado para comerciar con Franco. Ese mismo día marcharon Pasionaria, el general Antonio Cordón y el poeta Rafael Alberti. Dolores Ibárruri, Pasionaria, lo hizo en compañía del búlgaro Muniev Ivanov, delegado de la Internacional Comunista, y de Jesús Monzón, un oscuro personaje. Pedro Fernández Checa, Palmiro Togliatti y Fernando Claudín fueron detenidos pero un conocido de este último, responsable de los servicios de espionaje militar, les procuró la liberación. El 25 de marzo partieron de Cartagena con destino a Orán el ex ministro Vicente Uribe, Checa, Togliatti, Claudín, Isidoro Diéguez, Sebastián Zapiráin y otros notorios dirigentes; habían permanecido en España para fijar las posiciones del partido. Como observa Gregorio Morán, los últimos días se vivieron entre la improvisación y el caos: el partido de la organización había sido incapaz de arreglar una huida que estaba en la mente de todos desde mucho tiempo antes. Pero los golpistas tampoco cumplieron sus objetivos mínimos. Casado y Besteiro sufrieron humillación tras humillación por parte de los rebeldes, que formularon condiciones inasumibles a un Consejo atravesado de patetismo. Los sublevados ocuparon Madrid el 28 de marzo, y el 1 de abril Franco proclamaba su victoria[26].
El Consejo Nacional de Defensa asumió otro grave compromiso. Nada más producirse el golpe, comenzaron las redadas contra los dirigentes políticos y jefes militares considerados desafectos. Parecía una medida de «buena voluntad» de cara a los sublevados, que de ese modo podían calibrar su severidad con comunistas y negrinistas. Pero los miembros del Consejo no repararon en un aspecto capital: cuando fracasaron las negociaciones con Franco, decidieron huir, pero no se percataron de que abandonaban en las cárceles a destacados políticos y militares republicanos: Franco recibió con la capitulación un importante número de prisioneros. Los miembros del Consejo tuvieron mejor suerte. Casado embarcó en el navío británico Galatea, que zarpó de Gandía el 30 de marzo; le acompañaban doscientos compañeros de aventura. Trasladados al barco hospital británico Maine, alcanzaron Marsella el 3 de abril. En la reunión de la Diputación Permanente del Congreso de Diputados en el exilio, Negrín reclamó que constara en acta «mi admiración y respeto a las víctimas de la insurrección provocada por Casado, Besteiro, Miaja y demás, que han sido ignominiosamente asesinadas por haber cumplido un deber de lealtad al Gobierno legítimo, a la República y a España». El único de los líderes sediciosos que permaneció en España fue Besteiro, pero la acción expiatoria del catedrático de Lógica no le exonera de responsabilidad. La conducta irreprochable del coronel Pérez de Salas, jefe de la base naval de Cartagena, contextualiza la posición de Besteiro. Pérez Salas fletó un barco, el Campillo, con el fin de evacuar a los republicanos atrapados en el puerto, y él se quedó en tierra para continuar en su puesto hasta el final. Detenido por los franquistas, fue fusilado el 4 de agosto de 1939. La tradición de las últimas décadas considera a Besteiro un referente moral —el «santo laico»: una majadería incubada tal vez en sectores franquistas—, mientras que Joaquín Pérez Salas, nombrado por el propio Consejo Nacional de Defensa, se ha precipitado por los sumideros de la historia[27]. Un diario de orientación conservadora titulaba, todavía en 2003, un artículo sobre Besteiro así: «El republicano más honrado». La pregunta resulta inevitable: ¿por qué? Entre la cosecha de prisioneros que recogió Franco del Consejo casadista sobresalían tres miembros del comité provincial del PCE de Madrid: Domingo Girón García, comisario político de la Comandancia de Artillería de Madrid; Guillermo Ascanio Moreno, comandante de la 8.ª División del Ejército de la Región Centro, y Eugenio Mesón Gómez. Girón y Mesón todavía tuvieron «arrestos para dirigir los comités provinciales del comunismo madrileño antes de ser asesinados», según el Informe Vázquez Ruiz. Los tres fueron fusilados el 3 de julio de 1941 en la prisión madrileña de Porlier. Un ejemplo paralelo al de Madrid sucedió en Barcelona semanas antes, pero con los papeles cambiados. Los detenidos eran militantes del POUM, apresados por los comunistas y llevados a Cadaqués dos días antes de que los «nacionales» ocuparan Barcelona: escaparon gracias a los carceleros[28].
El final de la República
La derrota definitiva pudo entrañar otra emigración tan abultada como la que aconteció tras la caída de Barcelona. El fracaso de las negociaciones provocó sin embargo el rápido desmoronamiento de todos los frentes activos, y la quinta y última oleada de fugitivos alcanzó una repercusión simbólica. Aunque en los días finales permanecieron abiertos cuatro puertos —Almería, Valencia, Cartagena y Alicante—, el grueso de los fugitivos se concentró en el último de ellos. Un testigo de los hechos, Sixto Agudo, declara que en el muelle de Alicante se agolpaban más de 20 000 personas: combatientes y políticos, mujeres y niños. Una comisión se entrevistó con el general italiano Gastone Gambara, de la División Littorio. Testigos e historiadores no coinciden en los resultados. Para unos, Gambara rechazó todo compromiso. Otros afirman que el italiano accedió a que los vencedores dieran cinco días, a partir del 29 de marzo, para la evacuación, y que en el puerto de Alicante se fijaría un área neutral para efectuar las operaciones. Pero ni se respetó ese pacto, en el caso de que hubiera existido, ni fondearon los barcos contratados por el Gobierno republicano. El carguero Winnipeg, fletado por el Comité de Coordinación y Ayuda a la España Republicana, no entró en el puerto de Alicante porque franceses e ingleses desconocieron su promesa de protegerlo contra los navíos franquistas. Lo mismo le ocurrió a otros barcos que estaban dispuestos cerca de la bocana del puerto. Pilar Medrano define la situación del puerto como «un completo guirigay» y asegura que «corrió el rumor de que se había declarado el puerto zona neutral y por tanto, en el caso de entrar el enemigo, nos respetarían…». La militante comunista expone una curiosa teoría: «De haber conseguido que entraran los barcos en el puerto, hubiese resultado una catástrofe más que un beneficio debido a que las fuerzas del Ejército republicano que se encontraban allí estaban armadas, pero divididas políticamente; por un lado nuestros camaradas, casi todos tanquistas, y por otro el resto, compuesto más que nada por anarquistas. Unos y otros dispuestos a subir al barco los primeros, aunque fuese a tiro limpio». Conocidos republicanos se inclinaron por el suicidio antes que entregarse, como los anarcosindicalistas Evaristo Viñuales Larray y Máximo Franco Cavero. Entumecidos los cuerpos y debilitados los sentidos, la multitud pasó del pánico a una atmósfera de irrealidad; el puerto se convirtió en escenario de alucinaciones: como no entraban barcos, los reunidos se dedicaron a soñarlos. Pero el general Saliquet los devolvió a la realidad: «Que se les reduzca por la fuerza de las armas». Menos mal que Gambara, italiano ajeno al cainismo español, conjuró la última matanza de la guerra civil. El 31 de marzo, el militar profesional de mayor graduación, coronel Ricardo Burillo, rindió las tropas republicanas. La escuadra —tres cruceros, ocho destructores y un submarino— pudo aliviar la penosa situación pero había partido de Cartagena el 5 de marzo a mediodía, después de la insurrección en la base. La responsabilidad de esa gravísima medida —una deserción en toda regla, matizada por los graves conflictos ocurridos en el puerto de Cartagena— correspondió al almirante Miguel Buiza[29].
Por lo que respecta a la evacuación de republicanos en barcos comerciales, la inició el Ronwyn, que partió de Alicante el 13 de marzo con 634 pasajeros, y destacó el Stanbrook, que abandonó el puerto alicantino a las 11 de la noche del 28 de marzo, con 2638 viajeros. Otros republicanos consiguieron escapar en pequeñas embarcaciones —barcas de pescadores, chalupas, remolcadores, bous, guardacostas…— desde los puertos de Adra, Águilas, Almería, Valencia, Alicante y Mahón. Un puñado de españoles —políticos y militares representativos— huyó en aviones que aterrizaron en Orán. Y como no podía ser menos, también existe controversia sobre el número de refugiados en esta última oleada. Aunque se han venido facilitando cifras que oscilaban entre 15 000 y 20 000 exiliados, en la actualidad parece existir un cierto acuerdo en las estimaciones: llegaron al norte de África entre 10 000 y 13 000 republicanos. El grueso de los expatriados en el norte de África eran dirigentes y cuadros de los partidos y sindicatos, altos cargos, militares profesionales y milicianos, intelectuales. En general, elementos muy comprometidos con la República: abundaban los ex ministros, gobernadores civiles y alcaldes[30]. Por su parte, los republicanos que no consiguieron alcanzar las costas africanas pasaron al «campo de los Almendros», en la carretera de Valencia, llamado así porque fueron las flores de ese árbol parte del alimento que comieron durante los seis días que allí permanecieron. Desde los Almendros fueron distribuidos por la plaza de toros, castillos de Santa Bárbara y de San Fernando, prisiones varias y especialmente el campo de Albatera[31].
CÁRCELES DE ARENA
En los campos de internamiento discurrió la penúltima tragedia de los extrañados españoles, amontonados en playas inhóspitas y desnudas; cautivos entre las alambradas y el mar. Eran espacios improvisados que acogieron a decenas de miles de republicanos, sobre todo catalanes (36,5 por ciento), aragoneses (18 por ciento) y valencianos (14,1 por ciento). Los refugiados estuvieron varios días sin recibir alimentos y aguantaron gracias a la intendencia republicana almacenada al lado de los recintos. La primera comida resultó inolvidable: los gendarmes arrojaban el pan desde los camiones, para que los hambrientos integrantes del Ejército de Cataluña se pelearan por él y terminaran destrozándolo entre sus manos. Pero tan inquietante como el hambre o la sed, fue el ambiente de alucinación que se apoderó de los campos. Se multiplicaban las miradas perdidas, y se fue propagando entre la arena un cansancio de siglos; los jóvenes parecían convertirse rápidamente en ancianos: la «vejez adelantada» de la que habla Eulalio Ferrer. Y salir de los campos no resultaba tarea fácil. La libertad pasaba por regresar a España o alistarse en la Legión extranjera, un cuerpo mercenario francés que repugnaba a los republicanos. Como aborrecían a los legionarios del Tercio español, sobre todo después de la guerra civil[32].
Los campos de Argelès y Saint–Cyprien cobijaron en un primer momento al grueso de los exiliados. Albergaron entre 65 000 y 90 000 españoles cada uno, aunque el número varió significativamente según las diferentes épocas. Argelès fue el primer campo sobre la playa, y se convirtió en una metáfora del orden concentracionario francés desde su apertura el 7 de febrero de 1939. Era un desierto de arena en miniatura. Ni un árbol, ni una sola posibilidad de resguardarse; sólo arena, que servía hasta de incómodo colchón. Las lluvias torrenciales, que arrastraron a más de un republicano al fondo del mar, castigaban de cuando en cuando a los concentrados, mientras la tramontana azotaba el campo abierto y al fondo, como centinelas insomnes, los Pirineos. A falta de un techo, durante los primeros días dormían en hoyos excavados en el suelo cubiertos por lonas, mantas o capotes militares, que amanecían cubiertos por la escarcha de la mañana. Pese al sambenito de haraganes que les adjudicó la prensa reaccionaria, fueron los españoles quienes levantaron los primeros barracones e hicieron posible la desaparición de lo que «parecía un campamento gitano multiplicado por cien, por mil, por decenas de miles», en palabras de Ángel Pozo Sandoval. A quienes colaboraban en la construcción de los barracones se les suministraba una ración suplementaria de comida. En esa tarea los republicanos no estaban solos; los acompañaba la mayor parte de los brigadistas que entró en Francia con el Ejército republicano. Aunque los internacionales siempre mantuvieron excelentes relaciones con los españoles, comenzaron también un proceso de emancipación y recibían instrucciones directas de la Komintern. Los brigadistas, cuyo responsable era Ferenc Munnich «Otto Flatter», fueron en general peor tratados que los republicanos. Dos hechos lo refrendan: recibían menores raciones de comida y a los mutilados no se les permitía, al contrario de los españoles, abandonar los campos de internamiento. En septiembre de 1940 se calculaba en 3000 el número de internacionales en Francia[33].
La unidad básica de los campos era la barraca, y los islotes que formaban servían para clasificar a los diferentes grupos. Las mujeres que fueron conducidas a los campos generales ocupaban un islote específico. Pero no siempre era así, y la promiscuidad ocasionó episodios desagradables por cuanto tenían que asearse y hacer sus necesidades en campo abierto. Para la mentalidad de las españolas de la época, esas rutinas íntimas entrañaban una afrenta, un tercer grado para la dignidad, pese a la disposición protectora de los milicianos. Las autoridades no tuvieron la inteligencia o la voluntad de establecer campos de familias, y aquellas mujeres (y niños) que no aceptaron desligarse del paterfamilias estaban en la práctica alejadas de los suyos y en peores circunstancias materiales que quienes asumieron la dispersión. Juntarse los domingos en el campo exigía una serie de requisitos, empezando por una petición formal. Tiempo después se cancelaron las visitas, y un edicto recordaba que «la única forma de reunirse con las familias es yéndose a España. Todo aquel que quiera ver a su mujer, que se apunte para volver a España. Por tanto, quedan suspendidos todos los permisos». Los niños trataban de acercarse a sus padres deslizándose por debajo de las alambradas, dejando en el intento la ropa y llenándose de heridas en espalda y vientre. Con el tiempo se crearon algunos islotes de familia, donde mejoraron el trato y la alimentación; los progresos fueron imponiéndose, aunque hubo que pelearlos; se consiguió incluso la Gota de Leche, un centro asistencial para niños, que corregía en parte el anterior abandono de los recién nacidos. La vida de las mujeres y niños en Argelès (unos 5000) resultaba extremadamente difícil.
Aunque los periódicos de la extrema derecha atribuían la falta de higiene a que los españoles eran incompatibles con el aseo, uno de los problemas más graves de los campos sobre la playa era el agua, que ocasionó importantes efectos secundarios, y que conseguían con bombas de mano mediante unos tubos que penetraban la arena y que, a falta de letrinas, absorbían parte de los excrementos. Lo describe Francisco Urzáiz (Francisco Fernández Urraca): «Los franceses clavaron en la arena unos tubos de hierro a los que adosaron unas bombas. Daban agua salobre, desde luego no potable, pero era agua y esa agua era la que bebíamos. Como no había letrinas, todas la necesidades se hacían en la playa, al borde del mar. Es decir, que el agua que bebíamos estaba contaminada por las heces». El agua salitrosa, unida a otras carencias, multiplicó hasta el descontrol los casos de disentería y colitis. El grito más escuchado al amanecer era «¡a la playa!», referido a los hombres y mujeres que no conseguían llegar a la orilla y defecaban encima de quienes aún permanecían dormidos sobre la arena. Un poeta tan sensible como Agustí Bartra —atravesó la frontera con el diccionario Pompeu Fabra, las poesías de Rilke y una biografía de Joan Maragall— recogió en sus memorias del campo la versión escatológica de una canción de la guerra para expresar lo que ocurría: «Si me quieres escribir, / ya sabes mi paradero: / en el campo de Argelès, / primera línea de mierda». José Goytia todavía recuerda con aprensión las imágenes de una playa «en la que sólo se veía mierda». Cuando Argelès dejó de ser la playa de los «cien mil ojos» —los atacados de diarrea evacuando en cuclillas frente al mar—, tampoco las instalaciones mejoraron el estado de cosas[34].
La vida continuaba pese a todo en Argelès. Con actos heroicos —no era el menor vivir cada día— y las mezquindades derivadas de una situación extrema. La penuria del campo no impidió, por ejemplo, la aparición del mercado negro. Al margen de los establecimientos autorizados, afloraron improvisadas barberías de pago, y bares, y joyerías… Hicieron también su aparición traficantes y usureros, y pronto se consolidó el comercio ilegal. En el negocio furtivo estaban involucrados algunos guardianes desaprensivos y tenderos de las localidades próximas que disponían de autorización para vender en Argelès. «No todos los refugiados eran oro de ley. Confundidos con ellos habían salido de Barcelona infinidad de maleantes del barrio chino, enchufados, emboscados, estafadores, putas, rufianes y macarras. Prostíbulos y garitos fueron el siguiente paso: los francos y las joyas eran monedas de cambio. En contraste con la miseria del campo, en este pequeño barrio chino había de todo, se derrochaba el dinero a espuertas», escribe Ángel Pozo. El barrio chino de Argelès era el paraíso de buhoneros y proxenetas, y también el emplazamiento más concurrido. Sobre todo durante la noche, cuando el centro de atención se desplazaba a los improvisados prostíbulos; en un entorno de cuerpos castigados, los testimonios evocan las anatomías rotundas de las prostitutas. Los atracos e incluso los asesinatos eran usuales en un ambiente nocturno dominado por la bebida y el sexo de urgencia. Alrededor del barrio chino aparecieron las pistolas y navajas, y la muerte: muertes que se confundían con otras muertes. Al final fue clausurado por las autoridades francesas. Pero en Argelès no sólo había barrio chino y mercado ilegal. En Argelès estaba todo el pueblo español: niños y viejos, militares y civiles, clases medias y pobres, sabios y analfabetos, hombres y mujeres, moderados y radicales, catedráticos y campesinos… Una España transversal donde no había falangistas —salvo como espías o informantes— ni miembros de la jerarquía eclesiástica[35].
