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Pero ese domingo nunca llegó. Siempre que cogía el lote de fotografías de su ex mujer, o siempre que se disponía a abrir el cajón donde estaban las fotografías, o siempre que buscaba los álbumes de fotografías, en ese momento, sonaba el teléfono; algo del trabajo, algo del museo, amistades, lo que fuera. Eran todas ellas llamadas que le tenían mucho tiempo al auricular y que le hacían desviar la atención hacia otras cosas y asuntos más urgentes aunque no necesariamente más interesantes. Por último, una de esas tardes en las que estaba echando mano a las fotos, la que llamó fue su ex mujer, con la que hacía años que no hablaba, para comunicarle que se iba a Norteamérica para siempre, «a una especie de comuna que vive bajo tierra en una antigua planta de residuos radiactivos, o algo así», le dijo, y que renunciaba a la custodia de los niños, que se los regalaba para siempre. Quemó todas aquellas fotos en la chimenea, y la observación del fuego le llevó a pensar que en ellas ahora sí que cuerpo y mente estaban juntos y eran verdaderamente indistinguibles.