Resplandecientes aves del paraíso, flores y hojas en tonos azules y plateados trepaban por el corpiño de brocado, las magas y la falda eran de una pesada seda azul nocturno que con cada paso que daba crujía y susurraba como el mar en un día tormento. Estaba claro que cualquiera habría parecido una princesa con ese vestido, pero de todos modos me quedé asombrada al contemplar mi imagen en el espejo.
—¡Es… increíblemente bonito! —murmure con reverencia.
Xemerius, que estaba sobre un retal de brocado junto a la máquina de coser hurgándose la nariz, lanzo un resoplido.
—¡Chicas! —dijo—. Primero se defienden con uñas y dientes para no ir al baile, y en cuanto les ponen cuatro trapos encima casi se hacen pis de la emoción.
Le ignoré y me volví hacia la creadora de la obra maestra.
—Pero el otro vestido también era perfecto, madame Rossini.
—Si lo sé. —Sonrió satisfecha—. Podemos utilizarlo en otra ocasión si quieres.
—¡Madame Rossini, es usted una artista! —dije con fervor.
—N’est-ce pas? —Me guiño un ojo—. Y como artista una está autorizada a cambiar de opinión. El otro vestido en conjunto me pareció demasiado pálido con la peluca blanca; una tez como la tuya requiere fuertes… comment on dit? ¡Contrastes!
—¡Ah, es verdad! La peluca —suspiré—. Volverá a estropearlo todo, ¿Podría hacerme una foto antes?
—Bien sur. —Madame Rossini me acomodo sobre un taburete ante el peinador y le tendí el móvil Xemerius desplego las alas de murciélago, me paso por encima aleteando y efectuó un aterrizaje un poco accidentado justo ante la cabeza de porcelana con la peluca.
—Supongo que ya sabes lo que corre habitualmente por estos postizos, ¿no? —Echo la cabeza hacia atrás y contempló la torre empolvada del blanco—. Ladillas seguro. Polillas, probablemente. Y a veces también cosas peores. —Levantó teatralmente las patas—. Solo pronunciare un nombre: TARÁNTULA.
Reprimí un comentario sobre la anticuadas que resultaban en nuestros tiempos esas leyendas urbanas y bostece ostensiblemente.
Xemerius puso las patas en jarras.
—¡Es verdad! —exclamó—. Y no solo deberías estar pendiente de las arañas, sino también de determinadas condes; te lo digo por si tu entusiasmo por los trapitos te lo ha hecho olvidar.
En eso, por desgracia, tenía razón; pero ese día, recién recuperada de mi enfermedad e inmediatamente declarada apta para el baile por los Vigilantes, solo quería una cosa: pensar positivamente. ¿Y qué lugar podía haber más apropiado que el taller de madame Rossini?
Dirigí una mirada severa a Xemerius y deslice la vista por los colgadores repletos. Cada vestido era más bonito que el anterior.
—¿No tendrá por casualidad algo verde? —pregunte esperanzada, pensando en la fiesta de Cynthia y en los disfraces de marciano que Leslie había ideado para nosotras «Solo necesitamos bolsas de basura verdes. Unos limpiadores de pipa, latas de conserva vacías y unas cuantas bolas de porexpán —había dicho—. Con una grapadora y una pistola para pegamento nos convertiremos en un abrir y cerrar de ojos en unos marcianos vintage superguays. En obras de arte moderno, podríamos decir. Y no nos costara ni un penique».
—¿Verde? Mais oui —dijo madame Rossini—. Cuando todos pensaban aún que la palo de escoba pelirroja viajaría en el tiempo, utilice muchos tonos verdes porque combinaban a la perfección con los cabellos rojos, y naturalmente también con los ojos verdes del joven rebelde.
—Oh. Oh —dijo Xemerius amenazándola con la zarpa—. ¡Zona prohibida, querida, peligro de accidente!
Y tenía razón. Definitivamente, el joven gusano rebelde no formaba parte de la lista de cosas positivas en las que quería pensar. (Aunque, si al final Gideon se dejaba caer por la fiesta con Charlotte, yo no iba a pasearme por allí enfundad en unas bolsas de basura, pensara lo que pensara Leslie sobre lo que es guay y sobre el arte moderno).
Madame Rossini cepillo mis largos cabellos y me los ato en la coronilla con una goma para el pelo.
—Esta noche, por cierto, también ira de verde, en verde mar oscuro; he estado horas dándole vueltas a la cabeza para elegir la tela de modo que vuestros colores desentonaran. Y al final he vuelto a comprobar todo otra vez a la luz de las velas. Absolument onirique. Juntos pareciese el rey y la reina de los mares.
—Absolinmong —grazno Xemerius—. Y si no os Moris antes, tendréis muchos principios y princesitas de los mares.
Suspire. ¿No debería estar en casa vigilando a Charlotte? Peo Xemerius no quiso renunciar de ningún modo a acompañarme a Temple y de alguna manera aquello también era un detalle por su parte. Xemerius sabía muy bien que ese baile me daba miedo.
Madame Rossini arrugo la frente, concentrada, mientras me dividía el cabello en tres tiras y formaba con ellas una trenza, que fijo luego con un moño de alfileres.
—¿Verde, dices? Déjame que piense. Tenemos pog ejemplo, un vestido de montar para finales del siglo XVIII de terciopelo verde, y demás (¡oh! Ese me quedo superbe) un traje de noche de 1922, seda verde Nilo con sombgegó a juego y de bogso, trés chic. Y también copié algunos vestidos de Balenciaga que llevo Grace Kelly en los sesenta. La joya de la corona es un vestido de baile del color de las hojas del rosal. También te sentaría de maravilla.
Levante la peluca con cuidado. Blanco nieve y adornado con cintas azules, y flores de brocado. Me recordaba un poco a un pastel de boda de varios pisos. Incluso despedía una aroma a vainilla y naranjas. Habitualmente, madame Rossini me encasqueto el pastel sobre el nido de pájaros de mi coronilla, y cuando volví a mirarme en el espejo, apenas pude reconocerme a mí misma.
—Ahora parezco una mezcla de María Antonieta y mi abuela —dije. Y con estas cejas oscuras, también tengo un punto de pirata Barbanegra disfrazada de mujer.
—Tonterías —me contradijo madame Rossini mientras fijaba la peluca con unas horquillas enormes, las cuales parecían pequeños puñales, con esas piedras de vidrio brillantes en el extremo que centellaban como estrellas azules en la estructura rizada—. Es una cuestión de contrastes, cuellecito de cisne, los contrastes son lo más importante. —Señalo la caja de maquillaje abierta que se encontraba sobre la cómoda—. Y ahora añadimos el make-up (los smokey eyes también estaban muy en vogue en el siglo XVIII a la luz de las velas), un toque de polvos, et parfaitement! ¡Una vez más serás la más hermosa de la fiesta!
Lo que naturalmente ella no podía saber ya que nunca había estado presente para verlo.
—¡E s usted tan cariñosa conmigo, madama Rossini! —Le sonreí—. ¡Y usted es la mejor! Deberían concederle un Oscar al mejor vestuario.
—Lo sé —dijo madame Rossini modestamente.
—¡Lo importante es que entres con la cabeza por delante y luego salgas con la cabeza por delante, tocinito de cielo!