Las afinidades políticas y geográficas, además de la pertenencia a un arma del Ejército, determinaban la ubicación en el campo. Algunos se vincularon desde el principio en función de su militancia política en España, pero la mayor parte rehacía la vida social a través de la familia, los amigos y los paisanos. La afirmación de las raíces frente a otros valores provocó ulteriores desacuerdos, porque en algún caso a la geografía se unió la política y se establecieron compartimentos estancos. El más conocido fue el de los nacionalistas vascos. En un extremo de la playa de Argelès, unos 5000 euskaldunes constituyeron un islote aparte, conocido como Gernika Berri, que gobernaban el capitán Martín Soler–Zanguito y Telesforo Monzón. Lo hicieron, claro está, con el consentimiento de las autoridades, pues una organización de ese tipo les resolvía muchos problemas. «Fueron de los primeros en tener barracas, disponiendo de todo lo necesario. Contaban con dinero y con influencias. Se les distinguía con la parte más meritoria de asistencia. Casi todos comulgaban fervorosamente y celebraban misas de campaña. Hacia ellos se proyectó inmediatamente la protección de toda la gente católica y eran constantemente visitados y atendidos por damas y por curas», afirma el doctor Pujol, en testimonio recogido por Federica Montseny. Algo parecido acaeció en el campo de Agde, reservado en su mayor parte para los catalanes. Unos y otros contaban con el apoyo de unos franceses que se consideraban paisanos y connacionales más allá de las respectivas administraciones. Pero se impone la matización. Los franceses de Iparralde y el Rosellón blindaban en especial a los vascos y catalanes conservadores, nacionalistas. Los naturales de esos territorios que militaban en la izquierda no eran reconocidos como paisanos a los que ayudar; los consideraban «rojos españoles», que además utilizaban el castellano como vehículo de debate ideológico. En ocasiones, se produjeron conflictos entre los expatriados. El asturiano Santiago Blanco manifiesta que en el Refugio Vasco de Narbona, mantenido con fondos del Ejecutivo de Euzkadi en el exilio, no permitían la entrada a los otros españoles.
El campo de Saint–Cyprien, activo desde el 8 de febrero de 1939 repetía las características del de Argelès. El desmantelamiento de las 17 secciones comenzó en octubre de 1940, y un año después estaba oficialmente cerrado. Permaneció, no obstante, un grupo de unas 200 mujeres y niños en un pequeño campo próximo, clausurado en 1942. El tercer campo sobre la playa, aunque provisto de mejores instalaciones, era el de Barcarès, definido como modelo por las autoridades francesas. A diferencia de lo ocurrido en Argelès y Saint–Cyprien, los españoles lo habitaron una vez levantadas las barracas. Estaba rodeado de pantanos y reservado en principio para los acogidos que se hallaban en tránsito hacia España; luego recibió la correspondiente avalancha. Uno de sus inquilinos, Falguera, nos relata la vida en el campo: «Nos levantábamos a las siete. Un café y después a la playa, pues no había nada más que hacer. Más tarde la comida: un pedazo de carne, o lentejas, bacalao que producía sed… se trataba de obligarnos a regresar a España. Otra vez a la playa. Una cena de miseria, y a dormir sobre tablas»[36]. Falguera, que trabajó en el Comisariado de Barcarès y elaboraba las fichas de los internados, contabilizó hasta 65 000 republicanos; un recuento que coincide con los estudios más rigurosos. Otros campos de los Pirineos Orientales reforzaron en un primer momento a los habilitados en las playas: Prats–de–Mollo, Arlès–sur–Tech, Amèlie–les–Bains o Mont–Louis. La población internada oscilaba entre los 40 000 de los tres primeros y los 25 000 del último. Rivesaltes completaba la geografía concentracionaria en el departamento. Primer campo a raíz del decreto Sarraut (2 de mayo de 1938), estaba ubicado en una especie de desierto interior azotado por el viento. Luego fue transformado en un centro de reagrupamiento familiar, adónde llegaron en octubre de 1940 los primeros españoles, entre ellos unos 3000 niños, que provenían de otros campos; también hubo mujeres, y muchos catalanes. Para los enfermos más graves se reservó el campo de Le Vernet–les–Bains. Una característica común a estos campos era que se levantaban en terrenos malsanos, difíciles para la vida: playas, albuferas, marjales… Abiertos a los molestos vientos de la región, muchos de ellos se convertían en lodazales con las primeras lluvias[37].
Todavía se mantiene en la obra memorialística y la historiografía un litigio conceptual sobre la calificación de los campos franceses: internamiento o concentración. Los historiadores abundan en el primer término y los supervivientes, en el segundo; la realidad se restablece a partir de los matices. Javier Rubio expone con tino que ni en sus objetivos ni en función de la permanencia —los españoles podían regresar a España o salir a trabajar desde determinadas fechas— podían catalogarse como campos de concentración, pero al mismo tiempo apunta que la organización era muy parecida a los campos alemanes. No tienen la misma opinión quienes los ocuparon. Como Antonio Gardo Cantero «Gerard»: «Hay que llamar a las cosas por su nombre. La razón fundamental por la que luego se ha hablado de campos de internamiento, y de campos de acogida, es porque luego ha habido los campos de Alemania, que fueron más duros que los nuestros de Francia. Pero al cambiar el nombre están tratando de borrar la memoria histórica. El olvido empieza ahí, al quitarle a estos campos nuestros, el nombre que ellos mismos les habían dado». El PCE atacaba directamente su naturaleza política: «Institución de carácter fascista que es una vergüenza para un país que se llama democrático». Algunos intelectuales internados en Le Vernet —Bruno Frei, Arthur Koestler…— expusieron que, en apartados como la alimentación y la sanidad, los campos franceses no mejoraban a los alemanes de Dachau y Sachsenhausen–Oranienburg. Koestler, que había conocido los campos franquistas, tampoco concedía a los franceses unas condiciones más aceptables. Las autoridades francesas, por su parte, utilizaron diversas expresiones: centre de rassemblement, camps d’accueil, centre d’hébergement… Desde enero de 1941, Rieucros y Le Vernet fueron considerados de manera oficial «campos de concentración». Las autoridades franquistas utilizaban siempre el calificativo de campos de concentración: incluso era motivo de regodeo[38].
MODELOS DE CAMPOS: ESTABLES Y DE CASTIGO
El primer campo de internamiento ajeno a Pirineos Orientales fue el de Bram, en Aude. Los nuevos establecimientos tenían el propósito de aliviar la presión ejercida sobre el departamento pirenaico, que había soportado el impacto del exilio español. Bram fue considerado un campo modelo por las autoridades francesas. Próximo a Carcasona, estuvo operativo a partir del 16 de febrero de 1939, día en que llegó la primera expedición republicana. Estaba dividido en 9 sectores o islotes, separados por alambradas, y fue ocupado sobre todo por funcionarios, intelectuales, masones y viejos; albergó posteriormente a los trabajadores del 318.º Grupo de Trabajadores Españoles. El campo contaba con 165 barracas —25 de largo por 6 de ancho—, con capacidad para 72 internados, y cada islote disponía de un grupo de cocina y un lavabo de 50 plazas. Tenía capacidad para 17 000 internos, y fue clausurado el 17 de octubre de 1940. Tanto la comida como los servicios sanitarios resultaban aceptables; según Emilio Hernández Diez, «fue una excepción». Lo reafirma el poeta Celso Amieva, para quien Bram era un «oasis de paz y tranquilidad», el mejor entre los campos. Además, no le alcanzaba la tramontana.
Otros departamentos empezaron a recibir su cuota de refugiados entre los meses de febrero y marzo: Hérault, Tarn–et–Garonne, Ariège, Lozère y Bajos Pirineos. En el departamento de Hérault se ubicaba el campo de Agde, con capacidad para 25 000 internados. Luis Royo Ibáñez refiere que uno de los tres islotes estaba ocupado de manera exclusiva por catalanes. Desalojado en octubre de 1939, para acondicionarlo como campo militar, un pequeño grupo de mutilados permaneció en tareas de conservación. En Tarn–et–Garonne se encontraba el campo de Septfonds, próximo a Montauban, al que destinaron especialistas en trabajos industriales, ingenieros y técnicos. Tenía capacidad para 15 000 internos, y fue clausurado en 1940. Pero, además de estos grandes campos, funcionaban en el Sudoeste otros más pequeños y especializados. Las fuentes republicanas registran las circunstancias de algunos de ellos en mayo de 1939: Sète asilaba a 300 vascos y contaba con dispensario y un refugio de mutilados; Narbona disponía de una clínica para 34 enfermos y un refugio que acogía a varios centenares de euskaldunes; Pézenas también reunía a 300 vascos; Béziers contaba con un hospital para 600 internados; Espéraza disponía de un campo de mujeres, 650 refugiadas; en Montolieu, cerca de Carcasona, estaba situado un campo con 700 varones, intelectuales y francmasones; otros 210 republicanos de letras y masones se localizaban en Saint–Bauzille–de–Putois. En el de Roissy–en–Brie —destinado igualmente a intelectuales— estuvo Agustí Bartra. En el departamento de Lot–et–Garonne se ubicaba el campo de Casseneuil, levantado en noviembre de 1939 por millar y medio de refugiados españoles, quienes trabajaron al mismo tiempo en la construcción de una fábrica de pólvora en Saint–Livrade[39].
Uno de los campos más importantes, al margen de los iniciales de la playa, fue el de Gurs. Ubicado en el Béarn, Bajos Pirineos, y construido en terrenos comunales del valle moldeado por el río Gave. Catalogado por las autoridades como un campo modelo, el clima húmedo de la comarca y el emplazamiento lo convertían periódicamente en un barrizal. Comenzada su construcción el 15 de marzo de 1939, veinte días después llegaron los primeros internados. Claude Laharie, el mayor especialista de Gurs y al que seguiremos en nuestro recorrido, defiende que no era un campo de concentración sino de acogida (camp d’accueil). Contaba con 382 barracones, que conformaban 13 islotes, y capacidad para 19 000 internados. Los administradores decidieron que estuviera ocupado desde el principio por cuatro grupos fundamentales: a) vascos (islotes A, B, C, D); b) otros españoles (E, F); c) brigadistas no repatriables: alemanes y austríacos, franceses y judíos (G, H, I, J); y d) aviadores republicanos (K, L, M). Tres de esos grupos —vascos, aviadores y brigadistas— ya se habían mantenido aparte en los campos de la playa. Gurs era conocido popularmente como el «campo de vascos y pilotos».
El 5 de abril de 1939 arribaron 980 vascos «peninsulares», procedentes de Argelès, que fueron conducidos al islote A. Les siguieron más vascos, aviadores e internacionales, amputados muchos de estos últimos. Para los euskaldunes, Gurs constituía una magnífica noticia. Estaban en los límites de Iparralde y además sintonizaban con los habitantes de la zona, católicos y conservadores, frente a la fama revolucionaria y la eclesiofobia de los otros republicanos. Vascos «continentales» tan representativos como Eugéne Goienetche entablaron más tarde relaciones con los boches —expresión despectiva con la que se conocía a los nazis y colaboracionistas—, para hacer más llevadera la situación de los euskaldunes. Francisco Eizaguirre, cuyo testimonio recoge Mikel Rodríguez, asegura incluso que Goienetche era el «relaciones públicas» ante los alemanes del PNV y el Ejecutivo vasco, que pretendieron mantener la homogeneidad incluso en Gurs. Refiere Julián Antonio Ramírez que hubo vascos que quedaron al margen de los islotes propios y otros no vascongados que pasaron por tales. Para solucionar los equívocos, la Delegación del Gobierno de Euzkadi envió a un comisionado, quien propuso examinar de «vasquismo» a los candidatos a los barrios euskaldunes. Por contra, Gurs no mejoró la vida de los demás españoles y los brigadistas, catalogados de indeseables en un entorno anticomunista. Vascos y aviadores perseveraban como grupos diferenciados de los «españoles» en general porque reportaba privilegios: la solidaridad entre republicanos tenía un límite, incluso entre los ideológicamente afines. Pero las preferencias étnico–religiosas tampoco contaban, si de economía se trataba: cuando la Administración francesa decidió utilizar mano de obra exiliada, fueron los pilotos quienes primero consiguieron una salida laboral fuera del campo[40]. El 10 de mayo de 1940, en el momento de la invasión de Bélgica, Gurs estaba en vías de liquidación. En esa fecha el balance de Gurs era el siguiente: habían pasado por el campo 27 350 hombres (20 542 españoles–vascos y 6808 internacionales), y aparecían 23 muertos, 8388 repatriados y 9375 incorporados a la producción francesa. Todos los autores (Laharie, Antonio Soriano, Rafaneau–Boj) coinciden en que Gurs alivió en general las condiciones de vida con respecto a los campos improvisados de la playa[41].
Campos de castigo
En el universo concentracionario destacaron por sus connotaciones los llamados campos disciplinarios en los que, amén de regímenes particularmente severos, se ejercía la violencia física con los detenidos. Tres de ellos se impusieron como inolvidables para los españoles del destierro. Rieucros, cerca de Mende (Lozère), fue el primer campo levantado en tierras de Francia; una circular de 10 de enero de 1941 lo transformó en recinto de concentración. Tenía como objetivo, según Rafaneau–Boj, alojar a «los reincidentes veteranos: criminales, reos de derecho común, revolucionarios…». Luego se transformó en campo de mujeres consideradas indeseables; las hubo de veinticinco nacionalidades, muchas de ellas con niños, y el promedio de internadas estaba en torno al medio millar.
En 1942, la mayor parte de las inquilinas fue trasladada a Brens, cerca de Gaillac, aunque no tuvieron la misma suerte las judías, deportadas a los campos alemanes. Rieucros era un campo inseguro. Si a una mujer la juzgaban como peligrosa o protestaba de forma airada una decisión, corría el peligro de ser devuelta a España (en el caso de las republicanas) o conducida a Alemania (judías, y también españolas). Otro campo de castigo para mujeres fue el castillo de Mont–Louis, que también asiló hombres. Aunque severo, nunca alcanzó los niveles de barbarie de Colliure, por ejemplo.
El castillo de Colliure (Pirineos Orientales), fortaleza templaría del siglo XIII, fue acondicionado como campo de concentración; Antonio Vilanova lo considera «el más cruel de todos». En él internaron a españoles etiquetados de peligrosos y conflictivos, esto es, los más comprometidos. Un ejemplo. El dirigente Jaume Girabau, que estaba internado en Barcarès, fue trasladado a Colliure exclusivamente por su condición de dirigente de las JSU. El número medio de presos estaba entre 350 y 400, además de algunos jóvenes de 14 a 18 años. Había diecinueve secciones, vigiladas cada una de ellas por tres guardias móviles, a cargo del capitán Rollet, que procedía, como sus ayudantes, de la Legión extranjera. Por si fuera poco, también había una «sección especial», adónde conducían a los castigados, que perdían los pocos derechos que aún se les respetaban. Los penados eran atados a un poste y se les apalizaba ante los demás reclusos en el patio central. Sólo teniendo en cuenta los condicionamientos que soportaban por cuestiones higiénicas —lo normal era que se encontraran atacados de colitis—, el campo resultaba inhumano. Más allá de una repugnancia a la que el interno se acostumbraba, las pésimas condiciones favorecían la propagación de enfermedades. En los sótanos de este castillo murieron algunos republicanos, y pocos de entre los detenidos remontaron las secuelas y recobraron plenamente la salud. Atendían a la vigilancia desde el exterior las tropas coloniales del 24.º regimiento de senegaleses. Oficialmente fue clausurado en el verano de 1939, aunque en la práctica siguió recibiendo elementos catalogados de extremistas[42].
Pero el campo de castigo por excelencia fue Le Vernet d’Ariège, adónde iban a parar los españoles considerados indeseables —militantes de izquierda y los tachados de delincuentes comunes— y los brigadistas más caracterizados. Le Vernet estaba situado cerca de Foix, al lado del pueblecito del mismo nombre, en el departamento de Ariège. Había sido construido durante la Primera Guerra Mundial, y pasó por los estadios de hébergement (albergue) y camp d’internement administratif. De hecho, hasta octubre de 1939 sirvió para alojar a los republicanos españoles: un campo de características parecidas a los demás. La mayor parte de los internados en los primeros meses eran anarquistas de la 26.ª División, aparcados inicialmente en el fuerte Mont–Louis. El 2 de marzo de 1939, por ejemplo, 9 000 de entre los 10 200 internados eran libertarios de la citada unidad; otros miembros de la división anarquista fueron conducidos a la tejera de Mazères, a nueve kilómetros. «Penetramos en el recinto de Le Vernet lentamente, tras ser cacheados minuciosamente por los gendarmes. En tal ocasión acontecieron escenas violentas, intercambiándose insultos y golpes entre gendarmes y exiliados. Todo ello a causa de que los primeros se excedían en sus funciones y que la dignidad de los segundos no toleraba esos excesos», relata José Borrás.
