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Payne no dejó que el botones le metiera las 3 tablas de surf en el armario ropero para hacerlo él mismo. Situado en el corazón del Pekín moderno, desde la habitación del piso 33 se veía toda una colección de rascacielos de vidrio y acero, y entre ellos, serpenteada y laberíntica, una sucesión de pequeñas construcciones de no más de 2 alturas intercaladas con tenderetes, puestos de venta diversa y domicilios anexados. A 15 días vista de la competición prefirió que su padre le pagara este lujo de 5 estrellas como terapia de meditación antes de abordar las oías. Estuvo observando el tren aéreo que se perdía entre los altos edificios sustentado sobre anchas columnas que cada 20 metros sostienen los raíles y la estructura. Cronometró que cada 5,50 minutos pasaba uno. Pulsó el o para que le trajeran una bolsa de patatas fritas. Ya en todo el viaje desde Londres había venido tarareando Cemetery Gates, «Es un día inquietante y soleado, así que quedamos en la puerta del cementerio, Keats y Yeats están de tu lado, pero Wilde lo está del mío…», aquella canción de The Smiths que creía ya tener olvidada, cosa que le pareció curiosa cuando vio que a 2 manzanas del hotel, el tren aéreo pasaba por encima de un cementerio, entre el parque frondoso y la ABC Tower. A Payne le gustaban todos los hoteles por lo que cada piso posee de estrato de soledad; arriba del todo, en el último estrato, la soledad alcanza su punto máximo, pero también lo alcanzan la buena vista y el confort. Una soledad narcótica, acogedora, que jamás te obliga a salir. Uno puede estar temporadas enteras encerrado allí sin hacer nada, como si toda la sociedad se confabulase para organizarte una dulce cámara de nada, de historias inventadas de quienes antes pasaron por allí, de un pelo que encuentras en el lavabo y cosas así. Se tumbó a descansar. Siempre que estaba muy lejos de casa pensaba en Robert, su hermano mayor, el que hacía años se había desprendido de la figura paterna para ir a buscarse la vida a Norteamérica. Lo último que sabía de él es que vivía en una pequeña ciudad del Medio Oeste, que trabajaba en un banco y que tenía una avioneta de una hélice. Había sido ese hermano quien, cuando aún vivían con la familia en Londres, siendo pequeño le incitó involuntariamente a practicar surf cuando le dijo: «El equilibrio sobre el agua no te iguala a las canoas, sino a los pájaros». Y aunque hoy sabe que tenía parte de razón, lo cierto es que las veces que se sintió más cerca del equilibrio de los pájaros fue meando en un orinal: un accidente lo tenía postrado, se había ido con la tabla contra unas rocas con el resultado de varias costillas y la cadera rota, y en el hospital, en el momento de mear en un recipiente que guardaba debajo de la cama, se sentaba en el borde, abría ligeramente las piernas, miraba a un punto al frente que rápidamente se desdibujaba, y soltaba el chorro que caía, como ya todo su cuerpo, a un lugar lejano e indefinido, con una penetrante sensación de ingravidez, de absoluta flotación, de biología, por desaparecida, bien diseñada. Su hermano Robert, por su parte, aún estando en Londres, había iniciado una ingeniería, que dejó a la mitad, y fue en ese momento cuando partió a Norteamérica. Llegó la bolsa de patatas y encendió la tele. En la Star Movies ponían Salem’s Lot, y le hizo gracia David Soul en el papel de sesudo escritor que busca zombis y vampiros en la América profunda en vez del consabido Hutch de Starsky y Hutch. Aún no había terminado las patatas cuando sonó el teléfono. Era Kelly. Estaba en una pensión de la zona sur con otros cuantos participantes llegados de Los Ángeles. Decidieron quedar para verse al margen del grupo. Mientras Payne sostenía el teléfono veía el cementerio y se le ocurrió que podían quedar en su puerta. Vale, respondió ella. Dame 1 hora.