Madame Rossini me acompaño hasta la limosina y me ayudo a subir al coche. Me sentía un poco como Margue Simpson, solo que mi torre de pero era blanca y no azul y, por suerte, el techo del coche era bastante alto.
—Paree increíble que una persona tan delgada pueda necesitar tanto espacio —dijo míster George sonriendo cuando por fin conseguí extender ordenadamente mi falda sobre el asiento.
—Sí, ¿verdad? Para andar con estos vestidos se debería solicitar un código postal propio.
Para despedirse, madame Rossini me lanzo un gracioso besito con la mano. ¡Esa mujer era realmente un encanto! En su presencia siempre me olvidaba por completo de a horrorosa que era mi vida en realidad.
El coche arranco y en el mismo instante la puerta del cuartel general de los Vigilantes e abrió de golpe y Giordano salió disparado del edificio. Es cejas afeitadas estaban en posición vertical y bajo su bronceado artificial debía estar pálido como un muerto. Su boca morcillón se abrí y se cerraba sin parar, lo que le daba un aspecto de pez abisal amenazado de muerte. Afortunadamente, no pude oír lo que le decía a madame Rossini, pero podía imaginarme. «Un desastre de muchacha. Ni idea de historia ni de bailar el minué. Hará que nos avergoncemos con su falta de juicio. Una vergüenza para la humanidad».
Madame Rossini le dirigió una sonrisa almibarada y le dijo algo que le hizo cerrar bruscamente su boca de pez. Por desgracia, los perdí de vista cuando el conductor giro para entrar en el callejón que conducía a Strand.
Sonriendo, me recline en el asiento, pero durante el viaje mi optimista estado de ánimo se diluyo rápidamente y me fui sintiendo cada vez más nerviosa y asustada. Todo me daba miedo: la incertidumbre sobre lo que podía pasar, la presencia de tantas personas, las miradas, las preguntas, el baile y, sobre todo, naturalmente, mi nuevo encuentro con el conde. Esa noche sin ir más lejos esos miedos me habían perseguido en sueños, de modo que ya podía darme por satisfecha por haber soñado unas historias particularmente embrolladas: había tropezado con mi propia falda y había caído rodando por unas enormes escaleras para aterrizar directamente ante los pies del conde de Saint Germain, —sin tocarme— e había ayudado a levantarme sujetándome por la garganta. Mientras lo hacía gritaba extrañamente con la voz de Charlotte: «Eres una vergüenza para toda la familia». Y junto a él estaba míster Marley, que sostenía en alto la mochila de Leslie y decía en tono de reproche: «Solo queda una libra veinte en la Oystercard».
«Qué injusto. ¡Si acabada de hacer un ingreso!», me había dicho Leslie por la mañana, partiéndose de risa cuando le esplique mi sueño en la clase de geografía.
Aunque la verdad es que tampoco había que ir muy lejos para saber de dónde venía aquello: el día anterior le habían robado la mochila después de salir de la escuela, justo en el momento en que iba a subir al autobús. Se la había arrancado brutalmente de la espalda un hombre joven que según Leslie podía correr todavía más rápido que Dwain Chambers.
A esas altura ya estábamos bastantes escaldadas por lo que hacía a los Vigilantes. Y tampoco esperábamos otra cosa de Charlotte, que sin duda se ocultaba (indirectamente) detrás de aquello. Aunque así y todo encontramos el método… digamos… un poco burdo. Pero, por si aún nos faltaba una prueba, esta nos la proporciono el hecho de que la mujer que estaba junto a Leslie llevaba un bolso de Hermés. Quiero decir que, con la mano en el corazón, ¿a qué ladrón, por poco bueno que sea, se le va ocurrir robar una mochila destrozada en lugar de un Hermés?
Según Xemerius, el día anterior Charlotte había registrado mi habitación en busca del cronógrafo en cuanto yo salí de asa y no dejo ni un rincón por resolver. Incluso miro debajo de la almohada (un escondite francamente original). Al final, después de una meticulosa inspección de mi armario, descubrió la placa de cartón enyesado suelta y repto hasta el trastero sin una sonrisa triunfal dibujada en el rostro(en palabras de Xemerius), sin que la presencia de la hermana de mi pequeña amiga la araña (también en palabras de Xemerius) la intimidara lo más mínimo. Y tampoco tuvo ningún reparo en hundir las manos en las tripas del cocodrilo.
Bueno. Si lo hubiera hecho un día antes aun le habría servido de algo, pero, como decía siempre lady Arista, la vida castiga a los que llegan tarde. De modo que después de salir gateando, frustrada, de mi armario Charlotte apunto hacia Leslie, lo que le costó la mochila a mi amiga. El resultado era que los Vigilantes se encontraban en posesión de una Oystercard recién recargada, una carpetita, un lipgloss tono cherry y unos libros de la biblioteca sobre la expansión del delta del Ganges oriental, pero de ninguno otra cosa.
Ni siquiera Charlotte, por más que lo había intentado, consiguió disimular el todo la derrota tras la habitual pose arrogante con que esa mañana se presentó a desayunar. Lady Arista, en cambio, tuvo al menos la grandeza de reconocer su error.
—El arca está de nuevo de camino a casa —explico fríamente—. Por lo que se ve, Charlotte tiene los nervios un poco alterados, tengo que admitir que me equivoque al conceder crédito a sus supo iones. Y ahora deberíamos dar este asunto por zanjado y cambiar de tema.
Aquello (en todo caso para lo que podía esperarse de lady Arista) era una disculpa en toda regla. Mientras Charlotte escuchaba esas palabras con el cuerpo en tensión y la mirada fija en el plato, los demás intercambiamos miradas cómplices y a continuación nos concentramos obedientemente en el único otro tema que se nos había ocurrido así de repente: el tiempo.
Solo tía Glenda, a la que le habían salido en el cuello unas manchas de un rojo intenso, se resistió dejar que Charlotte cargara con las culpas.
—Más bien deberías agradecerle que siempre se sienta responsable y esté atenta a todo, en lugar de hacerles reproches —no pudo evitar soltar—. ¿Cómo es esa frase bonita? La flor del agradecimiento no dura más que un momento. Estoy convencida de que…
Pero no llegamos a saber de qué está convencida la tía Glenda, porque lady Arista le dijo con voz gélida:
—Si no quieres cambiar de tema, Glenda, naturalmente eres libre de abandonar la mes.
Lo que efectivamente hizo tía Glenda, acompañada de Charlotte, tras asegurar que ya no tenía hambre.
—¿Todo va bien? —Míster George, que estaba sentado frente a mí (en realidad más bien oblicuamente frente a mi porque mi falda era tan ancha que ocupaba la mitad del coche) y hasta ese momento no había querido distraerme de mis pensamientos, me sonreía—. ¿Te ha dado el doctor White algo contra el pánico escénico?
Sacudí la cabeza.
—No —dije—. Me daba demasiado miedo pensar que podía empezar a ver doble en el siglo XVIII —O algo peor, pero eso sería mejor que me lo callara; porque en el soirée del último domingo, en la que solo había podido conservar la calma gracias al ponche de lady Brompton, ese mismo ponche me había llevado a cantar ante un montón de invitados perplejos «Memory» de Cats unos doscientos años antes de que Andrew Lloyd Webber la hubiera compuesto, y además había estado conversando ante todo el mundo con un fantasma, lo que seguro que no me habría ocurrido si hubiera estado sobria.