En el campo había tres secciones, extranjeros con antecedentes criminales, los extranjeros «políticos» —comunistas y anarquistas sobre todo— y sospechosos. Este último apartado afectaba sobre todo a los brigadistas. Pertenecer a una u otra sección no siempre coincidía con normas entendibles. Las condiciones de vida eran realmente deplorables: amenazaban en especial el hambre, y los castigos, y las humillaciones. A Ricardo Sanz, que había sido jefe de la 26.ª División, le negaron el permiso para visitar a su hijo moribundo. Las autoridades y guardianes conculcaban los derechos más elementales, y además hacían la vista gorda ante espectáculos tan denigrantes como un mercado negro que funcionaba sin mayores problemas, alimentado por guardianes y buhoneros. El anarquista Borrás, partidario de la acción directa, relata cómo «moralizaron» la situación: «Organizamos dos o tres expediciones y, a estacazo limpio, el mercado del Barrio Chino quedó desmantelado. Las prendas que estaban en venta fueron incautadas y entregadas, gratuitamente, a los más necesitados. Es así como se acabó rápidamente con aquel comercio inmoral, en el que se especulaba con la miseria de los internados». Pero los responsables, encabezados por el comandante Ternéau, tampoco estaban por el trabajo paralelo que no revertía beneficios a los responsables del campo. Cuenta Miguel Ángel Sanz que los republicanos se dedicaron a confeccionar alpargatas con cuerdas para obtener un dinero con el que no morirse de hambre, y que los guardianes en un primer momento les destruían las cuerdas y en algún caso seccionaron los dedos de quienes persistían en la tarea.
Tanto la declaración de guerra como el armisticio repercutieron en Le Vernet, y desde septiembre de 1939 recalaron en el campo «individuos peligrosos para la seguridad pública». Entre ellos había españoles, franceses y brigadistas. Derrotada Francia, el régimen de Vichy «los puso a disposición de los nazis —según Antonio Soriano—, al igual que las fichas personales entregadas por los propios internados a las autoridades francesas». En agosto de 1940 Le Vernet alcanzó 4000 cautivos, la máxima población fuera de los primeros días. Según Claude Delpla, se había convertido en «un campo represivo para extranjeros». Un verdadero campo de castigo. Pero más allá de su condición administrativa, Le Vernet fue siempre un campo bajo estricta disciplina castrense. El saludo militar y los homenajes a la bandera eran usuales en un recinto, en que la mayor parte de sus inquilinos, como anarquistas y apátridas, tenía alergia a los desfiles y a los estandartes. No fue el único campo donde se practicaba el «sadismo simbólico», aunque fuera mediante un himno tan emblemático como La marsellesa. Le Vernet, como buen campo disciplinario, disponía de recintos represivos; y castigos como el «cuadrilátero», el «picadero» y el «hipódromo» alcanzaron luego popularidad en los otros campos, en especial los africanos. El primero consistía en introducir al represaliado en un pequeño recinto de diez por diez metros rodeado de alambradas y donde no podía protegerse de las inclemencias del tiempo, incluida la noche. El «picadero» radicaba en atar al penado a un poste, que lo obligaba a mantenerse de pie; le reducían de forma drástica la comida y quedaba a merced de los elementos. Cuando al castigado lo obligaban a correr alrededor del poste central, recibía el nombre de «hipódromo». Algunos autores sostienen que los encerrados corrían para no entumecerse de frío durante la noche, y que para impedir esa acción las autoridades habían colocado un poste al que los ataban. Los internados estaban vigilados por los GMR y los tiradores senegaleses.
Los internados, a quienes no se les pagaba, ejecutaban obras en carreteras y eran además responsables del mantenimiento del campo. Koestler escribe que tampoco se les proporcionaba ropa de trabajo: vestían harapos y calzado sin suela. En invierno, con temperaturas de 7 grados bajo cero, los internados trabajaban de 8 a 11 de la mañana y de 1 a 4 de la tarde. El índice de enfermos era siempre superior al 25 por ciento. Las impresiones de Koestler eran anteriores a 1940, cuando todavía los campos de nazis no se habían convertido en carnicerías de hombres. Pese a toda la parafernalia represiva, se produjeron manifestaciones y huelgas, como las que se desarrollaron en febrero de 1941 contra la situación general de la vida entre alambradas. «El solo hecho de aparcar hombres detrás de las alambradas produce la superposición de las imágenes del animal y del hombre», escribe Oliver Razac. Pero los españoles terminaron revirtiendo un elemento de vejación en soporte artístico. Los internados montaron en el verano de 1939 una exposición con objetos construidos en alambre. En el humilde pero conmovedor Museo de Le Vernet todavía se pueden contemplar algunos de esos trabajos[43].
LOS OLVIDADOS DEL SUR
La situación material y moral de los campos sobre la playa resultaba inefable: escenarios de cochambre, tedio y desesperación; pese al comportamiento ejemplar de los internados. «En todo momento hemos encontrado hombres disciplinados y corteses en su resignación, cuyas sonrisas amistosas nos dolían más que cualquier queja o reproche que hubieran podido hacernos», escribió Jean–Maurice Herrmann en Le Midi Socialiste. Cada internado se las apañaba como podía para vestirse, protegerse de las inclemencias del tiempo y alimentarse. La situación de los niños resultaba insoportable, y muchos de ellos fallecieron. Una de las madres que vio morir a su hijo fue Lola Casadella, deportada luego al campo de exterminio de Ravensbrück. Pero consiguió abofetear simbólicamente a todos los victimarios del mundo: sobrevivió y prosiguió su combate por la libertad[44].
Sanidad, higiene y alimentación eran los apartados más deficitarios de los campos. En el primer caso apenas existían medios y algunos facultativos franceses anudaban a la mala práctica médica una indisimulada animosidad contra los españoles, conjunción que ocasionó no pocas bajas. De otro lado, las autoridades ponían todo tipo de trabas para que los sanitarios republicanos internados pudieran ejercer su profesión; tampoco reclamaron a los médicos militares en una situación de emergencia. El doctor Pujol consigna y explica la deficiente preparación médica de los responsables en Bram, y en asuntos de tanta gravedad como el tifus. Con el paso del tiempo, en varios recintos se impuso el sentido común y se recurrió al personal exiliado. Incluso los refugiados «que lo necesitaran podían ser atendidos en los hospitales de Carcasona, Narbona, Castelnaudary, Lezignan y Limoux», escribe Antonio Soriano. También se esmeraron las organizaciones de apoyo en la fundación de residencias y refugios para mutilados, algunos de los cuales colaboraron luego como enlaces de la Resistencia. Por ejemplo, José Artime, al que le faltaba un brazo, que estuvo en permanente contacto con el guerrillero Ramón Álvarez «Pichón». El historiador y diplomático Javier Rubio reseña un detalle revelador. Las autoridades británicas permitieron el rápido desplazamiento a Francia de una unidad veterinaria para «aliviar las importantes penalidades de los animales», pero no existe constancia de equipos médicos desplazados para tratar a miles de españoles heridos o enfermos[45].
Los franceses carecían de infraestructura médica para conjurar el impacto de heridos y enfermos que cruzaron la frontera. La correspondencia entre el prefecto de Ariège, el ministro de Salud Pública y algunos alcaldes del departamento nos permite conocer aspectos sanitarios. En Ariège, que sufrió el flujo emigratorio de forma atenuada, había 138 camas disponibles, repartidas en los hospitales de Foix (31), Ax–les–Thermes (42), Saint–Girons (23), Tarascón sur Ariège (16), Bastide de Sérou (6), Saint–Lizier (9) y Mirepoix (11). Sólo el 18 de febrero llegaron al hospital de Ax–les–Thermes, próximo a la frontera, 42 convalecientes graves, siete de los cuales fallecieron. Sin embargo, el prefecto manifiesta que no siente la obligación de «habilitar nuevas camas en hoteles, casas de huéspedes o montar hospitales provisionales». El 2 de marzo de 1939 el ministro avisa a las autoridades de Ariège que, «en razón de la instalación de un campo de milicianos españoles en vuestro departamento, parece necesario proveer de los recursos hospitalarios suficientes para la admisión eventual de los convalecientes que no pueden ser tratados en la enfermería del campo. El número de camas en provisión debe ser de 200 a 250». El 4 de marzo el prefecto no estaba preocupado por los republicanos, sino de la temporada termal en Ax–les–Thermes, que se podía venir abajo si persistía la hospitalización de los republicanos: solicita su traslado al departamento de Alto Garona. El 6 de mayo le reiteran al prefecto de Ariège la obligación de habilitar entre 200 y 250 camas para enfermos o heridos provenientes de los campos instalados en el departamento. También fijaban los precios por cama: 16 francos con 50 céntimos para Ax–les–Thermes, 16 francos con 49 céntimos para Tarascón, 15 francos con 76 céntimos para Saint–Girons. El prefecto manifiesta que con ese dinero no se podían cubrir los gastos de la hospitalización y tratamiento de heridos graves. En una carta de la alcaldía de Ax–les–Thermes (17 de abril de 1939) aparece un presupuesto del Hospital–Hospicio Saint Louis d’Ax–les–Thermes. Desde el 8 de febrero al 31 de marzo de 1939, los gastos alcanzaron 55 612 francos con 84 céntimos[46].
Las autoridades francesas mostraron un celo especial para con los niños cobijados en Francia. Los ministros del Interior, Educación Nacional y Salud Pública enviaron el 25 de septiembre de 1939 una carta a los prefectos de las localidades donde residían niños españoles. «Tienen la responsabilidad de continuar vigilando que se produzca en las mejores condiciones el albergue, la alimentación y la vida cotidiana de los refugiados, su protección sanitaria, su salvaguarda moral, así como la enseñanza de los niños en edad escolar». Eran disposiciones que afectaban a los albergues distribuidos por toda Francia, e integrados por ancianos, mujeres y niños. Los ministros expresaban que era conveniente que durmieran con sus madres pero que la comida y los estudios los realizaran en compañía de los otros niños. Continúa el documento: «En lo que concierne a la enseñanza, el funcionamiento de la escuela pública de vuestro departamento será reorganizada por el Inspector conforme a las instrucciones del Ministerio de Educación Nacional. El conserva la tutela moral de todos los que frecuentan la escuela, cualquiera que sea su modalidad de albergue». Estaban pendientes sobre todo de la salud: «En lo que concierne a las condiciones sanitarias de los albergues de niños, el médico jefe de servicio tiene que tenerlos en las mejores condiciones, y debe tomar medidas relativas: a) a lo referente a cama y habitación, b) a las condiciones sanitarias, y c) a la calefacción. En lo que concierne a la alimentación debe ser suficiente en calidad y cantidad». Exigen que se organicen varios equipos médicos que dispongan de coche, pediatra, comadrona, un asistente de higiene social, jefe de servicios, enfermero habituado al biberón… Los equipos debían estar provistos de medicamentos de urgencia y, en particular, de vacunas (varicela, difteria y tétanos) y de suero[47].
El general médico de los campos, doctor Peloquin, después de visitar Argelès, Saint–Cyprien y Prats–de–Mollo, advirtió que «los hombres están en la misma situación que los animales, mulos, caballos y demás ganado cuyos parques lindan con los campos de los soldados». La falta de higiene, ligada a otras carencias ya reseñadas, como el hambre, propagó todo tipo de enfermedades: tuberculosis, tiña, sarna, avitaminosis, disentería, neumonía, sífilis, fiebres tifoideas, conjuntivitis y lepra. Entre otras. Tuvieron suerte pese a todo, mucha suerte: el tifus no hizo mella en los campos y su presencia habría ocasionado una hecatombe; sólo se produjeron casos contados a fines de febrero de 1939. Pero los parásitos se adueñaron de los campos, y los piojos se transformaron en los reyes de la creación. El poeta Juan Rejano escribió del «piojo gendarme»; los más famosos eran los llamados «trimotores» porque eran «gordos, monstruosos, compañeros inseparables hasta la Liberación». Despiojarse fue una de las tareas fundamentales durante las primeras semanas en los campos. Los mosquitos que proliferaban en los fanales de los campos playeros «impedían salir de las barracas, particularmente por la noche», según José Salinas[48].
En los campos de la playa, la arena ocasionaba llagas en la piel e irritaciones en garganta y ojos; embotaba los espíritus y atrofiaba el paladar. La arena se convirtió en el aliño inevitable de todo tipo de comida. Se dormía encima de la arena y en la arena parieron no pocas mujeres. «Arena, arena, arena, / alambradas y barracas. / Señores, ¿vais a dejarme / con la boca sin palabras?», clamaba Manolo Valiente. Una palabra circuló a toda velocidad: arenitis. Dreyfus–Armand sostiene que significaba a la vez arena y alambradas, viento y falta de esperanza. Juan Rejano aludió a la «arena funeraria», y para Ferrer la arenitis era el «diagnóstico de los que desvarían». Porque hubo un tiempo en que enfermaban sobre todo las mentes. Las fases de pesimismo, tristeza y desaliento, alternadas con períodos de lucha y optimismo, dificultaban el equilibrio emocional. Algunos internados se refugiaron en la locura: de cuando en cuando, un español se encaminaba hacia el mar y se perdía para siempre en sus entrañas; los casos de enajenación se repetían, y de continuo se registraban nuevas víctimas. El repetido Ferrer recuerda que algún gracioso inventó unas siglas para el campo de Argelès: CLI (Centro de Locos Incurables). Y no existían vacunas contra el desvarío[49].
La comida representaba una batalla diaria; y era una pelea por la existencia. El menú, una repetición día tras día: agua hervida con nabos y coles, latas de sardinas, algún pedazo de coliflor, pan en muchos casos mohoso. Algunos supervivientes no fueron capaces de abandonar la sensación de hambre durante el resto de sus vidas. Falguera refiere que la hambruna le hizo perder 15 kilos en unas semanas; salvó el pellejo gracias a la leche condensada que le conseguía el empresario que construía las barracas de Barcarès. Antes de que Le Vernet se convirtiera en un campo de concentración, la comida ya era deficiente según Borrás: «Recibíamos una ración de café negro por la mañana y una especie de rancho dos veces por día. Se trataba de dos cazos de caldo por persona, sobre el que nadaban algunas lentejas mezcladas con algún que otro trocito de carne de la peor calidad». En Le Vernet las calorías eran de 1100 a 1200, cuando lo establecido para una persona normal exigía 2000[50].
Las organizaciones humanitarias. Los cuáqueros
La ayuda del exterior era mínima. Ante la negligencia de la Cruz Roja francesa, los españoles recibieron auxilio de entidades privadas. La posición de la Cruz Roja fue cuando menos polémica, y extraña, y estruendosa. Historiadores y sobrevivientes cuestionan una actitud calificada por Louis Stein de «reservada… y quizás hostil». Bernard Rodríguez, internado en Argelès a la edad de cinco años, concreta más: «La Cruz Roja francesa no se presentó una sola vez para atender nuestras necesidades o prestarnos alguna otra ayuda». Los franceses de la organización humanitaria, a diferencia de la Cruz Roja suiza, nada quisieron saber de los republicanos y actuaron con sectarismo. Algo excepcional y cuya única explicación pasa por deducir que sus dirigentes, pertenecientes a las clases acomodadas, simpatizaban con el franquismo. Si tenemos en cuenta la diligencia que la misma Cruz Roja francesa desplegó en los años cincuenta para repatriar a los franquistas de la División Azul, cautivos en la URSS, las piezas del rompecabezas encajan de alguna manera. El hecho de que notorios franquistas, pertenecientes muchos de ellos a la nobleza más rancia, ostentaran importantes cargos en la delegación española no hace sino confirmar la presencia de «gentes de orden» en la multinacional de la caridad[51].
El comportamiento ejemplar correspondió a la organización American Friends Service Committee, los cuáqueros americanos, un grupo religioso y filantrópico que se empeñó en socorrer a los republicanos del exilio. Voltaire los califica de «pueblo extraordinario» en sus Cartas filosóficas. Los cuáqueros proporcionaron a los españoles ropas, alimentos, medicinas y solidaridad. También les llevaron libros, y no precisamente de propaganda religiosa; tenían la decencia de ayudar sin contraprestaciones ni «conversiones». Para unos ciudadanos a quienes su iglesia de referencia, la católica, cobraba los servicios con puntualidad de usurero, incluidos los rituales de la muerte, la abnegación de los cuáqueros resultó inolvidable. «Quiero hablar de los cuáqueros. Ellos nos dieron prendas de vestir para los pequeños, no una vez sino con constancia. Yo antes no sabía lo que eran los cuáqueros. El primer jersey de mi hija lo hice con la lana que me dieron ellos. La mayoría de las españolas tienen olvidada esta ayuda. Hemos contraído con los cuáqueros una deuda de gratitud», refiere Rose Duroux, basándose en los testimonios de su madre. Para el escultor Valiente, «los cuáqueros americanos nos ayudaron siempre en todo lo que necesitamos. Fue la única organización que yo puedo decir y certificar que hizo cuanto pudo por nosotros». Algunos matizan, no obstante, esa relación sin aristas. Gardo Cantero asegura que eran auxiliados por familias cuáqueras de Perpiñán pero cuando fueron denunciados por comunistas, los abandonaron a su suerte[52].
Otras entidades y comités apoyaron también a los republicanos. Los sindicatos franceses y el Arzobispado de París, por ejemplo. El 16 de septiembre de 1936 se había creado la Federación de Inmigrados Españoles y también aportó una significativa ayuda la Unitarian Service Committee, pilotada por Noel Field y cuya sede estaba radicada en Boston; el auxilio de esta organización ocasionará en el futuro verdaderos rifirrafes en la lucha por el control del PCE. Especial relevancia adquirieron los comités en favor de los españoles. Algunos, vinculados al PCF, como el Comité Internacional de Coordinación y de Información para la Ayuda a la España Republicana y la Central Sanitaria Internacional. Solidaridad Democrática Española y Solidaridad Española trataban de beneficiar al PSOE y UGT, respectivamente. El Comité Perpiñán defendía a los poumistas. Solidaridad Internacional Antifascista, creada por la CNT–FAI, y Solidaridad Confederal apoyaban, por su parte, a los anarquistas. La primera había sido fundada en España en 1937 y tenía como fin la ayuda mutua entre correligionarios. Desempeñó más tarde un papel decisivo como elemento dinamizador de la vida social y cultural de los libertarios del exilio, sobre todo en Toulouse. Otras sociedades proyectaban una imagen menos partidista y socorrieron a todos los grupos de izquierda, como el Comité Internacional de Ayuda a los Refugiados Españoles[53].
