¡Qué pasa Kenny!, oyó a su espalda justo antes de notar una palmada en el hombro. Visiblemente incomodado, Kenny le devolvió el saludo con un simple, Hola, levantándose del banco en el que leía el periódico; no recordaba su nombre. ¿No te acuerdas de mí? ¡Josep, hombre Josep! Sí claro, cómo iba a olvidarte, aclaró tranquilamente. Ya te dije que en 35 días estaría aquí y aquí estoy, una visitita, venga, ¿has comido? Te invito a algo, ¡coño, zapatos nuevos! Qué bien vives aquí, cabrón, pero qué bien vives, ahora te entiendo (jodida inmigración, dijo en voz baja). Pidieron dos platos combinados; los camareros se sorprendieron de ver a Kenny acompañado. Qué tal el viaje, preguntó éste lacónicamente. Muy bien, bueno, no tan bien, pero todo se irá solucionando, los chinos son muy puñeteros, ¿sabes? Oye, ¿te acuerdas que te dije que te contaría una buena historia?, una historia de verdad, una de esas que sería posible escribir. Sí, claro, me acuerdo. ¿Quieres que te la cuente? Verás, ¡es real, eh, me pasó a mí! Porque la que te conté el otro día no te la creerías, ¿no? Bueno, era verdad a medias, es cierto que hice las tapas de alcantarilla para Carson City, pero no tenían ni árboles ni puñetas, la historia se me ocurrió cuando en una carretera cercana, porque aproveché para hacer turismo y llevarle unas cuantas tonterías a la mujer y a los chavales, vi un árbol lleno de zapatos, ahí me di cuenta de cómo es ese país, en nada de lo que hacen van de broma, pero te la tragaste ¿eh? No, no me la creí (contesta Kenny en seco). Qué listo eres cabrón, pero ésta sí que es real, palabra de honor, ¿te crees que si no lo fuera iba a venir ex profeso a contártela? Seguro que tú, algún día, con todas las historias que te cuenta la gente, vas y las escribes, si no, de qué vas a vivir cuando seas viejo, ¿eh? Aunque, como te dije, mis padres son catalanes de pura cepa, y yo y mis hijos ya ni te digo, mis abuelos eran de un pueblo de León, la ciudad de las tapas de alcantarilla de la que te hablé el otro día, sí hombre, la secretamente hermanada con Hong-Kong, ya sabes, y en los años 1968 y 1969, nos fuimos a vivir a ese pueblo, a la casa de mis abuelos, porque la economía andaba mal, y porque mis abuelos no terminaban de integrarse en Barcelona, por lo del idioma y, bueno, cosas que no hacen al caso, el asunto es que este pueblo de montaña quedaba a desmano de todas partes desde que habían desviado, allá por el 55, la carretera para construir una nueva que ya pasaba bastante lejos, aunque de todas formas había aún muchas casas abiertas y las calles estaban llenas de niños. Una tarde, lo recuerdo muy bien, una de esas de calor en las que ni un alma anda por la calle, llegó un coche muy aparente, un Dodge negro, y aparcó en la plaza, junto al ayuntamiento, y claro, la gente lo observó a través de las persianas, esas que no te ven desde fuera aunque tú sí veas desde dentro, entonces del coche salió un tipo alto y flaco, vestido con un traje oscuro, precisamente de un color parecido a este mío, y se dirigió directamente al ayuntamiento; al alcalde lo pilló roncando, según contaron. El caso es que este hombre era un enviado del Gobierno, o algo así, cuya misión consistía en estar ahí ese gran día porque, como de ahí a un mes el ser humano llegaría a la luna, el pueblo había sido elegido para acometer en él una serie de pruebas importantes en materia de seguridad de Estado, pruebas que no desveló. Así que el alcalde lo dispuso todo, corrió con todos los gastos, y lo hospedó en la pensión Fondita, la única que quedaba tras que, como te dije, se desviara la carretera allá por el 55. Y el fulano allí se fue; le dieron la mejor habitación. Yo tenía 8 años y, como puedes imaginar, a los niños la llegada de ese personaje nos tenía más intrigados que cualquier otra