Habría confiado en que podría estar al menos unos minutos a solas con el doctor White para preguntarle por qué me había ayudado, pero solo había tenido ocasión de verlo cuando me había examinado en presencia de Falk de Villiers y, para alegría general, me había declarado curada. Y luego, cuando, al despedirme, le había hecho un guiño cómplice, se había limitado arrugar la frente y preguntarme si se me había metido algo en el ojo. Suspire al recordarlo.
—No te preocupes —dijo míster George compasivamente—. Dentro de poco estarás otra vez aquí; piensa que antes de la cena ya lo abras dejado todo atrás.
—Pero hasta entonces puedo hacer un montón de cosas mal, o incluso desencadenar una crisis de alcance mundial. Pregúntele a Giordano. Una sonrisa equivocada, una reverencia equivocada, una información equivocada, ¡y puf! El siglo XVIII en llamas.
Míster George rió.
—Bah, Giordano solo esta celoso. ¡Mataría por viajar en el tiempo!
Acaricie la suave seda de mi falda y seguí las líneas bordadas con las puntas de los dedos.
—En serio, sigo sin entender por qué es tan importante ese baile. La verdad es que aún no sé qué voy a buscar ahí en realidad.
—¿Quieres decir aparte de bailar y divertirte y disfrutar del privilegio de poder ver con tus propios ojos a la famosa duquesa de Devonshire? —Al ver que no le devolvía la sonrisa, míster George se puso serio de repente, se sacó el pañuelo del bolsillo del pecho y se secó la frente dándose unos toquecitos—. ¡Ay querida! Este baile es excepcionalmente importante porque en el transcurso del mismo debe revelarse quién es el traidor entre las filas de los Vigilantes que transmite información a la Alianza Florentina. Gracias a vuestra presencia, el conde confía en hacer salir a la luz tanto a lord Alastair como al traidor.
Bueno, al menos eso era un poco más específico que lo de Anna Karenina.
—De modo que, mirándolo bien, nosotros dos somos un cebo. —Arrugue la frente—. Pero… ¿no deberían saber hace tiempo si el plan ha funcionado? ¿Y quién es el traidor? De hecho, todo esto paso hace a doscientos treinta años.
—Sí y no —replico míster George—. Por alguna razón, los informes de los Anales de esos días y semanas son extremadamente confusos. Además, falta toda un parte. Aunque se habla varias veces del traidor, que ocupaba un cargo importante y fue apartado de sus funciones, su nombre no se menciona. Y cuatro semanas después se dice lapidariamente en una frase subordinada que nadie rindió los últimos honores al traidor, dado que no lo merecía.
Una vez más se me puso la carne de gallina.
—¿Cuatro semanas después de ser expulsado de la logia el traidor estaba muerto? Que… práctico —dije.
Pero mooster George ya no me escuchaba y golpeaba la ventanilla para avisar al conductor.
—Me temo que el portal es demasiado estrecho para la limosina. Será mejor que entre en el patio de la escuela por la entrada lateral. —Me sonrió—. ¡Ya hemos llegado! Y por cierto, estas encantadora, llevaba rato que quería decírtelo. Como salida de una antigua película.
El coche freno ante la escalera de la entrada.
—Solo que mucho, mucho más guapa —dijo míster George.
—Gracias.
De puro azoramiento me olvide completamente de lo que me había dicho madame Rossini:
«Siempre con la cabeza por delante, tocinito de cielo», y cometí el error de bajar del coche como hacia siempre. Lo que condujo a que me enredara sin remedio en mi falda y me sintiera como la abeja Maya en la telaraña de Tecla. Mientras maldecía y míster George reía entre dientes sin hacer nada, vi que me tendía dos manos salvadoras desde fuera, y como no tenía opción, las sujete, y deje que tiraran de mí y me pusieran en pie.
Una de las manos pertenecía a Gideon y la otra a míster Whitman; y las solté como si me hubieran quemado.
—Hummm… gracias —murmuré mientras me alisaba el vestido a toda prisa y trataba de recuperar mis pulsaciones normales.
Entonces observe con más atención a Gideon y no pude contener una sonrisa. Aunque madame Rossini no había exagerado al ponderar la belleza de la tela verde mar y la suntuosa levita se adaptaba a la perfección a los anchos hombros de Gideon sin formar ni una arruga y él estaba realmente resplandeciente de la cabeza a los zapatos con hebillas, la peluca blanca destrizaba todo el efecto.
—Y yo que pensaba que era la única que iba a hacer el payaso —dije.
Le centellaron lo ojos mientras replicaba divertido:
—Pues aun he podido convencer Giordano de que os olvidara de los polvos y lo falso lunares.
Bueno, la verdad es que ya estaba bastante pálido. Durante un segundo más o menos me perdí en la contemplación de los elegantes líneas de su mentón y sus labios, y luego me rehíce y le dirigí una mirada sombría.
—Los demás esperan abajo será mejor que nos apresuremos antes de que se formen una aglomeración —dijo míster Whitman, y lanzo una mirada a la acera, donde dos damas con sendos perros se habían parado y nos miraban con curiosidad. Si los Vigilantes no querían llamar la atención, pensé, tal vez sería mejor que utilizaran unos coches más discretos. Y naturalmente, que no hicieran circular tan a menudo por el barrio a gente extrañamente disfrazada.
Gideon me tendió la mano, pero en el mismo instante oí un ruido sordo a mi espalda y me volví. Xemerius había aterrizado sobre el techo del coche, donde permaneció tenido un momento, plano como una lapa.
—Habréis podido esperarme, ¿no? —dijo jadeando. Si no le entendí mal, en Temple no había podido unirse a nosotros a tiempo porque le había retrasado un garo—. ¡He tenido que hacer todo el camino volando! Quería despedirme de ti antes que te fueras.
Se irguió sobre sus patas, salto a mi hombro y sentí algo así como un abrazo húmedo y frio.
—Adelante, gran maestre de la orden del Cerdo de Ganchillo. No olvides pisar como se merece durante el minué a aquel-cuyo-nombre-no-podemos-pronunciar —dijo lanzando una mirada de desdén a Gideon—. Y ve con cuidado con el conde. —Había preocupación en su voz. Trague saliva, pero inmediatamente añadió—: Si la pifias, ya verás cómo te las arreglas sin mí en el futuro, porque yo me buscare a otra persona.
Me dirigió una mueca de descaro y salió zumbando hacia los perros que se soltaron de sus correas huyeron con el rabo entre las piernas.
—Gwendolyn, ¿estas soñando? —Gideon me tendió el brazo—. ¡Quiero decir, miss Gray, naturalmente! Si quiere hace el favor de acompañarme al año 1782.
—Olvídalo, no pienso empezar con la comedia hasta que estemos allí —dije en voz baja para mister George y míster Whitman, que caminaban delante de nosotros, no pudieran oírlo—. Mientras tanto me gustaría reducir al mínimo el contacto contigo, si no tienes inconveniente. Además, conozco muy buen el camino, al fin y al cabo es mi escuela.