Españoles ilustres que triunfaban en Francia, en el ámbito cultural sobre todo, apoyaron también a sus paisanos encerrados en los campos y se convirtieron en portavoces de los oprimidos: el pintor malagueño Pablo Picasso, por ejemplo. Un artista celebrado (y agasajado) por los alemanes y luego por los antifascistas franceses y europeos, a raíz de su afiliación comunista. «Un caso desconcertante», para Herbert R. Lottman. Pero el más destacado paladín de los confinados fue el violonchelista Pau Casals, establecido en la villa de Prades, y cuyo nombre evoca gratitud generalizada entre los exiliados. El maestro denunció con insistencia la vida de los internados y también el trabajo esclavo en las compañías de trabajadores. Su mayor aportación, no obstante, se concretó en cuestaciones que realizaba para contribuir a las necesidades de los campos de concentración. Un paisano suyo, poco favorable a la República, el escritor Josep Pía, asegura que circulaba el rumor de que el músico era un pésimo contable de sus propios bienes, pero añade: «Ha sido un administrador preciso, concienzudo, admirable, del dinero de los demás. Cuando lanzó su llamada de beneficencia a favor de los exiliados recibió dinero de todo el mundo en cantidades considerables. Él mismo administró este dinero. Llevó personalmente la contabilidad y la correspondencia, hizo llegar los subsidios con una precisión admirable, resolvió las enojosas cuestiones que estas cosas siempre comportan con un buen sentido y un eficacia ejemplares». Pero entre quienes llevaron ánimo y ayuda material a los españoles se olvida a los más destacados: ciudadanos anónimos de los pueblos próximos a los campos, que arrinconaban los recelos para realizar actos elementales de humanidad con el prójimo en desgracia[54].
Los paisanos del Midi, al igual que las autoridades francesas, pensaban que los desharrapados españoles significaban su ruina. Temían lógicamente por sus cosechas y por los ingresos de la temporada turística. Ignoraban entonces que el infortunio podía transformarse en un saneado negocio: la región costera de Pirineos Orientales se atiborró de turistas en el invierno. No acudían a disfrutar del aún lejano sol agosteño, sino a observar el espectáculo de «los rojos» entre alambradas. El 17 de febrero, Le Midi Socialiste publicó un reportaje sobre las colas interminables que se formaban los domingos por la tarde en la carretera nacional que discurre a lo largo del campo de Saint–Cyprien: «… nunca se ha visto una afluencia semejante, ni siquiera durante los días más hermosos de verano». Los visitaban como se contempla a los animales del zoo, y ello era así porque la prensa extremista los había descrito como monstruos y la gente, en su candidez o mala fe, se acercaba a comprobarlo. Para redondear el negocio, fotógrafos profesionales y aficionados hicieron de los republicanos el blanco de sus cámaras; y en las tiendas de las localidades próximas empezaron a venderse postales de los campos de internamiento. También los campesinos franceses adoptaron el pragmatismo y comprendieron que los internados constituían una formidable mano de obra para labores de temporada. En otro orden de cosas, pequeña anécdota, los españoles hicieron sus aportaciones a la economía francesa de la zona, como registra Pierre Cros en su libro sobre Saint–Cyprien. Introdujeron una modalidad de pesca llamada lamparo, que consiste en capturar anchoas durante la noche con la ayuda de un potente foco de luz fijado en la embarcación. Picasso la inmortalizó en su cuadro Peche de nuit à Antibes.
Para agravar la situación, en los campos se desarrollaba una importante fractura ideológica, que remontaba su genealogía a los desacuerdos de la guerra y sobre todo a la escisión derivada del golpe de Casado. Las máximas discrepancias se producían entre comunistas y anarquistas, arropados estos últimos por los otros refugiados. La rivalidad entre los españoles era tan intensa, que incluso los partidos de fútbol alimentaban verdaderas batallas campales. El pugilato de las competiciones deportivas permitía exorcizar el enfrentamiento radical de unos individuos que vivían la política como una religión. La hostilidad contra los comunistas en los campos no impidió que estos se organizaran más rápida y eficazmente que los demás. Según fuentes oficiales, en julio de 1939 había 11 121 militantes del PCE y del PSUC (6 por ciento), y 3673 de las JSU (2 por ciento), sobre un total de 173 850 internados. En el funcionamiento cotidiano de los campos una parte del poder recayó en los propios internos, y ello produjo abusos vinculados a la ideología. Conforme los republicanos se hacían con la administración y las tareas básicas, los comunistas acentuaron su control. El historiador americano David W. Pike sostiene que militantes del PCE y organizaciones afines dominaban los campos de Argelès, Saint–Cyprien y Gurs. Una prueba de su mando era que disponían de la posibilidad de intervenir el correo, aspecto medular en la vida de un internado. Dos notables militantes comunistas respaldan esas informaciones. José Gros testimonia que el PCE se impuso en el campo del Saint–Cyprien apoyado por correligionarios del pueblo del Elne. Domingo Malagón confirma igualmente el predominio comunista, aunque en los campos estaban prohibidas las organizaciones partidistas. Y es que la administración de los recintos tampoco amparaba un mínimo de normalidad. Cuenta Vilanova que era un subalterno galo quien hacía de enlace entre el mando francés y los responsables españoles, lo que conducía a situaciones entre ridículas y penosas, como que un teniente coronel republicano, militar profesional, Enrique Flórez, curtido en mil batallas, tuviera que dar novedades a un «simple cabo» francés[55].
La cultura en los campos franceses
Pero hubo aspectos extraordinariamente fecundos en los campos, la educación y la cultura, por ejemplo, que servían como argamasa de los valores republicanos; también como elementos dinamizadores para sacudir la modorra. La palabra clave que circulaba era dignidad, una dignidad modelada desde el dolor y el conocimiento. Los expatriados tenían por lo general verdadera pasión por el saber, y tanto las élites como los ciudadanos del común «pensaban que tanto la felicidad personal como la de los pueblos se ganaba con la instrucción». En los campos se organizaron clases de varios niveles: desde aulas de alfabetización hasta estudios superiores, pasando por talleres de dibujo y manualidades. Las lecciones para analfabetos, de cultura general y francés eran las más concurridas: conocer el idioma local —y el esperanto— mejoraba las expectativas. También se impartían charlas y conferencias que agavillaban todas las materias: historia, feminismo, ciencia, higiene, salud… Incluso funcionaron cursillos por correspondencia. Dispusieron asimismo de salas de lectura y pequeñas bibliotecas, y en el campo de Argelès contaron con biblioteca circulante. Como responsables de estas actividades destacaron los profesores y maestros —y pintores, y periodistas, y poetas—, algunos de los cuales habían pertenecido durante la guerra al Batallón del Talento; tal vez los elementos más activos, como grupo organizado, eran los maestros de la FETE–UGT. Aparte de los fetistas, se distinguieron los pedagogos anarquistas y los estudiantes adscritos a la Federación Universitaria Escolar que colaboraban con los ugetistas, así como las JSU, sobre todo en el campo de Gurs, donde alimentaron barracas de cultura y desarrollaron actividades recreativas y deportivas. Según Francisco de Luis Martín, entraron en Francia unos 2000 maestros, de los cuales la mitad reemigró de inmediato; y la mayoría escapó después a las alambradas. Pero mientras llegó el turno de embarcar hacia otras tierras, los docentes se comportaron con extraordinaria hermandad con las capas populares y su labor fue especialmente fructífera: 21 330 alumnos pasaron por las aulas de arena. También hubo maestros que realizaron experiencias fuera de los campos. Refiere Lucienne Domergue que en 1940 funcionaba en Cordes (Tarn) una escuela racionalista con 40 niños españoles, gobernada por un pedagogo socialista discípulo de Francesc Ferrer i Guardia: toda una paradoja. Cuando el maestro, contra toda lógica, fue enrolado en una compañía de trabajo, la escuela desapareció. Aunque, como no podía ser menos entre los españoles del exilio, menudearon los problemas en las diferentes organizaciones: los fetistas estaban polarizados entre negrinistas y prietistas, y se observaban profundos desencuentros entre fetistas y libertarios, acentuando el autismo ideológico incluso entre las élites. Las revistas culturales florecieron también en los campos de internamiento, elaboradas a mano y a máquina. La historiadora Dreyfus–Armand refiere que entre 1938 y 1964 los españoles del exilio pusieron en circulación 300 publicaciones, «prensa de la arena». Las buenas costumbres republicanas persistieron en circunstancias todavía más adversas: la única biblioteca en el campo de exterminio de Mauthausen estaba ubicada en los barracones de los españoles[56].
Los republicanos organizaron igualmente coros que evocaban el folclore regional y llenaban de emoción y de raíces a los internados. Eran además elementos de ligazón nacionalista: vascos y catalanes se empeñaron en mantener vivas sus tradiciones y lengua; y no sólo en aquellos campos o islotes donde tenían autonomía —como Gurs o Agde—, sino en los establecimientos que compartían con los otros españoles. También se montaron veladas y festivales, donde se representaban todo tipo de espectáculos: teatro, variedades o recitados de poesía, entonces una modalidad muy considerada. «Durante la guerra de España, la poesía ha servido para todo: para aprender a leer y a escribir, para aprender el manejo de las armas o del cepillo de dientes, para aprender a pensar y a sentir, para aprender a ser y a decirse», escribe Serge Salaün. Asimismo abundaron las exposiciones de escultura y pintura. Josep Bartolí realizó excelentes, inquietantes y conmovedores dibujos sobre los campos. Tampoco podían faltar los deportes: pelota vasca, natación, fútbol, atletismo, saltos, jabalina… Ni que decir tiene que lo más concurrido eran siempre las actividades deportivas, sobre todo el fútbol. Los aficionados bordeleses se beneficiaron del exilio; gracias a los refugiados españoles, el Girondins de Burdeos ganó por vez primera el Campeonato de Francia[57].
La actividad básica en los establecimientos represivos franceses consistía, no obstante, en escribir cartas y aguardar la contestación. La correspondencia era el factor decisivo para mantener el mínimo equilibrio de los internados y advertir de lo que ocurría más allá de las alambradas: un vínculo con el mundo y las emociones. En los campos se recibían miles de cartas diarias, y las autoridades habilitaron oficinas de Correos específicas en algunos de ellos: los hubo que dispusieron de matasellos propio. La barraca del correo era la más visitada de los campos, y uno de los aspectos más impresionantes en el carteo es contrastar cómo las pérdidas familiares en España o Francia eran despachadas en las cartas con prosa forense. No sólo por la censura sino también porque las muertes se encadenaban con tanta diligencia que empezaron a figurar como otro apartado contable del exilio: no era posible soportar tanto dolor. En cada barracón había un «cartero» que salía todos los días para recoger y distribuir la correspondencia; el problema para los internados era obtener papel, sobres y sellos para el franqueo. Según Jesús García Sánchez, la continuidad de un tráfico postal más o menos regular fue posible gracias a las organizaciones humanitarias, los amigos en libertad o diversas instituciones, amén de la colaboración de guardianes compasivos o venales[58]. Además de las cartas, también se filtraban algunos periódicos al margen de los autorizados por la dirección. Las misivas y los diarios, incluso bajo control, permitían informarse a los internados; pero los republicanos se nutrían sobre todo de los chismes, lo que Eulalio Ferrer llama Radio Chabola. Goytia recuerda que los campos se llenaban de bulos: «Había que distraer a la gente porque estábamos metidos en un hoyo, y no podíamos quedarnos ahí metidos, había que proporcionar esperanzas». Pero también podían convertirse en un peligro. Para eliminarlos, o al menos reducirlos, aparecieron los noticieros murales.
Con relación a los campos se desarrolló una paradoja inicial: las autoridades francesas se negaron a que los españoles ocuparan establecimientos militares. Cerca de donde malvivían hacinados los republicanos, había cuarteles perfectamente habilitados: La Valbonne (Gard), Caylus (Tarn–et–Garonne), Larzac (Dordoña), y La Courtine (Creuse). Pero al mismo tiempo que el Gabinete francés negaba la instalaciones castrenses para alojar a los españoles, los campos de internamiento estaban bajo control militar. La máxima autoridad era el general Ménard, y otro general, Falgade, quedó al frente de la administración de los campos en los Pirineos Orientales. Era como si la única función de los militares franceses con respecto a los republicanos consistiera en reprimirlos y aislarlos. Algunos ejemplos permiten conocer los medios represivos desproporcionados empleados en la protección de los campos. En Sept–fonds había 6 pelotones de guardias móviles; un escuadrón de caballería del 20.º de dragones; un batallón de infantería del 107.º de Angulema, y un batallón del 16.º regimiento de tiradores senegaleses. Mil soldados a las órdenes del coronel Roux[59].
No existen, por otra parte, registros fiables de los muertos en los campos franceses. Los diferentes cálculos reflejan posiciones encontradas. Raymond Roig apunta que en los seis primeros meses fallecieron 14 600 republicanos en los campos, refugios y centros sanitarios. Parecidos resultados aportan Tuñón de Lara y Vilanova. El saldo final para Guy Hermet desciende hasta los 4700, lo mismo que para J. Carrasco. Dreyfus–Armand habla de «varios miles» de muertos. Las cifras más bajas las proporciona Javier Rubio, entre 1500 y 2000 fallecidos. Unos y otros coinciden en que la mayor parte de los muertos se debió a la disentería y enfermedades bronquiales, además de las heridas derivadas de la guerra. Algunos guarismos parciales permiten una aproximación a la realidad. Le Libertaire (16 de febrero de 1939) publica que en la noche del 10 al 11 de febrero de 1939 se produjeron más de 100 muertos. Stein refiere que el 25 de febrero de 1939 se enterraron en el cementerio municipal de Perpiñán 112 adultos y 11 niños. En el hospital Saint–Louis de Perpiñán sucumbieron 200 españoles durante el mes de febrero de 1939. Un informe del Gobierno republicano en el exilio (9 de mayo de 1949) se refiere a las bajas españolas habidas en el campo de Le Vernet. En el recuento elaborado por un agente figuran 87 muertos: 68 estaban enterrados en el propio campo y el resto, en los cementerios de Foix (15), Le Vernet (8) y Pamiers (2). Utiliza como método para comprobarlo las modestas lápidas de las sepulturas. «El pequeño y humilde cementerio del campo de Le Vernet está sin muros ni cipreses ni árboles; sin cruces ni flores», explica el enviado republicano. Cuenta también que era un prisionero de guerra alemán quien cuidaba del camposanto. Termina con una consideración: «Nadie me cree que sólo pueda haber enterrados 68 españoles». Muchos fueron inhumados en cementerios oficiales. Otros tuvieron menos suerte y, ante el rechazo de las poblaciones a recibirlos en sus camposantos, dieron con sus huesos en las tierras de labranza[60].
EN ÍTACA VIVE FRANCO
La presencia de los republicanos incomodaba a los franceses. El objetivo de las autoridades —y el deseo de los ciudadanos del Mediodía— era devolverlos a España con la mayor diligencia posible. La declaración de intenciones oficiales y privadas trazó un amplio abanico en los métodos: desde quienes proclamaban respeto a las convenciones internacionales hasta los que defendían métodos expeditivos. El semanario Je Suis Partout, periódico de extrema derecha dirigido por dos notables escritores, Lucien Rebatet y Robert Brasillach, abogó por una solución higiénica, rápida y barata: a la «escoria española» que no quisiera volver con Franco había que cargarla en buques y arrojarla al fondo del Mediterráneo. Orientaciones parecidas eran fomentadas por una parte de la derecha más o menos democrática. El acoso llegó a tal punto que un militante del PCE internado en Argelès, Antonio Hernández, escribió el 22 de abril de 1939 una carta al diputado comunista André Marty, antiguo jefe brigadista en España, recabándole que efectuara gestiones para que las autoridades rebajaran el hostigamiento. La actitud de muchos franceses, mezquina y desconsiderada, motivó que un alto porcentaje de republicanos proclives a mantenerse en Francia asumiera los riesgos del regreso. En el norte de África la situación resultaba análoga. Sobre los pasajeros del Stanbrook, durante la cuarentena en el puerto de Orán, «comenzó por parte de las autoridades consulares españolas, de acuerdo con los franceses, una presión enérgica, formulando incluso amenazas para que los refugiados vuelvan a España, haciéndoles ver, para empujarles a ello, las perspectivas sombrías de lo que va a ser su estancia en Argelia», según fuentes del PCE[61].
