De costumbres fijas, al salir del matadero Hans pasaba siempre por el bar de Gregory, donde entraba con las botas de trabajo golpeando el suelo. ¡Ten cuidado, el luminoso de la puerta se menea!, le decía cada día Gregory. ¡Paso!, respondía Hans. Tomaba cerveza hasta que no podía más, y si se terciaba, una visita al burdel, donde Linda siempre estaba a mano. Ahora bien, Hans no sabía muy bien qué hacer con aquel cuchillo de 35 centímetros que el matadero regalaba cada año al trabajador más eficaz. Ya tenía 4. Cuando tenga 5, se había dicho el primer día que entró a trabajar, me vuelvo a Copenhague. Los exhibía en el recibidor de su casa, en fila vertical, en sus legítimas fundas de piel de coyote, que escondían el filo, quedando a la vista el mango de madera de álamo. Los miraba y pensaba que, en realidad, esos cuchillos sólo valían para matar, pero él no quería, y Carson City tampoco. Siendo así, ¿Con qué fin me los regalan?, se decía, ¿Por qué desean la muerte? Lo preparó todo minuciosamente. A las 4 de la tarde saldría del matadero, como siempre, e iría al bar de Gregory. Fingiría que tomaba el número de cervezas habitual, y diría con voz bien alta, hasta que le oyeran los muchachos del billar del fondo, que estaba muy cansado y se iba para casa a dormir. Llegaría a casa pero no se metería en la cama, sino que cenaría fuerte, limpiaría los cuchillos, y se amarraría con cinta de embalar 2 a la cintura, y los otros 2 los ocultaría en las pantorrillas. A las 22 horas se dirigiría al bar de Gregory, que es la hora a la que está haciendo caja a puerta cerrada, le pediría una cerveza, a lo que Gregory respondería que no, que ya estaba cerrando, y entonces no podría sino apuñalarlo; quizá eligiera el pecho, donde sabe que tiene un tatuaje que le había hecho una chicana y que pone Casi Love. Después se dirigiría hacia el burdel y Linda, seguro, estaría con otro cliente, por lo que tendría que matarlos a ambos, y si estuviera sola, también, porque seguro que como de costumbre ella querría tomar una copa antes de que fueran a la habitación, aun conociendo lo mucho que a él le incomoda el alcohol antes del amor. Después se encaminaría hacia la oficina del sheriff y por la calle pediría fuego a Bob, el vagabundo que a esa hora frecuenta los contenedores de la calle Washington, y a la luz del mechero le atravesaría la femoral para después subir hacia el estómago. Y al final llegaría ante el sheriff, tiraría los cuchillos sobre la mesa y le diría, Misión cumplida, jefe. Repasa el plan mientras busca las botas. Son las 21.45 horas. Acaba de quitárselas hace una hora escasa, mientras cenaba. Mira debajo de la mesa, revuelve la casa. No las encuentra. Abre y cierra cajones, mira en la bañera, detrás de las puertas. Nada. A las 22.45 horas, descalzo, se sienta en la cama y mira detenidamente sus pies desnudos, muy blancos. Decide en ese momento que tiene que hacer la maleta e irse de Norteamérica. Las botas no volvió a verlas.