Una escuela que, ese viernes por la tarde estaba como muerta. En el vestíbulo nos tropezamos con el director Gilles, que arrastraba un carrito de golf y ya había cambiado su traje por unos pantalones a cuadros y un polo. Sin embargo, nuestro director no había querido perderse la ocasión de saludar cordialmente a los miembros del «grupo de teatro aficionado de nuestro querido míster Whitman», y además uno por uno y con un apretón de manos.
—Como un gran amante del arte que soy, para mí es un placer poner a su disposición nuestra escuela para sus ensayos mientras su sal no pueda utilizarse. ¡Oh, que encantadores disfraces! —Cuando llego ante mí, dio un respingón—. ¡Vaya! Yo conozco esta cara ¿No eres una de las chicas de las malas ranas?
Me esforcé por sonreír.
—Sí, director, Gilles.
—En fin, me alegro de que hayas descubierto una afición tan bonita e interesante. Así seguro que en adelante no se te ocurrirán más ideas tontas. —Sonrió jovialmente a todo el grupo—. Bien, pues les deseo mucho éxito o mucha mierda, ¿no es eso lo que se desea a la gente del teatro?
Y dicho esto, nos saludó una vez más alegremente con la mano y desapareció junto con su carrito por la puerta, rumbo al día de semana. Le seguí con la mirada sintiendo un poco de envidia. Por una vez me habría cambiado gustosamente por él, aunque para eso hubiera tenido que convertirme en un valaco de mediana edad con pantalones de cuadros.
—¿Chica mala de la rana? —repitió Gideon mientras bajábamos hacia el sótano mirándome de reojo.
Centre toda mi atención en levantar lo suficiente mi crujiente falda para no tropezar con ella.
—Hace unos años mi amiga Leslie y yo nos vimos forzadas a colocar una rana en la sopa de una compañera, y por desgracia al director Gilles el suceso se le quedo grabado.
—¿Os vistes forzadas a colocar una rana en la sopa de una compañera?
—Sí —replique muy digna—. Por razones pedagógicas a veces se tiene que hacer cosas que vistas desde fuera pueden parecer extrañas.
En el taller artístico del sótano justo bajo una cita de Edgar Degas pintada en la pared que decía «Un cuadro se debe ejecutar con el mismo sentimiento con el que un criminal perpetra su crimen», ya se habían reunido en torno al cronógrafo los sospechosos habituales: Falk de Villiers, míster Marley y el doctor White, que en ese momento extendía sobre una de las mesas el instrumental médico. Me alegre de que al menos hubiéramos dejado a Giordano en Temple, donde probablemente aun estaría plantado en la escalera retorciéndose las manos.
Míster George me guiño un ojo.
—Acabo de tener una idea —me susurro—. Si te encuentras en un aprieto y no sabes cómo salir de paso, no tienes más que desmayarte; en esa época las mujeres se desmayaban continuamente, sea por un corsé demasiado apretado o por el aire vivido, o porque sencillamente resultaba un recurso muy práctico, nadie puede decirlo con exactitud.
—Lo tendré presente —dije, y estuve tentada de probar de inmediato el truco de míster George. Pero, por desgracia, Gideon parecía haber adivinado mis intenciones, porque me cogió del brazo y sonrió suavemente.
Falk desenvolvió el cronógrafo, y cuando me llamo con un gesto, me resigne a mi destino, no sin rogar antes al cielo de lady Brompton hubiera comunicado el secreto de su ponche especial a su buena amiga, la honorable lady Pimplebottom.
Mis ideas sobre los bailes eran bastantes vagas. Y sobre los bailes históricos prácticamente inexistentes. Por eso no es de extrañar que, después de la visión de la tía Maddy y de mis sueños de esa mañana, esperara una mezcla de Lo que el viento se llevó y las fabulosas fiestas de María Antonieta, en las que la parte más bonita hacia sido que en el sueño yo me parecía asombrosamente a Kristen Dunst.
Pero antes de que pudiera verificar si mis ideas coincidían con la realidad teníamos que salir del sótano. (¡Otra vez! Solo esperaba que mis pantorrillas no sufrieran daños permanentes después de todo ese subir y bajar).
A pesar de todas mis críticas a los Vigilantes, tengo reconocer que esta vez habían organizado bien las cosas. Falk había ajustado el cronógrafo de modo que el baile que se celebraba sobre nosotros hacia horas que había comenzado.
Me sentí infinitamente aliviada al ver que no habría ningún desfile de invitados ante los anfitriones. En secreto tenía un miedo horrible a que a nuestra llegada un maestro de ceremonias golpeara el suelo con un bastón y nos anunciara pronunciado nuestro nombre falso en voz alta. O peor aún, que dijera la verdad «ladies and gentlemen, clonc, clonc. Gideon de Villiers y Gwendolyn Shepherd, impostores del siglo XIX. ¡Presten atención al hecho de que su corsé y su miriñaque no están fabricados con barba de ballena sino con fibra de carbono de alta tecnología! ¡Y, además, sus señorías han entrado en la casa a través del sótano!»
Que en ese caso, por cierto, era particularmente oscuro, de modo que, por desgracia, me vi obligada a darle la mano a Gideon, porque si no mi vestido y yo no habríamos conseguido llegar sanos y salvos arriba. Solo en la parte delantera del sótano, donde en mi instituto el corredor se desviaba hacia las sala de la mediateca, aparecieron algunas antorchas que proyectaban su luz vacilante sobre las paredes. Por lo que se veía, habían decidido instalar ahí las cámaras para guardar las provisiones, lo que, en vista del frio que hacía, sin duda era una elección acertada. Por pura curiosidad eche una ojeada a una de las salas adyacentes, me quede estupefacta. ¡Nunca en mi vida había visto tales cantidades de comida! Al parecer, después del baile había celebrarse una especie de banquete, porque las mesas y el suelo estaban cubiertos de infinidad de bandejas, fuentes y grandes tinas llenas con las más curiosos alimentos, muchos de ellos con una presentación extraordinariamente sofisticada y envueltos en una especie de oscilante budín transparente descubrí grandes cantidades de platos de carne preparados, que definitivamente olían demasiado fuerte para mi gusto, y además una impresionante variedad de dulces de todas las formas y tamaños y una figura de cisne dorado elaborada con sorprendente realismo.
—¡Uy mira, también ponen a enfriar la decoración de la mesa! —susurre.
Gideon tiro de mí hacia delante.
—¡No es ninguna decoración, es un cisne de verdad! Lo llaman plato de exhibición —me explico en susurros, pero casi simultáneamente se estremeció y por desgracia, tengo que reconocerlo, a mí se me escapo un grito.
Detrás de una tarta de unos diecinueve pisos de altura con dos ruiseñores (muertos) como remate, había surgido de las sombras una figura que ahora se dirigía en silencio hacia nosotros con la espada desenvainada.
Era Rakoczy, que con sus dramáticas entradas en escena seguro que habría podido ganarse la vida en el pasaje del terror de cualquier parque de atracciones. La mano derecha del conde nos saludó con voz ronca.
—Seguidme —murmuro luego.
Mientras yo trataba de recuperarme del susto, Gideon pregunto enojado:
—¿No debería haber venido a recogernos hace rato?