En los campos del Midi, todas las directrices estaban encaminadas a que los refugiados retornaran a la España franquista. Los métodos dibujaban un inventario de la coacción: desde proporcionarles comida caducada, y pan mohoso, a universalizar las vejaciones. «Lo único que funcionaba bien en el campo de concentración era el servicio de repatriados», afirma Blanco. El ministro del Interior, Albert Sarraut, autorizó el 24 de junio de 1939 la lectura exclusiva de Le Matín y Le Jour, dos rotativos de derechas. Quedaban prohibidos diarios en castellano, catalán y euskera vinculados a las organizaciones políticas y sindicales del exilio. La embajada de España en París quiso valerse de la situación y maquinó «enviar periódicos a los diferentes campos de concentración de refugiados». El 22 de junio de 1939, el embajador insistía en que se despachasen «libros apropiados» para los internados. La censura de la prensa de izquierdas tenía como finalidad que los concentrados no supieran de la represión que se practicaba en España. Para neutralizar la medida, los partidos promovieron la circulación en los campos de octavillas y periódicos murales. Pero el factor de conocimiento principal fueron las cartas que empezaban a llegar de España, pese a la censura en los dos países, y que confirmaban entre líneas lo que ocurría en el país. En una comunicación del encargado de negocios de España en París, Cristóbal del Castillo, al ministro de Asuntos Exteriores (17 de octubre de 1939) se explica que «las familias de los refugiados residentes en España, procurando evadir la censura española, por medio de frases convencionales, les suelen aconsejar que no regresen. Lo que permito señalar a V. E., por si juzgase oportuno enviar instrucciones a la censura a fin de impedir que lleguen estas impresiones a los campos de concentración». Desde los altavoces de los campos se difundía de manera reiterada el mensaje de que era posible regresar a España sin ningún tipo de problemas, y que nada debían temer de Franco quienes así lo hicieran. Por los mismos altavoces se reclamaba a los internados que luego eran conducidos por la fuerza a España o a los campos de castigo, pero los locutores españoles introducían contraseñas para que los requeridos, si no lo eran de manera voluntaria, escaparan del campo. José Manuel Gallego Mora asegura que en Saint–Cyprien había un reducto para quienes decidían repatriarse, en el que eran premiados tras su decisión con agua y comida abundantes[62].
Los ancianos, las mujeres y los niños eran los eslabones débiles de la cadena, y hacia ellos orientaron las autoridades todo tipo de estratagemas coactivas. Se repatriaba a los niños, por ejemplo, para que sus padres los siguieran a España; antes de la caída de Madrid, se prometía a los soldados su incorporación al frente madrileño–levantino cuando en realidad se les dirigía a la España franquista… También las mujeres aisladas en los refugios eran trasladadas en algunos casos a la frontera, contra su voluntad, con el objetivo de obligarlas a cruzarla. Las republicanas gritando en Perpiñán, y negándose a pasar a España, fue una escena usual en los primeros meses del exilio. Neus Català «Paulina» recoge numerosos testimonios de mujeres que tuvieron que defenderse bravamente para no ser repatriadas, y Carmen Buatell asegura que «algunas mujeres se tiraron al tren y algunas se mataron así». Benita Guiu recuerda que en los primeros meses llegaron a los refugios de mujeres agentes franquistas con la tarea de desmoralizarlas para que regresaran. En el campo de Argelès las autoridades habían dispuesto un cartel con la siguiente leyenda: «La única manera de reunirse con su familia consiste en volver a España». Unos miles de mujeres y niños habían repasado la frontera a los pocos días de llegar a Francia[63].
La visita del general José Solchaga Zala al campo de Gurs para persuadir a los aviadores republicanos de que se repatriaran, anunciaba que las autoridades francesas estaban dispuestas a permitir intervenciones de todo tipo con tal de quitarse de en medio el problema de los exiliados. Antonio Herreros alude a una historia de perfiles siniestros: en el castillo de Mont–Louis había republicanos dolientes, que dormían encima de paja, y a quienes no se proporcionaba medicamentos; los responsables del establecimiento permitieron la entrada de elementos de la sanidad franquista que les garantizaron asistencia médica si regresaban a España; «un refinamiento de crueldad», remarca Montseny. A un kilómetro de Saint–Cyprien, las autoridades francesas consintieron a los franquistas la instalación de un tenderete provisto de altavoces para repetir mensajes que invitaban al regreso. También a los campos llegaron agentes franquistas para espiar, y a quienes Falguera asocia otro cometido: aconsejar a los internados la repatriación. Esos policías de paisano repartían panfletos de supuestos arrepentidos para animar a los indecisos. Después de que Alemania hubiera atacado a la URSS, en el verano de 1941, circuló por los campos una octavilla intitulada «¡Españoles refugiados!». Está escrita como si su autor fuera un «rojo» que se dirige a sus compañeros de infortunio. Pero la retórica patriotero–católica denuncia que era un libelo salido del régimen, posiblemente de algún falangista con dominio de la sintaxis: habla por ejemplo de «fundir su destino personal en el superior de la Madre Patria». El texto está atiborrado de pistas: «Corta o larga, tanto da, la búsqueda del ansiado norte conduce nuestra reflexión a un solo territorio positivo y firme: ¡España! En el nombre de la Patria, en la pasión santa de su amor, en la fe infinita del hijo en el destino eterno, universal, maravilloso, de la Madre querida está el mejor piloto, el único capaz de guiarnos con éxito en nuestra intrincada ruta». Dos años antes, el 11 de abril de 1939, un internado de Barcarès, Vicente Badenas Segarra, había remitido una prolija carta–informe al embajador de España, en la que comenta: «El maltrato de Francia ha determinado el nacimiento, en los indiferentes, de un profundo sentimiento de españolidad; se han dado cuenta del concepto tan español de patriotismo. Se han dado cuenta de que en España estaba lo bueno, lo mejor». Termina con el grito ritual: «¡Arriba España! ¡Viva Franco!». Al franquismo le interesaban sobre todo la vuelta de los refugiados poco comprometidos con el régimen anterior —los llamados «combatientes geográficos»: lucharon en el bando donde les sorprendió el conflicto— y la extradición de los cabecillas republicanos. Estaba encantado de que los cuadros medios políticos y sindicales, irrecuperables para la causa, permanecieran en Francia. La Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, que tenía efectos retroactivos, trazaba una raya infranqueable para los desafectos. Lo explicó Raimundo Fernández Cuesta: «Entre su España y la nuestra media un abismo que sólo puede ser salvado por el arrepentimiento y la sumisión a nuestra doctrina. En caso contrario, más vale que permanezcan allende del abismo y, si tratan de cruzarlo, que perezcan»[64].
Utilizando como pretexto el deseo de volver a España sin problemas judiciales, algunos confinados iniciaron la colaboración con el franquismo. Unos suministraban noticias de los campos o de las organizaciones políticas del exilio. Otros aceptaban que sus familiares en España hicieran donaciones a la «causa nacional» para facilitar una repatriación sin efectos secundarios; en este último supuesto pertenecían por lo común a las clases medias y habían ejercido en algunos casos cargos durante la República. José María Cavanillas, cónsul en Pau, escribe al embajador de España en París que en las tres últimas semanas de octubre de 1939 habían regresado a España desde el campo de Gurs 1500 connacionales, «merced sin duda a la activa e incesante propaganda efectuada y en especial a la profusa difusión realizada en aquel campo por el vicecónsul de Mauléon en la que se consignan las medidas de gracia dispensadas por SE el Jefe del Estado». El 1 de octubre de 1939 Franco promulgó medidas de gracia que beneficiaban a los condenados con menos de seis años y un día de cárcel, que presentaran además un certificado de buena conducta antes del 18 de julio de 1936. Pero el diplomático apunta con pesadumbre que en ese mismo período de tiempo 1200 republicanos también se habían alistado en los Regimientos de Marcha de la Legión extranjera[65].
Repatriarse implicaba una dificultad previa: convertirse en «traidor» ante los demás, amigos incluidos. Amadeo Martínez Fernández repasa un caso concreto: «Recuerdo a uno de Manresa, que pertenecía a mi compañía, y que lloraba como un chico, diciendo que se iba a volver a España. Yo tuve que intervenir para que no lo apedrearan como hacían con los que se querían reintegrar al país». Eulalio Ferrer asegura que quienes regresaban en un primer momento lo hacían de manera clandestina, porque eran abochornados por los otros y más de uno incluso fue golpeado. Conforme pasaba el tiempo, la tolerancia relevó a la intransigencia: trataron de entender a quienes preferían afrontar los riesgos de España a seguir en los campos franceses, se moderaron las reacciones y se deseaba buena suerte; no participaban de la decisión, pero la comprendían. Llegados a este punto, se impone deshacer uno de los tópicos más recalcitrantes del exilio: el que sostiene que el PCE trataba por todos los medios de impedir la vuelta de los refugiados. Javier Rubio mantiene que los comunistas se oponían al regreso a España y para ello utilizaban todos los medios a su alcance, como las cartas que recibían los internados de sus familias en clave para «pintar un cuadro de tremenda represión en España». Habría que acordar en primer término que la represión en España no era una ficción comunista, sino una devastadora realidad. Las estimaciones más moderadas elevan a 50 000 los españoles ejecutados por el franquismo entre 1939 y 1943 —el estudio de las víctimas todavía está a medio hacer—, y en 1940 las cárceles alojaban 260 000 presos políticos. Aparte de ese importante matiz, un documento del PCE de 14 de mayo de 1939 aconsejaba de manera textual: «No oponerse al regreso a España de las familias que huyeron contagiadas por el terror general, más que por su significación o actividad políticas». Otro expediente comunista confirma que entre los que volvieron a España antes del verano de 1939 «había bastantes miembros del PSUC». Lógicamente, el PCE estaba porque los exiliados rechazaran las «presiones de hacerlos volver». Incluso la Internacional Comunista pedía que los «partidos comunistas de Francia y España lucharan de manera activa contra la devolución de los refugiados a la España fascista y desarrollaran un trabajo político sistemático entre los refugiados para explicarles que la vuelta en las condiciones actuales, significaba no sólo una capitulación ante el fascismo sino, para la mayoría, la exterminación física o de otra forma». Socialistas y libertarios también se mostraban proclives a la repatriación de «la masa neutra y anónima»[66].
Muchos evacuados eligieron la repatriación voluntaria y por razones diversas. No habían asumido cargos representativos ni una militancia destacada durante la República o la guerra, y, como vimos, en determinados casos se habían convertido en soldados por cuestiones geográficas. Otros, que habían militado, regresaban a España creyendo en las promesas de inserción en la sociedad franquista. «Viene a despedirse de mi padre el veterano socialista de Ampuero, Miguel Lainz. Dice que lo trasladan al campo de Gurs, pero a mí me confiesa que quizá regrese a España y trate de recuperar su puesto de maestro. Tengo el ánimo muy arrugado —dice— y no aguanto la ausencia de la familia», evoca Eulalio Ferrer. Los hubo que decidieron volver con la esperanza de aplastarse al terreno y convertirse en invisibles para las fuerzas de represión. A muchos les pudo la nostalgia: «En los primeros meses, aconteció varias veces el fenómeno de los “atacados”. Así llamábamos a los débiles que renunciaban a morir en la miseria, fuera de España, y decidían volver a morir en su tierra», escribe Blanco, quien ha diseccionado el proceso que conducía a la patria. Empezaban a pasear en solitario y se quedaban mirando en dirección a los Pirineos: entonces sabían que otro republicano afrontaba los peligros (y la ilusión) del regreso.
Las repatriaciones comenzaron nada más atravesar la frontera francesa. David W. Pike escribe que el día 8 de febrero ya habían regresado 1700 soldados y a finales de marzo los retornados alcanzaban los 70 000, incluidos 10 000 soldados. Entre el 1 y el 19 de febrero de 1939 el flujo en dirección a España era de 6000 a 8000 personas por día. El conde de la Granja, delegado de la Cruz Roja en la frontera, con sede en Irún, escribía a Domingo de las Bárcenas, subsecretario de Asuntos Exteriores: «El crecidísimo número de solicitudes que recibimos nos ha obligado a ampliar este despacho pues recibo un promedio de 750 cartas procedentes de España y unas 250 a 300, que me envían a mi otro despacho en San Juan de Luz, desde los campos de concentración». La declaración de guerra entre Francia y Alemania ocasionó otro importante desplazamiento de españoles hacia su tierra. Sólo por la frontera vasca, en el mes de octubre de 1939 penetraron 8236 refugiados (5084 hombres, 1486 mujeres y 1666 niños). Algunos refugiados pensaban que el proceder de los franceses no merecía sacrificio alguno, y mucho menos arriesgar la vida: era preferible jugársela con Franco. Stein estima que en diciembre de 1939 habían regresado a España entre 150 000 y 200 000 españoles. El ministro Sarraut aseguraba el 14 de diciembre de 1939 que permanecían en Francia 140 000 españoles, 40 000 mujeres y niños entre ellos. Una nota diplomática los situaba sin embargo en 180 000 hombres (algo más lógico), 45 000 mujeres y niños. En abril de 1940, el Ministerio del Interior concretó la población exiliada en 167 000 personas, 80 000 ex soldados; el cuartel general del Estado Mayor, en esas mismas fechas, habló de 104 000 milicianos. Finalmente, el embajador Luis I. Rodríguez anota que en julio de 1940 había 300 000 españoles «poco más o menos», una expresión afortunada para entender los debates, un poco absurdos, sobre las cifras del exilio. En otro orden de cosas, también existió un plan republicano para repatriar a los españoles. A partir de los diarios de su padre, Pablo Azcárate Flórez, embajador de España en Londres cuando la República, Manuel Azcárate ha revelado que Juan Negrín intentó negociar con Franco el regreso de todos los españoles a cambio del dinero, los tesoros y el material de guerra en manos del Ejecutivo en el exilio. Fue a finales de septiembre de 1939, declarada oficialmente la guerra entre Francia y Alemania. El doctor Negrín imponía dos condiciones: la primera, que hubiera una amnistía para todos quienes volviesen; la segunda, que todos los españoles, incluidas las autoridades franquistas, apoyaran la neutralidad del país. Los mediadores fueron Blas Cabrera y el embajador José Félix de Lequerica, que fracasaron ante la «camarilla» de Franco en Burgos[67].
Circula una pregunta inquietante que no ha sido respondida con estudios monográficos: ¿qué pasó con los españoles que volvían? Los repatriados de las primeras oleadas apenas tuvieron problemas con el dispositivo represor de los franquistas, con independencia de las dificultades para encontrar empleo y sobrevivir a su condición de vencidos. Más o menos como les sucedía a millones de españoles considerados desafectos, o poco proclives a los alzados y que habían permanecido en el país. Eran los menos comprometidos y el régimen favorecía los regresos rápidos tanto por cuestiones demográficas como propagandísticas. Con posterioridad, el escenario se fue complicando: los refugiados se convirtieron en mercancía de las negociaciones entre Franco y los franceses. O con los alemanes, una vez ocupada Francia. A partir de ahí, el futuro de los repatriados habría que individualizarlo: a unos les fue bien y a otros, no tanto. María Batet Martorell, secretaria de Federica Montseny, ha contado cómo su compañero, Cayetano Rovira, murió a resultas de las torturas a poco de volver a España, a finales de 1941. El dibujante Helios Gómez, devuelto del campo africano de Djelfa, fue fusilado[68].
El acoso a Manuel Azaña y a los dirigentes republicanos
El franquismo estaba interesado en la repatriación de los exiliados. Pero se mantenía especialmente atento a las posibles extradiciones de elementos destacados de la República —cabecillas, para el régimen—, contra quienes desató una auténtica cacería. El triunfo de los nazis en Francia parecía la ocasión propicia para conseguir el objetivo. Ramón Serrano Súñer, factótum del Caudillo, remitió el 27 de agosto de 1940 al embajador francés dos listas que contenían un total de 636 candidatos a la extradición. El 21 de diciembre, el embajador Lequerica envió al Ministerio de Asuntos Exteriores francés una tercera que incluía a todos los republicanos de cierta relevancia. En total, 3617 reclamados. Pero el Gobierno francés —presionado por México, Colombia, Argentina y, sobre todo, Estados Unidos— no se mostraba partidario de la entrega. Entre octubre de 1941 y enero de 1942, sobre un total de 58 peticiones, los tribunales metropolitanos y marroquíes aceptaron 12, rechazaron ocho, y el grueso se encontraba en trámites. Negaron la extradición de Largo Caballero, Tarradellas, Montseny, Pórtela Valladares… En las colonias africanas —Argelia y Túnez; Marruecos era un protectorado— era otra cosa, y así por ejemplo repatriaron a la fuerza en 1942 al dirigente anarquista Cipriano Mera. Los señalados por Madrid tenían por objetivo escapar de Francia, aunque les resultaba difícil tras la victoria alemana. No tanto por Vichy cuanto por los nazis que, alertados desde España, fiscalizaban el pasaje de los barcos[69].
La pieza más codiciada para los franquistas era Manuel Azaña, que simbolizaba a la República como ningún otro dirigente. El primer destino del ex presidente estuvo en la Francia septentrional, Pyla–sur–Mer, donde se instaló en compañía de su familia y servicio. Pero la victoria alemana comprometía su presencia en territorio francés. Después de rechazar una invitación del doctor Negrín para embarcar en Burdeos con destino a Inglaterra el 20 de junio de 1940 —los alemanes estaban cerrando su tenaza sobre Francia; la salida del barco del ex jefe de Gobierno se produjo entre bombardeos—, Azaña fue trasladado tiempo después a Montauban, en la llamada Francia libre, donde amigos y colaboradores pensaron que estaría más seguro. Llegó en una ambulancia, acosado por los agentes franquistas y la salud muy quebrantada. Los diplomáticos de la dictadura —encabezados por el embajador Lequerica— dedujeron que el Gabinete Pétain accedería con rapidez a sus requerimientos, al margen de la legalidad, que se regía por el Convenio de Extradición franco–español de 14 de diciembre de 1877. Aunque los vichystas se comportaron como corifeos del nazismo, permitían sin embargo una cierta independencia al poder judicial, responsable de las extradiciones. Azaña debía por tanto permanecer en Francia hasta que los tribunales fallaran después de una petición formal de Madrid.
