Según lo acordado, a las 6 de la tarde Payne estaba en la verja del cementerio. Kelly aún no había llegado. Apoyó la espalda en el tronco de un ficus gigante y después se sentó sobre una de las raíces. Comprobó que estéticamente los cementerios chinos son como los cristianos pero sin cruces. A pesar de que para ir hasta allí había tenido que atravesar calles concurridas como nunca hubiera imaginado, nada más llegar a la especie de acera que rodeaba la verja la gente había desaparecido y el silencio era casi total; sólo se oía el ruido continuado de unas aguas fecales en una conducción bajo tierra y el canto de determinados pájaros. Cuando se fijó en que dentro del cementerio había numerosas bocas de alcantarillado, y que, por su parte, los pilares que sustentaban la vía del tren aéreo se clavaban en varios puntos del suelo, vio claramente cómo ese lugar permanecía en perfecta armonía con las fuerzas terrestres y celestes; allí no sólo iban a parar los muertos, sino también las heces y la alta tecnología de una civilización, quizá también muerta. Pensó que si su hermano Robert estuviera allí con su avioneta seguro que tendría algo más inteligente que decir. Se rió. Tal como había comprobado desde la habitación del hotel, cada 5,50 minutos pasaba el tren, y retumbaba la tierra de entre los mausoleos, ligeramente agrietados. Después todo quedaba en silencio. Reconoció en esa cadencia la perfecta simulación de las olas del mar. Kelly nunca llegó.