Rakoczy prefirió eludir el tema lo que no me sorprendió especialmente. Era justo el tipo persona incapaz de reconocer un error.
Sin decir palabra, cogió una antorcha del soporte, nos hizo una seña y se deslizo por un pasadizo lateral que conducía a una escalera.
Una música de violines y un rumor de voces llegaron hasta nuestros oídos y se fueron haciendo cada vez más intensos, hasta que, poco antes de llegar al final de la escalera, Rakoczy se despidió de nosotros diciendo:
—Desde la sombra velaré por vosotros con mi gente.
Luego desapareció, silencioso como un leopardo.
—Supongo que no ha recibido invitación —dije bromeando, aunque en realidad la idea de que en cada esquina oscura podía estar espiándonos alguno de los hombres de Rakoczy me ponía los pelos de punta.
—Naturalmente que está invitado, pero supongo que no quiere separase de su espada, y en la sala de baile no están permitidas. —Gideon me repasó con la mirada—. ¿Aún tienes telarañas en el vestido?
Le miré indignada.
—No, pero tal vez tú tengas alguna en el cerebro —repliqué.
Pasé a su lado y abrí la puerta con cuidado.
Antes había estado pensando, preocupada, en cómo podríamos llegar al vestíbulo sin llamar la atención, pero cuando no sumergimos en el barullo que organizaban los invitados al baile, me pregunté por qué nos habíamos tomado la molestia de aparecer en el sótano. Supongo que por puro hábito, porque habríamos podido saltar directamente arriba sin que nadie se enterara.
Mi amigo James no había exagerado. El hogar de lord y lady Pimplebottom era realmente suntuoso. Bajo los tapices de damasco, los estucados, las pinturas y los techos decorados con frescos de los que colgaban arañas de cristal, mi vieja escuela estaba irreconocible. Los suelos estaban revestidos de mosaico y cubiertos con gruesas alfombras, y en el camino al primer piso me pareció como si hubiera más pasillos y escaleras que en mi época.
Y estaba repleto de gente y de ruido. En nuestra época habrían suspendido la fiesta por exceso de ocupación o los vecinos habrían denunciado a los Pimplebottom por escándalo nocturno. Y eso que hasta ese momento solo habíamos visto el vestíbulo y los corredores.
Porque la sala de baile jugaba en otra liga. Ocupaba medio primer piso y estaba atestada de gente, reunida en grupitos o en largas filas para bailar. La sala zumbaba como una colmena con el ruido de sus voces y sus risas, aunque en realidad la comparación se quedaba corta, porque el número de decibelios seguro que alcanzaba al de un Jumbo despegando en Heathrow. Al fin y al cabo había unas cuatrocientas personas que tenían que hablarse a gritos, y la orquesta de veinte músicos de la tribuna tenía que imponerse al ruido que hacían. Todo el conjunto estaba iluminado por un número tan grande de velas que instintivamente busqué un extintor con la mirada.
Para abreviar, entre el baile y la soirée a la que habíamos asistido en casa de los Brompton existía la misma relación que entre un club nocturno y una reunió para tomar el té de la tía Maddy.
Nuestra aparición no llamó especialmente la atención, sobre todo porque en la sala había un continuo trasiego de gente que entraba y salía, si bien algunas de las pelucas blancas nos miraron con curiosidad, y Gideon me sujetó el brazo con más fuerza. Noté cómo me repasaban de arriba abajo, y sentí la urgente necesidad de volver a mirarme en un espejo para ver si no se me había quedado pegada alguna telaraña.
—Todo va bien —dijo Gideon—. Estás perfecta.
Carraspeé cohibida.
Gideon me miró desde todo lo alto que era sonriendo.
—¿Estás lista? —susurró.
—Estoy lista si tú lo estás —respondí sin reflexionar. Sencillamente me salió así, y por un momento pensé en lo bien que los habíamos pasado antes de que él me traicionara de forma ignominiosa. Aunque, bien mirado, tampoco había sido tan divertido.
Un grupito de muchachas empezó a cuchichear cuando pasamos junto a ellas, no sé si por mi vestido o porque encontraban genial a Gideon. Procuré mantenerme lo más erguida posible. La peluca estaba sorprendentemente bien equilibrada y seguía cada movimiento de mi cabeza, aunque por el peso me imagino que podía compararse con una de esas jarras de agua que las mujeres africanas llevan sobre la coronilla. Mientras cruzábamos la sala, miré en todas direcciones para ver si encontraba a James. Al fin y al cabo, era el baile de sus padres; lo normal era que estuviera presente, ¿no? Gideon, que les sacaba un palmo a la mayoría de los hombres que se encontraban en la sala, enseguida localizó al conde de Saint Germain. Con su elegancia característica, el conde conversaba en un estrecho balcón con un hombrecillo vestido con ropas de colores vivos que me resultaba vagamente familiar.
Sin pensármelo, me hundí en una profunda reverencia, aunque inmediatamente me arrepentí al recordar cómo aquel hombre, con su voz suave, me había partido el corazón en diez mil pedacitos minúsculos en nuestro último encuentro.
—Mis queridos muchachos, puntuales como un reloj —dijo el conde, y nos indicó con un gesto que nos acercáramos.
A mí me obsequió con una condescendiente inclinación de cabeza (todo un honor, sin duda, dado que se suponía que como mujer yo tenía un cociente intelectual que iba, como mucho, de la puerta del balcón a la vela más próxima). Gideon, en cambio, se vio agraciado con un cordial abrazo.
—¿Qué me decís, Alcott? ¿Podéis reconocer algo de mi herencia en los rasgos de este apuesto joven?
El hombre del vestido de papagayo sacudió la cabeza sonriendo. Su cara larga y delgada no solo estaba empolvada, sino que además se había maquillado las mejillas con colorete como si fuera un payaso.
—Diría que existe cierta similitud en el porte.
—Oh, desde luego. ¿Cómo podría compararse mi envejecido rostro con uno tan joven como este? —El conde frunció los labios en una mueca irónica—. Los años han causado tales estragos en mis facciones que a veces me cuesta reconocerme en el espejo. —Se dio aire con un pañuelo—. Pero aún no os he presentado: el honorable Albert Alcott, actual primer secretario de la logia.
—Ya nos hemos encontrado antes en diversas ocasiones en nuestra visita a Temple —dijo Gideon inclinándose con una ligera reverencia.
—Ah, sí, es cierto —dio el conde sonriendo.
Y en ese momento también yo supe por qué el papagayo me resultaba familiar. El hombre nos había recibido en nuestro primer encuentro con el conde en Temple y había pedido el carruaje que nos había conducido a casa de lord Brompton.
—Por desgracia, os habéis perdido la entrada de la pareja ducal —dijo Alcott—. El peinado de su alteza ha despertado muchas envidias. Me temo que mañana los fabricantes de pelucas de Londres no darán abasto con tantos clientes.
—¡Una mujer realmente hermosa la duquesa! Qué lástima que se sienta inclinada a mezclarse en asuntos de hombres y en política. Alcott, ¿tendríais la amabilidad de ir a buscar algo de beber para los recién llegados?