El azar deparó al ex presidente un abogado determinante, el embajador Luis I. Rodríguez, ministro plenipotenciario de la Legación mexicana en Francia entre julio y diciembre de 1940, quien nos ha dejado una vivida descripción de su primer encuentro en Montauban: «Sus carnes se habían consumido hasta lo increíble; tenía la palidez del cadáver y sus ojos profundamente hundidos acusaban la huella del dolor y del martirio»; era el 2 de julio de 1940. Veinte días más tarde, el embajador cursó al capitán Antonio Haro un mensaje de alarma: «Acabo de recibir noticias del ayudante de nuestro agregado militar en el sentido de que se ha comprobado la llegada a Montauban de un sujeto de apellido Urraca, acompañado de agentes falangistas, quienes al parecer han sido destacados de Madrid con miras de secuestrar al señor Azaña para obligarlo a comparecer ante los tribunales de Franco». Los franquistas no estaban dispuestos a que Azaña, encarnación de todos los males de la República, escapara a la «justicia» de los vencedores. Lequerica se enteró por la Gestapo de que los mexicanos querían trasladar a Azaña a Vichy, etapa provisional de una evacuación definitiva. Los acontecimientos se precipitaron. El 15 de septiembre llegó alarmado a Montauban el embajador Rodríguez, y su presencia coincidió con el inspector Urraca «y sus secuaces». Ese mismo día instalaron a Azaña en el Hotel Midi de Montauban, tres de cuyas habitaciones (7, 9 y 11) habían sido convertidas por Rodríguez en territorio de embajada; el ex presidente ocupaba la número 9. Diplomáticos mexicanos y el doctor Felipe Gómez Pallete se acomodaron en las habitaciones contiguas, mientras Lequerica y Urraca concretaban la operación para apoderarse del ex presidente. Contaban con el auxilio de sus amigos de la extrema derecha francesa, falangistas y policías españoles; y la cobertura de la Gestapo.
La dramática noche del 15 de septiembre Azaña fue protegido por los representantes de México y numerosos españoles, inválidos y mutilados los hombres, además de mujeres y niños. Azaña se encontraba en una delicada situación, y su quebrantada salud —hemipléjico, atacado por la ansiedad y el insomnio— enmarañaba la situación; la actitud de los mexicanos le salvó probablemente del secuestro y la repatriación. El 29 de septiembre se suicidó el doctor Pallete, médico de cabecera y hombre de la máxima confianza de Azaña. Según Ernesto Arnoux, secretario de la embajada de México, las teorías de los amigos se centraban en una decepción amorosa «con la cajera del restaurante vecino». Pero el embajador Rodríguez encontró el 3 de octubre la solución al enigma en una carta dejada por el doctor: «Mi querido ministro: Pocas líneas para decirle adiós. Le había jurado a don Manuel inyectarlo de muerte cuando lo viera en peligro de caer en las garras franquistas. Ahora que lo siento de cerca me falta valor para hacerlo. No queriendo violar este compromiso, me la aplico yo mismo para adelantarme a su viaje. Dispense este nuevo conflicto que le ocasiona su agradecido, Pallete». Todavía el 1 de noviembre los franquistas planearon un último intento de hacerse con el ex presidente y traerlo a España. La muerte se les adelantó: Manuel Azaña, el que fuera presidente de la República española, falleció el lunes 4 de noviembre de 1940: «Despuntaba el alba cuando se quebró su vida. Cuatro horas y cincuenta y tres minutos marcaron el punto final de una radiante existencia entregada por entero al servicio de la democracia del mundo…». El registro civil de Montauban registra la muerte el día 3 a las 23.15 horas. Embalsamaron el cadáver y de los campos de internamiento, refugios y casas de Montauban salieron republicanos para honrar la memoria de su presidente. Todavía aconteció un último incidente, cuando el prefecto impidió que la enseña tricolor envolviera el féretro: trataba de esquivar las protestas de los franquistas. «Lo cubrirá con orgullo la bandera de México. Para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección», le replicó el embajador Rodríguez. El cortejo salió a las 11 horas del martes 5 de noviembre. Hubo calles alfombradas, saludos militares, voces de despedida… Presidió Rodríguez y participaron algunos políticos prominentes: Rodolfo Llopis, Mariano Ansó, el general Juan Hernández Sarabia, militar de confianza de Azaña; y, según el embajador, «detrás de nosotros, cojos, mancos y ciegos, en tumulto de millares, arrastraron su desolación hasta la casa de los muertos, llevando con ellos la gloria de sus heridas, la ternura de sus mujeres y la miseria de sus hijos»[70].
Otros dirigentes no tuvieron la suerte de Azaña, si morir acosado como una alimaña fuera de la patria pudiera considerarse una ventura. En la Francia ocupada por los nazis, los agentes franquistas consiguieron que en julio de 1940 la Gestapo entregara a destacados republicanos, entre ellos al cuñado de Azaña, Cipriano Rivas Cherif, detenido en Pyla, donde también apresaron a Carlos Montilla y a Miguel Salvador Carreras. La caída de Rivas había afectado profundamente a Azaña. «La suerte de Cipriano Rivas Cherif y sus familiares le ha ocasionado a Azaña más daño que todas las tragedias de su vida. Su recuerdo lo atormenta sin cesar y lo amarra en Montauban, como si pensara poder servirlos así con mayor eficacia», refiere el ministro Rodríguez. Después les llegó el turno a los dirigentes socialistas Teodomiro Menéndez y Francisco Cruz Salido, arrestados en Burdeos, y al también socialista y ex ministro de Gobernación Julián Zugazagoitia, detenido en París. El ex presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fue capturado por la Abwehr alemana en Bretaña el 13 de septiembre de 1940, cuando visitaba a un hijo enfermo. Companys, Zugazagoitia y Cruz Salido fueron ejecutados. El primero, en los fosos del castillo de Montjuïc, el 15 de octubre de 1940; los otros dos, en el cementerio madrileño del Este el 9 de noviembre de ese año. Los demás salvaron al menos la vida. Pero a otro extraditado, Joan Peiró Belis, anarquista y ex ministro de Instrucción, lo fusilaron en julio de 1942 en Valencia. La ejecución de los líderes republicanos causó emoción en Europa y para el franquismo comportó efectos secundarios, por cuanto los colaboracionistas pusieron a partir de entonces dificultades para impedir que se repitieran episodios parecidos en la Francia «libre»[71].
Pero las irregularidades menudearon en la Francia de Vichy, y afectaron sobre todo a personalidades menos rutilantes, alejadas del interés de la opinión pública. En un informe encargado por el Gobierno republicano en el exilio se relata cómo la intervención de falangistas y policías alemanes determinó la detención, secuestro y repatriación de varios españoles. El 25 de julio de 1940, de madrugada, fue capturado cerca de Biarritz (Bajos Pirineos) el militar profesional José Motta; en la misma zona prendieron a Manuel Ramos. Uno y otro fueron conducidos a España sin la intervención de los tribunales franceses. El arresto lo practicaron dos policías españoles acompañados de miembros de la Gestapo; esos mismos elementos buscaban en el barrio a Saturio Riestra, quien escapó gracias a que su mujer advirtió lo que estaba ocurriendo y desorientó a los sicarios. Los policías franquistas y la Gestapo actuaban de espaldas a las fuerzas de orden francesas, y en el memorándum se asegura que «frecuentaban el consulado español de Bayona». También fue secuestrado en Biarritz el oficial de milicias de Euzkadi Inocencio Gancedo Huidobro, traído a España y encarcelado, al igual que el aviador Vicente Polo. La misma suerte corrió en el verano de 1940 Ernesto Ercoreca, el antiguo alcalde de Bilbao. Un caso llamativo. Lo habían detenido los sublevados en Miranda de Ebro, pues le sorprendió el golpe de Estado cuando regresaba de Madrid; fue canjeado entonces por Esteban Bilbao, prohombre del franquismo. La singularidad del episodio viene dada porque cuando fue secuestrado Ercoreca y traído a España el ministro de Justicia era el propio Bilbao: el antiguo alcalde acabó desterrado en Valladolid. Otros tuvieron peor suerte. El doctor José Antonio Fernández Vega, asturiano de Llanes y gobernador civil de Málaga cuando la República (de junio a septiembre de 1936), fue detenido en el ferragosto de 1940 en su domicilio de Guéthary (Bajos Pirineos) por la Gestapo y falangistas, y deportado a España; el 18 de mayo de 1942 lo fusilaron en las inmediaciones del cementerio malagueño de San Rafael. O el cenetista Dionisio Eróles Batlló, responsable del orden público de la Generalitat durante la primera fase de la guerra civil, secuestrado por un grupo de franquistas que lo asesinaron posteriormente en Andorra, según algunas fuentes. Los anteriores ejemplos, habituales en la zona fronteriza, pueden considerarse como «extradiciones espontáneas» y desmienten las tesis de historiadores que niegan los secuestros y repatriaciones ilegales por parte de los franquistas y la Gestapo[72].
EL SUEÑO AMERICANO
Las trifulcas entre los partidos enredaron el funcionamiento de organismos capaces de anudar esfuerzos en beneficio de los exiliados. Controlaba la situación quien dominaba en cada momento los fondos de la República: una lección de marxismo rudimentario. El doctor Negrín organizó en marzo de 1939 el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles, que agrupaba a todas las formaciones políticas y sindicales del exilio; lo presidía Pablo Azcárate Flórez, y era su director Alejandro Viana. El objetivo de la política asistencial de la entidad se centraba sobre todo en trasladar a los republicanos desde Francia a terceros países, en especial latinoamericanos, y en el comité de selección estaban anarquistas como Mariano Rodríguez Vázquez y Federica Montseny, los comunistas Joan Comorera y Mariano Rojo, además del socialista Ramón Lamoneda. Una segunda comisión, conocida como Ponencia Ministerial, presidida por Negrín e integrada por varios ex ministros, rubricaba o enmendaba las propuestas[73].
Aunque cada grupo aportaba la relación de candidatos al viaje, el SERE supervisaba finalmente los listados. La filiación comunista del entonces embajador mexicano en Francia, Narciso Bassols, y de sus ayudantes, Fernando y Susana Gamboa, acentuó la impresión de que eran los militantes del PCE los más beneficiados en la reemigración a América. Víctor Alba mantiene que las listas que llegaban a la embajada eran filtradas por los Gamboa, y que para la aprobación definitiva resultaba obligado firmar una declaración condenando el golpe de Casado y Besteiro. Añade que algunos no lo hicieron y acabaron en los campos de exterminio. Alba, que no fue testigo de los hechos —estaba preso en España—, no documenta sus afirmaciones. Silvia Mistral, libertaria que emigró a América, reforzó las tesis del favoritismo comunista y publicó unos listados de embarque que discriminaban a los libertarios: marxistas, el 38 por ciento; republicanos, el 33 por ciento; anarquistas, el 24 por ciento. Los datos oficiales confirman la relegación de los anarquistas —el grupo mayoritario del exilio—, sobre todo con respecto a socialistas y nacionalistas. De los 6601 republicanos reemigrados a México en 1939, la proporción de los diferentes grupos era la siguiente: 33,61 por ciento de ugetistas–socialistas; 16,07 por ciento de republicanos; 15,18 por ciento de comunistas; 10,06 por ciento de cenetistas; 8,94 por ciento de catalanistas; 6,5 por ciento de nacionalistas vascos, y 5,59 por ciento para los sin partido. Las verdaderas víctimas fueron, como siempre, los independientes: apenas aportaron entre el 3 y 5 por ciento de quienes llegaron a Latinoamérica[74].
El predominio comunista de las listas elaboradas con destino a América era un mito, otro más. Un expediente reservado del PCE (14 de mayo de 1939) aproxima tal vez a la realidad de lo ocurrido: «No debemos tener gran confianza en la emigración en masa de los refugiados hacia México. En primer lugar por las condiciones que ha puesto el Ejecutivo mexicano. Luego, por el trabajo burocrático del SERE. Más bien debemos temer que todo este ruido se reduzca a la salida de algunos millares de funcionarios turiferarios de los clanes socialista, anarquista y republicano, que el dinero de la República sirva para resolver momentáneamente el problema de los casadistas, de los traidores». Reclaman la «depuración y reorganización del SERE, forzando a Negrín a renunciar a sus viejos juegos de camarillla y de corrupción, o, de no conseguirlo, salvar nuestra responsabilidad». Al mismo tiempo, el documento apuntaba la posibilidad de que la URSS, «aparte de los cuadros, reciba algunos millares de familias, sobre todo campesinas, seleccionadas y controladas por nuestro partido». En un listado de 549 republicanos del norte de África, candidatos a reemigrar a América en diciembre de 1940, no había ni un solo comunista. De lo que se infieren algunas reflexiones: o no quedaban militantes comunistas —sabemos que los había: y numerosos— o los servicios de evacuación practicaban un sectarismo total con ellos; cabe también una tercera posibilidad: habían recibido la orden de mantenerse en el norte de África. A lo anterior habría que añadir una penúltima cuestión: no todos los republicanos querían marchar a América (o a la Unión Soviética). Un informe alemán de autor anónimo, fechado el 22 de octubre de 1940, expresa «que del total de los 100 000 a 150 000 españoles residentes en Francia, a lo sumo de 10 a 15 000 deseaban emigrar, ya que los restantes refugiados españoles siguen abrigando la esperanza de poder regresar a España». Un dato resulta cierto: la SERE privilegió a los nacionalistas catalanes y vascos en los viajes americanos[75].
Posteriormente, Negrín perdió el control sobre los fondos republicanos en beneficio de Indalecio Prieto; los dos líderes acaudillaban las banderías socialistas, convertidas en endemismos. El éxito prietista fue posible gracias al llamado tesoro del Vita, un yate enviado por Negrín a México cargado de joyas y obras de arte: unos cuarenta millones de dólares. El destinatario del cargamento era el doctor José Puche, pero quien se adueñó del barco fue Indalecio Prieto. Con la pantalla del Comité Permanente de las Cortes Españolas y la nueva financiación, Prieto impulsó una nueva organización para desplazar al SERE: la Junta de Auxilio a los Refugiados Españoles. La presidió el catalanista Lluís Nicolau d’Olwer, con Prieto de vicepresidente y factótum; este último era además delegado de la Junta en México. Constituida en una sesión de la Diputación permanente de las Cortes en México del 31 de julio de 1939, la JARE era una entidad de ayuda pero sobre todo un instrumento de poder de Prieto contra negrinistas y comunistas, y que contaba con el apoyo de diversas facciones de socialistas, republicanos —Izquierda Republicana, Unión Republicana y Partido Republicano Federal—, nacionalistas catalanes y anarquistas. Estaban ausentes comunistas y nacionalistas vascos, partidarios estos últimos de la autodeterminación de Euzkadi y que por tanto se negaban a reconocer a las instituciones republicanas. La JARE prosiguió con las salidas a México; eso sí, modificando las cuotas en función del nuevo reparto de poder. También sostenía con sus fondos a las Cortes republicanas, Generalitat de Catalunya, altas personalidades que recibían subsidios, mutilados, Cruz Roja española —sección republicana—, ayudas a los campos de concentración, pagaba los billetes a quienes encontraban trabajo en Francia y debían desplazarse, conseguía ropas, mantenía comedores… El presupuesto de la Junta rondaba los cuatro millones de francos mensuales. Unos diez francos por refugiado y mes[76].
El 18 de julio de 1940 fue detenido Lluís Nicolau d’Olwer, antiguo ministro de la República. El cargo contra el político catalanista era de «ocultación de bienes» —recel de choses—, interviniéndosele 537 000 francos en divisas extranjeras, 135 000 en joyas y 1 100 000 en títulos bancarios. El dinero, o al menos una parte, pertenecía a los bienes de la JARE, de la que era presidente en Francia. La orden de arresto había partido del Ministerio del Interior y el objetivo consistía en que lo juzgaran tribunales franceses y no extraditarlo a la España de Franco. Pero el embajador Lequerica se personó en el juicio como parte civil. Dos equipos de abogados franceses, el que Rodríguez consiguió a Nicolau d’Olwer y el que estaba al servicio del embajador, empezaron las negociaciones; los franquistas se mostraron dispuestos a «perdonarlo» si entregaba la suma de 20 millones de francos. Las gestiones pasaron luego a los políticos: Eduardo Ragasol por los republicanos y el agregado militar y presidente de la Comisión Española de Recuperación, coronel Barroso, por los franquistas. La discusión se situó entre los nueve y diez millones de francos. Ragasol reitera a Barroso: «Quisiera insistir una vez más para que el patrimonio personal y familiar del antiguo gobernador del Banco de España quede fuera de la recuperación». El acuerdo se concretó en 6 739 085,50 francos, y Nicolau d’Olwer aceptó el precio: «Es por este motivo, señor ministro, que las cantidades que yo desearía volvieran a México, si ello fuera posible, me veo forzado a admitir que pasen a España», le comunica al embajador mexicano. El 14 de febrero de 1941 fue liberado Nicolau d’Olwer. La operación constituyó un negocio redondo para los franquistas: Lequerica consiguió mermar los fondos, republicanos y engordar los de Madrid[77].
