Tumbado de medio lado en la cama del hospital, Ernesto Che Guevara observa a su derecha la máquina a la que está enchufado desde hace 3 días. Supuestamente, dibuja en la pantalla una curva que en tanto no sea plana indica que la cosa va bien. Aunque por el trato que ha recibido hasta ahora se sorprende de la eficacia de la medicina vietnamita, piensa a menudo en cómo serían las cosas si estuviera en Cuba o en Las Vegas. Aunque es mediodía, las persianas casi bajadas inducen una penumbra espesa que se suma al 98% de humedad relativa del aire. Observa la máquina que, cuando está en stand-by, oscurece su pantalla a fin de ahorrar energía y sólo queda bajo ella, como testigo, un pequeño círculo de plástico transparente dentro del cual hay una luz naranja que parpadea. Cada 3 segundos se enciende lentamente y se apaga. Lleva horas con la vista fija en ella, pero de la misma manera en que nos ensimismamos con el fuego o con el temblor de una estrella. Observa que, por algún error, la pequeña lámpara del interior está levemente desplazada hacia la parte inferior de ese círculo, con lo cual, cuando se ilumina, a Ernesto la forma final le recuerda más que a un círculo, a un huevo. Un huevo que aparece y 3 segundos después se funde en negro. Le resulta paradójico que la misma máquina que certifica la defunción de una persona lo haga con ese icono oval, símbolo por antonomasia de vida.