Como casi siempre, el conde habló en un tono bajo y suave, pero, a pesar del ruido que nos rodeaba, se le entendía con absoluta claridad. Al escucharle sentí un escalofrío, y seguro que no era por el aire frío de la noche que entraba por el balcón.
—¡Naturalmente! —La obsequiosidad del primer secretario me hizo pensar en mister Marley—. ¿Vino blanco? Enseguida estaré de vuelta.
Vaya. No había ponche.
El conde esperó a que Alcott desapareciera en la sala de baile para llevarse la mano al bolsillo de la levita y sacar una carta sellada, que tendió a Gideon.
—Es una nota para tu gran maestre en la que hay algunas observaciones sobre nuestro próximo encuentro.
Gideon se guardó la carta y a cambio entregó al conde un sobre sellado.
—Contiene un informe detallado sobre los acontecimientos de los últimos días. Os alegrará saber que la sangre de Elaine Burghley y lady Tilney ya está registrada en el cronógrafo.
Me estremecí. ¿Lady Tilney? ¿Cómo se las había arreglado? En nuestro último encuentro no me había dado la sensación de que tuviera dispuesta a dar su sangre voluntariamente. Le miré de reojo enojada. ¿No le habría extraído la sangre por la fuerza? En mi imaginación la vi lanzándole, desesperada, cerdos de ganchillo a la cara.
El conde le palmeó el hombro.
—De modo que ya solo faltan Zafiro y Turmalina negra. —Se apoyó en su bastón, pero no había ni el menor indicio de debilidad en su gesto, todo lo contrario: en ese momento parecía increíblemente poderoso—. ¡Ah, si él supiera lo cerca que estamos de cambiar el mundo!
Con la cabeza señaló hacia la sala de baile, donde reconocí en el otro extremo a lord Alastair de la Florentina, tan cargado de joyas como la última vez. Incluso a esa distancia se podía percibir el fulgor de los pedruscos de sus numerosos anillos, igual que el odio que desprendía su mirada helada. Detrás de él se erguía amenazadoramente una figura vestida de negro, y esta vez no cometí el error de confundirla con un invitado. Se trataba de un espíritu, que pertenecía a lord Alastair como el pequeño Robert a mister White. Cuando el fantasma me vio, su boca empezó a moverse, y me alegré de que sus insultos no pudieran oírse desde el lugar donde nos encontrábamos. Ya tenía suficiente con que me visitara en sueños provocándome pesadillas.
—Ahí está, soñando con atravesarnos con su espada —dijo el conde, diríase que casi complacido—. De hecho, hace días que no piensa en otra cosa. Incluso ha conseguido introducir furtivamente su arma en esta sala de baile. —Se frotó la barbilla—. Por eso no baila ni se sienta, sino que se limita a caminar de un lado a otro rígidamente como un soldadito de plomo, esperando su oportunidad.
—Yo, en cambio, no he podido traerme conmigo mi espada —dijo Gideon en tono de reproche.
—No te preocupes muchacho, Rakoczy y los suyos no perderán de vista a Alastair. Esta noche podemos dejar el derramamiento de sangre para los valerosos kuruc.
Volví a mirar a lord Alastair y al espíritu vestido de negro, que en ese momento blandía su espada hacia mí con furor asesino.
—Pero supongo que no va a… aquí, ante todo el mundo… quiero decir, que tampoco en el siglo XVIII se podía asesinar sin más a la gente sin ser castigado, ¿no? —Tragué saliva—. ¿Supongo que lord Alastair no se arriesgaría a ir al cadalso por nosotros?
Durante unos segundos los oscuros ojos del conde quedaron ocultos bajo los pesados parpados, como si se estuviera concentrando en los pensamientos de su adversario.
—No, para eso es demasiado astuto —contestó lentamente—. Pero también sabe que no tendrá demasiadas oportunidades de teneros de nuevo a punta de espada. No dejará pasar la ocasión sin intentar algo. Y como solo una persona, ¡el hombre de quien sospecho que es el traidor que se oculta en nuestras filas!, ha sido informada por mí de la hora en que vosotros dos, desamados y solos, tendréis que volver al sótano para vuestro viaje de vuelta, ya veremos qué ocurre…
—¿Qué? —dije yo—. Pero…
El conde levantó la mano.
—¡No te preocupes, querida! El traidor no sabe que Rakoczy y su gente os estarán vigilando todo el rato. Alastair sueña con el crimen perfecto: los cadáveres sencillamente se desvanecerán en el aire después de la agresión. —Rió—. En mi caso, naturalmente, eso no funcionaría, razón por la cual planea una muerte distinta para mí.
Muy bien, fantástico.
Antes de que hubiera podido digerir la noticia de que Gideon y yo éramos, por asía decirlo, los blancos en una competición de tiro —lo que, de hecho, tampoco cambiaba tanto mi actitud frente al baile—, el primer secretario vestido de colorines (había vuelto a olvidar su nombre) se acercó con dos vasos de vino blanco, seguido de cerca por otro viejo conocido nuestro, el rechoncho lord Brompton. El lord demostró encantado de volver a vernos y me besó la mano con mucho más entusiasmo del que exigirían las normas de cortesía.
—Ah, la velada está salvada —exclamó—. ¡Me alegro tanto! Lady Brompton y lady Lavinia también os han visto, pero las han retenido en la prisa de baile. —Soltó una carcajada que hizo temblar su enorme vientre—. Me han encargado que os saque a bailar.
—Una excelente idea —dijo el conde—. ¡Los jóvenes deben bailar! En mi juventud tampoco yo me perdía ninguna oportunidad de hacerlo.
¡Oh, no, ahora iba a empezar lo de los dos pies izquierdos y el «Pero ¿dónde era a la derecha?» que Giordano había descrito como una «palmaria falta de sentido de la orientación»! Quise volcar mi copa de vino sobre mi ex, pero Gideon me la cogió y se la pasó al primer secretario.
En la pista de baile la gente ya se colocaba para el siguiente minué. Lady Brompton nos saludó con el brazo entusiasmada, lord Brompton desapareció entre la multitud y Gideon me situó justo a tiempo en posición para el arranque del baile en la fila de las damas, o, para ser más precisos, entre un vestido dorado pálido y uno verde bordado. El verde pertenecía a lady Lavinia, como pude comprobar con una rápida mirada de soslayo. Estaba tan hermosa como la recordaba, y su vestido de baile ofrecía, incluso para esa moda francamente permisiva, una visión de su escote extraordinariamente generosa. Yo, en su lugar, no me habría atrevido a inclinarme, pero lady Lavinia no parecía en absoluto preocupada.
—¡Qué maravilloso que volvamos a encontrarnos! —dijo dirigiendo una sonrisa radiante a todo el grupo y en particular a Gideon, antes de hundirse en la reverencia de inicio. La imité, y el pánico hizo que por un momento dejara de sentirme los pies.
Un montón de instrucciones me daban vueltas en la cabeza, y faltó poco para que me pusiera a balbucear «La izquierda es donde el pulgar está a la derecha», pero enseguida Gideon pasó a mi lado en el tour de main y curiosidades mis piernas encontraron el ritmo por sí solas.
Los solemnes acordes de la orquesta llenaron hasta el último rincón de la sala y las conversaciones se extinguieron a nuestro alrededor.
Gideon colocó su mano izquierda en la cadera y me tendió la derecha.
