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Ella lo recordó siempre muy bien. Abro la botella, eh. De acuerdo, querida, le contesta Elmer. Margaret descorcha y sirve en dos vasos. Lleva uno hasta la mesa de trabajo de Elmer, acorazado entre cientos de informes, archivos y cartas contra la política militar norteamericana. Fuma. Ella sale al porche, que penetra directamente en la arena de la playa. De pie, apoyada en una de las columnas, ve al fondo las luces de Santa Bárbara. Está segura de que nunca se irá de California. Al día siguiente salían en coche hacia NY, un viaje muchas veces hablado, que durará 11 días, y que ahora se justifica por la apertura de una exposición de Margaret en la Carrington Gallery. Elmer sale al porche y brinda con la copa fría en la espalda de Margaret, que da un pequeño salto. ¿Todo preparado, querida? Más o menos, responde ella. Antes de que amanezca parten en el Buick convertible del 63. Ella lo recordó siempre muy bien, sobre todo cuando se fueron a vivir a Madrid y miraba por la ventana y veía los árboles de la línea de fuga de la Gran Vía: rodaban por la US50, temían quedarse sin gasolina y Elmer decía esas tonterías que dicen quienes no tienen ni idea de lo que es el proceso creativo, del tipo: El desierto es un poco como tus pinturas, ¿no crees, Margaret? No sé, a veces, respondía ella divertida. Hasta que recortado contra las montañas vieron un árbol, Es un álamo, dijo ella una vez detenidos bajo su sombra. Lo miró con atención, Se está muriendo, concluyó. Abrió el capó de un golpe, giró un tapón situado en la parte de abajo del radiador y llenó un vaso con su agua. Se encaminó hacia la base del árbol y allí la vertió. Fue absorbida al instante y dejó un agujero anal en la tierra. Llevaba una falda de punto gris, un jersey de pico rojo, zapatos de punta con tacón plano, y un moño.