Ahora Billy the Kid ve muy claro que aquel zapato marrón tan quieto y tirado en mitad del asfalto por fuerza no podía ser bueno. Parpadea en la pantalla de su PC una fotografía editada en The New York Times digital. Por lo visto es muy famosa, pero él no lo sabe porque a los 12 años la fama no existe, y si existe es otra cosa. Se trata de un hombre que está de pie, también muy quieto y sobre el asfalto, en mitad de una calle desierta de Hiroshima. Sujeta un paraguas abierto y mira el hongo nuclear que crece al fondo. Ahí el relato de la fotografía se detiene, y el ejercicio consiste en preguntarse de qué pretendía protegerse ese hombre con aquel paraguas, qué destino creía poder refutar, qué fue de su vida en adelante. Existen 3 soluciones al enigma. La primera es de carácter negativo: en un típico arrebato nipón, el japonés se enoja, echa a correr hacia la masa nuclear y perece en el acto. La segunda es de carácter neutro: su umbral de enojo se ve desbordado y ese giro le hace comprender al enemigo, sus motivos, sus hijos, las familias a las que defiende, y en un exceso de compasión se pasa a las filas de enfrente, salvando así la vida que se desarrollará felizmente en un almacén de frutas en alguna población de tamaño medio en Norteamérica durante unos cuantos años, antes de que el cáncer lo corroa definitivamente. La tercera es de carácter positivo: queda fascinado por la plástica de esa visión, que se le antoja sublime, de arquetipo místico, y la fotografía varias veces con una Instamatic que como buen japonés lleva en el bolsillo, y abre el paraguas para emular la forma del hongo, y pide que, a su vez, también a él lo fotografíen, dando inicio así a la leyenda de esa foto (en esta versión es irrelevante si finalmente vive o muere). Existe una cuarta, pero que excede al Orbe Oriental y acaso el Occidental; el japonés nunca existió, ni su soledad ni su paraguas, como tampoco existieron ni la bomba, ni Hiroshima, ni los Estados Unidos de América, ni los insectos, ni los árboles, ni los pechos de la mujer, porque todo cuanto vemos, incluida la raza humana, es un inmenso holograma concebido por alguien que nos observa, un reflejo en una pantalla plana de una especie de cósmico PC. En ese mundo ilusorio el japonés bien puede pensar que el hongo nuclear es el Árbol de la Vida del cual cuelgan cascotes y radiaciones como bolas de navidad. O algo así.