—Magnífico este minué de Haydn —dijo en tono de charla—. ¿Sabías que el compositor estuvo muy cerca de unirse a los Vigilantes? Dentro de unos diez años, en uno de sus viajes a Inglaterra. Por entonces estaba valorando la opción de instalarse de forma permanente aquí en Londres.
—No me digas —Pasé junto a él y ladeé un poco la cabeza para sostenerle la mirada—. Hasta ahora solo sabía que Haydn era un torturador de niños.
O al menos a mí me había torturado en mi niñez, cuando Charlotte practicaba sus sonatas para clavicordio con el mismo encarnizamiento con que en la actualidad se dedicaba a la búsqueda del cronógrafo. Pero no tuve ocasión de explicárselo a Gideon, porque entretanto ya habíamos pasado de una figura a cuatro a bailar en un gran círculo y yo tenía que concentrarme en moverme hacia la derecha.
No sabría decir con exactitud cuál fue el motivo, pero de repente aquello empezó a divertirme de verdad. Las velas proyectaban una luz maravilla sobre los suntuosos vestidos de noche, la música ya no sonaba aburrida y polvorienta, sino que parecía justo la apropiada, y a mi alrededor los bailarines reían relajadamente. Incluso las pelucas no parecían tan ridículas, y por un momento me sentí increíblemente ligera y libre. Cuando el círculo se deshizo, floté hacia Gideon como si nunca hubiera hecho otra cosa, y él me miró como si de pronto estuviéramos solos en la sala.
En mi extraña euforia, me olvidé de todo y le dirigí una sonrisa radiante sin preocuparme de la recomendación de Giordano sobre la importancia de no enseñar nunca los dientes en el siglo XVIII. Por alguna razón, mi sonrisa pareció desconcertar por completo a Gideon, que alargó la mano hacia mi mano extendida, pero en lugar de colocar sus dedos suavemente bajo los míos, los aferró con fuerza.
—Gwendolyn, nunca volveré a permitir que nadie…
No pude enterarme de lo que nunca iba a permitir, porque en ese instante lady Lavinia le cogió la mano, colocó la mía en la de su pareja de baile y dijo sonriendo:
—Intercambio de parejas, ¿de acuerdo?
No, en mi caso no podía decirse en absoluto que estuviera de acuerdo, y también Gideon dudó un instante antes de inclinarse ante lady Lavinia y dejarme colgada como correspondía a mi papel de hermanita con la misma rapidez con que había aparecido.
—Antes ya he tenido ocasión de admiraros de lejos —dijo mi nueva pareja de baile cuando me erguí y le tendí la mano (me dieron ganas de retirarla inmediatamente porque tenía los dedos húmedos y pegajosos)—. Mi amigo mister Merchant tuvo el placer de conoceros en la soireé de lady Brompton. Quería presentarnos, pero supongo que no os importará que me presente yo mismo. Soy lord Fleet. Sí, exacto, ese lord Fleet.
Sonreí cortésmente. Qué bien, un amigo del sobón de mister Merchant. Mientras los siguientes pasos ponían distancia entre los dos y yo confiaba en que ese lord Fleet aprovechara la oportunidad para secarse las manos en las perneras de los pantalones, miré hacia Gideon en busca de ayuda; pero en ese momento mi compañero parecía totalmente concentrado en la contemplación de lady Lavinia. Igual que el hombre que se encontraba a su lado, que solo tenía ojos para ella, o para su escote, e ignoraba deliberadamente a su propia pareja. Y el hombre de al lado… ¡oh, Dios mío! ¡Ahí estaba James! Mi James. ¡Por fin lo había encontrado! Estaba bailando con una muchacha que llevaba un vestido color mermelada de ciruela y parecía tan vivo como puede parecerlo un hombre con peluca blanca y polvos blancos en la cara.
En lugar de volver a tenderle la mano a lord Fleet, pasé bailando junto a lady Lavinia y Gideon en dirección a James.
—Por favor, todos avanzan una posición —dije con tanta simpatía como pude sin prestar atención a las protestas. Dos pasos cambiados más y me encontré frente a James.
—Perdón, cambio de pareja, por favor.
Le di un empujoncito a la mermelada de ciruela para lanzarla a los brazos del hombre que tenía enfrente, y luego cogí la mano del desconcertado James y, jadeando, traté de recuperar el ritmo. Al mirar a la izquierda descubrí que los otros también estaban ocupados ordenándose otra vez para seguir bailando como si no hubiera ocurrido nada. Para mayor seguridad, no miré hacia Gideon, y en lugar de eso clavé la mirada a James. ¡Era increíble poder sostener su mano y sentirla cálida y viva!
—Habéis desordenado toda la fila —dijo en tono de reproche mientras me examinaba de arriba abajo con expresión enojada—. Y habéis empujado a miss Amelia lejos de mí con extrema rudeza.
¡Sí, realmente era él! El mismo tono ofensivo de siempre. Le miré radiante de alegría.
—De verdad que lo siento, James, pero es imprescindible que hable contigo… Bien, quiero decir que debo hablar con vos de un asunto de la mayor importancia.
—Por lo que sé, no hemos sido presentados —dijo James arrugando la nariz, mientras colocaba delicadamente un pie delante del otro.
—Soy Penélope Gray de… del campo. Pero eso no tiene ninguna importancia. Poseo informaciones de un valor incalculable para vos y por eso es urgente que concertemos una cita, si en algo apreciáis vuestra vida —añadí para dar un efecto dramático.
—¿Qué os ocurre? —James me miró consternado—. Del campo o no, vuestro comportamiento es absolutamente improcedente…
—Sí —Con el rabillo del ojo pude ver que volvía a haber un poco de barullo, esta vez en el lado de los hombres. Una forma de color verde mar se acercaba con el paso cambiado—. Pero es importante que, a pesar de todo, me escuchéis. Se trata de Les… se trata de… vuestro caballo. Héctor… el alazán. Es fundamental que mañana por la mañana, a las once, os encontréis con migo en Hyde Park. En el puente que cruza el lago. —Confiaba en que el lago y el puente ya existieran en el siglo XVIII.
—¿Cómo? ¿Qué debo encontrarme con vos? ¿En Hyde Park? ¿Por Héctor?
James arqueó las cejas.
Asentí con la cabeza.
—Perdón —dijo Gideon haciendo una reverencia, y apartó suavemente a James con un empujoncito—. Me parece que esto está algo embarullado.
—¡Ya podéis decirlo!
James se volvió de nuevo hacía miss Mermelada de ciruela sacudiendo la cabeza, mientras Gideon me agarraba de la mano y me guiaba con bastante brusquedad en la ejecución de la próxima figura.
—¿Estás loca? ¿A qué ha venido esto ahora?
—Solo me he encontrado a un viejo amigo.
Volví a girarme hacia James. ¿Me habría tomado en serio? Probablemente no, a tenor de que seguía sacudiendo la cabeza.
—¿Quieres llamar la atención a cualquier precio o qué te pasa? —susurró Gideon—. ¿Por qué no puedes hacer lo que te dicen siquiera durante tres horas?
—Una pregunta estúpida: naturalmente porque soy una mujer y no sé lo que es la razón. Además, tú has sido el primero en salirte de la fila para bailar con lady-ay-que-se-me-sale-un-pecho.
