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Nuestra preocupación principal es mantener la vaquería, le dice la señora Stevenson al comercial de la funeraria, sentada en la entrada de su granja dotada con 60 vacas, 2 tractores, 2 segadoras y cientos de acres de sembrado, en la que también hace miel, mermeladas y embutidos para consumo propio. Al lado, está la antigua fundición de estaño, también de la familia, que ya cuando se hizo era lo suficientemente grande como para saber que quebraría. Señora Stevenson, como su granja está situada en el centro del Estado, le dice el comercial, Y como sólo hay 10 hornos crematorios en todo Nevada, hemos pensado que esa instalación de fundición en desuso sería el lugar ideal para montar nuestro horno. Ella se muestra reticente. ¿Y si le consultamos a su marido? No, la granja es mía y la fundición también, además, él llegará hoy muy tarde del asador. Las negociaciones se alargan. Las ofertas suben. Ella continúa en su negativa. Cansada, le dice, Bueno, señor, tengo que confesarle algo. Y lo lleva hasta la antigua nave de fundición. Le señala, en la pared, la puerta abierta de uno de los hornos con forma de tubo abandonados, en cuyo interior, de entre los hierros, crece un árbol; las ramas se amoldan al techo y paredes del cilindro, y sólo unas pocas logran escapar por el tiro de la chimenea. ¿Lo ve; ve ahí un árbol?, Sí señora, lo veo. Pues ése es el problema: en este horno, un invierno que la nieve nos incomunicó, ya incineramos al abuelo, [había muerto de repente], y por nada del mundo destruiríamos ahora ese árbol.