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Al sureste de China acaba de llegar el cómic de moda en India. No se trata de una traducción del Spiderman norteamericano al hindú o al chino, sino de una estricta transcreación del personaje. De cintura para arriba el atuendo es el mismo, la malla con la araña estampada y la clásica máscara, pero de cintura para abajo cambia sus mallas azules y rojas por un dhoti, una esponjosa gasa enrollada a cada pierna como los típicos pantalones hindúes, y calza babuchas de cuero terminadas en una punta que mira al cielo. Sin llegar a rasgos orientales, es más moreno que Peter Parker, y sus aventuras se desarrollan en los barrios del viejo Bombay, acosado por un malvado que ya no es el conocido Duende Verde, sino Rakshasa, un demonio de la mitología india con cuerpo de hombre y cabeza de monstruo. Todo este producto de mezcla fascina a los chinos, pero porque lo comparan constantemente con los ejemplares originales americanos que les proporcionan las tiendas de Little America. Se diría que a los chinos lo que menos les importa son las historias en sí, y su fuente habitual de fantasía consiste en ver quién encuentra más diferencias entre una determinada viñeta del americano y su bastarda oriental. Cualquier obsesión en manos chinas puede convertirse rápidamente en amenaza, así que esta manía le está comiendo terreno al surf: si bien éste sólo estaba destinado a los hombres más viejos, lo de Spiderman abarca todas las edades y núcleos sociales. Fue ésta la única manera por la que el joven Kao Cheng, de un arrabal de la ciudad de Punh, pudo establecer un contacto con Ling-O, la hija de un alto funcionario, al encontrarse casualmente el uno al lado del otro en la misma librería-kiosko, ensimismados con ese juego de las diferencias. Yo encontré 43, Pues yo 377. Y así. Pero como la dirección artística y guión corren a cargo del arquitecto hindú Jeevan J. Khang, hay una diferencia más profunda entre ambas versiones del superhéroe, diferencia que podemos llamar «de estructura», y que lleva a estas nuevas a un auténtico punto de ebullición racionalista. En efecto, en su afán por no perder un quimérico espíritu americano, Jeevan ha cargado las tintas, y las tramas, más que historias ilustradas parecen teoremas desarrollados a base de concatenaciones silogísticas tan maquínicas que incluso cuando la historia se relaja y suelta amarras, más que proliferar a un plano fantástico se aprecia claramente que la máquina de narrar se ha estropeado para siempre; como cuando un motor suelta su último suspiro y entra en la esfera del sueño, sí, pero del sueño eterno. El argentino Jorge Rodolfo Fernández, en su habitación de Budget Suites of America, está leyendo repetidamente y en voz alta este pasaje de Ernesto Sábato: «Borges plantea sus cuentos como teoremas, por ejemplo, en “La Muerte y La Brújula”, el detective Erik Lönnrot no es un ser de carne y hueso: es un títere simbólico que obedece ciegamente —o lúcidamente, es lo mismo— a una ley matemática; no se resiste, como la hipotenusa no puede resistirse a que se demuestre con ella el teorema de Pitágoras; su belleza reside, justamente, en que no puede resistir».