Mucho más discriminatoria que la ideología fue la disposición de los mandamases a patrocinar viajes y subsidios a quienes disfrutaban de una elevada posición socioprofesional —altos cargos, funcionarios, profesionales destacados—, que eran sistemáticamente arropados en sus pretensiones de trasladarse a Latinoamérica. «Fue un proceso selectivo que retuvo en Francia a los más pobres», asegura con rotundidad un informe del Instituto de Historia Cronológica de Múnich; tanto unas como otras organizaciones dejaban de lado a los trabajadores manuales. Con el añadido de que una parte de quienes reemigraron habían eludido previamente los campos o estuvieron poco tiempo en ellos. El SERE y la JARE acentuaron esas tendencias, tanto para la reemigración como para financiar a quienes permanecían en Francia. «Distribuían ayuda económica a quien querían y a quien les parecía, porque yo escribí a los dos comités cuando me encontré sin mi chica, cuando me la quitaron, que se encontraba en una inclusa, un orfanato, y jamás vi llegar ni cinco céntimos, ni noticia alguna de estos dos organismos. Quiero señalarlo, porque creo que es importante para los españoles: importante para quienes recibieron ayuda y para los que nos la negaron. Porque ese dinero era de todos los españoles, porque todos habíamos combatido por la República y no era de tal o cual señor», recuerda Celia Llaneza. Debido a las protestas de los exiliados, la JARE también desapareció; un decreto de 27 de noviembre de 1942 alumbró en su lugar una Comisión Administradora del Fondo de Auxilio de los Republicanos Españoles después de que los administradores de la JARE entregaran un estado de cuentas cuya veracidad se basaba en la fe, a falta de balances rigurosos del tesoro nacional. Ante el sectarismo y la inoperancia fue el Gabinete mexicano quien tuvo que administrar los bienes de la República en el exilio: una metáfora devastadora sobre la catadura política de muchos de sus representantes[78].
La ayuda mexicana a los refugiados
El mejor interlocutor de las gentes del exilio fue el Gobierno de México, que aceptó desde un principio hacerse cargo de una parte de los refugiados, amén de constituirse en valedor generoso de los intereses republicanos en Francia. La actitud del general Lázaro Cárdenas en particular ha merecido el reconocimiento de los españoles y de la historia; su esposa, Amalia Solórzano, presidió el Comité de Ayuda a los Niños del Pueblo Español, que organizó la vida en México de los 442 muchachos que arribaron en 1937, conocidos como «los de Morelia». Pero se impone igualmente erradicar el equívoco de un país que subvenciona y acepta sin contrapartida alguna. En los viajes a México, los fondos de la República financiaron los viajes oceánicos; y fue decisiva la contribución de los cuáqueros americanos, que aportaron dinero para que los españoles se asentaran en América. Pero la inversión republicana no rebaja la actitud de México con respecto a las demás naciones latinoamericanas.
En el verano de 1940, coincidiendo con la invasión alemana, llegó a Francia como embajador plenipotenciario en Francia Luis I. Rodríguez, quien el 1 de julio recibió un despacho del presidente Cárdenas: «Con carácter urgente manifieste usted al gobierno francés que México está dispuesto a acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia»; la invitación alcanzaba a los miembros de las Brigadas Internacionales. Idéntico mensaje fue remitido a los ministros de México en Berlín y Roma —una parte del proyecto dependía de esos países—, y al embajador en Washington, para que los americanos estudiaran su implicación en el transporte. Pero no todos los responsables mexicanos estaban de acuerdo, como el secretario de Gobernación, Ignacio Téllez, quien expuso las razones de su discrepancia con una emigración masiva: aún había 1000 españoles en México sin actividad alguna, viviendo de la «sopa boba», y pone como condición que los nuevos inmigrantes «lleven dinero fresco». Para realizar el encargo de Cárdenas se creó una comisión franco–mexicana, que acordó el 23 de julio que el Gobierno de Vichy mantuviera la ayuda económica —50 millones de francos por día, según Perrin— y al mismo tiempo autorizaba al de México para que se encargara de las funciones administrativas que antes realizaban el SERE y la JARE. La segunda medida consideraba a los republicanos en Francia como emigrantes definitivos a México —protegidos diplomáticamente—, y que abandonaban por tanto la dependencia de Vichy y de los consulados franquistas. El 22 de agosto de 1940 los gobiernos de Vichy y México sellaron un acuerdo por el cual los mexicanos aceptaban a los españoles que desearan embarcarse con destino a América, haciéndose cargo de los gastos del viaje. Los alemanes también consintieron ese pacto, siempre y cuando excluyera a «los prisioneros, los exiliados incorporados a las compañías de trabajadores transferidas a su control y, de forma generalizada, al conjunto de refugiados de la zona ocupada»[79].
La disputas partidistas, atravesadas de connotaciones ideológicas —y nacionales, y sociales—, se reflejaron en las salidas hacia Latinoamérica una vez comenzada la guerra mundial. Antonio María Sbert, dirigente de Esquerra y miembro de la JARE, realizó un informe para el ministro de México (7 de septiembre de 1940) en el que atacaba el «régimen de uniformidad» de las evacuaciones americanas. Es decir, impugnaba que todos los republicanos dispusieran de las mismas oportunidades. No lo cree justo, y lo razona: si la igualdad económica, política y social ha fracasado, ¿por qué todos van a tener las mismas posibilidades para emigrar? Justifica el aparente estrambote en la peligrosa situación de 800 españoles amenazados con la extradición. Le respondió Rodríguez: «La misión que me ha encomendado mi gobierno consiste en amparar y proteger a los exiliados que lo pidan, sin importarme su origen político, ni sus antecedentes administrativos, ni sus diferencias domésticas (…). Españoles son todos. Responsables son todos. Víctimas del infortunio son todos también. Salvar al mayor número de gentes debe ser nuestra preocupación fundamental y de ninguna manera, en forma exclusiva, a quienes actuaron como dirigentes de partidos». Todavía el 25 de noviembre de 1940 Indalecio Prieto solicitaba telegráficamente al ministro Rodríguez que «asimismo reitero deseo que en primera expedición vengan todos los miembros de la Diputación Permanente y Junta de Auxilios con respectivos funcionarios pues delegación JARE ansia dar cuenta de su gestión». Pero la mayor parte de los líderes ya se había marchado. Los trabajadores preteridos en sus deseos de reemigrar ponían el contrapunto de la generosidad. Seis obreros del campo de Gurs anuncian a Rodríguez que, si eran aceptados para viajar a México, «nos comprometemos por nuestra parte a reembolsarle el importe de nuestros pasajes en varias anualidades»[80].
El embajador Rodríguez, pese a su buena voluntad y a los estímulos de Cárdenas, apenas incrementó la estadística de republicanos en México. Las dificultades puestas por los alemanes —instigados por los franquistas— al pacto entre franceses y mexicanos, los obstáculos para navegar por el Atlántico en plena guerra mundial y el repliegue mexicano después de los proyectos iniciales, sobre todo con la sustitución de Cárdenas por Manuel Ávila Camacho en noviembre de 1940, convirtieron en anecdóticas las reemigraciones desde mediados de 1940. El 18 de diciembre de ese año el Ministerio de Asuntos Exteriores de México avisó a la Legación de que el primer convoy que debía partir como fruto del pacto franco–mexicano de 22 de agosto había sido vetado por la comisión alemana de armisticio; desde esa fecha hubo que negociar los nombres de los pasajeros. Los barcos tenían además problemas para echarse a la mar. Unos porque pertenecían a países beligerantes, otros por los altos costes; los únicos disponibles, los franceses, no podían hacerlo porque estaban bajo control alemán. Fletar un barco representaba un importe altísimo, puesto que la guerra encarecía los seguros, provocó el racionamiento del combustible… Luis I. Rodríguez —un fervoroso partidario de la República: fue enterrado en México envuelto en la tricolor— pretendió que la reemigración alcanzara a todos por igual. Lo dejó claro desde un principio y recibió avisos en ese sentido, como el enviado por dos leñadores, Pedro Aymerich y Diego Villalón: «Quiera Dios que no vaya a pasar lo mismo que el año pasado que embarcaron para América los cantaores de flamenco y a nosotros los trabajadores nos dejaron aquí con un palmo de narices». Paradójicamente, la fama de Rodríguez le vino dada por su defensa de Manuel Azaña, el apoyo a Negrín para que embarcara camino de Gran Bretaña y la excarcelación de Lluís Nicolau. Pero no logró democratizar la reemigración. Es decir, que al final cumplió al pie de la letra las recomendaciones de Prieto, Sbert y otros que exigían privilegiar a los políticos sobre los ciudadanos de a pie[81].
Un despacho alemán de 28 de junio de 1940 comunicaba a Madrid que los mexicanos «estaban dispuestos a acoger a todos los refugiados españoles, procedentes de Francia y Bélgica, y a dar todos los pasos necesarios para ejecutar esta decisión». Piden a los franquistas que decidan y termina así: «El Gobierno alemán tiene la intención de no contestar rápidamente a la demanda del Gobierno mejicano». Los nazis respondieron que estaban de acuerdo, excepto con una lista de notables cuya extradición solicitaba Franco. Pero la manga ancha sólo duró hasta febrero de 1941, cuando los alemanes comprobaron que algunos exiliados españoles escapaban en realidad para unirse a las tropas del general De Gaulle en África: la Comisión de Armisticio en Weisbaden interrumpió los flujos hacia América; la primera medida consistió en prohibir las reemigraciones de los españoles en edad militar, de 18 a 48 años. Un barco francés, el Capitaine Paul Lamerle, estaba a punto de zarpar a finales de marzo de 1941 de Marsella con españoles cuando fueron bajados los hombres en edad militar y sólo pudieron continuar el viaje las mujeres. En diciembre de 1942 se rompieron las relaciones México–Vichy: Francia estaba ocupada en su totalidad por los alemanes. Un informe comunista aclara la poca rentabilidad del convenio: «El acuerdo franco–mejicano no ha tenido consecuencias prácticas»[82].
Republicanos en América
México fue el país receptor de republicanos por excelencia. Conforme a los arqueos oficiales, hasta el 18 de septiembre de 1939 habían reemigrado un total de 6601 republicanos. De ellos, 4024 titulares y 2577 familiares; 4152 hombres y 2429 mujeres. En la evacuación mexicana destacaron los viajes realizados por tres barcos: Sinaia, que partió el 24 de mayo desde Sète (1681 pasajeros); Ipanema, que salió el 11 de junio de Burdeos (984 republicanos), y el Mexique, que zarpó de la misma ciudad el 13 de julio con 2059 exiliados. El resto lo hicieron en expediciones menos significativas. Aunque durante tiempo se mantuvo la cifra total de 30 000 evacuados al país azteca, en la actualidad resulta poco convincente. Si los recuentos oficiales mexicanos sitúan en 12 125 el número de españoles, las posteriores investigaciones estiman entre 16 000 y 19 000 los republicanos que fijaron su residencia en México hasta 1945[83].
Con respecto a los cómputos globales del exilio americano también aparecen las contradicciones, aunque existe acuerdo sobre algunas estimaciones. Según Javier Rubio, hasta finales de 1939 la proyección cuantitativa fue la siguiente: 7400 en México, 2300 en Chile, 1200 a la República Dominicana y 500 en América Central, además de 425 vascos acogidos en Venezuela. Un total de 14 000 republicanos. Cifras parecidas aporta Dreyfus–Armand. Dora Schwarzstein documenta que los dominicanos aceptaron entre 3000 y 5000 refugiados, pero la mayor parte de ellos marchó luego a terceros países como México, Venezuela, Chile, Panamá y Argentina; en Argentina y Venezuela recalaron sobre todo vascos. Alicia Alted apunta que entre mayo de 1939 y junio de 1940 emigraron unos 15 000 republicanos. Según fuentes del PCE, en el verano de 1940 habían marchado a América 24 450 republicanos; de ellos 1873 comunistas, el 7,6 por ciento del total. Los estadounidenses mantuvieron sus cuotas de entrada en los mismos niveles que durante los años precedentes, y sólo la invitación por parte de alguna institución o de algún personaje relevante permitía la radicación: intelectuales y políticos de tendencia moderada fueron algunos de los privilegiados. La cifra más fiable de españoles llegados al continente americano hasta 1945 estaría entre los 23 000 y 25 000. A las reemigraciones americanas habría que añadir la dirigida a la Unión Soviética, estimada en 4299 republicanos, incluidos los «niños de la guerra» que no regresaron a España finalizado el conflicto[84].
Una de las evacuaciones americanas más sobresalientes fue la del Winnipeg, que zarpó en dirección a Chile el 3 de agosto de 1939. Llevaba 2200 expatriados, que alcanzaron Valparaíso el 3 de septiembre, coincidiendo con la declaración de guerra entre Francia y Alemania. Fletado gracias al empeño del poeta comunista Pablo Neruda, entonces «embajador especial» de Chile en Francia para la reemigración a América de los republicanos, fue el grupo más numeroso que atravesó de una vez el Atlántico. La mayor parte eran trabajadores del campo y de la industria. Una excepción basada en el interés; el presidente Aguirre Cerda quería personal de oficios. Pero no fue ese el armazón sociológico dominante. Según Valle, en México se estableció una «parte selecta de la emigración»: intelectuales, científicos, médicos, abogados, ingenieros, arquitectos… Tendríamos que añadir a los políticos. En Francia quedaron sobre todo españoles procedentes del sector primario y, en menor medida, secundario. Según Llorens, en los barcos Sinaia, Ipanema y México el 24,4 por ciento pertenecían al sector primario, el 49,9 por ciento al secundario y el 25,7 por ciento al terciario. Abundaban los trabajadores del campo, albañiles, mecánicos y empleados de comercio; médicos, enseñantes y militares componían grupos igualmente significativos. Los Archivos de la Legación de México en Francia proporcionan una aproximación laboral de los 6601 españoles llegados a México hasta el 18 de septiembre de 1939, y a quienes se otorgaba la ciudadanía a los seis meses de permanencia. Entre los oficios destacaban los intelectuales (1663), obreros (937), campesinos (537), oficinistas (243), técnicos (117) y varios (527). Un informe del SERE resumía en 1939 las características profesionales de todo el exilio: 45 por ciento del sector industrial (51 por ciento en África); 30 por ciento agrícola (15 por ciento en África); 12 por ciento terciario; 13 por ciento indefinido (sin clarificar)[85].
El Gobierno de Franco estaba muy atento a los movimientos de reemigración a América, tanto antes como después del armisticio. El Ministerio de Asuntos Exteriores dirigió el 20 de junio de 1939 una recomendación al cónsul de Sète para que a los españoles que abandonaran legalmente Francia les fueran requisados sus equipajes y no se llevaran «objetos producto del saqueo». El propio diplomático asistió al embarco del Sinaia, ya que sospechaba que habían sido embarcados objetos de valor. Confiesa que no pudo impedirlo; ni siquiera logró una relación nominal de los pasajeros que subieron a bordo. Pero las circunstancias cambiaron con la ocupación alemana y el Ejecutivo de Pétain. En un telegrama firmado por el ministro Serrano Súñer y de fecha 20 de junio de 1941, remitido al embajador de España en Vichy, se apunta lo siguiente: «Ruego a V. E. se sirva tomar contacto con ese Gobierno para estudiar posibilidades rápida evacuación total de rojos españoles se encuentran aún en zona libre Francia que por razones puede comprender V. E. conviene alejar. Para culpables de delitos comunes solicitamos extradición. Para otros núcleos cuya entrada en España no conviene, habrá que gestionar su viaje a América». Lo importante era desalojar a los «rojos» de la frontera[86].
UNA JAULA DE GRILLOS
Las formaciones políticas y sindicales viajaron al exilio a lomos de profundas disensiones ideológicas y tácticas, que además emponzoñaban las relaciones personales. Las discrepancias se producían tanto entre partidos como en el interior de los mismos, que a duras penas consiguieron mantenerse activos; y no todos. La emigración de sus líderes o la reclusión en campos de máxima seguridad de dirigentes intermedios pero combativos lesionaron severamente su funcionamiento. Las militancias socialista y libertaria se mostraban además proclives al fraccionalismo, y las disputas entre ellos —negrinistas contra prietistas, posibilistas contra revolucionarios— ocupaban la mayor parte del tiempo y de las energías. A poco de atravesar la frontera, republicanos, socialistas, anarquistas y poumistas estaban fuera de juego. El horizonte era la reemigración americana.
El POUM estaba prisionero de su «derrotismo revolucionario», pese a que contaba con el apoyo del Partido Socialista Obrero y Campesino del escritor Daniel Guerin, y los republicanos burgueses se hicieron rápidamente invisibles. Desde la Retirada, los líderes del PSOE se dedicaron a la «alta política», desvinculada de los refugiados; aunque hubo algún que otro intento de robustecer la organización. Eulalio Ferrer registra en sus memorias las reuniones de los jóvenes socialistas en los campos de internamiento. También Vilanova nos ha dejado testimonio de cómo actuaban los socialistas y confirma el alejamiento de los líderes del PSOE de cualquier intento de oposición. Cuando en marzo de 1939 los militantes se reunieron en Saint–Cyprien para explorar las posibilidades de organizarse, la respuesta de los dirigentes consistió en recomendarles «que no hiciéramos actividades políticas por haberlo prohibido el Gobierno francés y que la Ejecutiva estaba dedicada en exclusiva a sacamos de los campos». La insurrección asturiana de 1934 pesó como una losa entre los socialistas, tanto en la Resistencia francesa como en la guerrilla antifranquista: estaban paralizados por un exceso de legalismo que era además un pretexto agradecido para justificar la galbana. Los cinco diputados socialistas que permanecieron en Francia fueron confinados en residencias forzosas o eligieron el silencio; como Rodolfo Llopis, recluido en Cambon sur Lignon y luego en Gaillac. El PSOE estuvo desaparecido orgánicamente entre 1939–1944 y reapareció como partido hegemónico a finales de 1944, el año de la derrota alemana en Francia. Mantuvo su influencia mientras existió la ilusión de que la diplomacia occidental acabaría con el franquismo.
