El día en que el interventor del banco, que trabajaba en el periódico local, le encargó a Robert, habida cuenta de su procedencia de la clase culta londinense, que escribiera una pequeña reseña en torno al movimiento de colonos ingleses que habían llegado a las costas americanas en el Siglo 18, qué alimentos comían, en qué número se podía estimar su población, los cultos religiosos que practicaban, cómo terminaron por domar en aquel primer momento de la Historia la salvaje naturaleza que era el territorio americano, y cómo ocurrió que tras esos años iniciales se adentraran hasta Nevada para fundar con un poco de barro y cuatro maderas lo que es hoy Carson City, ese día, decíamos, nadie supuso que Robert se encerraría en la cabina de su avioneta 3 días y 3 noches, quieto en el silencio metálico del hangar, con las manos sobre los mandos y la vista fijada en el horizonte artificial del panel de control, sin comer y apenas beber, sin admitir visitas y mucho menos sugerencias, para al final entregar a la imprenta:
Hay que liberar todos los fluidos, ya sean líquidos o gases, que los humanos hemos ido comprimiendo aquí en la Tierra. Dejar que se expandan. Hay que abrir al mismo tiempo todos los grifos en cada una de nuestras casas, piscinas, pozos, y redes de abastecimiento. Hay que abrir todas las llaves de paso de bombonas de gas, de depósitos de aire comprimido de maquinaria diversa, de neveras, de aires acondicionados, de gases medicinales de hospitales, de ventosidades del estómago, todo. Tarde o temprano ellos mismos lo harán. No tiene ningún sentido continuar poniendo trabas a eso que los cosmólogos llaman Expansión del Universo.