—Sí, pero solo porque ella… ¡Pero, bueno, para ya!
—¡Para tú!
No estábamos mirando con los ojos lanzando chispas cuando sonó la última nota de violín. ¡Por fin! ¡Seguro que ese había sido el minué más largo de la historia! Aliviada, me hundí en una reverencia y me volví para marcharme antes de que Gideon pudiera tenderme la mano (o, mejor dicho, agarrármela). Estaba enfadada conmigo misma por no haber planeado mejor mi conversación con James. De hecho, parecía poco probable que se presentara a nuestra cita en el parque. Tenía que hablar con él de nuevo, y esta vez sería mejor que probara a decirle la verdad.
Pero ¿dónde demonios se había metido? Esas estúpidas pelucas blancas eran todas iguales. Las filas de bailarines habían dibujado una trayectoria en forma de Z y ahora estábamos en una posición totalmente distinta. Estiré la cabeza por encima de la gente y traté de orientarme. Ya creía haber avistado la levita de terciopelo roja de James cuando Gideon me sujetó por el codo.
—¡Bueno, creo que ya es suficiente! —dijo secamente.
¡Empezaba a estar más que harta de su tono autoritario! Pero no tuve necesidad de sacármelo de encima, porque en ese momento lady Lavinia se deslizó entre los dos envuelta en una nube de aroma de muguete y se encargó de hacerlo por mí.
—Me habíais prometido otro baile —dijo haciendo un mohín seguido de una sonrisa que hizo aparecer dos encantadores hoyuelos en sus mejillas.
Detrás de ella, lord Brompton se abría paso resoplando entre la multitud.
—¡Bien, me parece que ya hemos bailado bastante por esta temporada! —dijo—. Me estoy volviendo un poco demasiado go… viejo para este tipo de entretenimientos. Y a propósito de entretenimientos, ¿alguien, aparte de mí, ha visto a mi querida esposa con ese gallardo contraalmirante que supuestamente perdió hace poco su brazo en la batalla? ¡Rumores y nada más que rumores! He visto claramente cómo eran dos brazos los que la sujetaban.
Rió y sus numerosos repliegues de grasa se pusieron a temblar peligrosamente.
La orquesta había empezado a tocar de nuevo y ya se formaban nuevas filas de bailarines.
—¡Oh, vamos, no iréis a rechazarme! —imploró lady Lavinia aferrándose a las solapas de la levita de Gideon y dirigiéndole una mirada lánguida—. Solo este baile.
—Acababa de prometer a mi hermana que le traería algo de beber —dijo Gideon, y me dedicó una mirada sombría. Claro, estaba enfadado porque le estropeaba el ligue—. Y el conde nos espera a que vayamos a hacerle compañía.
Mientras tanto el conde había abandonado su puesto en el balcón, pero no precisamente para sentarse y descansar un poco. Sus ojos de águila apuntaban hacia nosotros, y me dio la sensación de que no se perdía ni una palabra de lo que decíamos.
—Sería un honor para mí traer algo de beber a vuestra apreciada hermana —intervino lord Brompton guiñándome el ojo—. Conmigo estará en las mejores manos.
—¡Veis! —lady Lavinia arrastró a Gideon riendo de vuelta a la pista de baile.
—Volveré enseguida —me aseguró él girando la cabeza hacia atrás.
—No tengas prisa —gruñí yo.
Lord Brompton puso en movimiento sus pliegues de grasa.
—Conozco un rinconcito muy especial —dijo indicándome con un gesto que le siguiera—. También lo llaman el rincón de las solteronas, pero no tenemos por qué preocuparnos por ellas. Las ahuyentaremos explicando historias picantes.
Lord Brompton me guió a una pequeña tribuna, situada unos cuantos escalones por encima de la sala, donde había un sofá desde el que se disfrutaba de una magnífica perspectiva general del baile. Allí se encontraban sentadas efectivamente dos damas ya no muy jóvenes ni muy guapas, que apartaron amablemente sus faldas para hacerme sitio.
Lord Brompton se frotó las manos.
—Agradable, ¿verdad? Iré corriendo a buscar al conde y algo de beber.
Y, efectivamente, lo hizo: como un hipopótamo al galope desplazó su macizo cuerpo a través del mar de terciopelo, seda y brocado. Mientras le esperaba, aproveché mi elevado puesto de observación para buscar a James con la mirada, pero no lo vi por ninguna parte. En cambio, vi a lady Lavinia y Gideon, que bailaban muy cerca de la tribuna, y sentí una punzada en el corazón al ver lo bien que armonizaban. Incluso los colores de sus vestidos hacían juego, como si madame Rossini en persona los hubiera elegido. Cada vez que sus manos se tocaban parecían saltar chipas entre ellos y era evidente que disfrutaban de la conversación. Me dio la sensación de que incluso desde donde estaba podía oír la risa cristalina de lady Lavinia.
Las dos solterona que estaban sentadas a mi lado suspiraron lánguidamente y yo me levanté de un salto. No debía hacerme aquello a mí misma. ¿No era la levita roja de James lo que acababa de desaparecer por una de las salidas? Decidí seguirle. Al fin y al cabo, esa era su casa además de mi escuela, de modo que no me sería difícil encontrarle. Y entonces trataría de arreglar el asunto de Héctor.
Antes de abandonar la sala lancé una mirada a lord Alastair, que seguía de pie en el mismo sitio sin perder de vista al conde. Su amigo fantasma agitaba su espada con furor asesino mientras —estaba segura—. Escupía con su voz ronca palabras cargadas de odio. Ninguno de los dos se fijó en mí. Pero, en cambio, Gideon sí parecía haberse percatado de mi huida. En las filas de los bailarines se produjeron movimientos desordenados.
¡Oh, no, por favor! Me volví y me dirigí hacia la salida.
En los corredores la iluminación era más bien exigua, pero seguía habiendo mucho movimiento de gente. Me dio la impresión de que había bastantes parejas que iban en busca de un rincón tranquilo, y justo frente a la sala de baile descubrí una especie de salón de juegos en el que se habían retirado unos cuantos caballeros. El humo de los cigarros salía por la puerta entreabierta. Entonces me pareció ver girar la levita roja de James al extremo del pasillo y corrí en esa dirección todo lo rápido que me permitía el vestido. Cuando llegué al siguiente pasillo no había ni rastro de él, lo que significaba que había tenido que desaparecer en una de las habitaciones. Abrí la puerta más próxima y la volví a cerrar inmediatamente cuando la luz iluminó un diván ante el que estaba arrodillado un hombre (¡no James!) que estaba ocupado soltándole una liga a una dama. Bueno, si es que en ese contexto aún podía hablarse de una dama. Se me escapó una risita mientras me dirigía a la próxima puerta. En el fondo, esos invitados no se diferenciaban mucho de los de las fiestas de nuestra época.
Detrás de mí, en el pasillo, oí un ruido de voces que se acercaban.
—¿Por qué corréis tanto? ¿Es que no podéis dejar sola a vuestra hermana ni cinco minutos?
¡Lady Lavinia! Me colé a toda prisa en la habitación más cercana y me apoyé contra la puerta desde dentro, conteniendo la respiración.