El 25 de febrero de 1939 los anarquistas fundaron en París el Consejo Nacional del Movimiento Libertario, que agrupaba a CNT, FAI y la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias. El primer secretario fue Mariano Rodríguez Vázquez «Marianet», aceptado por las diversas tendencias y luego sustituido por Germinal Esgleas, arrestado y recluido hasta 1944. Este organismo «francés» se unía al Comité Ejecutivo Nacional surgido en Madrid durante las últimas fases de la guerra. Las rebatiñas por el dominio en el universo libertario se desencadenaron a raíz de que los representantes del Comité de Londres, pastoreados por Juan López Sánchez, resolvieran colaborar con los aliados. López Sánchez fue apoyado desde Francia por los dos anarquistas que habían participado en el Consejo del coronel Casado: Eduardo Val y Manuel González Marín. Los desacuerdos tácticos y fracturas entre los apolíticos y los amigos de Londres neutralizaron a los anarquistas, víctimas además de las típicas disfunciones libertarias, pese a que contaban con el apoyo de la SIA. Mientras tanto, los cenetistas en los establecimientos represivos del Mediodía se agruparon desde marzo formando «comités de campo», espigados de manera espontánea entre los libertarios; designaron a Juan Manuel Molina como enlace entre el Consejo y los campos. El anarquismo, un movimiento de base, tenía muy difícil mantenerse dadas las circunstancias del exilio, y los dirigentes fueron por una vez determinantes frente al asambleísmo tradicional[87].
Los únicos que desempeñaron un papel destacado y alumbraron una poderosa organización fueron los comunistas, que a su vez se beneficiaron del apoyo de sus correligionarios franceses. Aunque tampoco hay que exagerar esa relación, siempre conflictiva, y porque además el PCF se manejó entre 1939 y 1941 en unas condiciones extremas, al borde del agotamiento. A la represión promovida por los gobiernos franceses, se añadió después el clima «pétainista» en que vivía Francia. La situación de los comunistas en Francia ocasionaba problemas prácticos y también teóricos, vigilados como estaban por el Gran Ojo Comunista. La Komintern sólo autorizaba un partido comunista por cada país, y en Francia había dos: PCF y PCE (aunque en España funcionaban tanto este último como el PSUC). Debido a las especiales circunstancias, la nomenklatura soviética aceptó la existencia tanto del PCE como del PSUC; este último fue difuminándose en el exilio. Los problemas entre los dos «partidos hermanos» menudearon, pese a todo, y como observa Violeta Marcos, los franceses fluctuaban entre controlar al PCE o absorberlo; finalmente se permitió a los españoles la doble afiliación. Todo ese cúmulo de circunstancias adversas no rebajó su actividad. «La clave del éxito comunista residía en la rapidez y minuciosidad con que organizaban células a todos los niveles desde el personal de mando y servicio españoles hasta los numerosos jefes de barracón. En donde se adueñaban de estas posiciones, ejercían el control sobre numerosos aspectos de la vida del campo», escribe Stein[88].
La batalla política entre españoles comenzó en los campos de internamiento, y la hegemonía comunista ocasionó no pocos problemas: el ambiente de hostilidad provocó que algunos internados se apartaran de los comunistas. En Saint–Cyprien y Gurs los diferentes grupos se asociaron contra ellos, e incluso se concretaron algunas algaradas. La supremacía del PCE tenía mérito por cuanto estaba descabezado, ya que los dirigentes más representativos habían marchado a Moscú y América. Cuando el repliegue, Antonio Mije, miembro del Buró Político, lanzó la consigna a seguir: «Hay que quedarse en los campos de concentración, camaradas, para controlar a la emigración y fortalecer el partido». Escaparon casi todos, empezando por el propio Mije. Pero los militantes de base sacaron adelante la organización desde fechas tempranas. Falguera afirma que en Barcarès el partido comunista funcionaba antes de septiembre de 1939, pese al arresto y encarcelamiento en Colliure de 12 dirigentes. También nos proporciona una impresión general sobre los vínculos entre el PCE y sus militantes: «Nos comunicábamos directamente con la organización en Francia, y también con el exterior. Teníamos relación con los otros campos de concentración. Fue posible porque había franceses partidarios de los españoles, comunistas franceses, brigadistas, emigrados económicos». Una telaraña de relaciones que se extendía por todas partes. Un detalle prueba la importancia de pertenecer a una organización fuerte en aquellos momentos de mudanza. Cuando se iniciaron los traslados a América, había que entregar fotos para tramitar los papeles de la evacuación. Muchos internados no pudieron completar la solicitud porque carecían de medios para conseguirlas. Un problema de intendencia que tenían conjurado los miembros del partido comunista[89].
La hegemonía comunista
El PCE disponía en el verano de 1940 de una organización sólida en Argelès. La cúpula del partido en ese campo estaba integrada por Pelayo Tortajada, máximo responsable; Manolo Sánchez Esteban, en organización, y Antonio Rosel Oros como coordinador de los campos. El encargado de las JSU era Manuel Gimeno, y Sixto Agudo «Andrés» fue nombrado coordinador de los jóvenes comunistas. En octubre de 1940 se celebró una reunión de varios dirigentes en Argelès, en la que participaron cabecillas de diversos recintos: Tortajada, Gimeno, Sánchez Esteban, Rosel, Jesús Carreras y Ángel Celada «Paco». Pelayo Tortajada, en nombre de la Delegación del Comité Central, decidió impulsar una Comisión de trabajo en Francia, presidida por Ramiro López Pérez, quien asumió todo lo relacionado con el aparato militar. El historiador Claude Delpla afirma que, en sentido amplio, esta reunión puede considerarse como el nacimiento de la resistencia española en Francia. El cónclave de Argelès llevó a otro en Marsella, al que asistieron Jesús Monzón Repáraz, Jaime Nieto «Bolados», Azcárate, Gimeno, Celada, Carreras y Carmen de Pedro, la convocante. En la conferencia de Marsella se refrendaron todos los acuerdos tomados en Argelès: seleccionar cuadros para la lucha en España, asentar el PCE en los diferentes departamentos y auxiliar a los franceses en la lucha contra los nazis, impidiendo por todos los medios el apoyo del franquismo a Hitler. Completados con otros que resume Manuel Martorell: «Elaborar la lista de los militantes, seguir potenciando la creación de chantiers y cualquier otro tipo de compañías de trabajo en la zona controlada por Vichy, intensificar la campaña en contra de que los refugiados se ofrecieran voluntarios para trabajar con los nazis pese al reclamo de gozar de mejores condiciones laborales que en los chantiers»[90].
En Marsella se había puesto definitivamente en marcha la Delegación del Comité Central, y también comenzó el relevo efectivo de Carmen de Pedro por Monzón Repáraz al frente del comunismo español en Francia. ¿Cómo llegó a gobernar al PCE en Francia un dirigente de tercera fila como Monzón, que ni siquiera había pertenecido al Comité Central? Su irrelevancia en el partido se percibe en un exhaustivo listado de «Cuadros del Partido que se encuentran en Francia»: no aparece ni en los varios añadidos. Figura en cambio Carmen de Pedro, con la siguiente leyenda: «Del aparato técnico del CC en Madrid»[91]. Las memorias de Azcárate nos permiten escrutar una parte del proceso que entronizó a Monzón. Los dirigentes de primer nivel que aún permanecían en Francia huyeron a partir de la firma de pacto germano–soviético. Como refiere José Antonio Alonso: «Aquí nos abandonaron como colillas en los campos de concentración: se fueron a América, se fueron a Rusia, se fueron a otras partes y, a pesar de eso, qué fe había en ese partido para organizarse en los campos de concentración y luego en las Compañías de Trabajo, y después en la Resistencia». La situación se enmarañaba a cada momento: el PCF fue disuelto el 26 de septiembre de 1939, por oponerse a la guerra, y durante toda la contienda las autoridades represaliaron a sus militantes. Por lo que respecta al PCE, sólo permanecía en Francia un miembro suplente —y hasta cierto punto insignificante— del Comité Central, Nieto, residenciado en Toulouse, donde trabajaba como sastre. Francisco Antón, que era miembro del Buró Político, el órgano máximo de los comunistas, se encontraba internado en Le Vernet. Había permanecido en Francia como última autoridad, con Nieto y Luis Delage, aunque este último consiguió escapar.
Cuenta Azcárate que uno de los hombres fuertes del Buró Político, Antonio Mije, le comunicó antes de marcharse que dejaban a Carmen de Pedro como responsable del partido en Francia. De Pedro había trabajado como mecanógrafa en el Comité Central en Madrid y Barcelona. Después de escuchar la nueva, Azcárate lo vio claro: «Para mí es la confirmación más absoluta de que el PCE en Francia queda disuelto». Otros autores mantienen que Mije dejó la responsabilidad del partido a Luis Delage, y que este, ante el riesgo cierto de ser detenido, la traspasó a Carmen de Pedro. Pero sería Monzón, ambicioso y eficiente, quien se impondría en ese vacío de poder. Aunque pudo huir desde Burdeos, decidió quedarse en Francia y demostrar al partido que era capaz de mantener activa la organización. Un análisis rápido le indicó además que estaba ante la oportunidad de su vida: tutelar el partido ante la ausencia de los dirigentes más caracterizados. Los que permanecían en Francia como responsables eran militantes bisoños: De Pedro, Azcárate o Gimeno apenas superaban los veinte años; unos rivales menores para Monzón, con mayor hábito y capacidad. Monzón no contaba en el partido pero tenía cualidades, y ambición, y cierta experiencia. Había sido gobernador civil de Cuenca y Alicante, y fue nombrado además por Negrín secretario general del Ministerio de Defensa el 3 de marzo de 1939, cargo que no pudo ocupar por mor del golpe de Casado[92].
Jesús Monzón Repáraz comenzó el asalto al poder de manera un tanto heterodoxa, convirtiéndose en compañero sentimental de Carmen de Pedro, quien aceptó su inferioridad política y le pasó el testigo: «Ella tiene la investidura y la buena voluntad, pero no el talento», escribe Azcárate. Posteriormente, en diciembre de 1944, Carmen de Pedro se uniría a otro importante dirigente comunista, Agustín Zoroa, detenido en el verano de 1945 y fusilado por los franquistas en 1947. Después de la Liberación de Francia, y durante las purgas contra los monzonistas, Carmen de Pedro pasó por momentos penosos, asumiendo y expiando errores ajenos. Monzón estaba por su parte casado con Aurora Gómez Urrutia, con la que había tenido un hijo, Sergio, al que su padre envió en uno de los viajes de niños a la URSS pero en el trayecto se contagió de escarlatina y murió en un hospital ruso; la desaparición del niño arruinó el matrimonio. Monzón se apoyó en jóvenes como De Pedro, Gimeno y Azcárate; y en veteranos tan destacados y heterodoxos como Gabriel León Trilla, su mano derecha. El instrumento que oficializará su poder en el exilio fue la Delegación del Comité Central en Francia: se trataba de constituir una dirección centralizada que a la vez no suplantara a los responsables en Moscú y México. El centro de operaciones era Marsella, después de un tiempo en Aix–en–Provence. Cambiaron incluso los símbolos: en la cabecera de Mundo Obrero se pasó del «Proletarios de todos los países, uníos» a «Unión Nacional, contra Franco y la Falange». El PCE empezaba a no tener rivales en el exilio[93].
También los comunistas consiguieron organizarse en la región de París, prohibida de manera expresa a los republicanos españoles. Allí se instalaron en un principio diversos dirigentes de las JSU: Santiago Carrillo, Federico Melchor, Alfredo Cabello Gómez–Acebo, Teresa Pámies y Azcárate; estos dos últimos eran los responsables del periódico Juventud Española. Azcárate se quedó solo muy pronto, con una tarea doblemente delicada: mantener en pie la organización y contrarrestar la influencia excesiva del PCF. Los demás marcharon a Latinoamérica, excepto Cabello, quien terminó su aventura política en 1948 frente a un pelotón de fusilamiento franquista, condenado por su vinculación con las guerrillas andaluzas. El PCE de París quedó finalmente en manos de militantes del PSUC, los hermanos Conrad y Josep Miret Musté y Elisa Uriz. Uno de sus militantes más destacados en la Francia ocupada, Goytia, resume la situación: «El partido comunista es el partido. Se puede decir que en el exilio no hubo la unión necesaria, sobre todo del lado anarquista, ya que vivieron aparte, y los socialistas no tuvieron una gran actividad. El PCE fue el único que dio hombres a la Resistencia francesa. Pasó la frontera unido, y al llegar a los campos de internamiento la organización fue bastante rápida y sencilla, dentro de lo que cabe: veníamos agrupados desde España. Yo me lancé rápidamente a la resistencia, en 1940. En Angulema entré en contacto con algunos paisanos, traté de sondearlos y luego les hice una proposición de colaborar en la lucha. Eran anarquistas y me dijeron que su sindicato no los autorizaba».
Vascos y catalanes
En cuanto a los nacionalistas, destacaba la presencia del PNV, que entonces se confundía con el Gobierno vasco y contaba con el apoyo del sindicato Solidaridad de Trabajadores Vascos; desde 1936 editaba un boletín, Euzko Deya, la primera publicación del exilio. Acción Nacionalista Vasca tenía también una significativa presencia entre los patriotas y, al contrario de los peneuvistas, no había aceptado el Pacto de Santoña de agosto de 1937 —zona de sombra del nacionalismo vasco— y siguieron combatiendo con santanderinos y asturianos frente a los rebeldes. Una de las primeras decisiones del Gobierno de Euzkadi nada más cruzar la frontera fue clasificar por profesiones a los refugiados, a quienes mantuvo unidos en los campos de internamiento; después logró que muchos de ellos encontraran trabajo en la economía francesa. Los vascos organizaron su propio servicio de reemigración; se llamaba Sección de Emigrantes Vascos a América, con sede en París, y la dirigía Julio Jáuregui Lasanta. Numerosos euskaldunes llegaron a Venezuela, donde ya existía una considerable colonia vasca, y Chile. También recalaron en Argentina, cuyo presidente y otros altos cargos eran de origen vasco; a finales de 1939 se formó el Comité Pro–Inmigración Vasca. Un decreto de 20 de enero de 1940 concedía privilegios exclusivos a los euskaldunes, a quienes reconocía como «laboriosos y adaptables» al medio argentino. Unos 1400 vascos se instalaron en América. Pero al mismo tiempo que favorecía una situación mejor para los suyos en los campos de internamiento y potenciaba la reemigración a América, el presidente Aguirre también llamó desde el primer momento a la colaboración con los antifascistas. Los catalanes, por su parte, no fueron capaces de seguir el ejemplo vasco. Cuando el 18 de abril de 1940 se formó el Consell Nacional de Catalunya y se excluyó al PSUC, se rompía la unidad de acción y por tanto la lógica del Gobierno de la Generalitat. La Administración catalana, además de los apoyos del SERE y la JARE, también recibió el auxilio financiero de México, como confirma José Irla y Bosch, presidente de la Generalitat: «Tengo el honor de expresar a Vuestra Excelencia la reiteración de nuestro testimonio de gratitud por la generosa donación de 500 000 francos mensuales con destino al sostenimiento de las instituciones de asistencia, creadas en su día por la administración catalana». Lucienne Domergue observa, con relación a los catalanes, un episodio lingüístico de extraordinario interés. Explica que entre los refugiados en Francia el catalán era el idioma del hogar, mientras que el castellano —salvo excepciones de los más nacionalistas— era el vehículo de la política, la ligazón entre los exiliados y el mundo. Los expatriados eran además para los franceses «los españoles»: en un país jacobino como Francia, las particularidades regionales no iban más allá de las relaciones de paisanaje y simpatía. El Casal Català mantuvo desde 1944 en Toulouse una significativa presencia cultural entre los refugiados catalanes de todas las tendencias; el intento de control por parte de los comunistas en 1950 acarreó la escisión de la entidad[94].
De lamentables pueden catalogarse las actuaciones de la Diputación Permanente de las Cortes y Gobierno republicano en el exilio, convertida en una institución antañona. El 31 de marzo y el 1 de abril de 1939 se reunió en París la Diputación Permanente de las Cortes, que nombró a Negrín jefe del Ejecutivo en funciones. Pero cada grupo político la interpretó a su manera y pocos acataron sin reservas la resolución. Según Miralles, «se aprobó una declaración que tuvo la virtud de no contentar a nadie». Prosiguiendo las tareas de liquidación de la República por los republicanos, la Diputación Permanente de las Cortes Españolas destituyó a Negrín como jefe de Gobierno el 26 de julio 1939 y asumió sus responsabilidades en una decisión de dudosa constitucionalidad, ignorada por el interesado[95].
Frente al cainismo y la división de los republicanos, Jordi Planes ha rescatado un ejemplo conmovedor de unidad: la de los bergadanos del exilio (Berga era una localidad de unos 7000 habitantes, y 100 de sus paisanos se encontraban en el exilio). Al final de la guerra fueron capaces de constituir una asociación de todas las tendencias políticas, para reunirse de vez en cuando, y editar además el Butlletí d’Informació de la Agrupció de Berguedans a l’Exili, del que tiraron cuatro números. Florenci Guix, libertario, escribe en el primero: «Hemos sabido abandonar todo lo que nos podía separar y guardar sólo lo que nos podía unir. Es tanto lo que hemos tenido que sufrir en este inacabable calvario del exilio, que hemos aprendido a leer en el viejo y siempre nuevo libro de la vida. Consideramos nefasto el sectarismo a ultranza, ya que no es más que el sarampión de las ideas. Si queremos que nuestro modo de pensar sea respetado, tenemos que empezar respetando el modo de pensar de los demás». Todo un símbolo. Todo un ejemplo. Todo un programa. Aunque tampoco conviene exagerar las disensiones. Como recuerda Falguera, los partidos andaban a la greña pero los problemas venían por arriba, entre dirigentes, «no por abajo, ya que estábamos todos por la supervivencia. La colaboración política era significativa, pero lo importante era vivir un día más»[96].