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Justo en la franja limítrofe del sur de París donde Guy Debord y sus correligionarios Situacionistas en 1960 ponían en práctica su Teoría de la Deriva, ahora hay un gran número de casetas de obra habitadas y dispersas en aparente azar. No hay rastro de los edificios que en el 60 estaban en construcción. Sólo quedan estos habitáculos de chapa, casi inmodificados, que los obreros utilizaban para cambiarse de ropa y comer el bocadillo, ahora tomados por vivienda por ciento y pico personas. Peter es un artista de San Francisco que atraído por el Land Art llegó a Europa hace un par de años. Estos territorios híbridos, le dice a Françoise mientras le acerca la lata de raviolis para acto seguido señalar con el dedo el acúmulo de casetas, Son auténticas obras de arte creadas por la unión de elementos extraños. Françoise coge el abrelatas, y con una pericia tal que parecía que hubiera nacido con uno bajo el brazo la abre en un par de segundos, y vierte el contenido en un pequeño cazo. Peter presta atención al movimiento parabólico de su pecho, y a sus pies descalzos. Se sientan en la sombra, mirando la puerta de la caseta, que está abierta. Entra un haz de luz muy definido que calienta la chapa, y ésta gana un color vaporoso de espejismo, como si la propia luz se cociese a su contacto. ¿Tú sabes, le dice Peter, que hubo un artista norteamericano que en los 60 definió a una autopista en construcción de las afueras de New York como obra de arte? Françoise dice no con la cabeza. Tus pies son grandes y bonitos, continúa Peter, como este lugar, como aquella autopista, también en construcción. Los tiene destrozados, la indigencia hace su trabajo. Apagan el fuego, se van pasando el cazo y la cuchara. Los raviolis de esta marca, dice Peter, como le ocurre a la caza, así, recién caducados, son exquisitos, ¿que no? Françoise no para de examinarse los pies.