cosa, allí no había más diversión para nosotros que la radio, el río y las apuestas de a ver cuándo llegarían al pueblo los caramelos Sugus, de los que teníamos conocimiento por un emigrado que mandaba cartas desde Madrid y nos contaba que se deshacían en la boca con sabor a frutas tropicales, así que a partir de ese momento se acabó el cazar mirlos, el bañarse en el río, escuchar la radio y soñar con los Sugus, porque toda nuestra concentración la sumía aquel tipo. Y la suerte era que el hijo de Sabina, la dueña de la fonda, hacía de correa de transmisión y nos contaba que el hombre estaba todo el día en su habitación, como un asceta de ésos, que el desayuno y la comida la mandaba servir también en la habitación, en la que no paraban de oírse ruidos como de máquinas de calcular de aquellas grandes que había antes, y que sólo salía por la noche, a la hora de la cena, cuando bajaba al comedor, bien vestido, eh, con traje y todo, se sentaba aparte, no hablaba con nadie y siempre pedía lo mismo, huevos fritos con chorizo, medio litro de vino y flan de postre, para después regresar a la habitación. Y así un día tras otro. Pero tan intrigados nos tenía a los niños que una noche decidimos hacer una torre humana para que alguno se encaramara a la ventana de la habitación a ver qué se veía, así que tras echarlo a suertes, unos sobre los hombros de los otros, subimos a Sebito, quien, por cierto, después, con los años, fue alcalde, y sólo pudo ver unos pocos segundos lo que se cocía allí dentro porque las piernas flaquearon y nos vinimos abajo, pero aseguró que había algo así como una gran bolsa llena de pequeños dados de colores, imagínate, la intriga fue en aumento, y bien, resumo, hasta que por fin llega el día señalado, y como allí aún no había llegado la tele, pusieron en la plaza una megafonía que estaba directamente conectada a la radio para que así todo el pueblo pudiera disfrutar en reunión de la llegada del hombre a la luna; por su parte, el forastero dijo que para el estudio que tenía que realizar no necesitaba cosa especial alguna, que él ya lo traía todo. Imagínate, allí nos tienes a todo el pueblo esperando, y el locutor radiando a todo meter, y el del Gobierno que no llega y que hay que enviar para que lo avisen, y allá va Sebito corriendo y antes de llegar a la fonda se cae y se hace sangre. Hasta que por fin salió. Avanzó por la plaza con paso seguro, impresionaba, sabes, impresionaba, su traje impecable, sus botas brillantes, pero de vacío, sí, como lo oyes, de vacío, y se coloca en mitad de la plaza, y se hace un silencio que imagínate, y además se forma un corro en torno a él, y él pide que no cierren el círculo, que necesita una abertura al menos, y hurga en el bolsillo y extrae de una caja como de plomo o metálica, no sé, una bolita, una pequeña bola del tamaño de una canica, de cristal oscuro, y hace un círculo con una tiza en el suelo y con sumo cuidado la posa justo en el centro, y el locutor que seguía dándole, y la gente que comenzaba a murmurar y el alcalde que manda callar, imagínate, impresionante, y cuando el locutor dice que el pie de Armstrong está a punto de tocar luna, el tipo concentra su mirada en la bolita, nunca había visto unos ojos tan penetrantes, te lo juro, pensé en ese momento que debía venir de cenar porque le vi en los labios el amarillo del chorizo, te juro que lo vi, y entonces finalmente el locutor lo anuncia, Armstrong acaba de pisar la Luna, y el hombre levanta la mirada al cielo, se remanga, extiende los brazos y dice, ¡Ufff, salvados! ¡La bolita ni se ha movido, tienen ustedes un pueblo muy seguro! Los niños corrimos detrás del coche tirándole piedras mientras él nos lanzaba por la ventanilla caramelos Sugus que extraía a puñados de una gran bolsa, hasta que dejamos de oír sus potentes carcajadas.